Son bastantes los cristianos que terminan por instalarse cómodamente en su fe, sin que su vida apenas se vea afectada. Se diría que su fe es un añadido, no algo nuclear que anima su vivir diario.
Cuántas veces la vida de los cristianos queda como cortada en dos. Actúan, se organizan y viven como todos los demás a lo largo de los días, y el domingo dedican un cierto tiempo a dar culto a un Dios que está ausente de sus vidas el resto de la semana.
Cristianos que se desdoblan y cambian de personalidad, según se arrodillen para orar a Dios o se entreguen a sus ocupaciones diarias. Dios no penetra en su vida familiar, en su trabajo, en sus relaciones sociales, en sus proyectos o intereses. La fe queda convertida así en una costumbre, un reflejo, una «relajación semanal», como diría Jean Onimus, y, en cualquier caso, en una prudente medida de seguridad para ese futuro que tal vez exista después de la muerte.
Todos hemos de preguntarnos con sinceridad qué significa realmente Dios en nuestro diario vivir. Lo que se opone a la verdadera fe no es muchas veces la increencia, sino la falta de coherencia.
¿Qué importa el credo que pronuncian nuestros labios, si falta luego en nuestra vida un mínimo esfuerzo de seguimiento sincero a Jesús? ¿Qué importa —nos dice Jesús en su parábola— que un hijo diga a su padre que va a trabajar en la viña si luego en realidad no lo hace? Las palabras, por muy hermosas que sean, no dejan de ser palabras.
¿No hemos reducido con frecuencia nuestra fe a palabras, ideas o sentimientos? ¿No hemos olvidado demasiado que la fe verdadera da un significado nuevo y una orientación diferente a todo el comportamiento de la persona? Los cristianos no deberíamos ignorar que, en realidad, no creemos lo que decimos con los labios, sino lo que expresamos con nuestra vida entera.
José Antonio Pagola