Domingo XXV de Tiempo Ordinario

Según todos los principios admitidos en nuestros días en el ámbito de las relaciones de trabajo, el empresario de nuestro Evangelio obra de una manera un tanto extraña e incluso inaceptable. Su actitud a decir verdad no corresponde a nuestros criterios de justicia, e incluso pudiéramos decir desconcertante. Como desconcertantes son las últimas palabras de la parábola: “Los últimos serán los primeros y los primeros últimos”. Da la impresión de que los primeros cristianos han quedado turbados por estas palabras de Jesús; cada uno de los Evangelistas las ha colocado en un contexto diferente, y Mateo ha llegado incluso a repetirlas en dos ocasiones.

San Pablo es de todas formas un buen ejemplo de un último que se ha convertido en primero. Siendo el último de los Apóstoles, llegó a ser en poco tiempo el más activo y el más eficaz de todos en la expansión de la Buena Nueva.

Pablo interpretó asimismo la enseñanza y las palabras de Jesús de una manera particular, es decir predicando a los paganos. Ahora bien, tal parece ser en verdad el auténtico significado de nuestro texto del Evangelio que, evidentemente no se refiere al salario justo que haya que pagarse a trabajadores asalariados sino que se refiere a los paganos que van a recibir la Buena Nueva y van a entrar los primeros en el Reino, al paso que los Judíos, en su mayor parte, van a rechazar esa Buena Nueva.

Nuestra segunda lectura de esta mañana está tomada de la Carta de Pablo a los Filipenses, carta de una gran belleza y asimismo de una cierto frescor. Filipos había sido la primera ciudad de Europa que recibió el mensaje cristiano, durante el tercer viaje misionero de Pablo. Se trataba de una muy pequeña comunidad cristiana, con la que siguió Pablo conservando una muy bella relación., muy semejante a la relación de Jesús con Marta, María y Lázaro. En esa Carta habla Pablo en un tono personal e incluso íntimo. Aun estando preso, es un hombre feliz. Felicidad que traspira a través de su Carta, que con toda justicia ha sido designada como la “Carta de la Alegría”.

Esta carta fue escrita cuando Pablo se hallaba en cautiverio. La había comparecido ante el tribunal, mas no le había sido aún dictada sentencia alguna. Sentencia que lo mismo pudiera ser de liberación como de ejecución. Normalmente se cree que se trataba de la cautividad de Pablo en Éfeso, y no de su última cautividad. No era, pues, aún un hombre de avanzada edad. Se hallaba más bien en la fuerza de la edad, hacia el fin de sus cuarenta o al comienzo de los cincuenta. Un hombre que en el curso de los años, a través del sufrimiento y de las luchas, había adquirido una buena dosis de conocimiento de si mismo y era capaz de reconocer los diferentes deseos – contradictorios a veces – de su corazón.

En ese momento desbordaba de alegría con el pensamiento del amor que Cristo le tenía. De ahí que desease morir y estar con Cristo para siempre. Pero sabía asimismo que Cristo era su vida, incluso aquí abajo. De ahí que desease seguir predicando, y permanecer junto a sus amigos, en especial junto a los Filipenses. No sabía si había de preferir la muerte para estar con Cristo o la vida para anunciarlo. Sabía que de una u otra manera, Cristo quedaría enaltecido en él.

Pablo es un hombre feliz, porque es un hombre libre. Libre del miedo, libre de las ambiciones personales, libre de cuanto no es Cristo. Y aun cuando no fuera más que por eso, nos enseña cómo la alegría de Cristo puede llenar nuestras vidas y nuestras comunidades.

Hace varios años celebraba yo en Ghana la Eucaristía con un grupo de jóvenes adultos del movimiento “Young Christian Students”. A lo largo de esta celebración hemos leído esta carta de Pablo, que acabamos de escuchar, y después, como segunda lectura, hemos leído la carta de uno de sus amigos del país vecino, que estaba encarcelado y condenado a muerte. Había presentado recurso de su sentencia ante el presidente del país y esperaba la respuesta, que podía ser su perdón o la orden de ejecución. Todos quedamos impresionados por la semejanza entre las dos Cartas: la misma alegría tranquila, pacífica y fuerte al mismo tiempo, de hombres que sabían que nada tenían que perder y sí de ganar, sucediere lo que sucediere. Fue entonces cuando pude comprender qué podía significar para los Filipenses, para los Corintios o los Efesios, recibir semejan es cartas personales de parte de Pablo. Acaso debiéramos leer en la Misa de hoy cartas semejantes de nuestras hermanas y hermanos de Angola, del Congo o de China, o acaso de Cristianos del Timor Oriental.

De todas formas, pidamos la gracia de vivir también nosotros siguiendo su ejemplo y el de Pablo, con esa alegría que es propia de quienes nada tienen que probar, nada que preservar, nada de ganar o de perder. Alegría de quienes son libres porque saben, que, sucédales lo que pueda sucederles, a ellos y a sus comunidades, pertenecen a Cristo.

A. Veilleux

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II Vísperas – Domingo XXV de Tiempo Ordinario

II VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: DIOS DE LA LUZ, PRESENCIA ARDIENTE.

Dios de la luz, presencia ardiente
sin meridiano ni frontera:
vuelves la noche mediodía,
ciegas al sol con tu derecha.

Como columna de la aurora,
iba en la noche tu grandeza;
te vio el desierto, y destellaron
luz de tu gloria las arenas.

Cerró la noche sobre Egipto
como cilicio de tinieblas;
para tu pueblo amanecías
bajo los techos de las tiendas.

Eres la luz, pero en tu rayo
lanzas el día o la tiniebla:
ciegas los ojos del soberbio,
curas al pobre su ceguera.

Cristo Jesús, tú que trajiste
fuego a la entraña de la tierra,
guarda encendida nuestra lámpara
hasta la aurora de tu vuelta. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Desde Sión extenderá el Señor el poder de su cetro, y reinará eternamente. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Desde Sión extenderá el Señor el poder de su cetro, y reinará eternamente. Aleluya.

Ant 2. En presencia del Señor se estremece la tierra. Aleluya.

Salmo 113 A – ISRAEL LIBRADO DE EGIPTO; LAS MARAVILLAS DEL ÉXODO.

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. En presencia del Señor se estremece la tierra. Aleluya.

Ant 3. Reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo. Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo. Aleluya.

LECTURA BREVE   2Co 1, 3-4

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios.

RESPONSORIO BREVE

V. Bendito eres, Señor, en la bóveda del cielo.
R. Bendito eres, Señor, en la bóveda del cielo.

V. Digno de gloria y alabanza por los siglos.
R. En la bóveda del cielo.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Bendito eres, Señor, en la bóveda del cielo.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo», dice el Señor.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. «Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo», dice el Señor.

PRECES

Adoremos a Cristo, Señor nuestro y cabeza de la Iglesia, y digámosle confiadamente:

Venga a nosotros tu reino, Señor.

Señor, amigo de los hombres, haz de tu Iglesia instrumento de concordia y unidad entre ellos
y signo de salvación para todos los pueblos.

Protege con tu brazo poderoso al Papa y a todos los obispos
y concédeles trabajar en unidad, amor y paz.

A los cristianos concédenos vivir íntimamente unidos a ti, nuestro Maestro,
y dar testimonio en nuestras vidas de la llegada de tu reino.

Concede, Señor, al mundo el don de la paz
y haz que en todos los pueblos reine la justicia y el bienestar.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Otorga, a los que han muerto, una resurrección gloriosa
y haz que los que aún vivimos en este mundo gocemos un día con ellos de la felicidad eterna.

Terminemos nuestra oración con las palabras del Señor:

Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, has hecho del amor a ti y a los hermanos la plenitud de la ley; concédenos cumplir tus mandamientos y llegar así a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

La parábola de la viña

Jesús hoy nos regala otra parábola para ver cómo actúa y qué criterios tiene ante las situaciones reales de la vida, y nos lo hace a través de una parábola: la parábola de la viña. Él llama y Él paga el jornal según su corazón. Aprendamos esta gran lección que nos da hoy el Señor. Y lo vamos a ver en el Evangelio de Mateo, capítulo 20, versículo 1 al 16:

Pues el reino de los cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña.Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo y les dijo: “Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido”. Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: “¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?”.Le respondieron: “Nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Id también vosotros a mi viña”.

Cuando oscureció, el dueño dijo al capataz: “Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros”. Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Al recibirlo se pusieron a protestar contra el amo: “Estos últimos han trabajado solo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno”. Él replicó a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?”. Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.

Mt 20, 1-16

Considerando todo lo que Jesús ha dicho en esta parábola, nos metemos en su mundo real, en el mundo que vivió Jesús, y consideramos cómo la jornada laboral era de sol a sol y las horas se contaban por grupos de tres: prima, al amanecer; tercia, a las nueve; sexta, a mediodía; nona, a las tres de la tarde; duodécima, al anochecer. Y conforme avanzaba el día el propietario salió varias veces a contratar jornaleros, pero solo con los primeros concertó el salario en un denario; a los otros les prometió darles lo que fuese justo. Y así comenzó la jornada. Y Jesús nos da la gran lección y sus grandes criterios: comenzó la paga, pero empezó por los contratados a última hora. Al verlo, los primeros, que esperaban cobrar más, percibieron también un denario y el amo se dirigió y les dijo: “Amigo, no te hago ninguna injusticia, ¿no nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darles a estos últimos lo mismo que a ti, ¿o es que vas a tener envidia porque yo soy bueno?”.

Realmente este Evangelio a veces nos desconcierta, pero analizándolo profundamente vemos las grandes actitudes de Jesús. Jesús desea ardientemente transmitirnos su amor a todos, comunicarnos la buena noticia y nos ama y nos llama con su gran amor. Su amor es incondicional, quiere que todos trabajemos en la viña. El tiempo para Él es relativo, el pago lo tiene reservado para sí, pero a todos, a todos nos da el amor infinito, su felicidad plena, simbolizada en este denario, que era el jornal habitual que se cobraba por un día de trabajo y que se recibía con gran alegría después de la dureza de una jornada. Pero aún nos dice más, subraya la preferencia por los últimos: estos serán los primeros en el Reino de Dios. Los criterios de prioridad de Jesús nos sobrecogen, no se ajustan a los cánones del mundo, no tienen nada que ver con los criterios del mundo. Jesús actúa con otros criterios, no mira los resultados de un trabajo, sino la actitud, la voluntad de trabajar las horas.

Querido amigo, si nuestra vida estuviera iluminada, querida por el amor, gozaríamos más de la presencia de Dios, de la amistad suya, nos llenaríamos de gozo, de alegría, y veríamos todo como un premio, como un regalo y no tendríamos envidia unos de otros. ¿Por qué, si Él quiere actuar así? Yo me pregunto y te pregunto: ¿somos conscientes de que el Señor nos llama a trabajar en su viña?, ¿somos conscientes aunque seamos llamados a última hora? La fe y el amor no se compran con dinero ni con esfuerzo personal; es un regalo de Dios. Tenemos que estar contentos porque Dios nos da esa fe y quiere que trabajemos. Este es el sentido de nuestra vida, esta es nuestra forma de actuar, esta es nuestra forma de ser. Nunca podremos así, con estos criterios humanos, poder actuar bien y siempre nos pasará lo que a este jornalero que sentía envidia.

Esta es la gran intención de Dios a través de esta parábola: llamarnos, llenarnos de amor. Y ver cómo paga nuestro trabajo. Y aunque seamos como seamos, tenemos que trabajar en la viña del Señor, tenemos que tener el ideal de extender su Reino, tenemos que extender ese [Reino] y trabajar así y todo es posible si amamos, ¡todo es posible! El amor de Dios siempre nos apremia y el amor de Dios sabe pagar todo muy bien. Él sabe darnos la paz, la esperanza y el amor. Esta es la recompensa que recibiremos. ¡Cuánto nos cuesta trabajar en esta viña y tener los criterios de Jesús! Querido amigo, sepamos valorar el amor que nos tiene; sepamos no hacer distinciones y alegrarnos porque somos el regalo de Él; sepamos trabajar sin envidia, con placer, con alegría, con fuerza, porque nos deja estar en su viña.

Este es el gran mensaje de hoy que nos invita a ver cómo estamos en este ardor, en estas ganas de trabajar. ¿Voy yo? ¿Siento la llamada de Él que me llama a una hora, a otra hora? ¿Siento esa llamada? ¿Veo la paga del amor infinito de Él? ¿Veo que ese símbolo del denario es el gran amor que me tiene? ¿Cómo es mi trabajo? ¿Dónde trabajo? ¿Qué hago por Él? ¿A qué hora? Sepamos recibir, querido amigo, la llamada de Jesús que nos dice: “Ven a trabajar a mi viña. Id también vosotros a mi viña. Id también vosotros”. Y sepamos que los criterios de Jesús no son nuestros criterios. “Los últimos serán los primeros y los primeros, los últimos”.

Pidamos perdón por nuestras apatías, nuestras faltas de amor, nuestras faltas de desgana, de desilusión, de fuerza. Y acudamos a la Virgen para que ella nos dé ese vigor que necesitamos para trabajar en la viña del Señor, para ser conscientes de lo que nos quiere y que nos llama a recompensarnos con el amor. Jesús con estas parábolas de la viña nos está enseñando la gran lección de su amor y cómo Él paga las actitudes distintas a nosotros, pero nos las paga como Él quiere. No sabemos el comportamiento de Dios. Pidamos a Jesús que nos ayude a tener esa fuerza, a tener esa alegría y a tener esa gana de ser jornaleros de su viña para recibir la gran paga de lo mucho que nos ama, aunque seamos como seamos. En este encuentro reflexionemos cómo es nuestro trabajo y no nos quedemos parados. Acudamos y oigamos:

“Id también vosotros a mi viña” ¡Que así sea, mi querido amigo!

Francisca Sierra Gómez

El mismo sueldo

En la Salamanca que yo conocí hace casi cincuenta años, me llamó la atención constatar la afluencia que deambulaba por la Plaza Mayor, de catedráticos, estudiantes, camareros, vendedores ambulantes de tabaco y limpiabotas. Y había niños de esos sueltos y vivarachos que, por hacerse con algún dinero, se pertrechaban de una bayeta y un betún que vete a saber dónde lo habían adquirido, y se presentaban en los bares o en las aceras próximas y te abordaban:

«¿Quiere que le limpie los zapatos?».

Un día, caí en sus manos y a la oferta respondí con otra pregunta:

«¿Cuánto me vas a cobrar?».

«Dos pesetas».

Y le dije: «¡Hala!, manos a la obra».

Aún no había comenzado su tarea cuando se presentó otro niño con la misma intención e idéntica pregunta que el anterior.

Yo le dije: «Bueno, tú me limpias un zapato y tu compañero el otro».

Finalizado el trabajo, les di a cada uno dos pesetas. ¡La que me armó el primer niño porque le di al otro la misma cantidad que a él, alegando que él había llegado primero y que merecía más! Yo le hice ver que le había contratado por dos pesetas y que no tenía que importarle lo que le diera al segundo niño. La verdad es que no sé si le convencí del todo.

Algo parecido sucedió, en la parábola de hoy, con los jornaleros que contrató el dueño de la finca. Los de la hora undécima (las cinco de la tarde) cobraron el mismo sueldo que los que habían sido contratados de madrugada, a las nueve de la mañana, al mediodía y a las tres de la tarde…Y es que Dios no paga por horas, sino por la buena disposición con que se trabaja.

Me da la impresión de que Jesús, con este símil que acaba de ofrecernos, pretende arremeter contra el pecado de la envidia, llamar la atención a los permanentemente insatisfechos, a quienes no pueden ver con naturalidad el bien ajeno, a los especialistas en encontrar agravios comparativos por todos los rincones.

Una vez más, nos equivocamos cuando hablamos de Dios. El sueldo del que habla Jesús es nada menos que el Reino de los cielos; el estar para siempre, sonrientes y felices, cobijados en el abrazo del Padre. Y es que el cielo no tiene medida ni tiempo; se resiste a ser cuantificado y no conoce el reloj. Y sus inquilinos somos los jornaleros que hemos respondido a la invitación de Dios:»Venid también vosotros a mi viña»

Pero no puedo ocultar mi tristeza al contemplar la desidia, el desencanto, la vaciedad de tantos y tantos hombres y mujeres que permanecen aún en la plaza del aburrimiento porque nadie los ha contratado. Es decir, porque no han encontrado aún motivos para vivir, alicientes para dibujar una sonrisa. Son los pobres, los refugiados, los despreciados de la sociedad. Esos niños que conocen las guerras antes que las letras. La mole de sufrimiento y dolor que puebla una gran parte de la geografía de nuestro mundo. Son corazones rotos que tal vez no encontrarán ya sutura que los restablezca… Y por otra parte, están los desesperanzados, los que no se entusiasman ya por nada, los que no saben si creen o no creen, los tibios, los adormecidos en el sofá de la abulia, los indolentes…

Forzando mi optimismo, quiero pensar que algún día, quizá hoy mismo, Dios decida volver a la plaza del desencanto y, al verlos ociosos y aburridos, les ofrezca la delicada invitación: «Venid también vosotros a mi viña».

Pedro Mari Zalbide

Domingo XXV de Tiempo Ordinario

La interpretación más correcta de esta parábola nos explica cómo es el comportamiento de Dios con los humanos. Dios no nos trata según los lógicos criterios de la productividad laboral (que se mide por las horas de trabajo), sino por los motivos que brotan de un corazón bueno y generoso. El corazón, que es tan profundamente bueno, que privilegia a los últimos, a los más desgraciados de la vida, a los que la lógica de los hombres nunca privilegia.

Pero esta parábola nos remite hoy a otra lectura, según la cual las leyes de la «economía humana», para que sea verdaderamente humana, tienen que aprender los proyectos de la «economía divina». La economía no es una ciencia exacta. Y se ha desquiciado hasta excesos que jamás pudimos imaginar. La economía, tal como funciona, es la «ciencia» (?) que privilegia a los privilegiados y hunde más y más a los que ya están hundidos. De ahí, los desequilibrios crecientes y escandalosos que sabemos. Y que padecemos al repartir las ganancias y beneficios que producen la tierra y el trabajo humano.

Urge encontrar y ponerse a practicar otras formas de gestionar la economía mundial. Y, si es que creemos en el Evangelio, tenemos que acabar con el escándalo de que haya tanta gente piadosa, o amiga de los piadosos, que no consiente que los últimos ganen lo que ganan ellos y vivan como viven ellos.¿Puede haber mayor contradicción y hasta mayor desvergüenza? También en esto el Evangelio es norma de sabiduría y criterio determinante de humanidad.

Es la humanidad que se advierte en el tipo de patrono, que encarna el protagonista de esta parábola. Se trata, en efecto, de un patrono que, de la mañana a la noche, ofrece puestos de trabajo. Y un patrono, además, que, a la hora de pagar a sus trabajadores, empieza por «los últimos». Es un patrono desconcertante. Porque lo que le importa no es la productividad, sino la igualdad de todos. Sin hacer preferencias, ni favoritismos, ni desajustes que generan tensiones, resentimientos y odios. Los patronos que se ajustan a la letra de la legislación laboral, actuarán «legalmente». Pero no resuelven el verdadero problema del rendimiento laboral y la productividad, que brota de trabajadores que se sienten seguros e ilusionados con el trabajo que hacen.

José María Castillo

Evangelii Gaudium – Francisco I

157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un sentimiento, una imagen».

Lectio Divina – 24 de septiembre

Lectio: 

Domingo, 24 Septiembre, 2017

Parábola de los obreros enviados a la viña
La gratuidad absoluta del amor de Dios
Mateo 20, 1-16

1. ORACIÓN INICIAL

¡Oh, Padre! Tu Hijo Jesús, que tú nos has dado, es nuestro reino, nuestra riqueza, nuestro cielo; Él es el dueño de la casa y de la tierra donde vivimos y sale continuamente a buscarnos, porque desea llamarnos, pronunciar nuestro nombre, ofrecernos su amor infinito. No podremos nunca pagarle, ni devolver la sobreabundancia de su compasión y misericordia por nosotros: podemos sólo decirle nuestro sí, el nuestro: “Aquí estoy” o repetirle con Isaías: “¡Señor, aquí estoy, envíame!” Haz que esta palabra entre en mi corazón, en mis ojos, en mis oídos y me cambie, me transforme, según este amor sorprendente, incomprensible que Jesús me está ofreciendo, también hoy, en este momento. Condúceme al último puesto, al mío, al que Él ha preparado para mí allá donde yo puedo ser verdaderamente yo mismo. Amén.

2. LECTURA

a) Para colocar el pasaje en su contexto:

Este pasaje nos coloca dentro de la sección del Evangelio de Mateo, que precede directamente a los relatos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Esta sección comienza en 19,1, donde se dice que Jesús abandona definitivamente el territorio de la Galilea para ir a Judea, dando así comienzo a su camino de acercamiento a Jerusalén y se concluye en 25,46, con el cuadro sobre la venida y el juicio del Hijo de Dios. Más en particular, el capítulo 20 se coloca a lo largo del recorrido de Jesús hacia la ciudad santa y su templo, en un contexto de enseñanzas y de polémica con los sabios y potentes del tiempo, que Él realiza con parábolas y encuentros.

b) Para ayudar a la lectura del pasaje:

20,1ª: Con las primeras palabras de la parábola, que es una especie de introducción, Jesús quiere acompañarnos al interior del tema más profundo del que intenta hablar, quiere abrir ante nosotros las puertas del reino, que es Él mismo y se presenta como dueño de la viña que necesita ser trabajada.
20,1b-7: Estos versículos constituyen la primera parte de la parábola; en ella Jesús narra la iniciativa del dueño de la viña para reclutar sus trabajadores, describiendo sus cuatro salidas, en las cuáles se ajusta con los trabajadores estableciendo un contrato y la última salida, ya al final de la jornada.
20,8-15: Esta segunda parte comprende, por el contrario, la descripción de la paga a los trabajadores, con la protesta de los primeros y la respuesta del dueño.
20,16: Finalmente viene la sentencia definitiva, que revela la clave del pasaje y la aplicación: aquéllos que en la comunidad son considerados últimos, en la perspectiva del reino y del juicio de Dios , serán los primeros.

Mateo 20, 1-16c) El Texto:

20, 1a: 1 «En efecto, el Reino de los Cielos es semejante a un propietario …..
20, 1b-7: ….. que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. 2Habiéndose ajustado con los obreros en un denario al día, los envió a su viña. 3 Salió luego hacia la hora tercia y al ver a otros que estaban en la plaza parados, 4 les dijo: `Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo.’ 5 Y ellos fueron. Volvió a salir a la hora sexta y a la nona e hizo lo mismo. 6 Todavía salió a eso de la hora undécima y, al encontrar a otros que estaban allí, les dice: `¿Por qué estáis aquí todo el día parados?’ 7 Dícenle: `Es que nadie nos ha contratado.’ Díseles: `Id también vosotros a la viña.’
20, 8-15: 8 Al atardecer, dice el dueño de la viña a su administrador: `Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros.’ 9 Vinieron, pues, los de la hora undécima y cobraron un denario cada uno. 10 Al venir los primeros pensaron que cobrarían más, pero ellos también cobraron un denario cada uno.11 Y al cobrarlo, murmuraban contra el propietario, 12 diciendo: `Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor.’ 13 Pero él contestó a uno de ellos: `Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No te ajustaste conmigo en un denario? 14 Pues toma lo tuyo y vete. Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti.15¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?’.
20, 16: 16 Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos.»

3. UN MOMENTO DE SILENCIO ORANTE

para que la Palabra de Dios pueda entrar en nosotros e iluminar nuestra vida.

4. ALGUNAS PREGUNTAS

para ayudarnos en la meditación y en la oración.

a) Este pasaje se abre con una partícula conectiva, “en efecto” que es muy importante, porque me remite al versículo que precede (Mt 19,30), donde Jesús afirma que “los primeros serán los últimos y los últimos los primeros” con las mismas palabras que repetirá al final de esta parábola. Palabras, por tanto, importantísimas, fundamentales, que quieren indicarme la dirección que hay que tomar. Jesús es el Reino de Dios, el reino de los cielos; Él es el mundo nuevo, al cuál estoy invitado a entrar. Pero el suyo es un mundo al revés, donde nuestra lógica de poder, ganancia, recompensa, habilidad, esfuerzo, no vale y se substituye por otra lógica, la de la gratuidad absoluta, del amor misericordioso y sobreabundante, Si yo creo ser el primero, ser fuerte y capaz; si ya me he colocado en el primer puesto en la mesa del Señor, es mejor que me levante ya y me vaya a ocupar el último puesto. Allí el Señor vendrá a buscarme, y llamándome, me levantará, me colocará en alto hacia Él.

b) Jesús se compara aquí a un dueño de casa, usando una figura particular, que aparece muchas veces en el evangelio. Intento seguirla, atento a las características que ella presenta y tratando de verificar cuál es mi relación con Él. El dueño de casa es el amo de la viña, que se cuida de ella, rodeándola con un muro, excavando un foso, cultivándola con amor y sudor (Mt 21,33ss), para que pueda dar sus mejores frutos. Es el dueño de casa que ofrece una gran cena, con muchos invitados, llamando a su mesa a los más abandonados, los cojos, los ciegos (Lc 14,21ss). Es el que vuelve de las bodas y al que debemos esperar vigilando, porque no sabemos ni el día ni la hora (Lc 12,36); es el dueño de casa que ha salido para un largo viaje, que ha mandado vigilar, para estar preparados para abrirle, en cuanto regrese y toque a la puerta a la tarde, a medianoche, al canto del gallo o de madrugada (Mc 13,35). Comprendo, pues, que el Señor está esperando de mí, el fruto bueno; que me ha elegido como invitado a su mesa; que volverá y vendrá a buscarme y llamará a mi puerta…¿Estoy preparado para responderle? ¿Para abrirle? ¿Para ofrecerle el fruto del amor que Él espera de mí? O por el contrario ¿estoy durmiendo, preocupado con otros miles intereses, esclavizado por otros dueños de casa, diversos y lejanos de Él?

c) El Señor Jesús, dueño de la casa y de la viña, sale repetidamente para llamarme y enviar: al alba, a las nueve, a mediodía, a las tres de la tarde, a las cinco, cuando ya la jornada está por finalizar. Él no se cansa; viene a buscarme, para ofrecerme su amor, su presencia, para estrechar un pacto conmigo. Él desea ofrecerme su viña, su belleza. Cuando nos encontremos, cuando Él fijándose en mí, me ame (Mc 10,21) ¿qué le responderé? ¿Me entristeceré porque tengo muchos bienes? (Lc 18,23) ¿Le pediré que me dé por excusado, porque yo ya tengo otros compromisos? (Lc 14,18) ¿Huiré corriendo desnudo, perdiendo lo poco de felicidad que me ha quedado para cubrirme? (Mc 14,52) O, más bien, le diré: “Sí, sí” y luego no iré (Mt 21,29). Siento que esta palabra me pone en situación difícil, me escruta hasta el fondo, me revela a mí mismo… quedo atónito, asustado por mi libertad, pero decido, delante del Señor que me habla, hacer como María y decir: “Señor, hágase en mí como tú has dicho” con humilde disponibilidad y abandono.

d) Ahora el evangelio me coloca de frente a mi relación con los otros, los hermanos y hermanas que comparten conmigo el camino del seguimiento a Jesús. Todos estamos llamados a estar con Él, a la tarde, después del trabajo de cada día: Él abre su tesoro de amor y comienza a distribuir, a repartir gracia, misericordia, compasión, amistad, todo Él mismo. Mateo hace notar en este punto, que alguno murmura contra el dueño de la viña, contra el Señor. Nace la indignación, porque Él trata a todos igualmente, con la misma intensidad de amor, con la misma sobreabundancia. Quizás está escrito también de mí estas líneas: el evangelio sabe poner un nudo a mi corazón, la parte más escondida de mi mismo. Quizás el Señor dirige precisamente a mí aquellas palabras cargadas de tristeza: “¿Acaso tú también eres envidioso?.” Me debo dejar interrogar, debo permitir que Él entre dentro de mí y me mire con sus ojos penetrantes, porque sólo si Él me mira, podré ser curado. Ahora rezo así: “Señor, te ruego, ven a mí, echa tu palabra en mi corazón y germine nueva vida, vida de amor”.

5. UNA CLAVE DE LECTURA

En la figura de la viña, aparentemente sencilla y cotidiana, la Escritura condensa una realidad, mucha más rica y profunda, siempre más densa de significado, a medida que los textos se acercan a la revelación plena en Jesús. En el primer libro de los Reyes, en el cap. 21, se narra el hecho violento que envuelve a Nabot, un simple súbdito del corrupto rey Acab, el cuál poseía una viña, plantada, para su desdicha, precisamente junto al palacio del rey. La narración nos hace comprender cuánto fuera importante la viña, una propiedad inviolable: por nada del mundo Nabot la hubiera cedido, como dijo: “¡Me guarde el Señor de cederte la heredad de mis padres!” (1 Re 21,3). Por amor a ella, él perdió la vida. Como se ve, la viña representa el bien más precioso, la heredad de la familia, por cierta parte, la identidad de la persona; no se la puede malvender, ceder a los otros, cambiarlo por otros bienes, que no consiguen igualarla. Ella esconde una fuerza vital, espiritual.

Isaías 5 dice claramente que bajo la figura de la viña se significa al pueblo de Israel, como está escrito: “La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel: los habitantes de Juda su plantación favorita” (Is 5,7). Este pueblo el Señor lo ha amado con amor infinito y eterno, sellado por una alianza inviolable; Él la cuida, igualmente como si lo hiciera un viñador con su viña, haciendo de todo para que ella pueda dar sus frutos más bellos. Israel somos cada uno de nosotros, toda la Iglesia: el Padre nos ha encontrado como tierra abandonada, reseca, devastada, rellena de piedras y nos ha cultivado, regado a cada instante; nos ha plantado como viña escogida, toda de cepas genuinas (Jer 2,21). ¿Qué más pudo hacer por nosotros, que no lo haya hecho? (Is 5,4) En su anonadamiento infinito Él mismo se ha hecho viña; se ha convertido en la verdadera vid (Jn 15,1ss), de la que nosotros somos los sarmientos: se ha unido a nosotros como la viña está unida a sus sarmientos. El Padre que es el viñador, continúa su obra de amor con nosotros, para que llevemos frutos y pacientemente espera; Él poda, cultiva, pero luego nos envía a trabajar a recoger los frutos para ofrecérselos. Somos enviados a su pueblo, a sus hijos: no nos podemos echar para atrás, porque estamos hechos para esto: para que vayamos y llevemos fruto y nuestro fruto permanezca (Jn 15,16). Señor, vuélvete: mira desde el cielo y ve y visita tu viña (Salmo 79,15).

La promesa: un denario

El dueño de la viña establece como recompensa del trabajo de la jornada un denario; una buena suma, que permitía vivir desahogadamente. Más o menos corresponde al dracma pactado del viejo Tobías con el acompañante del hijo hacia la Media (Tb 5,15).

Pero en el relato evangélico este denario viene llamado enseguida con otro nombre por el dueño; dice de hecho: “os daré lo que es justo” (v.4). Nuestra herencia, nuestro salario es el justo, el bueno: el Señor Jesús. Él, en efecto, no da, no promete otra cosa que a sí mismo. Nuestra recompensa está en los cielos (Mt 5,12), junto a nuestro Padre (Mt 6,1). No es el denario que se utilizaba para pagar el tributo a los romanos, sobre el que estaba la imagen y la inscripción del rey Tiberio César (Mt 22,20), sino que es el rostro de Jesús, su nombre, su presencia. Él nos dice: “Yo estaré con vosotros no sólo hoy, sino todos los días hasta el fin del mundo; Yo mismo seré tu recompensa”.

El texto ofrece a nuestra vida una energía muy fuerte, que sale de los verbos “enviar”, mandar” y “andar” repetido dos veces; todos se refieren a nosotros, nos llaman, nos ponen en movimiento. Es el Señor Jesús el que envía, haciendo de nosotros apóstoles: “He aquí que yo os envío” (Mt 10,16). Cada día Él nos llama para su misión y repite sobre nosotros aquello de “¡Andad!” y nuestra felicidad precisamente está escondida aquí, en la realización de estas palabras suyas. Andar donde Él nos manda, en el modo que Él lo indica, hacia la realidad y las personas que Él nos pone delante.

La murmuración y el refunfuño

Palabras importantísimas, verdaderas y muy presentes en nuestra vida de cada día; no podemos negarlo: habitan en nuestro corazón, en nuestros pensamientos y a veces nos atormentan, nos desfiguran, nos cansan profundamente, nos alejan de nosotros mismos, de los otros, del Señor. Sí, en medio de aquellos trabajadores que se lamentan y refunfuñan, murmurando contra el dueño, también estamos nosotros. El rumor de la murmuración viene de muy lejos, pero de todos modos, consigue anidarse en el corazón. Israel en el desierto ha murmurado duramente contra el Señor y nosotros hemos recibido en herencia aquellos pensamientos y palabras: “El Señor nos odia, por esto nos ha hecho salir del país de Egipto para ponernos en manos del Amorreo y para destruirnos” (Dt 1,27) y dudamos de su capacidad de alimentarnos, de llevarnos hacia delante, de protegernos. “¿Quizás puede el Señor prepararnos una mesa en el desierto? (Salmo 77,19) Murmurar significa no escuchar la voz del Señor, no creer más en su amor por nosotros. Entonces nos escandalizamos, nos irritamos fuertemente contra el Señor misericordioso y nos indignamos contra su manera de obrar y queremos cambiarlo, recomponerlo según nuestros esquemas: ¡Se ha alojado en casa de un pecador! ¡Come y bebe con pecadores! (Lc 5,30; 15,2; 19, 7). Si escuchamos bien, éstas son las murmuraciones secretas de nuestro corazón. ¿Cómo curarlas? San Pedro sugiere este vía: “Practicad la hospitalidad los unos con los otros, sin murmurar” (1 Pet 4,9); sólo la hospitalidad, o sea, la acogida puede, poco a poco, cambiar nuestro corazón y hacerlo receptivo, capaz de llevar dentro de sí a las personas, situaciones, realidades que encontramos en nuestra vida. “Acogeos” dice la Escritura. Así es: debemos aprender a acoger ante todo a Jesús, como Él es, con su modo de amar, de permanecer, de hablarnos y cambiarnos, de esperarnos y atraernos. Acogerlo es acoger al que está al lado, al que nos viene al encuentro, sólo este movimiento puede romper la dureza de la murmuración.

La murmuración nace de la envidia, de nuestro ojo malo, como dice el dueño de la viña, el mismo Jesús. Él sabe mirarnos dentro, sabe penetrar nuestra mirada y llegar al corazón, al alma. Él sabe como somos, nos conoce, nos ama y por el amor por el que Él saca de nosotros todo mal, quita el velo de nuestro ojo malo, nos ayuda a tomar conciencia de cómo somos, de lo que vive dentro. En el momento en el que dice: “¿Acaso tu ojo es malo?”, como está haciendo hoy, en este evangelio, Él nos cura, toma el ungüento y lo unta, toma el fango hecho con su saliva y unge nuestros ojos hasta lo íntimo.

Señor, te ruego: haz que yo vea: Con ojos buenos, sin envidia, con la acogida, sin murmurar.

6. UN MOMENTO DE ORACIÓN: SALMO 136

Rit. ¡Infinito es tu amor por nosotros!

¡Aleluya!¡Dad gracias a Yahvé, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
Dad gracias al Dios de los dioses,
porque es eterno su amor;
dad gracias al Señor de los señores,
porque es eterno su amor.
Al único que ha hecho maravillas,
porque es eterno su amor.

Al que hirió en sus primogénitos a Egipto,
porque es eterno su amor;
y sacó a Israel de entre ellos,
porque es eterno su amor;
con mano fuerte y tenso brazo,
porque es eterno su amor.
Al que partió en dos el mar de los Juncos,
porque es eterno su amor;
e hizo pasar por medio a Israel,
porque es eterno su amor;
y hundió en él al faraón con sus huestes,
porque es eterno su amor.
Al que guió a su pueblo en el desierto,
porque es eterno su amor.

Al que se acordó de nosotros humillados,
porque es eterno su amor;
y nos libró de nuestros adversarios,
porque es eterno su amor.
Al que da pan a todo viviente,
porque es eterno su amor.
¡Dad gracias al Dios de los cielos,
porque es eterno su amor!

7. ORACIÓN FINAL

Gracias, Señor, por haberme revelado tu Hijo, y haberme hecho entrar en su heredad, en su viña. Tú me has hecho sarmiento, me has hecho uva: sólo me queda permanecer, permanecer en ti y dejarme prender, como fruto bueno, maduro, para ser puesto en la prensa. Si, Señor, lo sé: éste es el camino. No tengo miedo porque tú estás conmigo. Yo sé que el único camino de la felicidad es el darme a ti. A los hermanos. Que yo sea sarmiento, que yo sea uva buena, para ser exprimida, como tú quieras. Amén.

¿Algo más o algo menos?

Conjugando el verbo buscar «Buscad al Señor…»

Hay quien busca otra cosa, pero en lo más hondo de su ser busca a Dios (aunque no lo reconozca, aunque no sea consciente de ello). Y hay quien dice que busca a Dios, pero en realidad busca otra cosa.

Por una parte, Dios como razón última de las propias inquietudes, de las propias insatisfacciones, de las propias exigencias (justicia, paz, honradez, amistad, solidaridad).

Por otra parte, Dios como simple pretexto, como tapadera de intereses y apetencias mezquinas.

En el primer caso, la búsqueda apasionada, sufrida, dispuesta a ir siempre «más allá». Cualquier meta conseguida, aunque sea modesta, provisional, insuficiente, se convierte en resorte que empuja «más allá» (más allá del pan, más allá de esa partícula de verdad).

En el segundo caso, el encuentro -aparente- con el Señor provoca un extraño fenómeno de inversión en la marcha, por el que se vuelve hacia atrás para «recuperar» (a veces con intereses) todo lo que estaba al margen del camino y que se quería hacer creer que ya se había abandonado. Y hasta para recoger las cosas miserables que otros ya rechazan.

Tenemos así hombres de deseo, «contentos insatisfechos», que recorren un camino de despojo progresivo.

Y tenemos individuos satisfechos, dotados de certezas e insaciables por todo lo que no es Dios, implacables en saquear lo efímero que con la boca dicen que detestan, pero cuyo camino se halla obstaculizado, y hasta bloqueado, por innumerables estorbos, desviado por perspectivas ilusorias.

Estos últimos (creyentes, practicantes, que exigen la patente de fieles inoxidables) conviene que se pongan continuamente ante la pregunta que encontramos al comienzo del evangelio de Juan (son las primeras palabras de Cristo, según el cuarto evangelio) y que el Maestro dirige a los dos que intentan seguirle:

-¿Qué buscáis? (1, 37). Hay búsquedas y búsquedas.

No todas las búsquedas son correctas. Algunas están ya viciadas de antemano.

Se puede buscar a Cristo por motivos equivocados, por objetivos que no tienen nada que ver con su misión.

Todo el que se ponga en camino, está obligado a verificar regularmente la autenticidad de su propia búsqueda.

Hay que controlar además si nuestra búsqueda, exigente y «pura» al comienzo, no se habrá deslucido y debilitado por el camino, si no habrá perdido impulso y amplitud, si no se habrá hecho ahora parcial, limitada y hasta mezquina.

Es necesario sobre todo advertir el peligro más solapado, que no es ni mucho menos raro. Nos engañamos al creer que buscamos a Dios. En realidad nos buscamos a nosotros mismos (honor, prestigio, poder, fama, consideración, seguridad).

La búsqueda de uno mismo o de la admiración de los demás hace sospechosa toda búsqueda de fe. Más aún, la falsea en su raíz. Tenemos entonces la gran blasfemia, el escándalo más abominable: buscar la tapadera del nombre de Dios para la construcción de nuestro propio monumento.

Partir de uno mismo, moverse -según las indicaciones declaradas- en dirección a Dios y… encontrarse a sí mismo. Era eso lo que se buscaba. Un triste fracaso.

Se pasa así de la fila de los buscadores a la de los hipócritas. De la categoría de los adoradores a la de los idólatras.

En efecto, la búsqueda conduce siempre a algo. A Dios. O al ídolo.

Pablo (segunda lectura) puede afirmar que lo único que buscaba era Cristo. No tuvo otros intereses. Toda su vida se vio presa, «aferrada» exclusivamente por él.

Cristo es el centro de cohesión de su existencia, que por tanto aparece «unificada», no rota como la nuestra.

Corre, se afana por el evangelio, se dedica incansablemente a muchas cosas. Pero su actividad no parece dispersarse. Aunque tiene presentes múltiples realidades, él no es «múltiple», no se distrae, sino que tiene la vista atenta al centro insustituible.

Por eso declara: «Para mí la vida es Cristo».

O sea: Cristo es para mí lo único que cuenta. Cristo lo es todo para mí.

Yo, por desgracia, debería confesar: Cristo para mí es… todo lo demás.

Conjugando el verbo abandonar

Isaías invita a buscar al Señor, pero no habla de posesión. Pone más bien de relieve la exigencia de «abandonar».

«Que el malvado abandone su camino y el criminal sus planes». Se trata, como es lógico, de dejar el pecado, de volver la espalda a la iniquidad.

Pero hay que abandonar además la mentalidad, los hábitos, las seguridades.

Hay personas religiosas que, tocadas por la gracia, adquieren una especie de fijeza, de rigidez. Dispuestas a cualquier cosa, menos al cambio. Dispuestas a sacrificarlo todo, menos a sí mismas.

Prefieren la cristalización a la renovación.

Se diría que el encuentro con Dios, en vez de provocar en las personas un proceso de conversión, de transformación incesante, las ha hecho… ser de piedra.

Pero si uno ha encontrado a Dios, se da cuenta enseguida de que ya no se le permite seguir «defendiendo» sus propias conquistas; está obligado a «perderse», a no «conservarse» a sí mismo. Tiene que salir, no enroscarse. Arriesgarse, no protegerse.

Dios, ciertamente, es roca. Pero al mismo tiempo intenta sacudir, derribar todos los bastiones, hacer… inseguras todas nuestras seguridades, desalojarnos implacablemente de nuestros refugios, cortarnos las defensas, derrumbar nuestras costumbres (incluso religiosas), someter continuamente a discusión nuestros organigramas (que creíamos definitivos), sacudir nuestras certezas (incluso sobre él).

Dios se convierte en el todo de la fe sólo cuando es acogido como elemento de desestabilización, de desequilibrio permanente.

No es creyente el que asegura: yo sé quién es Dios. Sino más bien el que sigue preguntando: Señor, ¿quién eres?

El creyente se contenta con un «titilar de la luz», con un chirrido imperceptible. Según la intuición de un poeta:

«Quizás el titilar de la luz
en los ojos de Abrahán, en Mambré…
Quizás el chirrido intermitente en la celda que no consigues saber de dónde viene;
luego, de pronto, una ráfaga de viento, que abre furtiva la puerta;
luego nada…» (D. M. Turoldo).
 

Mi contabilidad no es vuestra contabilidad

«Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos.. . ».

Es creyente aquel que se da cuenta de la distancia. Cuanto más «cerca» está Dios, tanto más advierte su propia lejanía de él.

Si se pone verdaderamente ante Dios, se ve obligado a tomar nota de la separación, de la desproporción abismal. Se hace consciente del «desfase» infinito: entre la pequeñez de su cabeza y el mundo de Dios, entre el propio corazón «juicioso» y el amor loco de Dios, entre el propio ojo «envidioso» y la bondad escandalosa de Dios.

La parábola del evangelio pone crudamente de manifiesto esta «inconciliabilidad» entre nuestro modo de ver y el de Dios, entre nuestros criterios fiscales y los suyos, entre nuestras medidas mezquinas y las suyas, entre nuestra miserable contabilidad y su generosidad «excesiva».

Sí, es el evangelio de la desmesura.

Cuando se trata de hacer cuentas, de aplicar las rígidas normas reglamentarias, sentimos un verdadero placer en estar del lado de Dios. Escrutadores escrupulosos, avispados jueces y legados «a latere» de Dios.

Pero él ha preferido a los últimos, con la esperanza de que los primeros lo animarían a mostrarse rumboso, a tener generosidad, a pasarse de la raya en cuestión de misericordia.

O al menos que se mostrarían alegres al ver su contabilidad, que supera abundantemente los méritos, que va más allá de la justicia contractual. Que se llenarían de gozo porque su salvación abarca también a los pecadores, a los últimos, a los «perdidos».

La gran desilusión de Dios está precisamente aquí: los llamados justos son incapaces de compartir su alegría de perdonar y de acoger, incapaces de participar en la que es la prerrogativa que él prefiere: la misericordia.

En vez de la alabanza, la queja.

Una virtud que vuelve al hombre amargo, una obediencia que pone de mal humor, una fidelidad que, en vez de ser considerada como don, se convierte en reivindicación y recriminación: ésa es la culpa que merece el reproche divino.

A él le gustaría que dejáramos nuestro estrecho rincón de ceñudos contables de méritos, para hacernos explorar los territorios inmensos del corazón.

A él le gustaría que fueran limpios nuestros ojos, para poder ver más claro y más lejos. Y por eso nos ofrece la posibilidad de encenderlos a la luz de su bondad ilimitada con los hombres.

A él le gustaría que, frente a su liberalidad con los pecadores, dejásemos de murmurar: «No es justo», y aprendiésemos a exclamar: «¡Qué hermoso es!».

¿Y si fuésemos obreros de la hora duodécima?

En el fondo, el objetivo de esta parábola no es defender el comportamiento de Dios o ver si respeta o no la justicia, sino más bien verificar el estilo de nuestro trabajo en la viña.

El objeto de la protesta no es la violación del contrato, sino el trato reservado a los trabajadores de la hora undécima (las cinco de la tarde). Lo que no se digiere es la desigualdad. Creo que se habrían conformado con recibir incluso «menos» dinero de lo convenido, con tal que ese «menos» fuera «más» que el que se pagó a los otros.

¿Cómo es posible? No puedes tratarnos como a esos «caraduras», como a esos holgazanes. Debes resarcirnos por nuestro sacrificio, por los placeres a los que hemos tenido que renunciar, por la fidelidad que nos han impuesto, por los sermones que hemos tenido que tragarnos, por el aburrimiento acumulado en tantas prácticas religiosas, por el fastidio de las confesiones, por la carga nada indiferente que representan tus mandamientos…

Ellos no han tenido que soportar ese peso. ¿Y ahora les pagas lo mismo que a nosotros, que sí hemos tenido que cargar con él?

No valía la pena, entonces, haber esperado hasta el fin; habría sido mejor pescar al vuelo la última ocasión…

En el fondo, es la misma mentalidad que la del hermano mayor de la parábola, que critica la fiesta preparada para aquel cantamañanas que se ha aprovechado alegremente de la vida, mientras que él ha tenido que bregar en el campo sin que el padre le haya regalado nunca un solo cabrito para pasar unas horas de jolgorio con los amigos.

Se sienten engañados, casi defraudados, porque interpretan el trabajo del Reino como fatiga, como carga onerosa, y no como posibilidad inaudita, como fortuna inmerecida, como don, como gozo.

Pensándolo bien, deberíamos ser nosotros los que pidiésemos al «patrón» que recompensase con mayor abundancia a los obreros de la hora undécima, para resarcirles por lo que han perdido (en términos de felicidad, de ternura, de libertad, de plenitud) durante todo el tiempo que han estado lejos.

A nosotros ya se nos ha compensado en demasía. El premio, desbordante, ya lo hemos tenido por anticipado con el gozo de obedecer, con la satisfacción de poder trabajar por el Señor, con la dignidad de servir, con la libertad de ser fieles.

Si no razonamos así, si no comprendemos que son ellos los que merecen tener algo más como recompensa por lo que no han tenido, entonces es que todavía no hemos contestado a la llamada del «patrón».

En efecto, trabajar con una mentalidad equivocada, como mercenarios, como «portadores de peso», es como ser desertores de la viña, es como negarse a trabajar.

En ese caso nosotros, los primeros, corremos el peligro de ser obreros de la hora duodécima. De los que todavía no han respondido a la llamada.

De todas formas, también a nosotros, los primeros, se nos espera. Dios, en su reloj, siempre tiene alguna hora suplementaria, no reglamentaria, a su disposición. Para el caso de que algunos, trabajadores cicateros, quieran finalmente aprender a no hacer cuentas.

Y hay uno a quien le gustaría morir

Pablo expone a la comunidad de Filipos -a la que se complace en hacer íntimas confidencias- su tormento existencial. Por un lado, reconoce que la muerte sería para él una ganancia. Por otro, sospecha que quizás su vida sea una ganancia para ellos.

Siempre he mirado este texto con cierta sospecha. Tenía la impresión de que san Pablo cedía un tanto a la retórica e incluso al sentido morboso de la muerte.

Ahora estoy convencido de que el apóstol desea ardientemente vivir, como lo deseamos todos nosotros, a pesar de ciertas expresiones de desaliento (sé de personas que «no ven la hora de morir» desde hace al menos cuarenta años, pero que, desde hace al menos cuarenta años, llaman urgentemente al médico al primer golpe de tos, evidentemente para que les diga que, afortunadamente, es algo de poca importancia… ).

La fe no hace desear la muerte, sino que nos urge a asumir serenamente el presente, sea cual sea.

El hecho es que la decisión no está en nuestras manos.

En efecto, Pablo está en la cárcel. Por tanto, la alternativa es muy simple.

O lo dejan en libertad. Y entonces seguiría anunciando el evangelio, puesto que para él «la razón de vivir es Cristo». O le cortan la cabeza. Y también esta segunda eventualidad (no muy agradable para el interesado, como puedo sospechar) sería en beneficio del evangelio.

En otras palabras, en el centro de las preocupaciones de Pablo no está su vida o su muerte, sino la causa del evangelio.

Por esto, el razonamiento es éste más o menos: «Si vivo, puedo todavía trabajar provechosamente por el evangelio. Si muero, la ganancia para el evangelio es todavía mayor». En efecto, el apóstol está convencido de que no hay mejor evangelización que la que se sella con la sangre.

Parece que Pablo, más que hablarse a sí mismo, se dirige a la comunidad para decirle que, en todo caso, no tendría nada que perder, tanto si lo dejan libre como si lo matan.

Pero ¿qué escogería él? Evidentemente, «lo mejor».

Pero el hecho es que para Pablo, y para nosotros, «lo que es mejor» sólo lo sabe el Señor.

Al final, Pablo está convencido de que seguirá viviendo. «Presiento que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para provecho y alegría de vuestra fe».
En todo caso, se trata de seguir viviendo en provecho de los demás. Pablo no desea tanto prolongar su vida como servir.

A. Pronzato

La vocación

La mayoría de nosotros empezamos a planificar nuestra vida durante la adolescencia y la primera juventud, por ejemplo si vamos a estudiar una carrera, o vamos a seguir una formación profesional. A lo largo de los años sucesivos vamos tomando decisiones, cada vez de mayor envergadura, en uno u otro sentido según los planes que nos hayamos hecho: qué trabajo deseamos, qué estado de vida queremos… Al llegar a la edad madura solemos decir que uno ya tiene “su vida hecha” en lo referente a los aspectos fundamentales, como pueden ser trabajo y familia. Pero a veces alguna circunstancia da un vuelco a la vida y hay que volver a replantearse todo, y sentimos que se nota el paso de los años, que hay cosas que es más fácil realizar cuando se es joven, que en la vida adulta.

Es necesario que hagamos planes, porque el ser humano no tiene “su vida hecha”. La persona, a diferencia de los animales, está llamada a ir construyendo su propia existencia, no puede limitarse a vivir “a salto de mata”, atendiendo las tareas y problemas que a diario vayan surgiendo, sino que debe tener una planificación, a más largo plazo, de lo que quiere ser y de lo que quiere conseguir.
Pero como creyentes, en esa planificación debemos tener en cuenta a Dios, y estar abiertos a lo que hemos escuchado en la 1ª lectura: Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Y estas palabras no debemos verlas como algo negativo, sino todo lo contrario: con Dios nuestros planes, nuestras expectativas, se amplían más allá de lo que podemos imaginar, por eso continúa diciendo el profeta Isaías: Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes, que vuestros planes. La fe cristiana afecta a todas las dimensiones de la vida y Dios, al ofrecernos esos “planes más altos”, lo que desea es que maduremos y crezcamos como personas.

Cuando tenemos en cuenta a Dios al planificar nuestra vida, estamos dando un paso fundamental: estamos entendiendo la propia vida como una vocación. Y la vocación no es algo reservado a “curas y monjas”; es la llamada que Dios hace a toda persona para que pueda descubrir el sentido profundo de su existencia. Y como cristianos respondemos a esa vocación con “nuestros” planes.
Y la vocación no afecta solamente a las grandes decisiones fundamentales; la vocación se concreta sobre todo en lo cotidiano, en lo pequeño, en cómo marca Dios mi vida diaria. Y en esa cotidianidad, vivida como vocación, experimentaremos como San Pablo: Para mí la vida es Cristo.

Además, la vocación tampoco es algo “cerrado”, no se produce sólo una vez en la vida. Como hemos dicho, a veces ocurren circunstancias que dan un vuelco a nuestra vida, y de nuevo hemos de plantearnos nuestro futuro, pero siempre como vocación, tengamos la edad que tengamos, porque aunque nuestros planes aparentemente se vayan al traste, Dios continúa llamándonos todos los días, como el propietario de la parábola del Evangelio, que sale a contratar jornaleros para su viña al amanecer, a media mañana, hacia mediodía y a media tarde, incluso al caer la tarde. Dios siempre nos va a llamar para ofrecernos “sus planes” que superan lo que nosotros podemos imaginar o desear.

¿Cómo fui planificando mi vida? ¿Cuáles son ahora mis planes a medio y largo plazo? ¿Creo que tengo ya mi vida hecha? ¿He sufrido algún vuelco en mi vida que me haya obligado a replanteármela casi desde el principio? ¿Entiendo mi vida como vocación? ¿Hago mi Proyecto Personal de Vida Cristiana para tener presente a Dios a la hora de elaborar “mis planes”? ¿Si “sus planes” fueran diferentes a los míos lo aceptaría?

La vocación llena y supera a la persona. Dios mismo nos llama a trabajar en su viña, y nunca es tarde para responderle. Dios no viene a truncar nuestros planes, sino a dar a nuestra vida el mayor contenido y sentido. Por eso, hemos de esforzarnos en entender nuestra vida como vocación y contar con Él en nuestro caminar y en nuestras decisiones.

Como indica el material de reflexión de ACG Laicos de parroquia caminando juntos: Nuestro reto es descubrir en nuestra vida la dinámica del amor de Dios y, desde ahí, ser capaces de tenerle siempre presente en lo que vemos y hacemos; pero no para hablar con Él sin más; sino para ponernos en sus manos y preguntarle constantemente: “Señor, ¿qué quieres de mí?”. En lo rutinario y en lo extraordinario, en lo imprevisto y en lo planificado, en lo que parece nimio y en lo importante. La vocación no es una cuestión puntual, es un estilo de vivir.

No desvirtuar la bondad de Dios

A lo largo de su trayectoria profética, Jesús insistió una y otra vez en comunicar su experiencia de Dios como “un misterio de bondad insondable” que rompe todos nuestros cálculos. Su mensaje es tan revolucionario que, después de veinte siglos, hay todavía cristianos que no se atreven a tomarlo en serio.

Para contagiar a todos su experiencia de ese Dios Bueno, Jesús compara su actuación a la conducta sorprendente del señor de una viña. Hasta cinco veces sale él mismo en persona a contratar jornaleros para su viña. No parece preocuparle mucho su rendimiento en el trabajo. Lo que quiere es que ningún jornalero se quede un día más sin trabajo.

Por eso mismo, al final de la jornada, no les paga ajustándose al trabajo realizado por cada grupo. Aunque su trabajo ha sido muy desigual, a todos les da “un denario”: sencillamente, lo que necesitaba cada día una familia campesina de Galilea para poder vivir.

Cuando el portavoz del primer grupo protesta porque ha tratado a los últimos igual que a ellos, que han trabajado más que nadie, el señor de la viña le responde con estas palabras admirables: “¿Vas a tener envidia porque yo soy bueno?”. ¿Me vas a impedir con tus cálculos mezquinos ser bueno con quienes necesitan su pan para cenar?

¿Qué está sugiriendo Jesús? ¿Es que Dios no actúa con los criterios de justicia e igualdad que nosotros manejamos? ¿Será verdad que Dios, más que estar midiendo los méritos de las personas como lo haríamos nosotros, busca siempre responder desde su Bondad insondable a nuestra necesidad radical de salvación?

Confieso que siento una pena inmensa cuando me encuentro con personas buenas que se imaginan a Dios dedicado a anotar cuidadosamente los pecados y los méritos de los humanos, para retribuir un día exactamente a cada uno según su merecido. ¿Es posible imaginar un ser más inhumano que alguien entregado a esto desde toda la eternidad?

Creer en un Dios, Amigo incondicional, puede ser la experiencia más liberadora que se pueda imaginar, la fuerza más vigorosa para vivir y para morir. Por el contrario, vivir ante un Dios justiciero y amenazador puede convertirse en la neurosis más peligrosa y destructora de la persona.

Hemos de aprender a no confundir a Dios con nuestros esquemas estrechos y mezquinos. No hemos de desvirtuar su Bondad insondable mezclando los rasgos auténticos que provienen de Jesús con trazos de un Dios justiciero tomados del Antiguo Testamento. Ante el Dios Bueno revelado en Jesús, lo único que cabe es la confianza.

José Antonio Pagola