I Vísperas – Sábado XXIII de Tiempo Ordinario

I VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: HOY ROMPE LA CLAUSURA

Hoy rompe la clausura
del surco empedernido
el grano en él hundido
por nuestra mano dura;
y hoy da su flor primera
la rama sin pecado
del árbol mutilado
por nuestra mano fiera.

Hoy triunfa el buen Cordero
que, en esta tierra impía,
se dio con alegría
por el rebaño entero;
y hoy junta su extraviada
majada y la conduce
al sitio en que reluce
la luz resucitada.

Hoy surge, viva y fuerte,
segura y vencedora,
la Vida que hasta ahora
yacía en honda muerte;
y hoy alza del olvido
sin fondo y de la nada
al alma rescatada
y al mundo redimido. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Desead la paz a Jerusalén.

Salmo 121 LA CIUDAD SANTA DE JERUSALÉN

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.

Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor,

según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia
en el palacio de David.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios.»

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo.»
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Desead la paz a Jerusalén.

Ant 2. Desde la aurora hasta la noche mi alma aguarda al Señor.

Salmo 129 – DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Desde la aurora hasta la noche mi alma aguarda al Señor.

Ant 3. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

Cántico: CRISTO, SIERVO DE DIOS, EN SU MISTERIO PASCUAL – Flp 2, 6-11

Cristo, a pesar de su condición divina,
no hizo alarde de su categoría de Dios,
al contrario, se anonadó a sí mismo,
y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,
se rebajó hasta someterse incluso a la muerte
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo
y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»;
de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo y en la tierra. Aleluya.

LECTURA BREVE   2Pe 1, 19-21

Tenemos confirmada la palabra profética, a la que hacéis bien en prestar atención, como a lámpara que brilla en lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en vuestro corazón. Ante todo habéis de saber que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada; pues nunca fue proferida alguna por voluntad humana, sino que, llevados del Espíritu Santo, hablaron los hombres de parte de Dios.

RESPONSORIO BREVE

V. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.
R. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

V. Su gloria se eleva sobre los cielos.
R. Alabado sea el nombre del Señor.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo
R. De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Recuerda la alianza del Señor, y perdona las ofensas de tu prójimo.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Recuerda la alianza del Señor, y perdona las ofensas de tu prójimo.

PRECES

Invoquemos a Cristo, alegría de cuantos se refugian en él, y digámosle:

Míranos y escúchanos, Señor.

Testigo fiel y primogénito de entre los muertos, tú que nos purificaste con tu sangre
no permitas que olvidemos nunca tus beneficios.

Haz que aquellos a quienes elegiste como ministros de tu Evangelio
sean siempre fieles y celosos dispensadores de los misterios del reino.

Rey de la paz, concede abundantemente tu Espíritu a los que gobiernan las naciones
para que cuiden con interés de los pobres y postergados.

Sé ayuda para cuantos son víctimas de cualquier segregación por causa de su raza, color, condición social, lengua o religión
y haz que todos reconozcan su dignidad y respeten sus derechos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

A los que han muerto en tu amor dales también parte en tu felicidad
con María y con todos tus santos.

Porque Jesús ha resucitado, todos somos hijos de Dios; por eso nos atrevemos a decir:

Padre nuestro…

ORACION

Señor Dios, creador y soberano de todas las cosas, vuelve a nosotros tus ojos de bondad y haz que te sirvamos con todo el corazón, para que experimentemos los efectos de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 16 de septiembre

Lectio: Sábado, 16 Septiembre, 2017
Tiempo Ordinario
 
1) Oración inicial
Señor, tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos, míranos siempre con amor de padre y haz que cuantos creemos en Cristo, tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor.
 
2) Lectura
Del Evangelio según Lucas 6,43-49
« Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca.«¿Por qué me llamáis: `Señor, Señor’ y no hacéis lo que digo? «Todo el que venga a mí y oiga mis palabras y las ponga en práctica, os voy a mostrar a quién es semejante: Es semejante a un hombre que, al edificar una casa, cavó profundamente y puso los cimientos sobre roca. Al sobrevenir una inundación, rompió el torrente contra aquella casa, pero no pudo destruirla por estar bien edificada. Pero el que haya oído y no haya puesto en práctica es semejante a un hombre que edificó una casa sobre tierra, sin cimientos, contra la que rompió el torrente y al instante se desplomó y fue grande la ruina de aquella casa.»
 
3) Reflexión
• El evangelio de hoy nos presenta la parte final del Sermón de la Planicie que es la versión que Lucas da del Sermón de la Montaña del Evangelio de Mateo.
• Lucas 6,43-45: La parábola del árbol que da buenos frutos. “Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas”. La carta del apóstol Santiago sirve de comentario para esta palabra de Jesús: “¿Puede brotar de la misma fuente agua dulce y agua amarga? ¿Pueda una higuera producir aceitunas o la vid higos? Tampoco el mar puede dar agua dulce” (Stgo 3,11-12). La persona bien formada en la tradición de la convivencia comunitaria hace crecer dentro de sí una buena manera de ser que la lleva a practicar el bien. “Del buen tesoro de su corazón saca lo bueno”, pero la persona que descuida de su formación tendrá dificultad en producir cosas buenas. Porque “del malo saca lo malo, porque de la abundancia del corazón habla la boca». Respecto del “buen tesoro del corazón” merece la pena decir lo que dice el libro del Eclesiástico sobre el corazón: “Déjate llevar por lo que te dicta el corazón, porque nadie te será más fiel que él: el alma de un hombre suele advertir a menudo mejor que siete vigías apostados sobre una altura. Y por encima de todo ruego al Altísimo, para que dirija tus pasos en la verdad.” (Ec 37,13-15).
• Lucas 6,46: No basta decir Señor, Señor. Lo importante no es hablar bien de Dios, sino hacer la voluntad del Padre y ser así una revelación de su rostro y de su presencia en el mundo.
• Lucas 6,47-49: Construir la casa sobre una roca. Escuchar y practicar, es ésta la conclusión final del Sermón de la Montaña. Mucha gente buscaba seguridad y poder religioso mediante dones extraordinarios o de observancia. Pero la verdadera seguridad no viene del poder, no viene de nada de esto. ¡Viene de Dios! Y Dios se vuelve fuente de seguridad, cuando tratamos de practicar su voluntad. Será la roca que nos sustenta en la hora de las dificultades y de las tormentas.
• Dios, roca de nuestra vida. En el libro de los Salmos, con frecuencia encontramos la expresión: “Dios es mi roca y mi fortaleza… Dios mío, roca mía, mi refugio, mi escudo, la fuerza que me salva…” (Sal 18,3). El es la defensa y la fuerza de quien cree en él y de aquel que busca la justicia (Sal 18,21.24). Las personas que confían en este Dios, se vuelven a su vez roca para los demás. Así, el profeta Isaías invita a quienes estaban en el cautiverio: “Escúchenme ustedes, que anhelan la justicia y que buscan a Yahvé. Miren la piedra de que fueron tallados y el corte en la roca de donde fueron sacados. Miren a Abrahán, su padre y a Sara que les dio a luz” (Is 51,1-2). El profeta pide para al pueblo que no olvide el pasado y recuerde como Abrahán y Sara por la fe en Dios se volvieron roca, comienzo del pueblo de Dios. Mirando hacia esta roca, la gente debía sacar valor para luchar y salir del cautiverio. Del mismo modo, Mateo exhorta a las comunidades para que no olviden nunca esa misma roca (Mt 7,24-25) y así puedan ellas mismas ser roca para fortalecer a sus hermanos en la fe. Este es también el sentido del nombre que Jesús da a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre este piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Esta es la vocación de las primeras comunidades, llamadas a unirse a Jesús, la piedra viva, para volverse también ellas piedras vivas gracias a la escucha práctica de la Palabra (Pd 2,4-10; 2,5; Ef 2,19-22).
 
4) Para la reflexión personal
• ¿Cuál es la calidad de mi corazón?
• Mi casa, ¿está construida sobre una roca?
 
5) Oración final
Porque tú Señor has formado mis riñones,
me has tejido en el vientre de mi madre;
te doy gracias por tantas maravillas:
prodigio soy, prodigios tus obras. (Sal 139,13-14)

Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

Esta parábola afirma que cada cual va a recibir de Dios el trato que cada cual les dé a los demás. Es decir, el comportamiento de cada uno con los otros es la medida del comportamiento que Dios tiene con cada ser humano. Por tanto, el respeto, la tolerancia, la estima, la capacidad de perdón que cada ser humano tiene con las personas con las que convive, ese va a ser el respeto, la tolerancia, la estima y el perdón que va a recibir de Dios.

Aquí estamos, pues, ante un criterio fundamental para determinar cómo ha de ser nuestro comportamiento ético. Por supuesto, este criterio es válido para personas creyentes. Para justificar una conducta ética, no hay que echar mano de Dios. El agnóstico y el ateo pueden ser (y los hay en abundancia) personas intachables. Pero lo que no resulta fácil de entender es que una persona, que carece de un referente último que esté por encima de las circunstancias, pueda ser una persona que actúe, si es necesario, en contra de sus intereses y a favor de los intereses de los demás. Lo trágico de este momento es que hay ya demasiada gente, que no tiene más criterio, a la hora de actuar, que lo que le interesa o le conviene. Sin pensar que lo que haga con los demás, será la medida de su dicha o su desdicha.

¿Por qué hay personas incapaces de tratar a los demás como ellos quieren ser tratados? Porque no tienen más referente ni más criterio que la gratificación inmediata de lo que les satisface. La parábola de este evangelio deja patente que quien procede así, en el fondo, es el ser más desgraciado. Y el que, en definitiva, tiene peor futuro.

José María Castillo

El perdón de las ofensas

La liturgia de la Palabra de la Eucaristía de hoy aborda el asunto del perdón de las ofensas.

El perdón tiene un movimiento de ida y vuelta. Todos nos dirigimos a Dios para pedirle el perdón de nuestros pecados. Sin embargo, y al mismo tiempo, nos vemos movidos a gestionar las ofensas que recibimos de otros. Ambos movimientos deberían ir coordinados pero, a veces, se da una discordancia cuando nos ponemos dignos, cuando dentro de nosotros se da un impulso que desea revancha o cuando nos mantenemos resentidos contra el otro porque no queremos dar el paso de actuar con él como si nada hubiera pasado. Lo cierto es que resulta mucho más fácil pedir perdón que perdonar. Eso cuando es a Dios a quien pedimos perdón, porque pedirlo a uno de nuestros semejantes puede resultar igual o más complicado que brindarle nuestro perdón. Estamos, por tanto, ante una cuestión bastante compleja, pero de la que Jesús se ocupa con toda claridad en su enseñanza a los discípulos.

El pasaje evangélico, que aborda esta cuestión, viene introducido a propósito de la pregunta que Pedro le dirige a Jesús: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?». El número siete indica totalidad. Es decir, la pregunta real es que si debe perdonarle siempre o si Jesús considera que hay un máximo razonable para dejar de perdonar. La respuesta de Jesús es remarcar todavía más la totalidad del perdón: «…hasta setenta veces siete». O sea, siempre, siempre. El discípulo de Jesús no debe poner un límite a la hora de perdonar a los demás sus ofensas. A veces decimos cosas como que “yo estoy dispuesto a perdonarle, pero que me pida perdón”. Es una manera de querer que el otro se rebaje ante mí, un deseo de verle humillarse para poderle perdonar. Y eso es ya poner un límite al perdón, pues se da bajo ciertas condiciones, que si no suceden así, el perdón tampoco se da. El perdón que Jesús quiere que practiquemos es incondicional. Y lo ilustra con una sencilla parábola muy fácil de comprender.

Una misma persona es, a la vez, deudora y acreedora. Debe a su empleador una gran cantidad de dinero y, al mismo tiempo, un compañero suyo le adeuda a él una cantidad mucho más pequeña. Pues bien, cuando él ha pedido paciencia a su superior para que le aplace el pago de la deuda, esta le ha sido cancelada. Ha sido tratado con una gran benevolencia; benevolencia que él no ha tenido con su igual cuando le ha pedido lo mismo que él pidió a su superior. Su deuda le había sido cancelada, pero él ha llevado a su deudor a la cárcel por una cifra infinitamente inferior. Se ha visto complacido al ver su deuda perdonada pero él no ha sabido hacer lo mismo con su igual.

La extrapolación de este ejemplo al campo de nuestras relaciones con Dios y con los hermanos es un ejercicio bastante sencillo si hemos entendido lo anterior. Lo primero, hemos de reconocernos pecadores. Una vez dado este paso, nos dirigimos a Dios pidiendo su perdón. Lo hacemos cada vez que celebramos la Eucaristía o cualquiera de los demás sacramentos; clamamos: “Señor, ten piedad, Cristo, ten piedad…” Muchas personas, conforme van avanzando en edad, sienten pesadas cargas de cosas que han ido haciendo en su vida y ahora se ven arrepentidas y acuden a que la Iglesia les escuche, les consuele y les perdone en nombre de Dios. Hay momentos en la vida en que esa necesidad de ser perdonados en cosas que ya han sucedido y no se pueden remediar de modo alguno, se hace muy patente. Y cuando meditamos en la pasión y en la muerte del Señor, tomamos conciencia de que Dios ha salido a nuestro encuentro para perdonarnos, para brindarnos su perdón por puro don suyo, sin condiciones, a cambio de nada. La entrega de Jesús en la cruz no pone condiciones a nadie; en ella, Dios ha actuado por propia iniciativa, por puro amor. Así, descubrimos que el perdón es una buena medida del amor; quien sabe perdonar es que ama; quien no sabe perdonar puede que no ame lo suficiente.

Así, inevitablemente, nos enfrentamos a esta pregunta, que recoge el libro del Eclesiástico en la primera lectura: «¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro (…), no tener compasión de su semejante y pedir el perdón de sus pecados?» Si somos conscientes de la misericordia que Dios ha derramado por nosotros, ¿cómo no volcarla nosotros con los demás? Dicho de otra manera: ¿Acaso no es gran incongruencia acudir a pedir a Dios su perdón mientras no perdonamos a los demás? Dios «no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas», afirmaba el salmo 102, y añadía que «como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos». El hecho de sabernos, de sentirnos perdonados, no puede sino llevarnos a tratar a nuestros hermanos de la misma forma en que Dios nos ha tratado a nosotros. Con Dios está claro el asunto, pero deberíamos llevarlo también a nuestras relaciones entre nosotros: porque Dios nos ha perdonado, deberíamos estar igualmente dispuestos a perdonar como a saber pedir perdón entre nosotros. En esa actitud se manifiesta una buena medida del amor que hay en nosotros y nuestra capacidad para darlo.

Juan Segura

Evangelii Gaudium – Francisco I

La personalización de la Palabra

149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una mentalidad nueva»[115]. Nos hace bien renovar cada día, cada domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el anuncio de la Palabra»[116]. Como dice san Pablo, «predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.


[115] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.

[116] Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.

Domingo XXIV de Tiempo Ordinario

1. Situación

Toda vida en común exige mucha capacidad de perdón. Pero esta palabra la aplicamos más fácilmente a Dios que a nuestras relaciones. ¿Por qué? Quizá porque nuestra cultura contrapone perdón a dignidad, y estamos tan embriagados por nuestros derechos que olvidamos lo esencial: que sólo la fraternidad, el olvido de sí, suscita vida liberadora, rompiendo nuestras defensas egocentristas.

Jesús estableció una correlación directa entre el perdón recibido de Dios y el perdón ofrecido a los hermanos. Así, en el Padrenuestro.

2. Contemplación

Y así, en la parábola del Evangelio de hoy.

Lo sorprendente de esta parábola es su contexto: el discurso sobre la comunidad cristiana. Pensemos en nuestra familia (recordemos las reflexiones del domingo pasado), en nuestra comunidad parroquial, en nuestras relaciones de vecindario o de trabajo. ¿Por qué tiene tanta importancia la capacidad de perdón?

Pensemos en un problema concreto (alguna ofensa personal, rivalidad con alguien, deudas no pagadas…) y escuchemos las palabras de Jesús. ¿Cómo las sientes? ¿Te parece que te obligan a «hacer el primo»?

Lee ahora la primera lectura y pregúntate: ¿Me ha tratado a mí el Señor como trato yo a mi prójimo? ¿Se ha fijado El acaso en sus derechos?

Y ora con el salmo responsorial, descansando en el Señor la lucha interior entre el ideal cristiano de la generosidad y la resistencia del propio corazón, que se aferra a sus derechos. Si oras con esta vivencia de lucha, tal vez se te dé la libertad interior para amar y perdonar; tal vez te ayude a encontrarte con tu verdad. En todo caso, lo que no tiene sentido, ante la misericordia de Dios, es pretender justificarse.

3. Reflexión

En una vida en común, lo esencial depende del olvido de sí, del amor que pasa por encima de las necesidades de autoafirmación (revestidas, casi siempre, de «derecho»). ¿Por qué? Porque lo inter-personal no se fundamenta en la organización racional de fines y medios, sino en la vida de amor. Socialmente, la justicia distributiva tiene un papel mucho más determinante (deberá estar atemperada por la equidad y la compasión, desde luego). En la vida comunitaria hay que estar volviendo siempre a las fuentes del amor. En cuanto se habla de derechos, se desencadena la separación.

Con todo, insistir en la generosidad puede enmascarar injusticias graves dentro de esa vida común. De hecho, quienes llevan el peso del perdón suelen ser los que necesitan depender porque tienen miedo a la separación, o los que sólo saben amar y no tienen capacidad para analizar las situaciones, o los de siempre (la mujer, que asume el papel de perdedora o salvadora; los débiles que no pueden afirmarse, a los que utilizan los otros).

En este sentido, es necesario un aprendizaje de madurez afectiva, capaz de combinar perdón generoso y lucidez respeto a las situaciones concretas. Por ejemplo, hay personas que tienen que aprender a no pedir perdón antes de acostarse, porque es necesario, antes, hablar del conflicto vivido y objetivarlo. Otros, por el contrario, tienen que aprender a tener menos «razones» y a desarrollar la comprensión y la bondad.

En ciertas situaciones la única salida es amar a lo tonto, perdonando. En cualquier situación, el criterio último no es la justicia que reivindica, sino el amor desinteresado.

4. Praxis

Después de orar con la Palabra y las reflexiones anteriores, ¿cómo tendrías que abordar el problema que tienes con ese familiar tuyo?

Hay ciertas «heridas» que sólo se curan mediante el perdón, dejando de dar vueltas a reivindicaciones justas. Si no puedes olvidar, puedes pedir amor para perdonar. ¿Por qué no ofreces al otro un signo de reconciliación, aunque sea un saludo?

Sé autocrítico, porque muchos sentimientos nacen de actitudes enfermizas: suspicacia, complejos de inferioridad, etc.

Javier Garrido

El perdón, actitud básica del cristiano

1. Un perdón sin límites. La parábola evangélica de hoy, el deudor despiadado, ilustra la doctrina de Jesús sobre el perdón fraterno de las ofensas, que debe ser una de las actitudes fundamentales del discípulo de Cristo. Es el apóstol Pedro quien suscita el tema del perdón mediante una pregunta en la línea casuística judía: «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Jesús le contestó: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete». Es decir, siempre.

Mas, ¿por qué tal perdón sin límite? ¿Qué es lo que sustenta esta doctrina y conducta? A explicar el porqué de su afirmación se orienta la parábola del deudor despiadado. La línea narrativa de la parábola es fácil de entender, pero su enseñanza es bastante difícil de practicar, sobre todo cuando la fe y el amor son débiles y, en cambio, el espíritu de venganza, el odio rencoroso y la agresividad innata en nosotros son fuertes.

La enseñanza que extrae Jesús de la parábola es ésta: Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Idea en que abunda la primera lectura de hoy, tomada del libro del Sirácida o Eclesiástico (s.II a.C). Nosotros somos ese deudor insolvente ante Dios, quien, no obstante, nos perdona nuestra deuda porque hemos sido redimidos y rescatados a precio por Cristo. Sin embargo, es un perdón de alguna manera condicionado, tal como pedimos en el padrenuestro.

2. Perdonar es posible. Nos cuesta mucho perdonar y romper el círculo vicioso del odio y la venganza. ¿Será el perdón una actitud de gente apocada? Hay momentos en que, aun con la mejor voluntad y disposición, uno exclama: Esto es demasiado; ya estoy harto. ¿Es que tengo que ser tonto para ser bueno? Y nos tienta hacer una demostración de fuerza ante el insulto, la calumnia, el atropello y la desconsideración. Lo más normal, y también lo más fácil, es vengarse cuando uno puede o al menos guardar rencor a la expectativa. La venganza es el placer del ofendido, y el odio rencoroso el único haber seguro del más débil.

Pero lo que demuestra fortaleza, magnanimidad de espíritu, madurez humana y cristiana -por eso es tan difícil- no es vengarse sino perdonar y romper la espiral de la violencia mediante el amor reconciliador. ¿Que es inenarrable el placer de la revancha? Más sublime es la experiencia de perdonar y ser perdonado.

Para sentirnos amados, liberados y rehabilitados como seres humanos, como personas capaces de reconstrucción y de convivencia en el amor, necesitamos experimentar el perdón. De hecho, el que no ha vivido personalmente en su propia carne y vida el gozo de ser perdonado porque es amado, difícilmente es capaz de perdonar a su vez y casi ni siquiera de ser persona, suplantando la vieja ley del talión y del odio por la actitud del perdón y del amor.

Gracias al ejemplo de Cristo, perdonar es posible para el cristiano. Como siempre, él practicó lo que nos enseñó y mandó. Estando Jesús para morir en la cruz, víctima del odio mortal de sus enemigos, teniendo el poder suficiente para confundirlos, no obstante optó por hacer justicia a lo divino, es decir, perdonar a todos venciendo el mal con el bien, el odio con el amor.

3. Conversión para el perdón y la reconciliación. Jesús confió a su Iglesia el poder de perdonar pecados, reconciliando al hombre con Dios. Mas, para ser reconciliadora la comunidad cristiana debe comenzar por estar ella reconciliada consigo misma, como para ser evangelizadora ha de ser primero evangeliza-da. Por eso, el perdón fraterno debe ser tarea cotidiana de reconciliación individual y comunitaria. Pues la reconciliación de los hermanos que profesan la misma fe es el testimonio que mejor entenderá el mundo; así la Iglesia podrá presentarse ante la sociedad como lo que de hecho es: sacramento de unidad y de salvación.

La conversión del corazón es el presupuesto indispensable para la reconciliación. Hay un sacramento donde expresamos esa conversión: es el sacramento de la penitencia. Su forma comunitaria hace eco a la parábola evangélica de hoy: perdonados y reconciliados con Dios, nos perdonamos y reconciliamos mutuamente. El Señor nos mide con la misma medida con que medimos a los demás; el que perdona a su hermano, está perdonado por Dios. Pues el perdón sacramental de la penitencia no es real y efectivo si nosotros no perdonamos al hermano, ya que la reconciliación no es sólo con Dios sino también con la comunidad eclesial, con los hermanos en la fe y con todos los hombres.

La celebración de la Eucaristía abunda en momentos referidos al perdón, tanto el que pedimos a Dios como el que recibimos de él y otorgamos a los demás. Ya al comienzo tenemos el acto penitencial, por el que nos reconocemos pecadores ante Dios y la comunidad, y solicitamos el perdón del Señor «que es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (Salmo responsorial de hoy). Antes de la comunión rezamos el padrenuestro y decimos: Perdona, Señor, nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Y en seguida nos saludamos con un gesto de paz, reconciliación y perdón, dispuestos a participar del mismo pan: el Cuerpo del Señor.

Pues bien, para que todo esto no sea una farsa ineficaz continuemos estos gestos de fraternidad en la calle, en casa, en la vecindad, en el trabajo, en los ambientes tensos por el odio, el recelo, la desconfianza, el distanciamiento afectivo, el rencor quizá y la venganza. Llevemos con nosotros la buena noticia de hoy: porque experimentamos la misericordia del Señor en nuestra vida y nos sabemos reconciliados con Dios por medio de Jesucristo, estamos invitados y capacitados para amar y perdonar a los hermanos con el mismo amor y perdón con que nosotros somos aceptados por Dios, padre misericordioso.

 

Te bendecimos, Señor Dios, porque muriendo en una cruz, Jesús nos mostró todo el amor, el perdón y la misericordia que abriga tu corazón de Padre hacia nosotros tus hijos.

Así hizo posible que nos perdonemos como tú nos perdonas, es decir, sin número límite de veces ni medida para el perdón.

Enséñanos, Señor, a vivir según tu Espíritu cada día,

de tal suerte que nuestro perdón a los hermanos que nos ofenden sea para los demás un signo de tu amor y reconciliación.

Así mereceremos heredar la bienaventuranza de Cristo:

Dichosos los misericordiosos que saben amar y perdonar,

porque ellos alcanzarán misericordia, amor y perdón. Amén.

B. Caballero

Un ajuste de cuentas

El corazón de la revelación bíblica es el amor gratuito de Dios. Esa oportunidad debe ser la norma de nuestra relación con otras personas.

El perdón es siempre gratuito.

El capítulo dieciocho de Mateo contiene una serie de indicaciones para la vida cotidiana de la comunidad cristiana. Una de ellas es la del perdón. Pedro quiere saber hasta dónde estamos obligados a perdonar(cf. v. 21). La respuesta del Señor coloca el asunto en un horizonte más amplio- siempre debemos perdonar. Eso es lo que significa la misteriosa expresión «setenta veces siete» (v. 22); tal vez haya una alusión —tomando la posición contraria— a Gén 4, 24. No hay límites, el amor no cabe dentro de obligaciones contables. El perdón mutuo construye la comunidad, implica confiar en las personas.

La afirmación de Jesús es ilustrada con una de las más bellas parábolas de los evangelios y que es propia de Mateo. El «ajuste de cuentas»(v. 23) se evaporará ante la justicia de Dios basada en la gratuidad del amor. Ante la petición del servidor, el rey le perdona la deuda. «Diez mil talentos» (v. 24) constituye una cantidad fabulosa e impagable (algo así como la deuda externa de los países pobres…); por eso la promesa del servidor no pasa de ser un intento para conmover al Señor (cf. v. 26). El perdón del rey es enteramente gratuito, lo hace simplemente por «lástima» (v. 27), por amor, no porque piense que un día recibirá lo que se le adeuda.

No tengas rencor a tu prójimo

El comportamiento del servidor contrasta con el que tuvo el Señor. Su compañero de trabajo le debe apenas cien denarios (el jornal de un trabajador era un denario), suma perfectamente pagable. Pese a eso la súplica del deudor no es escuchada. El «siervo malvado» (v. 32) no ha aprendido la lección. En estricta justicia él puede enviar a la cárcel a quien le debe, pero el rey le acaba de mostrar otra justicia, la que se basa en el amor gratuito que no pide nada a cambio. La que considera a las personas en ellas mismas, no por lo que tienen.

El Dios de Jesús ama porque es bueno. Ante la inmensidad de su amor los méritos de las personas son secundarios. Así también deben amar aquellos que creen en él. El amor de Dios es modelo de nuestra conducta. El Señor está siempre dispuesto a rehacer su alianza (cf. Edo 28, 7), esto implica que nosotros igualmente abramos nuestro corazón a los demás. Ante la gratuidad del amor—la pregunta «¿cuántas veces le tengo que perdonar?» (Mt 18, 21) pierde sentido. No hay nada más exigente que el amor gratuito y sin límites de aquel que es «Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 9).

Ante los sufrimientos de los pobres del mundo, golpeados por un despiadado liberalismo económico, ante inauditos y cruentos conflictos bélicos, surgen hondos reclamos de justicia. De una justicia que va más allá de lo legal para ir hacia los derechos más fundamentales del ser humano. Amar gratuitamente, como Dios nos ama, lleva la justicia a la raíz y a la plenitud de sus exigencias.

Gustavo Gutiérrez

¿No necesitamos ya el perdón?

Agarrándolo lo estrangulaba

¿Vivimos todavía los creyentes de hoy una experiencia honda del perdón de Dios o no necesitamos ya sentirnos perdonados por nadie? 

Se nos ha hablado tanto del riesgo a vivir con una conciencia morbosa de pecado que ya no nos atrevemos a insistir en nuestra propia culpabilidad para no generar en nosotros sentimientos de angustia o frustración.

Preferimos vivir de manera más irresponsable, atribuyendo todos nuestros males a las deficiencias de una sociedad mal organizada o a las actuaciones injustas que, naturalmente, siempre provienen de «los otros».

Pero, ¿no es ésta la mejor manera de vivir engañados, separados de nuestra propia verdad, sumergidos en una secreta tristeza de la que sólo logramos escapar huyendo hacia la inconsciencia o el cinismo?

¿No necesitamos en lo más hondo de nuestro ser, confesar nuestro propio pecado, sentirnos comprendidos por Alguien, sabernos aceptados con nuestros errores y miserias, ser acogidos y restituidos de nuevo a nuestro ser más auténtico?

La experiencia del perdón es una experiencia humana tan fundamental que el individuo que no conoce el gozo de ser perdonado, corre el riesgo de no crecer como persona.

La parábola de Jesús nos lo recuerda de nuevo hoy. Quien no se ha sentido nunca comprendido por Dios, no sabe comprender a los demás. 

Quien no ha gustado su perdón entrañable, corre el riesgo de vivir «sin entrañas» como el siervo de la parábola, endureciendo cada vez más sus exigencias y reivindicaciones y negando a todos la ternura y el perdón.

Hemos creído que todo se podía lograr endureciendo las luchas, despertando la agresividad social y potenciando el resentimiento de las gentes.

Hemos expulsado de entre nosotros el perdón y la mutua comprensión como algo inútil, propio de personas débiles y resignadas. Nos estamos acostumbrado a una espiral de represalias, revanchas y venganzas.

Ya hemos logrado vivir «estrangulándonos» unos a otros y gritándonos todos mutuamente: «Págame lo que me debes». Sólo que no está nada claro que este camino haya de llevarnos a una convivencia más justa y a unas relaciones más cálidas y más humanas.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – 16 de septiembre

«Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores», escuchamos hoy. Con frecuencia nos fijamos en nuestra condición pecadora. Nos sentimos mal, pedimos perdón o pensamos que siempre estamos tropezando en las mismas piedras y no tenemos solución. ¿Pero cuál es la solución?

¿Dejar de ser pecadores, eliminando el pecado por arte de magia? A veces la tentación de soberbia nos puede llevar a desearlo así. Quizá tengamos que repetirnos una y otra vez, hasta que lo creamos de veras, que Jesús vino al mundo para salvar… Porque, que somos pecadores ya lo creemos. Y pecamos más cuando lo reconocemos sin creer en la salvación que se nos ofrece, sin dejarnos reconciliar por él. Cristo muestra toda su paciencia en cada uno de nosotros. Es justo que nos demos cuenta y se lo agradezcamos y dejemos que su paciencia nos vaya transformando, bajando las dosis de impaciencia-soberbia que llevamos dentro.

¿Por qué le llamamos Señor y no hacemos caso de lo que nos dice? ¿Por qué le llamamos Salvador y no acabamos de acoger su salvación? ¿Por qué nos acercamos a él y no ponemos en práctica la Palabra que nos dirige? Porque no acabamos de creer. ¡Señor, aumenta nuestra fe! Para que construyamos nuestra vida cristiana sobre la roca firme que tu Palabra segura nos ofrece. ¡Señor, aumenta nuestra fe! Para que la bondad que viene de ti se atesore en nuestro corazón y saquemos a relucir el bien. ¡Señor, aumenta nuestra fe! Para que las dificultades de la vida no puedan con nuestra firme decisión de llamarte Señor y hacer lo que tú nos digas.