El Evangelio de Juan nos describe el nacimiento de la comunidad eclesial como una nueva creación, para lo cual utiliza la tipología del libro del Génesis.
Al comienzo del Génesis, tras haber creado el cielo y la tierra, y más tarde las plantas y los animales, modeló Dios al hombre de arcilla y sopló en su rostro su propio soplo de vida. En el Evangelio que hoy hemos escuchado, vemos , en la tarde misma de Pascua a los discípulos reunidos en la sala alta, rodeados del miedo y de la confusión que nos recuerdan el caos de la primera creación. Jesús se les manifiesta y soplando sobre ellos les infunde su Espíritu, como lo había hecho Dios en el amanecer del Génesis. De esta manera los transforma en comunidad eclesial. Es el nacimiento de la Iglesia cual lo han visto los ojos místicos de Juan.
Este don del Espíritu no puede quedar separado de la Pasión, ni del agua y la sangre que brotaron del costado traspasado de Jesús. La Iglesia nace del agua y del Espíritu. Jesús, al aparecerse a sus discípulos, les muestra su costado traspasado, antes de soplar sobre ellos. Juan ve en Jesús resucitado al nuevo Adán que hace nuevas todas las cosas, y al referirse a la narración mística del Génesis, ve asimismo a la Iglesia como la nueva Eva, que sale del costado traspasado de Jesús.
En la primera creación no habían tardado mucho los hombres en dejarse llevar por los deseos de grandeza, de ambición y orgullo. Todo esto había llegado a su colmo en la construcción de la Torre de Babel, símbolo de un proyecto común que no podía conducir a otra cosa que a la división y a la incomprensión toda vez que había sido concebida como una búsqueda de grandeza y de poder.
A esta torre de Babel se contrapone en Juan la sala alta en la que se hallan reunidos los discípulos. Y en la narración de los Hechos de los Apóstoles vemos que se produce lo contrario de lo que se había producido en Babel. Con el don del Espíritu comienza el largo proceso de “desbabelización” de la humanidad.
La narración de Babel, en el libro del Génesis, ra la reacción del autor sagrado contra el primer fenómeno de urbanización en la historia. La unidad de lengua y de cultura, la unión de todos en un proyecto común que tiene como finalidad el conquistar el cielo, es vista por el autor como una negación de la diferencia y como el comienzo de una opresión. Muy al contrario de Jesús que a lo largo de todo su ministerio ha afirmado el derecho a la diferencia y la necesidad de aceptar y amar a cada uno en su carácter único. Lo que tiene lugar en Pentecostés es precisamente lo inverso de Babel. Los Apóstoles no reciben el don de una lengua universal que hayan luego de aprender todos. El don del Espíritu les permite hablar las lenguas de todos, y cada uno les entiende en su propia lengua.
En nuestros días Babel es el símbolo de una forma de mundialización que, a pesar de los bellos discursos sobre el respeto a las culturas, impone a nivel mundial – manu militari si es ello preciso – un sistema económico único que ineluctablemente implica una nivelación de las culturas fuertes y la desaparición antes o más tarde de todas las demás. En efecto, en Babel todos hablaban la misma lengua y se hallaban reunidos en un mismo proyecto – un proyecto que llevaba en si mismo la fuente de sus discordias y de sus divisiones. Pentecostés es por el contrario el símbolo de un ideal de encuentro de todas las culturas y de todas las religiones, en el mutuo respeto de las diferencias cuya gran diversidad constituye la riqueza misma del mundo creado, que de esta manera representa los diversos de la belleza de Dios.
El Cordero del Apocalipsis (21, 5) sentado sobre el trono de la Jerusalén celeste dirá: “He aquí que hago nuevas todas las cosas”. Entre Babilonia y esta Jerusalén escatológica, se halla la sala alta en la que Jesús, al insuflar su Espíritu sobre sus discípulos, les dice: “Aquéllos a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis les quedan retenidos” (Jn 19, 23). El camino hacia la reconquista definitiva de la unidad perdida es el del perdón mutuo. ¡En qué riesgo tan terrible ha incurrido Dios al dar a los hombres el poder de retener el perdón!
A. Veilleux