Comentario al evangelio de hoy (31 de octubre)

Las postales turísticas no representan bien lo que son las grandes ciudades. En ellas aparecen sus anchas avenidas, sus parques señoriales, sus nobles edificios, sus grandes arterias que se entrecruzan y luego se pierden por el enmarañado bosque de sus barrios periféricos… Pero las ciudades, sean grandes o pequeñas, se identifican sobre todo por sus gentes. Ellas son las que otorgan calidad humana al paisaje urbano. Gentes acogedoras, simpáticas, hospitalarias…, o lo contrario.

La ciudad de Jerusalén, en tiempos de Jesús, poseía el encanto de sus edificaciones, principalmente el templo. En efecto, el templo había sido reconstruido y sólo contemplarlo producía fascinación: sus 180 columnas rematadas por capiteles corintios, sus numerosas puertas, atrios y, sobre todo, su santuario, con una colosal fachada de 30 metros de altura, adornada con mármoles y placas de oro. A todo buen israelita le entusiasmaba la idea de ir a Jerusalén, la ciudad santa. También a Jesús.

Pero Jerusalén no era sólo su templo. Lo eran sus habitantes. Y éstos, a juzgar por las palabras del Señor, eran todo menos acogedores y dignos de confianza: “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que se te envían!” (Lc 13, 34). Jesús profiere este lamento sobre Jerusalén y, poco después, llora al ver la ciudad presagiando su ruina (cf. Lc 19, 41-44). Son lágrimas y lamentos que le brotan del corazón porque la ama.

Que el Hijo de Dios llore y se lamente nos desvela su condición encarnada. Es un Dios hecho hombre sensible. Ante una imagen tan humana del Hijo de Dios, ¿qué otra realidad -fuerza, poder maligno- de este mundo o de cualquier otro podrá asustarnos?

Creo que tiene mucha razón el autor de la Carta a los Romanos al recordarnos hoy que nada absolutamente podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Esto resulta de verdad reconfortante. ¿O no?

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