La Escritura nos describe la Creación como la obra de un Dios alegre, que parece gozarse en extremo haciendo brotar las fuentes de las aguas de los abismos, implantar las montañas y consolidar los cielos, y bajo la mano del cual, como bajo la de un mago, brotasen plantas y animales de toda especie. “Cuando consolidó los cielos…dice la Sabiduría (Prov. 8, 30), estaba yo allí junto a Él…yo era su alegría cotidiana, jugando todo el tiempo en su presencia y compartiendo mi alegría con los humanos”
Ya el Génesis nos había mostrado a Dios jugando en la arena, o mejor con la arcilla, en el amanecer de la creación, y formando con sus manos la figura de un ser humano, que de tal manera le agradó que sopló en su rostro su propio hálito de vida, para hacer de él un ser vivo. Mucho más tarde describirá Pablo la misma realidad diciendo que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”
Hemos sido, pues, creados a imagen de Dios, de su propio hálito, por lo que llevamos en nosotros una semilla de vida divina llamada a crecer sin cesar. Y habida cuenta que esta semilla es divina, tiene una dimensión de infinitud, y podemos nosotros decir que el ser humano ha sido creado con una capacidad infinita de crecimiento.
Jesús de Nazaret es el ser humano en el que esta capacidad de crecimiento ha alcanzado su pleno desarrollo. Imagen perfecta de Dios, es de tal manera hombre (como ha querido Dios que fuera el hombre), que es por ello Dios. Dios perfecto y hombre perfecto, ha vivido como los hombres cuanto es Dios, y que no había quedado más que esbozado en el gran fuego artificial de la Creación. En su ser nos ha revelado la riqueza de la relación, la capacidad de amar que es Dios.
Nos ha hecho partícipes de esa experiencia. Nos ha hablado de su relación con Dios. Nos ha dicho que Dios es su Padre., que Él y su Padre se hallan unidos por un misterio de amor al que llama Él el Espíritu, y que, finalmente, su Padre y Él son uno. También nos ha hablado de Dios como de una tierna madre; se ha comparado a si mismo con un esposo y con un pastor. A través de todos estos innumerables símbolos nos ha hecho posible entrever toda la riqueza de la vida afectiva de Dios. Y sin embargo es importante el recordar que Dios es infinitamente mayor, más rico y más bello que cuanto pueda decirse de Él, y por consiguiente mayor y m
más bello que todos estos símbolos y figuras.
Juan, el discípulo más cercano al corazón de Jesús ha resumido toda esta enseñanza en una breve fórmula: “Dios es amor”. Más tarde se ha inventado una expresión para describir esta danza de vida en el seno de la divinidad. Se ha comenzado a hablar de Trinidad. Los Padres de la Iglesia y los teólogos han utilizado, a partir de diversos sistemas filosóficos, las categorías de persona, de naturaleza, de relación, y han inventado un lenguaje cada vez más complicado para ahondar en ese misterio, hablando, por ejemplo de “circumincesión” y de otras cosas parecidas. Y más tarde, por supuesto, se ha comenzado a pelear en torno a estas expresiones, como saben hacerlo los teólogos, y se han inventado incluso diversas herejías con nombres cada vez más exóticos. A fin de cuentas, todas estas expresiones y todas estas profundas reflexiones teológicas no nos dicen nada más que lo que había dicho Juan con tres palabras bien sencillas: “Dios es amor”.
Y lo que es verdaderamente maravilloso para todos nosotros es que hemos quedado invitados a tomar parte en esa danza, a entrar en esa relación, a unirnos a la Sabiduría que “jugaba todo el tiempo en su presencia y compartía su alegría con los Hijos de Dios”
Si es verdad que Dios es amor, cada vez que amamos en verdad, participamos en la vida de Dios y en la naturaleza de Dios. Ya se trate del amor entre padres e hijos, entre amantes o esposos, entre hermanos y hermanas de una misma familia natural o de una misma familia monástica – cada vez que amamos participamos en la vida de Dios. Cuando amamos a los demás (y también cuando nos amamos a nosotros mismos, como Dios hace) vivimos el misterio de la Trinidad en el que es Dios amante, amado y amor que los une.
A. Veilleux