Domingo IV de Adviento

El domingo XXVII del tiempo ordinario, era el 2 de octubre, comenzamos a estudiar la Exhortación sobre la familia “La Alegría del Amor”, del papa Francisco. 

Las razones para ello fueron:

1.- Lo quería el papa. En el nº. 7 dice literalmente: “No recomiendo una lectura general apresurada…. (mejor) profundizar pacientemente parte por parte…. Espero que cada uno, se sienta llamado a cuidar con amor la vida de la familia…”

2.- Siempre es conveniente reforzar nuestras convicciones. Esto es tanto más importante, y urgente, cuanto que las corrientes actuales de pensamiento sobre la familia están muy alejadas del proyecto de Dios y pesan enormemente en nuestros ambientes y, por ende, también sobre nosotros.

3.- Para poder ayudar a los demás con nuestro criterio y opinión exponiéndoles la grandeza de la familia a la luz de la Revelación. 

4.- Para que viéramos más claramente la importancia del papel que cada uno de nosotros juega dentro de ella. 

Con el tiempo de Adviento subrayamos lo que estos conocimientos tenían de exigencia de conversión personal en orden a que nuestro comportamiento dentro de ella fuera cada vez más “cristiano, más espiritual, más sobrenatural. 

La detenida valoración de cuanto nos dijo el Papa, apelando continuamente a la Revelación sobre la grandeza del matrimonio y la familia, es un gran aliciente para la realización de nuestros compromisos pero no nos libra de una de las mayores tentaciones que suele salirnos al paso, sin apenas hacerse sentir como tal, pero con una virulencia fatal: EL CANSANCIO.

A lo largo de nuestra vida “padecemos” varios cansancios. 

Uno debido a la edad. Según nos vamos haciendo mayores vamos experimentando una disminución de fuerzas. Nos levantamos ya cansados. En realidad este tipo de cansancio no tiene una excesiva influencia en nuestra vida espiritual. El remedio es aceptarnos “como estamos”, como “nos hemos quedado”, y sacar el máximo provecho espiritual y material a las fuerzas que aún nos quedan. 

Otro es consecuencia de los esfuerzos debidos a trabajos especiales. Tras una intensa tarea uno experimenta cansancio. La solución a esto la sabemos y la practicamos todos: sentarnos o tumbarnos. No hay más. 

Un tercero puede deberse a estar ya harto de hacer lo mismo. Podemos sentirnos cansados de perdonar, de hablar con alguien, de hacer esto o lo otro. Esto solo puede remediarse con “paciencia”. Como la que tantas veces ha tenido Dios con nosotros. 

Hay un cuarto cansancio que es el peor. Es el que nace de la desconfianza de uno consigo mismo. Tras muchos buenos propósitos incumplidos, uno puede tener la sensación de que ya no hay nada que hacer. La expresión típica de tal cansancio es: me rindo, ya no lo intento más. Yo soy como soy. ¡Qué le vamos hacer! Incluso acudimos a la broma con expresiones como ¡De todo tiene que haber en el mundo!

Es el más dañino porque nos induce una especie de parálisis espiritual en la que se tira la toalla respecto a nuevas intentonas por mejorar. Este cansancio solo puede superarse recuperando la confianza en nosotros mismos mediante el firme convencimiento de que Dios siempre nos da fuerzas si se las sabemos pedir. Ya el profeta Isaías (s.VIII. a J.C.) decía a su pueblo en situación de desánimo generalizado: Dios da fuerzas al cansado (Is. 40, 25-31)

También Jesús fue sensible a estos nuestros cansancios y clara y abiertamente se nos ofreció como apoyo: “Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré. Aprended de mí, que soy afable y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas”. (Mt. 11, 28-30) 

Esto lo sabía muy bien San Pablo que al mismo tiempo que se lamentaba del mal que hacía, queriendo sin embargo hacer el bien, (Rom. 7,15) no dudaba en afirmar: “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Fil. 4, 13)

El ser humano nunca está “condenado” a claudicar espiritualmente. No estamos hechos para ser derrotados por el mal. Eso supondría que Dios no puede contra el mal o que sí puede, pero permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas. Un Dios así no sería Dios puesto que por encima de Él estaría el mal o sería un Dios injusto lo cual también es contradictorio. Desde luego no sería un Dios padre como Él quiere ofrecérsenos en la Revelación. 

SIEMPRE tendremos recursos suficientes para responder positivamente a los proyectos y demandas de Dios. No tendría sentido otro planteamiento. ¿Qué responsabilidad podría pedirnos Dios sobre todo aquello que no podemos cumplir? No solo es injusto, es “absurdo” pedir a alguien algo que no puede hacer. 

El Papa, consciente de la debilidad humana, él mismo se ha confesado muchas veces como pecador, termina su “Exhortación” con este pensamiento: “Ninguna familia es una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar 

… todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos….cada familia debe vivir en ese estímulo constante. Caminemos familias, sigamos caminando. (nº.325)

Que la Sagrada Familia, esa que hemos puesto en nuestros hogares, esa en la que le fue posible nacer a Jesús, nos ayude a caminar en la dirección señalada por Dios y recordada por el papa Francisco. AMÉN.

Pedro Sáez