I Vísperas – Domingo XIX de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: LUZ MENSAJERA DE GOZO.

Luz mensajera de gozo,
hermosura de la tarde,
llama de la santa gloria,
Jesús, luz de los mortales.

Te saludamos, Señor,
oh luz del mundo que traes
en tu rostro sin pecado
pura la divina imagen.

Cuando el día se oscurece,
buscando la luz amable
nuestras miradas te siguen
a ti, lumbre inapagable.

Salve, Cristo venturoso,
Hijo y Verbo en nuestra carne,
brilla en tu frente el Espíritu,
das el corazón del Padre.

Es justo juntar las voces
en el descanso del viaje,
y el himno del universo
a ti, Dios nuestro, cantarte.

Oh Cristo que glorificas
con tu vida nuestra sangre,
acepta la sinfonía
de nuestras voces filiales. Amén.

SALMODIA

Ant 1. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

Salmo 112 – ALABADO SEA EL NOMBRE DEL SEÑOR

Alabad, siervos del Señor,
alabad el nombre del Señor.
Bendito sea el nombre del Señor,
ahora y por siempre:
de la salida del sol hasta su ocaso,
alabado sea el nombre del Señor.

El Señor se eleva sobre todos los pueblos,
su gloria sobre los cielos.
¿Quién como el Señor Dios nuestro,
que se eleva en su trono
y se abaja para mirar
al cielo y a la tierra?

Levanta del polvo al desvalido,
alza de la basura al pobre,
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo;
a la estéril le da un puesto en la casa,
como madre feliz de hijos.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

Ant 2. Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre, Señor.

Salmo 115 – ACCIÓN DE GRACIAS EN EL TEMPLO.

Tenía fe, aun cuando dije:
«¡Qué desgraciado soy!»
Yo decía en mi apuro:
«Los hombres son unos mentirosos.»

¿Cómo pagaré al Señor
todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación,
invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo.

Vale mucho a los ojos del Señor
la vida de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo,
siervo tuyo, hijo de tu esclava:
rompiste mis cadenas.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tu nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos
en presencia de todo el pueblo,
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre, Señor.

Ant 3. El Señor Jesús se rebajó; por eso Dios lo levantó sobre todo, por los siglos de los siglos.

Cántico: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL – Flp 2, 6-11

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios,
al contrario, se anonadó a sí mismo,
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor Jesús se rebajó; por eso Dios lo levantó sobre todo, por los siglos de los siglos.

LECTURA BREVE   Hb 13, 20-21

El Dios de la paz, que sacó de entre los muertos, por la sangre de la alianza eterna, al gran Pastor de las ovejas, nuestro Señor Jesús, os haga perfectos en todo bien, para hacer su voluntad, cumpliendo en vosotros lo que es grato en su presencia por Jesucristo, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

RESPONSORIO BREVE

V. Cuántas son tus obras, Señor.
R. Cuántas son tus obras, Señor.

V. Y todas las hiciste con sabiduría.
R. Tus obras, Señor.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Cuántas son tus obras, Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Jesús subió a un monte apartado a orar y, llegada la noche, permaneció allí solo.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Jesús subió a un monte apartado a orar y, llegada la noche, permaneció allí solo.

PRECES

Recordando la bondad de Cristo, que se compadeció del pueblo hambriento y obró en favor suyo los prodigios de su amor, digámosle con fe:

Escúchanos, Señor.

Reconocemos, Señor, que todos los beneficios que hoy hemos recibido proceden de tu bondad;
haz que no sean estériles, sino que den fruto, encontrando un corazón noble de nuestra parte.

Dios nuestro, luz y salvación de todos los pueblos, protege a los que dan testimonio de ti en el mundo,
y enciende en ellos el fuego de tu Espíritu.

Haz, Señor, que todos los hombres respeten la dignidad de sus hermanos,
y que todos juntos edifiquemos un mundo cada vez más humano.

A ti, que eres el médico de las almas y de los cuerpos,
te pedimos que alivies a los enfermos y des la paz a los agonizantes, visitándolos con tu bondad.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Dígnate agregar a los difuntos al número de tus escogidos,
cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:

Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, a quien confiadamente invocamos con el nombre de Padre, intensifica en nosotros el espíritu de hijos adoptivos tuyos, para que merezcamos entrar en posesión de la herencia que nos tienes prometida. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 12 de agosto

Lectio: Sábado, 12 Agosto, 2017
Tiempo Ordinario
 
1) Oración inicial
Ven, Señor, en ayuda de tus hijos; derrama tu bondad inagotable sobre los que te suplican, y renueva y protege la obra de tus manos en favor de los que te alaban como creador y como guía. Por nuestro Señor.
 
2) Lectura
Del santo Evangelio según Mateo 17,14-20

Cuando llegaron donde la gente, se acercó a él un hombre que, arrodillándose ante él, le dijo: «Señor, ten piedad de mi hijo, porque es lunático y sufre mucho; pues muchas veces cae en el fuego y muchas en el agua. Se lo he presentado a tus discípulos, pero ellos no han podido curarle.» Jesús respondió: «¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? ¡Traédmelo acá!» Jesús le increpó y el demonio salió de él; y quedó sano el niño desde aquel momento.
Entonces los discípulos se acercaron a Jesús, en privado, y le dijeron: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?» Díceles: «Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: `Desplázate de aquí allá’, y se desplazará, y nada os será imposible.»
 
3) Reflexión
• Contexto. Nuestro pasaje presenta a Jesús en su actividad de curar. Después de su permanencia con los discípulos en la región de Cesaréa de Felipe (16,13-28), Jesús sube a una montaña alta y se transfigura ante tres de sus discípulos (17,1-10); después alcanza a la gente (17,14.21) y de nuevo se acerca a Galilea para recuperarla (17,22) ¿Qué pensar de estos desplazamientos geográficos de Jesús? No se puede excluir que hayan sido de contenido geográfico, pero Mateo quiere expresar su función en un itinerario espiritual. En su camino de fe, la comunidad está siempre llamada a recorrer el itinerario espiritual que ha trazado la vida de Jesús: partiendo de la Galilea de su actividad pública y desde ésta hasta su resurrección, atravesando el camino de la cruz. Un itinerario espiritual en el que la fuerza de la fe juega un papel esencial.

• La fuerza de la fe. Después de su transfiguración, Jesús y la pequeña comunidad de sus discípulos vuelven con la gente antes de regresar a Galilea (v.22) y alcanzan Cafarnaúm (v.24). Mientras Jesús se encuentra entre la gente, se acerca a él un hombre y le ruega con insistencia que intervenga ante el mal que tiene aprisionado a su hijo. La descripción que precede a la intervención de Jesús es verdaderamente precisa: se trata de un caso de epilepsia con todas sus consecuencias patológicas a nivel psíquico. En tiempo de Jesús, este tipo de enfermedad se atribuía a fuerzas malignas, y precisamente a la acción de Satanás, enemigo de Dios y del hombre y, por tanto, origen del mal y de todos los males. Ante este caso en el que emergen persistentemente las fuerzas malignas superiores a la capacidad humana, los discípulos se sienten impotentes para curar al joven (vv.16-19) por razón de su poca fe (v.20). Para el evangelista, este joven epiléptico es símbolo de los que desprecian el poder de la fe (v.20), los que no están atentos a la presencia de Dios en medio de ellos (v.17). La presencia de Dios en Jesús, que es el Emmanuel, no es reconocida; es más, no basta entender alguna cosa sobre Jesús, es necesaria la verdadera fe. Jesús, después de haber reprender a la gente, manda traer al joven: “Traédmelo acá” (v.17); lo cura y lo libera en el momento en el que el demonio grita. No basta el milagro de la curación de una sola persona, es también necesario curar la fe incierta y débil de los discípulos. Jesús se acerca a ellos que están confundidos a aturdidos por su impotencia: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?” (v.20). La respuesta de Jesús es clara: “Por vuestra poca fe”. Jesús pide una fe capaz de trasladar las montañas del propio corazón para poder identificarse con su persona, con su misión, con su fuerza divina. Es verdad que los discípulos lo han abandonado todo para seguir a Jesús, pero no han podido curar al joven epiléptico debido a su “poca fe”. No se trata de falta de fe, sino de fe débil, vacilante a causa de las dudas, del predominio de la desconfianza y de la duda. Es una fe que no arraiga totalmente en la relación con Cristo. Jesús se excede en el lenguaje cuando dice: “si tenéis fe como un grano de mostaza” podréis trasladar las montañas; es una exhortación a dejase conducir, en el obrar, por la fuerza de la fe que se hace fuerte sobre todo en los momentos de prueba y de sufrimiento y que alcanza la madurez cuando no se escandaliza ante el escándalo de la cruz. La fe lo puede todo y, con tal que se renuncie a fiarse de las propias capacidades humanas, puede trasladar las montañas. Los discípulos y la primitiva comunidad han experimentado que la incredulidad no se vence sólo con la oración y el ayuno, sino que es necesario unirse a la muerte y a la resurrección de Jesús.
 
4) Para la reflexión personal
• En la meditación de este pasaje hemos observado cómo se sitúan los discípulos ante el epiléptico y ante Jesús mismo. ¿Descubres tu camino de relación con Jesús y con los demás recurriendo a la fuerza de la fe?

• Jesús, desde la cruz, da testimonio del Padre y lo revela totalmente. La palabra de Jesús que has meditado te pide una adhesión total: ¿Te sientes comprometido cada día en trasladar las montañas de tu corazón que se interponen entre tu egoísmo y la voluntad de Dios?
 
5) Oración final
¡Sea Yahvé baluarte del oprimido,

baluarte en tiempos de angustia!
Confíen en ti los que conocen tu nombre,
pues no abandonas a los que te buscan, Yahvé. (Sal 9,10-11)

La ley de los espacios en blanco

El predicador no conocía la cueva de Elías

El otro día participaba en la Eucaristía dominical de incógnito, en medio del pueblo de Dios (una costumbre que me suelo practicar cuando voy al extranjero), en un país que me gusta mucho y en una catedral que, a pesar de su grandiosidad, nunca llega a intimidarme. Se puso a mi lado en el banco una señora que, después de hacer la señal de la cruz, me susurró al oído:

-Buenos días, señor…

Aquel detalle me calentó el corazón (algo que puede pasar ¡hasta en una asamblea litúrgica!).

Señalo, para evitar equívocos, que aquella mujer habría encendido ya al menos veinte velas del lampadario.

Y vino luego el sermón. Por desgracia, el calor se disipó enseguida. El sacerdote empezó a tronar contra una fantasmagórica «teología del silencio de Dios», contra la cual, visto el ardor que ponía, debía tener pendiente alguna cuestión personal.

Cuanto más se acaloraba, tanto más me enfriaba yo y me sentía molesto.

El efecto benéfico del «buenos días, señor» había desaparecido por completo.

Lo oía gritar (más que dirigirse a la gente, parecía que sus interlocutores fueran aquellos teólogos, responsables de todas las calamidades del mundo moderno):

«¡Que no digan tonterías! Dios no se calla, Dios nunca ha guardado silencio. Dios habla. Y hasta grita…».

Me resultaba un tanto indigesta la imagen de un Dios que no dejaba de hablar. Pero el predicador, sin tener en cuenta mi repugnancia, seguía impertérrito acalorándose cada vez más:

«Su voz es la más fuerte que pueda oírse en el mundo. Se impone a todas las demás. Somos nosotros los que no queremos oír, los que nos hacemos los sordos…».

Crucé furtivamente mi mirada con la mirada un poco atónita de la mujer. Me hizo un signo con la mano que parecía indicar resignación. O acaso se sentía culpable… o desafortunada…; y quería saber si quizás también yo estaba un poco sordo, o desconcertado, o simplemente era poco afortunado.

Le devolví una media sonrisa, lo más tranquilizante que pude, que intentaba decir: «¿Qué le vamos a hacer? Por lo visto, a veces se nos cruzan los cables».

Pensaba en Auschwitz. Me resultaba difícil imaginar que las víctimas, antes de «pasar por el camino», hubieran oído «gritar» a Dios. Pensaba en los desiertos de los antiguos monjes. Y no recordaba si alguno de aquellos solitarios se quejó alguna vez de que Dios levantara la voz.

Pensaba en Elías, metido en su cueva, obligado a reconocer que el Señor no acudía ya al clamor para hacerse oír, sino al ligero «susurro» de la brisa.

No pongo en duda nuestra proverbial sordera. Pero Dios no la vence hablando a todo gas. Intenta curarla acostumbrándonos a escuchar el «murmullo ligero» del silencio.

Elías, hasta entonces, había sido intérprete de un Dios cuya voz resonaba como el trueno.

Hasta entonces había sido un profeta fogoso y… fragoroso.

A partir de la famosa cueva, se inaugura otro tipo de experiencia. El mensaje se sintoniza en la longitud de onda del silencio.

O sea, a partir de entonces la cuestión no será ya la distinta intensidad del sonido. El tono y el estilo del testimonio serán radicalmente diferentes. Más discretos, más delicados, menos aparatosos, sin perder nada de su fuerza.

Elías sale de la caverna transformado. Capaz de sacudir a la gente, pero también de serenarla.

Sí, quizás mi ardoroso y congelante predicador debería haberse parado un poco en aquella cueva. Y se habría dado cuenta, con asombro, de que la teología del silencio de Dios nació allí y que no la inventaron los hombres.

De todas formas, me consolé parcialmente pensando, más allá del episodio, en una frase de Kierkegaard: «En el estado actual del mundo, la vida entera está enferma. Si fuera médico y alguien me pidiera consejo, le respondería: `¡Crea silencio! ¡Lleva al hombre al silencio!’. Sólo así se puede oír la palabra de Dios. Y si, utilizando medios ruidosos, se pronuncia con tanta intensidad que puede oírse aun en medio del estruendo, entonces no es ya palabra de Dios. Por tanto, crea silencio».

Pensé comentar todo aquello con mi vecina del banco. Pero ella, probablemente, no necesitaba el consuelo del filósofo danés.

Me limite a murmurarle, cuando llegó la hora de darnos la paz:

-Buenos días, señora.

Añadiendo, mentalmente, un deseo (dirigido también a mí):

-Y buena escucha del silencio de Dios.

Los espacios en blanco, o sea el mensaje del amor

Dios no se calla porque no tenga nada que decirnos ni porque se haya enfadado y quiera castigarnos quedándose mudo.

El silencio, en el lenguaje del amor, es mensaje, comunicación. «Cuando el amante habla a la amada, la amada escucha más su silencio que su palabra: `¡Cállate!’, parece susurrar; `¡cállate para que pueda oírte!’» (Max Picard).

Sobre todo, el silencio es el único lenguaje del misterio (no puede haber adoración sin silencio). El silencio es revelación. El silencio es el lenguaje de las profundidades.

Diría que el silencio no es tanto la otra cara de la palabra, sino que él mismo es palabra.

Después de hablar, Dios se calla y nos pide silencio, no porque haya terminado de hablarnos, sino porque le quedan otras cosas que decir, otras confidencias, que sólo pueden expresarse con el silencio.

Ordinariamente las cosas divinas se confían al silencio. Es muy bella, a este propósito, la intuición de A. Neher:

«En la Biblia, la proposición o la frase o el capítulo o el libro no se interrumpen porque no haya ya nada que decir, sino porque lo no-dicho, lo no-decible querían decirse en ese momento. Y no podían decirse más que a través del silencio, cuyos espacios en blanco constituyen los signos de emergencia de una realidad y de una comunicación más profunda».

En efecto, en la tradición judía se cita una célebre sentencia rabínica, conocida también como «ley de los espacios en blanco». Dice: «Todo está escrito en los espacios en blanco entre una letra y la otra. Lo demás no importa».

Y nosotros, a quienes parece intolerable (aunque no en la forma obsesiva de «mi» predicador) el silencio de Dios, deberíamos prestar más atención a esos intervalos, detenernos en descifrar esos espacios en blanco. Si pasamos velozmente de una palabra a otra, de una página a la siguiente, y saltando rápidamente los espacios de lo «no dicho» y de lo «no decible», corremos el riesgo de perdernos gran parte de la comunicación.

…Y luego nos quejamos del silencio de Dios.

Cuando Elías, acurrucado en la cueva, percibió el «susurro» del silencio, no comentó con amargura: «También hoy el cielo está mudo; Dios me niega su palabra». Sino que se apresuró a salir, cubriéndose respetuosamente la cabeza con el manto, dispuesto a escuchar…

Urge liquidar a la gente

«Después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar…».

Es sin duda lo más difícil.

En la oración, Dios se hace el encontradizo; no es que nosotros lo alcancemos. Pero a la gente tenemos que despedirla nosotros. Somos nosotros los que tenemos que ausentarnos.

Somos nosotros quien tenemos que dejarla.

Somos nosotros los que debemos tomar distancias frente a la aglomeración en los lugares de la superficialidad, de los cuchicheos, de las trivialidades.

Somos nosotros quienes tenemos que negarnos a la disipación, a los ritos puramente exteriores, al reclamo del vacío.

No hay oración, o sea, no hay verdadero encuentro con Dios, si no tenemos ánimos para eliminar el estrépito, para oponernos a la dispersión, para volver las espaldas a los ceremoniales de la insignificancia, para atrevernos a aceptar la soledad, para decir no a las exigencias y apelaciones del eficientismo.

Para orar hay que despojarse de la agitación, dejar las prisas, renunciar a las propuestas atractivas del aparentar, recobrar la calma, descubrir de nuevo el sentido de la gratuidad, dejarse tentar por lo inútil, que por otra parte es «lo único necesario».

Cristo despide a la gente, después de haberla saciado tanto con el pan de la palabra como con el otro pan.

En cierto sentido, huye. Pero también esta fuga a la montaña, para dedicarse a la oración, puede ser un aspecto de aquella «compasión» por la gente que había provocado el milagro.

Tener piedad de los otros (¡y también de nosotros mismos!) supone, muchas veces, tener que alejarse.

«Ir al encuentro», a veces, puede significar detenerse, desaparecer.

Los dos intervalos (y en medio la primera murmuración clerical) Se me ha ocurrido pensar cómo interpretarían los otros la pretensión de Pedro de apartarse de los demás y de llegar él solo hasta el Maestro, caminando sobre las aguas.

Quizás haya en esta idea un poco de malicia. Pido excusas por ello. Pero sospecho que la primera murmuración clerical nació precisamente en aquella barca.

La segunda -esta vez documentada por el evangelio- se desencadenó cuando Santiago y Juan -quién sabe si con la complicidad de la madre, o sin necesidad de intermediaria- presentaron su petición formal de ocupar los dos puestos de honor junto al trono del Señor.

En el episodio que tiene a Pedro por protagonista hay dos «intervalos» (¿espacios en blanco también éstos?) que me gusta subrayar. El primero debe colocarse entre la invitación de Cristo, «¡ven!», y el abandono de la barca para intentar los primeros pasos sobre las olas.

El segundo se da entre el momento en que Pedro, lleno de miedo, grita: «¡Señor, sálvame!» y la mano tendida de Jesús para agarrar al náufrago culpable de «poca fe».

En el primer intervalo domina la presunción. En el segundo, la confianza.

Pero la trayectoria es la misma: en los dos casos Pedro va hacia el Señor. La diferencia está en el modo.

Hay un modo pretencioso, presuntuoso, que hace que se vaya a pique.

Y hay una actitud de fondo, formada por la conciencia de su propio peso, que le permite ser agarrado por él.

Un poco más tarde (Mt 16, 18-19) Simón será puesto como «roca». Evidentemente, Cristo no tuvo en cuenta que aquella piedra podría también… hundirse.

Me atrevería a decir que Pedro da confianza precisamente porque, arriesgándose a ir al fondo como cualquiera de nosotros, puede ayudarnos, en cuanto experto en pesadez y en «poca fe», a tender las manos hacia el único que salva.

Y es hermoso que, junto con Pedro y con todos los demás, después de tantos extravíos, miedos e infortunios, nos unamos a él en el gesto de adoración (éste sí que es un terreno sólido, aun en medio del mar) y que susurremos: «Realmente eres el Hijo de Dios».

Probablemente Pedro ya no volvió a intentar un paseo sobre las olas.

A nosotros ni siquiera se nos ocurrirá.

Al Señor no se va ni volando ni caminando sobre el mar.

Lo importante es aprender a dar los pasos justos por los caminos del mundo, sin apartarnos de nadie.

Pablo, en la segunda lectura, nos dice con sinceridad que no pretende en absoluto separarse de los judíos. Llega incluso a decir que estaría dispuesto a verse separado de Cristo, a verse excomulgado, si su gesto loco y blasfemo sirviera para recuperar a sus propios hermanos.

Sí, lo mejor es caminar juntos por esta tierra.

E intentar hacerlo, a ser posible, sobre la punta de los pies… (En cuanto al gritar, un verbo que le gustaba tanto a «mi» predicador, ¡en fin, no está prohibido! También Pedro lo hizo. Para mostrar que tenía miedo…).

A. Pronzato

Domingo XIX de Tiempo Ordinario

1. Situación

Nunca nos acercamos a Dios en blanco, sino con una idea preestablecida de El y desde un deseo o expectativa, con frecuencia inconsciente. Por ejemplo, nos parece más divino lo grande, lo que se impone.

Igualmente, vernos la presencia de Dios en nuestra vida a la luz de esquemas preestablecidos. Por ejemplo, asociamos la acción de Dios a intervenciones evidentes, definitivas. Nos cuesta percibirlo en lo sencillo, en lo escondido de los acontecimientos.

¿Cómo encontrar a Dios entre luces y sombras, en la mezcla extraña que somos los humanos y en lo que hacemos?

2. Contemplación

El paso de Dios es como un susurro (primera lectura). Pero para percibirlo hace falta estar atentos. Nosotros tendemos a verlo en el viento huracanado, en el terremoto o en el fuego, en lo espectacular y distinto.

Recuerda la presencia actuando de Dios en tu vida, y te darás cuenta de que, casi siempre, ha sido algo suave y pacífico; pero, por lo mismo, has tenido que afinar tu sensibilidad interior para vigilar su paso.

A veces nos ocurre como a Pedro (Evangelio). Un día dimos el salto de la fe y nos lanzamos al agua, entusiasmados con nuestra experiencia y decididos a comprometernos por la causa de Jesús hasta el final. Creíamos que la fe era una conquista lograda. ¡Qué fácil es apropiarse la fe y disponer de ella como de un poder de autoafirmación personal y social! Nuestro entusiasmo delata nuestra necesidad de seguridad. Utilizamos la fe para disponer del poder divino. Pero Jesús nos deja con nuestros miedos, con nuestra humanidad. Porque la fe no es un poder que asegura nada, sino una confianza que se afianza en la debilidad. Ella nos pacifica, es fuerte desde dentro de la condición humana, no por encima de ella.

Todo depende de la mirada, de no mirarnos a nosotros mismos, sino a El.

3. Reflexión

¿Cómo percibir el susurro de Dios?

El primer requisito es dejarle a Dios que sea humano, que quiera manifestarse en la fragilidad de quien camina sobre las aguas movedizas y confía.

Hay que aprender a estar atento a la vida ordinaria. ¿Por qué hay que esperar a las grandes acciones que solucionen el problema del Tercer Mundo, si a tu lado conviven inmigrantes africanos? ¿Por qué hay que quejarse de la falta de solidaridad en esta sociedad competitiva, si esta mañana has asistido a la reunión de vecinos de tu inmueble y has constatado el interés por esa familia que tiene un hijo drogadicto?

Dios no juega al escondite; al revés, se acerca apasionadamente a nosotros; pero no quiere imponerse, ni en lo personal, obligándonos a su voluntad, ni en lo social, arreglando nuestros problemas colectivos. Su acción es discreta: en la gente anónima que hace cosas muy elementales por dar calidad de amor a las relaciones humanas; en peones de las grandes instituciones (civiles o religiosas) que traducen los proyectos a la medida de los pequeños grupos, sin avasallar.

De vez en cuando, Dios parece interrumpir su estilo habitual de presencia, tan discreto, e irrumpe con fuerza: una enfermedad repentina, un líder carismático, una revolución social… Aun en este caso, la densidad de su obra está en las consecuencias concretas, nada llamativas (el heroísmo de la paciencia cotidiana, la justicia social que se traduce en la cesta de la compra de los más humildes…).

No sabemos valorar esta acción callada de Dios en la historia. Quizá porque tampoco valoramos nuestra vida anónima. Aunque seamos socialmente importantes, la mayor parte de nuestro tiempo supone una tarea oscura y tenaz.

4. Praxis

De vez en cuando, aunque sean los dos momentos semanales de 20 minutos que pide este libro, hay que hacer silencio y escuchar el susurro de Dios. ¿No es, cabalmente, esta palabra, tan humana, presencia actuante de Dios en forma de susurro?

Pues bien, el susurro de Dios en la Palabra y el susurro de Dios en la historia son correlativos. Que Jesús es el signo por excelencia del modo de actuar de Dios.

Javier Garrido

Evangelii Gaudium – Francisco I

114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio.

Domingo XIX de Tiempo Ordinario

Estos últimos domingos hemos ido descubriendo que Dios nos invita a plantear y resolver los problemas de la vida -del existir y del convivir- razonando con SU lógica en lugar de con la nuestra cuando esté afectada de “mundanidad”. Iluminados con esa nueva mentalidad se nos pedía ser hombres y mujeres capaces de organizar un mundo nuevo en el que la naturaleza entera dejara de estar presa del mal.

Vimos también que contábamos con la fuerza del Espíritu para ello, alejando así de nosotros el miedo al fracaso en intentarlo.

El domingo pasado, Jesús Transfigurado, nos alentaba a ello prometiéndonos participar de su triunfante glorificación.

Hoy la Liturgia, a través de sus textos, nos convoca a una nueva tarea: Qué hacer con todos esas ideas y proyectos que hemos descubierto, o, quizás, simplemente refrescado.

¿Nos las quedamos nosotros disfrutándolas egoístamente o decidimos que es un legado que hemos de transmitir a los demás?

San Pablo, (2ª Lec. Rom. 9,1-5) con su fogosidad característica, manifiesta claramente cómo entiende él sentirse depositario del Evangelio: “Como cristiano que soy, digo la verdad, no miento. Tengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor. Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos”.

Es una exageración motivada por su afán de dar a conocer a todos el mensaje de Jesús. Le duele de una manera especial que su pueblo, el pueblo judío al que tanto había mimado Dios, rechazase el seguimiento a Jesús.

Es que San Pablo había entendido perfectamente el desasosiego de Jesús por llegar a todos con su mensaje salvador.

En el Evangelio (3ª Lec. Mt. 14, 22-33) lo hemos recordado predicando sin descanso, rezando, confirmando la fe de sus incrédulos apóstoles. Jesús no para. Se manifiesta a lo largo de toda su vida terrenal como un Buen Pastor que cuida con esmero a sus ovejas, a las que se quedan con Él y a las que hay que ir a buscar.

Las fatigas de Jesús son el mejor aval de que lo que Él nos quiere enseñar es algo ciertamente valioso. No se comprende tanto esfuerzo -le costamos la vida en martirio- si no fuera verdaderamente valioso lo que Él vino a comunicarnos.

Esta pequeña reflexión debería bastarnos para entender que, siendo lo ofrecido por Jesús de tanto valor, un tesoro, una perla preciosa, nos decía el mismo Jesús hace unos días, deberíamos transmitirlo a los demás en virtud del amor que le debemos.

Pero, hay más. Jesús, hombre que nunca deja las cosas a medias, rubricó su deseo de que evangelizásemos proponiéndonoslo abiertamente: “Id por todo el mundo enseñando lo que yo os he dicho”. Así es como se despidió de sus Apóstoles. Ya antes les había dicho que los cristianos tenían que ser sal que sazone el mundo, luz que lo ilumine y levadura que lo fermente.

Ellos lo entendieron perfectamente y comenzaron hacerlo inmediatamente después de la venida del Espíritu Santo sobre ellos. Un ejemplo de esto lo acabamos de recordar en la segunda de las lecturas.

Desde entonces todos los cristianos han tenido la sensación de ser, como dijo el papa en la Evangelii Gaudium (nº. 86) “Personas cántaros” para dar de beber a los demás, aquel agua que Jesús prometió a la Samaritana, allá junto al pozo de Jacob, en Sicar. (Jn. 4, 5)

Dentro del campo de los afanes misioneros de todos los cristianos destaca el relativo a la educación de los niños.

Muchísimos niños pasan por nuestras catequesis a más de crecer en una familia cristiana. También un buen grupo de jóvenes se acercan al sacramento de la confirmación. Sin embargo los resultados de ese esfuerzo parecen quedar limitados a celebrar la primera comunión, o al acto sacramental de la Confirmación.

El Papa Francisco ha sido sensible a esta situación y tanto en la primera de sus exhortaciones, “El gozo del Evangelio” como en la tercera, “La alegría del amor” ha tocado ampliamente este tema.

En la Alegría del Evangelio ofrece pensamientos como los siguientes:

Hemos de desarrollar “una pedagogía que lleve a las personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio” (nº 171)

Esto supone practicar “El arte del acompañamiento…. una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana (nº. 169)

En “La Alegría del amor” afirma: En la familia, “que se podría llamar iglesia doméstica” (C.V.II, LG. 11) madura la primera experiencia eclesial de la comunión entre personas…aquí se aprende la paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y también, el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la propia vida. (nº.86)

Un poco más adelante en el mismo documento contempla a la familia como la primera escuela de los valores humanos en la que se aprende el buen uso de la libertad. (nº. 274)

Si a todos nos urge extender el Evangelio en nuestros ambientes, esa urgencia se hace extrema para todos aquellos que padres, abuelos, padrinos o educadores jugamos un papel importante en el desarrollo de la fe de nuestros encomendados.

Tengámoslo muy en cuenta y pidamos a Dios que nos ilumine para esa difícil misión de ir “forjando” la personalidad creyente de nuestros sucesores en la fe. Ellos son el futuro del cristianismo. No los olvidemos. En gran parte está en nuestras manos que permanezca vivo el mensaje de Jesús a lo largo de la historia.

No tengamos miedo a ofrecerles el Evangelio de Jesús. Es una buena noticia que nos convoca, y les convoca a ellos, a una noble acción: construir un mundo en el amor abierto a la esperanza: a la esperanza humana, conseguir por fin un mundo mejor y a la esperanza eterna, enfocar nuestra andadura terrenal hacia la patria definitiva junto al gran organizador de todo esto: Dios.

No dejemos de hacerlo. AMÉN.

Pedro Sáez

La inseguridad del creyente

1. La creación fue un triunfo del cosmos sobre el caos de las aguas primitivas. Sólo el Creador puede dominar el poder infernal de las aguas amargas de la injusticia. Precisamente mediante olas devastadoras, Dios castiga la impiedad y da vida nueva a la fraternidad. Pero, así como Jesús dio de comer a las multitudes, así también manifiesta a sus discípulos que tiene dominio sobre los vientos. Es el Hijo de Dios.

2. La barca, que representa a la comunidad, se encuentra zarandeada por las olas del mar. La violencia del viento es la oposición del mundo injusto. Los discípulos se hallan entre el temor y la fe, o con una fe atenazada por la duda. Pedro se apoya más en el milagro que en la fuerza del amor; cree, pero su fe es débil. La aparición de Jesús es una teofanía de Dios; por eso Jesús dice: «yo soy».

3. Nuestra fe se mueve, por un lado, con miedo, duda e incredulidad; por otro, con certeza, seguridad y confianza en Dios. El catolicismo del pueblo tiende a buscar milagros y apariciones, en lugar de fundamentarse en la palabra del Señor. Y en una Iglesia escasa en régimen comunitario se dan dos riesgos: la afirmación de su propio poder (tentación de inmovilismo a ultranza) y el zarandeo de las olas de este mundo (al que a veces condena sin dialogar). La fe consiste en una adhesión total a la palabra de Dios, que se da plenamente en Jesucristo; es la actitud religiosa fundamental; va unida a la conversión y al compromiso.

REFLEXIÓN CRISTIANA:

¿Recurrimos a Dios únicamente en las dificultades?

¿Es Jesucristo el centro de nuestra vida?

Casiano Floristán

Jesús sale al encuentro

Con frecuencia nos preguntamos dónde podemos encontrar a Dios. Pero en verdad él nos sale al encuentro. Las lecturas de este domingo aluden al monte, a la tempestad, a la brisa como posibles situaciones de revelación de Dios. El evangelio nos muestra que aun en los momentos de «poca fe» el Señor responde haciéndose presente a nuestra llamada.

Animo, que soy yo

El relato de Mateo enfatiza un contraste entre Jesús orando a solas en el monte, actitud y lugar tradicionales del encuentro con Dios, y los discípulos atravesando el lago en medio de la noche y de la tempestad. «La barca iba muy lejos de la tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (v. 24), expresiones que simbolizan la inseguridad y la turbación que hacen difícil el encuentro sereno con el Señor.

Jesús en medio de la noche «se acercó andando sobre el agua» (v. 25). Los discípulos no lo esperaban de esa manera, «se asustaron y gritaron de miedo pensando que era un fantasma» (v. 26). Pedro, en su confusión se atreve incluso a pedir una prueba: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre las aguas» (v. 28), sin caer en cuenta de que no hay prueba para la fe en la presencia de Dios sin el propio compromiso y riesgo. La presencia de Jesús no tiene por objeto suprimir las dificultades de la vida y la oscuridad de las situaciones, sino ofrecer confianza para avanzar en medio de ellas: «Animo, soy yo, no tengáis miedo» (v. 27). Su cercanía y la de su palabra reclaman nuestra fe para reconocerlo como salvador.

Por eso le dice a Pedro, entre el reproche y el aliento: «¡Qué poca fe! ¿por qué has dudado?» (v. 31). La «poca fe», para estímulo nuestro, no invalida la condición de discípulo. También permite irse abriendo al reconocimiento pleno de la presencia del Señor: «Los de la barca se postraron ante él diciendo: realmente eres Hijo de Dios» (v. 33).

Una brisa suave

La fe, aun en los discípulos, es un proceso abierto hacia encuentros más plenos con el Señor. Lo verdaderamente importante es no encasillar las formas de su presencia y de su paso por nuestras vidas. La primera lectura refiere que a Elías Dios le dijo: «Sal y aguarda al Señor en el monte, que el Señor va a pasar» (v. 11). Y he aquí que el Señor pasaba. Pero ni en el viento huracanado, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, circunstancias de conocidas teofanías bíblicas estaba Dios, sino en «el susurro» (1 Re 19, 11-12). No hay circunstancia o situación cerrada a la experiencia de Dios. Sólo una condición parece requerirse: salir de uno mismo y ponerse ante él para descubrir su paso a través de nuestra vida y de los acontecimientos de la realidad. Paso que puede tener la discreción de una brisa tenue, que no se impone, ni apabulla.

En la segunda lectura (Rom 9, 1-5) Pablo se lamenta de que sus hermanos de raza, habiendo recibido tantos signos de la presencia de Dios: la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas…, no hayan reconocido a Cristo que era anunciado y prefigurado en ellos. Toda la historia de la salvación apuntaba hacia él y él es la clave para leer y entender el paso de Dios por la historia. Eso es lo que pretendemos hacer cuando nos reunimos en comunidad para revisar los hechos de la vida a la luz de la fe: detectar las huellas del Señor para seguirlo más de cerca.

Gustavo Gutiérrez

Caminar sobre el agua

Son muchos los creyentes que se sienten hoy a la intemperie, desamparados en medio de una crisis y confusión general. Los pilares en los que tradicionalmente se apoyaba su fe se han visto sacudidos violentamente desde sus raíces. La autoridad de la Iglesia, la infalibilidad del papa, el magisterio de los obispos, ya no pueden sostenerlos en sus convicciones religiosas. Un lenguaje nuevo y desconcertante ha llegado hasta sus oídos creando malestar y confusión, antes desconocidos. La «falta de acuerdo» entre los sacerdotes y hasta en los mismos obispos los ha sumido en el desconcierto.

Con mayor o menor sinceridad son bastantes los que se preguntan: ¿qué debemos creer? ¿A quién debemos escuchar? ¿Qué dogmas hay que aceptar? ¿Qué moral hay que seguir? Y son muchos los que, al no poder responder a estas preguntas con la certeza de otros tiempos, tienen la sensación de estar «perdiendo la fe».

Sin embargo, no hemos de confundir nunca la fe con la mera afirmación teórica de unas verdades o principios. Ciertamente, la fe implica una visión de la vida y una peculiar concepción del ser humano, su tarea y su destino último. Pero ser creyente es algo más profundo y radical. Y consiste, antes que nada, en una apertura confiada a Jesucristo como sentido último de nuestra vida, criterio definitivo de nuestro amor a los hermanos y esperanza última de nuestro futuro.

Por eso se puede ser verdadero creyente y no ser capaz de formular con certeza determinados aspectos de la concepción cristiana de la vida. Y se puede también afirmar con seguridad absoluta los diversos dogmas cristianos y no vivir entregado a Dios en actitud de fe.

Mateo ha descrito la verdadera fe al presentar a Pedro, que «caminaba sobre el agua» acercándose a Jesús. Eso es creer. Caminar sobre el agua y no sobre tierra firme. Apoyar nuestra existencia en Dios y no en nuestras propias razones, argumentos y definiciones. Vivir sostenidos no por nuestra seguridad, sino por nuestra confianza en él.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – Sábado XVIII de Tiempo Ordinario

La poca fe de los discípulos retrasa la curación del epiléptico. Por su parte la relación del Mesías Jesús con su pueblo termina en amenaza. Jesús da por concluida su misión con respecto a Israel.

El versículo 20 sobre la fe constituye con toda probabilidad una palabra auténtica de Jesús. El maestro utiliza la hipérbole, el contraste entre lo máximo y lo mínimo: el grano de mostaza y la  montaña. Con ello Jesús señala la paradoja de la fe: un mínimo de fe obtiene ya un efecto desorbitado. ¡Cuánto más una fe plena, llena de confianza en el Mesías…!

La falta de fe aparece como el fundamento del fracaso de los discípulos y de la Iglesia entera. Es en la fe donde la persona se reconoce vulnerable y necesitada. Y desde esa necesidad se abre a la confianza en el Dios que hace posible lo que parece imposible para el ser humano. El que confía en este Dios resucitador y vitalizador experimenta que se multiplican sus posibilidades; se abre a otras dimensiones de la realidad, que se carga de futuro y de esperanza. Contar con las posibilidades de Dios es el verdadero realismo de la fe.