Domingo XIII Ordinario – Ciclo A
2 de julio de 2017
Lecturas:
– 2Reyes 4, 8-11.14-16a: “vamos a prepararle una habitación”.
– Romanos 6, 3-4.8-11: “por el bautismo… fuimos incorporados a su muerte”.
– Mateo 10, 37-42: “el que os recibe a vosotros, merecibe a mí”…
Homilía
En el Evangelio de hoy Jesús continúa instruyendo a sus discípulos para prepararlos a su misión de anunciar el Reino de Dios. Uno de los temas del Evangelio del domingo anterior se prolonga en el texto que acabamos de escuchar. El “no tengáis miedo” y el ponerse de parte de Jesús delante de los hombres se concreta hoy en el tomar su cruz, es decir, en asumir de modo activo el modo de vivir propio del discípulo del Señor, en identificarse con Él. Como vemos, la misión que Jesús encomienda a sus discípulos configura totalmente la persona de éstos.
Según Él, este modo de vida tiene sus consecuencias dolorosas. Así, por ejemplo, puede haber un conflicto entre el seguimiento de Jesús y la lealtad a la familia. En este caso, habría que amarle “más” a Él. Porque necesariamente el anuncio de Jesucristo ha de llegar también a la propia familia. Jesús podría haber referido más ejemplos que demuestran que frecuentemente su seguimiento resulta doloroso, e, incluso, puede conllevar la muerte.
Por esto Jesús invita a cargar con su cruz. Ésta puede aparecer en nuestras propias vidas y también en las personas con las que compartimos nuestra existencia. Pero no debemos hacer casuística en torno a la expresión cargar con la cruz. Ésta se refiere, no a actos aislados, sino a un modo de vida caracterizado por el darse uno a sí mismo, como Jesús lo hizo. Cargar con la cruz es lo contrario a vivir encerrados en nosotros mismos, en nuestros espacios y tiempos, dosificando nuestra entrega y espaciándola según nuestros intereses. El discípulo no “vive para sí mismo”, sino que vive para Dios y para los demás, alimentando el encuentro con ellos, especialmente con los más pobres y abandonados. Y el que vive para Dios vive con Él para siempre: “el que pierda su vida por mí, la encontrará Jesús nos invita a pensar en la verdadera vida que Él nos dará para siempre. Ésta no será fruto de nuestro esfuerzo, sino un don suyo. Nos lo ha dicho Pablo, de otra manera, en la segunda lectura: “los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte, para que… andemos en una vida nueva”.
Pero el texto evangélico de hoy pone el acento en el “recibir”. El verbo “recibe” aparece seis veces, y siempre en el contexto de la acogida que merecen los discípulos, enviados por el Maestro a anunciar el Reino de Dios: el que os recibe, me recibe a mí y al que me ha enviado… La idea es adelantada en la primera lectura: una mujer de Sunem invita habitualmente al profeta Eliseo, primeramente, a comer, pero posteriormente también le brinda su hospitalidad preparándole una habitación, porque percibe que es un hombre de Dios, un santo… Recibir, acoger, hospedar… constituye un gesto de gratuidad. Los primeros recibidos somos nosotros, pues lo más importante de lo que somos y tenemos lo hemos recibido… Dios, llamándonos a la existencia, nos ha acogido, en Jesús, como hijos, y nos acompaña con su constante misericordia, de modo que siempre seremos para Él sus hijos muy amados… Pero también somos recibidos por nuestros padres y familiares: ellos nos han recibido y acogido en su entorno afectivo, y nos han transmitido la vida y la fe, nos han alimentado y educado… Asimismo somos lo que somos gracias a la comunidad cristiana, que también nos ha transmitido su fe, esperanza y caridad, nos ha incorporado a la familia de Dios y nos pone en comunión con la vida divina por los sacramentos… Vivimos porque previamente hemos sido recibidos. Hoy es un buen momento para tomar conciencia de esta realidad y para alimentar los sentimientos de gratitud que han de caracterizar nuestra vida, tanto desde el punto de vista humano como desde el punto de vista creyente. No nos cansemos de agradecer. La gratitud nos humaniza y nos fortalece como hijos de Dios y de la Iglesia.
Pero las palabras de Jesús también nos invitan a pensar en cómo recibimos nosotros. Somos recibidos y, como discípulos de Jesús, hemos recibido de Él la misión de recibir… Hemos de recibir, no sólo a todos los que nos reciben, sino también a todos los que el Señor pone a nuestro lado. Éstos son sus enviados: el que los recibe, recibe a Jesús… Hay, por tanto, una clave cristológica en la acogida de la que Jesús habla. La alusión al que da de beber un vaso de agua a los más pobres evoca otras palabras que el evangelista Mateo pone en labios del mismo Jesús: tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme… ¿Cómo es nuestra acogida? ¿Qué capacidad de recibir tenemos? El recibir y acoger han de ser una característica del discípulo, pues éste no sólo recibe de su Señor, sino que también debe acoger en su nombre y como si lo acogiera a Él mismo. Los momentos que nos toca vivir nos obligan a recibir como él mismo Señor lo haría. ¿Contemplamos a nuestra sociedad con los mismos ojos de Jesús y con su mismo amor? ¿Esa misma mirada se extiende también a todos los miembros de nuestra comunidad cristiana, especialmente a aquéllos marcados por la debilidad, sea cual sea ésta? ¿Con qué actitud acogemos y escuchamos a aquéllos que tienen la responsabilidad de guiarnos y acompañarnos hacia el encuentro con Jesucristo? ¿Cómo vivimos la dinámica de dar y recibir en nuestro entorno familiar y social? ¿Qué tipo de acogida practicamos en relación a tantos inmigrantes que ya están a nuestro lado, o en relación a los refugiados que poco a poco vendrán? ¿Cómo luchamos y sensIbilizamos a las personas de nuestro entorno para que nuestra sociedad sea más acogedora?…
Tomar la cruz, acoger y ser conscientes de que somos acogidos… son dinámicas propias del seguimiento de Jesús. Estamos celebrando la eucaristía. En ella somos acogidos por Dios en la mesa de su Palabra y en la mesa del pan de vida que Jesús nos da. Y, como comunidad convocada por el Señor, nos acogemos unos a otros como hermanos, formando un solo corazón y una sola alma y animándonos mutuamente en el camino de la fe. Y, como familia de Dios, dejamos que Él ensanche nuestro corazón para que en nuestra comunidad tengan su lugar tantos hombres y mujeres, de cualquier edad y condición, que carecen de un espacio existencial digno en nuestra sociedad. De este modo no haremos otra cosa que seguir a Jesucristo. Su cruz es el signo de que nos amó hasta el extremo. Este amor posibilita que nuestras pequeñas o grandes cruces sean también signo de nuestro amor a Él y a nuestros hermanos. Quizás nos parezca difícil, pero para esto estamos aquí: para que el Señor nos fortalezca con su entrega y haga posible, como Dios, lo que nos parece imposible a los hombres.
Carlos García Llata