II Vísperas – Domingo V de Tiempo Ordinario

II VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: DIOS DE LA LUZ, PRESENCIA ARDIENTE.

Dios de la luz, presencia ardiente
sin meridiano ni frontera:
vuelves la noche mediodía,
ciegas al sol con tu derecha.

Como columna de la aurora,
iba en la noche tu grandeza;
te vio el desierto, y destellaron
luz de tu gloria las arenas.

Cerró la noche sobre Egipto
como cilicio de tinieblas;
para tu pueblo amanecías
bajo los techos de las tiendas.

Eres la luz, pero en tu rayo
lanzas el día o la tiniebla:
ciegas los ojos del soberbio,
curas al pobre su ceguera.

Cristo Jesús, tú que trajiste
fuego a la entraña de la tierra,
guarda encendida nuestra lámpara
hasta la aurora de tu vuelta. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Desde Sión extenderá el Señor el poder de su cetro, y reinará eternamente. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Desde Sión extenderá el Señor el poder de su cetro, y reinará eternamente. Aleluya.

Ant 2. En presencia del Señor se estremece la tierra. Aleluya.

Salmo 113 A – ISRAEL LIBRADO DE EGIPTO; LAS MARAVILLAS DEL ÉXODO.

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. En presencia del Señor se estremece la tierra. Aleluya.

Ant 3. Reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo. Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo. Aleluya.

LECTURA BREVE   2Co 1, 3-4

Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordia y Dios de todo consuelo; él nos consuela en todas nuestras luchas, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios.

RESPONSORIO BREVE

V. Bendito eres, Señor, en la bóveda del cielo.
R. Bendito eres, Señor, en la bóveda del cielo.

V. Digno de gloria y alabanza por los siglos.
R. En la bóveda del cielo.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Bendito eres, Señor, en la bóveda del cielo.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Para eso he venido, para traer a todos el mensaje de la salvación.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Para eso he venido, para traer a todos el mensaje de la salvación.

PRECES

Adoremos a Cristo, Señor nuestro y cabeza de la Iglesia, y digámosle confiadamente:

Venga a nosotros tu reino, Señor.

Señor, amigo de los hombres, haz de tu Iglesia instrumento de concordia y unidad entre ellos
y signo de salvación para todos los pueblos.

Protege con tu brazo poderoso al Papa y a todos los obispos
y concédeles trabajar en unidad, amor y paz.

A los cristianos concédenos vivir íntimamente unidos a ti, nuestro Maestro,
y dar testimonio en nuestras vidas de la llegada de tu reino.

Concede, Señor, al mundo el don de la paz
y haz que en todos los pueblos reine la justicia y el bienestar.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Otorga, a los que han muerto, una resurrección gloriosa
y haz que los que aún vivimos en este mundo gocemos un día con ellos de la felicidad eterna.

Terminemos nuestra oración con las palabras del Señor:

Padre nuestro…

ORACION

Señor, protege a tu pueblo con tu amor siempre fiel y, ya que sólo en ti hemos puesto nuestra esperanza, defiéndenos siempre con tu poder. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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El soporte humano de la fe

1. Cristianos maduros. La palabra de este domingo nos muestra a Jesús venciendo con su poder divino el mal que, como vemos en el caso de Job (1ª lect.) y en los numerosos enfermos que cura Cristo (evangelio), trata de dominar al hombre de múltiples maneras, físicas y espirituales. También Pablo siente la urgencia de proclamar la salvación de Dios para el hombre y exclama: ¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! (2° lect.).

Esta frase de Pablo hace eco a la de Jesús en el evangelio de hoy cuando contesta a sus discípulos, que le aseguran que todo el mundo lo busca: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido». 

Pero hay en el evangelio de hoy un detalle que no puede pasarnos desapercibido. Al día siguiente de haber curado Jesús a la suegra del apóstol Pedro y a otros muchos enfermos que le trajeron al atardecer, el Señor «se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar». Es frecuente en los evangelios esta referencia a la oración de Jesús, que fue su diálogo constante con el Padre.

Tal es la actitud de una fe madura. Sobre ella reflexionaremos hoy, acentuando la necesidad de la madurez personal como soporte de esa fe, para dar el paso de una fe infantil a un cristianismo adulto. 

Hablamos hoy de cristianos maduros no por moda o por emancipación del paternalismo clerical de antaño, sino por la convicción profunda de que la fe, para sobrevivir en un mundo secularizado, ha de caminar al mismo paso que la madurez y progresiva personalización del desarrollo humano. Por eso deben corresponderse maduración humana y madurez cristiana. 

A las edades cronológicas de la vida: infancia, adolescencia, juventud, edad madura y ancianidad, corresponde una edad sicológica, que no permite el estancamiento ni la regresión. Esto debiera ser así, pero con frecuencia el desarrollo no es rectilíneo, sino con altibajos como efecto de las regresiones que dificultan la integración personal y la convivencia. 

Una madurez total es un ideal difícil de alcanzar, pero esforzarse por darle alcance es un deber moral del hombre y de la mujer.

2. Tres sectores de una fe adulta. Al ir creciendo en estatura y años no bastan las formulaciones de una fe de primera comunión para responder a los problemas de un adulto. No se cambia el contenido de la fe, sino que se le da profundidad y se actualizan las motivaciones religiosas. Hay, entre otros, tres sectores de la fe que, en el paso de la infancia a la juventud y de ésta a la edad madura, deben experimentar un cambio ascendente: 

1) La imagen de Dios. 

2) La formación de la conciencia moral. 

3) La actitud ante la Iglesia.

En primer lugar, respecto de la imagen de Dios, lo imaginativo ha de ir quedando superado por un Dios que desborda todo concepto y representación, aunque permanezca el deseo de visualizar a Dios, como en los Salmos y en los poemas de los místicos. Lo imaginativo ha de quedar superado por la persona de Jesús tal como aparece en los evangelios, pues él es la imagen de Dios en carne humana y la prueba suprema del amor de Dios al hombre. 

La fe madura en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, no queda sólo en el portal de Belén, es decir en el misterio de su encarnación, sino que comprende también su misterio pascual de muerte y resurrección, pasando por su fuerte personalidad de liberador del hombre.

En segundo lugar, formar a los niños y jóvenes para la madurez de conciencia, es deber sagrado de los padres, educadores, y catequistas. Para el niño, en torno a los diez años, la conciencia debe empezar a ser «responsabilidad» personal que comprende y hace suyo lo preceptuado, por amor a Dios Padre, y no por mera obligación. Y para el cristiano maduro la conciencia debe ser también respuesta de amor a una llamada personal que Dios nos hace en la ley y en la situación concreta.

Finalmente, respecto de la Iglesia, la actitud madura es sentirse miembro responsable de la misma. Ni identificación infantil ni crítica destructiva, sino adhesión personal a la misión de la misma, viviendo bajo el signo del Espíritu con los demás y para los otros, para la difusión de la justicia, de la paz y del amor evangélico. Para esto hay que tomar conciencia de dos puntos. 

1) Vocación del cristiano en la Iglesia de Dios. 

2) Es necesario soportar los defectos ajenos lo mismo que los propios, porque son fruto de las limitaciones humanas de una Iglesia compuesta de hombres y mujeres, una comunidad que es santa y pecadora simultáneamente. El tesoro de la fe «lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Cor 4,7).

3. Base humana para una fe madura. Para esta madurez cristiana es de importancia decisiva el aspecto antropológico, el substrato humano. Sigue siendo verdad el antiguo aforismo teológico: La gracia de Dios presupone la naturaleza del hombre, y no la destruye sino que la perfecciona. Por eso, la madurez de la fe requiere la madurez humana, lo mismo que un edificio de diez plantas requiere más cimiento que una casita de campo.

En la vida encontramos pocos cristianos auténticamente adultos; pero la verdad es que tampoco existen muchos hombres y mujeres maduros, con personalidad armónica, seguros de sí mismos y equilibrados. 

Vivimos en una civilización masiva que no favorece sino que aliena la persona, debido al consumismo, la propaganda del tener sobre el ser, la televisión que infantiliza, la manipulación ideológica, etc. 

Una civilización donde la neurosis y la despersonalización de las relaciones, el vértigo y la prisa, la hipertrofia de los sentidos y de la corporalidad, retardan la maduración del individuo, creando regresiones sicológicas y fomentando fijaciones conflictivas. Hemos de reaccionar, motivándonos para crecer con la ayuda de Dios como personas y creyentes.

B. Caballero

Domingo V de Tiempo Ordinario

En el Evangelio del último Domingo, Marcos, al comienzo de su Evangelio, anunciaba dos de los aspectos importantes de la actividad de Jesús : las curaciones y la predicación de la Buena Nueva.. Hoy los menciona una vez más, pero añade otro ingrediente de la vida de Jesús: sus largas horas de oración. No se trata, sin embargo, de un mero elemento entre otros. Es a lo largo de estas largas horas – sus largos días y noches incluso – cuando descubre Jesús su misión personal.

Volvamos atrás un poco en el tiempo. El arresto de Juan el Bautista constituyó un punto de inflexión en la vida de Jesús. Tras cuarenta días y cuarenta noches de oración en el desierto, tomó Jesús una importante decisión. Juan había sido en cierto sentido un rabí tradicional que tenía junto a si discípulos que se habían llegado a él para ser por él formados. Jesús renuncia este estilo. No esperará a que los discípulos se lleguen a él. Él mismo irá a donde las muchedumbres. Y cuando llame a sus discípulos,
lo hará para enviarlos a misionar.

Adopta asimismo la importante decisión de volver a su lejana y poco desarrollada Galilea en lugar de permanecer en la floreciente Judea. Su primera jornada de predicación y de curación ha constituido, como hemos podido ver el domingo último, un gran éxito. La gente se asombra de que un muchacho del lugar que apenas vuelto tras una breve ausencia, se conduce ahora como un profeta y habla con autoridad lo mismo a los hombres que a los demonios. En la casa de Pedro cura a la suegra de éste, y al atardecer, tras el descanso del sábado, toda la ciudad se pone a traerle sus enfermos, y lleva a cabo numerosas curaciones.

¡Un poco demasiado bello para un comienzo! Y es entonces cuando adopta Jesús otra decisión importante referente a la naturaleza de su ministerio. ¿Se quedará en Cafarnaum, la ciudad tan importante de Galilea, o se dirigirá a las aldeas y pequeñas poblaciones para ocuparse del pueblo sencillo y pobre que vive allí? ¿Cómo llega a adoptar una decisión? – Pasando una noche de oración n la soledad. Cuando viene Pedro a buscarlo a la mañana siguiente, la decisión está ya tomada.

Lo cual nos dice mucho sobe la manera que quiere Dios que tomemos nuestras decisiones. Y en primer lugar, espera a que las tomemos nosotros. A veces no tenemos el coraje de hacerlo y esperamos que Dios las tome en nuestro lugar. Podemos ponernos a orar con insistencia, pidiendo a Dios que nos diga qué hemos de hacer. Incluso podemos llegar a pedirle que nos de signos, o es muy posible que podamos comenzar a ver signos en lo que las personas que tenemos en nuestro entorno consideran acontecimientos ordinarios de la vida. Todo ello constituye una actitud harto ambigua. Puede en efecto con toda facilidad ser una manera de hacer que confirme nuestras esperas o nuestros miedos inconscientes. Lo que desea Dios que hagamos es que adoptemos decisiones inteligente y racionales, teniendo en cuenta todos los aspectos de la realidad en nuestro entorno. Pero todo esto no es no obstante posible más que si hemos llegado a un suficiente grado de libertad.

En nuestra vida cotidiana y en el ardor de nuestras actividades, nos vemos condicionados por muchas realidades. De manera especial nos vemos condicionados por lo que las personas en nuestro entorno esperan de nosotros – y que no siempre es lo mejor que tenemos para ofrecer. El mismo Jesús se vio precisado a hacer una elección en lo referente a lo que esperaba el pueblo de Él. De nosotros, monjes, espera la gente toda clase de cosas y de servicios que no son de hecho lo que nosotros, en cuanto monjes, podemos ofrecerles. Los tiempos de oración, como lo que pasaba Jesús de noche en la montaña, son momentos en los que entramos en nuestro corazón y en los que, al ponernos en contacto con nuestro ser profundo, estamos en contacto también con Dios, que es el creador y la fuente de nuestro ser, y en este caso podemos ser honrados con nosotros mismos como lo somos con Él. Comenzamos entonces a ver todo en nuestra vida a partir de Su perspectiva. Y es entonces cuando nos es posible adoptar decisiones de importancia. Decisiones que serán nuestras en su totalidad, pero que serán al mismo tiempo un acto de radical obediencia a Dios, ya que constituirán una respuesta a la realidad integral en nosotros y en nuestro entorno, percibida a partir de la perspectiva de Dios y vista, en cierto sentido, través de los ojos de Dios. Es lo que llama Pablo la obediencia de la fe y Juan la Comunión (koinonia) con el Padre. Esta obediencia no consiste en realizar un acto que no ha sido ordenado, sino en participar en el mismo querer. No se trata tanto de hacer lo que Dios quiere, sino de querer lo que Él quiere. Lo cual no puede realizarse más que con la ayuda de un encuentro personal en la comunión de la oración contemplativa.

Ojalá sea esta Eucaristía uno de esos momentos en los que liberados provisionalmente de tantas cosas que nos hacen esclavos de nosotros mismos, de los demás, de nuestras pasiones y ambiciones, podamos al menos adoptar una decisión que haga más conforme al plan de Dios sobre nosotros y sobre la humanidad toda el resto de nuestra vida.

A. Veilleux

Domingo V de Tiempo Ordinario

Una de las cosas que más se destacan en este resumen, de lo que era la vida diaria de Jesús, es que la oración era muy importante y muy frecuente en su vida. El proyecto de vida de Jesús se centraba en curar enfermos, compartir la comida con hambrientos y remediar las penalidades y sufrimientos de la gente. Pero, para realizar este proyecto, Jesús vio que necesitaba orar al Padre.

En los evangelios abundan los datos y detalles sobre este asunto (Mc 1, 35; 6, 46; 14, 32. 35. 39; Mt 14, 23; 19, 13; 26, 36. 42. 44; Lc 3, 21; 5, 16; 6, 12; 9, 18. 28. 29; 11, 1; 22, 41. 44. 45). Repasar estos textos ilumina nuestro conocimiento sobre la importancia de la oración en la vida cotidiana de Jesús.

Jesús vio que necesitaba orar al Padre. Lo necesitaba mucho, y con frecuencia. Para orar no se iba al templo, sino a sitios solitarios, al campo, al monte. Y así pasaba noches enteras en oración. La oración de Jesús es una lección ejemplar más profunda de lo que imaginamos. La oración es una de las pruebas más patentes de que Jesús era un «ser humano». Y, como todo ser humano, sentía la necesidad de ayuda y auxilio del Trascendente, el Padre del Cielo al que acudía con tanta frecuencia.

El secreto, la explicación y la clave de la humanidad de Jesús está en su espiritualidad. Es decir, Jesús fue tan profundamente humano por causa de la relación tan frecuente y profunda que tuvo con la fuente de toda humanidad. La condición humana, tal como de hecho existe —mezclada y fundida con lo inhumano y con la deshumanización—, no da de sí que un hombre, que fue «como uno de tantos» (Fil 2, 7), fuera tan plenamente humano que en él no cabía inhumanidad alguna. Por eso Jesús necesitó recurrir tanto al Padre. Y por eso lo necesitamos todos, si es que de verdad queremos ser profundamente humanos y sintonizar con todo lo verdaderamente humano. Hay formas de orar que entontecen y hay formas de orar que humanizan.

José María Castillo

Spe Salvi – Benedicto XVI

El concepto de esperanza basada en la fe
en el Nuevo Testamento y en la Iglesia primitiva

4. Antes de abordar la cuestión sobre si el encuentro con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, y que ha abierto su Corazón, es para nosotros no sólo « informativo », sino también « performativo », es decir, si puede transformar nuestra vida hasta hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa, volvamos de nuevo a la Iglesia primitiva. Es fácil darse cuenta de que la experiencia de la pequeña esclava africana Bakhita fue también la experiencia de muchas personas maltratadas y condenadas a la esclavitud en la época del cristianismo naciente. El cristianismo no traía un mensaje socio-revolucionario como el de Espartaco que, con luchas cruentas, fracasó. Jesús no era Espartaco, no era un combatiente por una liberación política como Barrabás o Bar-Kokebá. Lo que Jesús había traído, habiendo muerto Él mismo en la cruz, era algo totalmente diverso: el encuentro con el Señor de todos los señores, el encuentro con el Dios vivo y, así, el encuentro con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud, y que por ello transformaba desde dentro la vida y el mundo. La novedad de lo ocurrido aparece con máxima claridad en la Carta de san Pablo a Filemón. Se trata de una carta muy personal, que Pablo escribe en la cárcel, enviándola con el esclavo fugitivo, Onésimo, precisamente a su dueño, Filemón. Sí, Pablo devuelve el esclavo a su dueño, del que había huido, y no lo hace mandando, sino suplicando: « Te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión […]. Te lo envío como algo de mis entrañas […]. Quizás se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido » (Flm 10-16). Los hombres que, según su estado civil se relacionan entre sí como dueños y esclavos, en cuanto miembros de la única Iglesia se han convertido en hermanos y hermanas unos de otros: así se llamaban mutuamente los cristianos. Habían sido regenerados por el Bautismo, colmados del mismo Espíritu y recibían juntos, unos al lado de otros, el Cuerpo del Señor. Aunque las estructuras externas permanecieran igual, esto cambiaba la sociedad desde dentro. Cuando la Carta a los Hebreos dice que los cristianos son huéspedes y peregrinos en la tierra, añorando la patria futura (cf. Hb 11,13-16; Flp 3,20), no remite simplemente a una perspectiva futura, sino que se refiere a algo muy distinto: los cristianos reconocen que la sociedad actual no es su ideal; ellos pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación.

Lectio Divina – 4 de febrero

Lectio: Domingo, 4 Febrero, 2018

La curación de la suegra de Pedro y el anuncio del reino en Galilea
El encuentro con Jesús, Médico misericordioso
Marcos 1, 29-39

1. Oración inicial

Señor, no curan las heridas y males del alma una hierba ni un bálsamo, sino tu Palabra, que todo lo sostiene y crea, siempre nuevo cada día. Acércate a nosotros y extiende tu mano fuerte, para que asidos a ella, podamos dejarnos levantar, podamos resucitar y comenzar a ser tus discípulos, tus siervos. Jesús, Tú eres la Puerta de las ovejas, la puerta abierta en el cielo: a Ti nos acogemos, con todo lo que somos y llevamos en el corazón. Llévanos contigo, en el silencio, en el desierto florido de tu compañía y allí enséñanos a rezar, con tu voz, con tu palabra para que también nosotros lleguemos a ser anunciadores del Reino. Manda ahora sobre nosotros tu Espíritu con abundancia para que te escuchemos con todo el corazón y con toda el alma. Amén.

2. Lectura

a) Para colocar el pasaje en su contexto:

En continuidad con los vv. precedentes (21-28), el pasaje describe la conclusión de una jornada típica de Jesús. Aquí está en Cafarnaún, un día de Sábado, y, después de haber participado en la liturgia sinagogal, Jesús continúa la celebración de la fiesta en la casa de Pedro, en un clima familiar.
Con el ocaso del sol, terminado el descanso, Jesús continúa su ministerio, extendiéndolo a toda Galilea. El Evangelio nos presenta tres secuencias, que no es una crónica, para que yo sepa lo que ha hecho Jesús en Cafarnaún, sino que revelan el misterio grande de la salvación de Cristo, que trastorna mi vida. Puede ayudar el estar atentos al recorrido que Jesús hace: de la sinagoga a la casa, al desierto, hasta todas las aldeas de Galilea. Y también en el trascorrer de los tiempos que subraya el evangelista: al llegar la tarde, o sea al ocaso del sol y la mañana inmersa todavía en la obscuridad.

b) Para ayudar en la lectura del pasaje:

vv. 29-31: Jesús entra en la casa de Pedro y acoge la súplica de los discípulos, curando la suegra de Pedro, que yace en el lecho con fiebre.
vv. 32-34: Pasado el sábado, Jesús cura muchos enfermos y endemoniados, que le han traido.
vv. 35-39: Jesús se adelanta a la luz en la oración, retirándose a un lugar solitario, pero muchos lo siguen, hasta que consiguen encontrarlo. Él los lanza consigo, hacia un ministerio más amplio, que abraza toda la Galilea

c) El texto:

29-31:
Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre; y le hablan de ella. Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles. 

32-34: Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que se encontraban mal de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios.Y no dejaba hablar a los demonios, pues le conocían.
35-39: De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario y allí se puso a hacer oración. Simón y sus compañeros fueron en su busca; al encontrarle, le dicen: «Todos te buscan.» Él les dice: «Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también allí predique; pues para eso he salido.» Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios.

3. Momento de silencio orante

Entro en el silencio que Jesús me ha preparado con su obra de curación profunda, con su oración que disipa la noche. Dispongo mi ser, a buscar a Jesús, sin cansarme y a seguirlo, adonde Él me lleve.

4. Algunas preguntas

Que pueden ayudar a mis oídos espirituales a escuchar más profundamente y a los ojos de mi corazón a contemplar, hasta encontrar la mirada de Jesús.

a) Jesús deja la sinagoga para entrar en la casa de Pedro, que se convierte en el centro luminoso de su obra de salvación. Pruebo a seguir el recorrido de Jesús: El llega hasta el sitio más íntimo de la casa, a saber, la alcoba con el lecho. Reflexiono, buscando y mirando, el «camino» que está dentro de mí, casa de Dios. ¿Dejo a Jesús la posibilidad de recorrer este camino hasta el fondo, hasta el corazón? Observo y tomo nota de los gestos de Jesús: Entra rápido, se acerca, toma la mano, levanta. Son términos típicos de la resurrección. ¿No siento al Señor que me dice también a mí:»¡ Álzate, resucita, nace de nuevo!»? Noto la insistencia sobre la obscuridad: «ocaso del sol, todavía obscuro»¿Por qué? ¿Qué significa y qué otros términos puede añadir a estas expresiones? «Todos delante a la puerta de Jesús» Estoy también yo en medio de aquellos «todos«. Me resuena en el corazón aquella palabra de Jesús, que dice: «Llamad y se os abrirá». Pruebo a imaginarme la escena: alzo la mano y llamo a la puerta de Jesús. Él abre. ¿Qué le diré? ¿Y cómo me responderá Él? «Lo conocían». Me pregunto sobre mi relación con el Señor. ¿Lo conozco verdaderamente?¿O sólo he sentido hablar de Él, como afirma Job? Me miro dentro y pido a Jesús que me ayude en esta relación de descubrimiento, de acercamiento, de comunión y de compartir con Él. Trato de recordar los versículos que puedan ayudarme: «Hazme conocer, Señor, tus caminos», «Muéstrame tu rostro» Jesús ora en un lugar desierto. ¿Tengo miedo de entrar yo también en esta oración, que atraviesa la noche y precede a la luz? ¿Tengo miedo de los tiempos de silencio, de soledad, de compañía a solas con Él? Noto el tiempo imperfecto del verbo «oraba «, que indica una acción calmada, prolongada, profunda. ¿Tiendo, a veces, a huir, a no quererme parar? «Las huellas de Jesús» Es una bella expresión que me recuerda el manuscrito de Santa Teresa del Niño Jesús, donde ella dice que las huellas luminosas de Jesús se hayan diseminadas a lo largo de las páginas del evangelio. Reflexiono. ¿Me he comprometido alguna vez a seguir estas huellas, a veces bien marcadas, a veces casi imperceptibles? ¿Sé reconocerlo, a lo largo de los senderos del tiempo y de la historia de cada día, la mía y la de todos los hombres? ¿Hay una huella especial de Jesús, un impronta indeleble, que haya dejado en la tierra de mi corazón, de mi vida?

b) Hago una pausa sobre los últimos versículos y traigo a la luz los verbos de movimiento, de acción: «Vamos a otro lugar, para predicar, he venido, fue, predicando». Sé que yo también he sido llamado para caminar y hacerme anunciador del amor y de la salvación de Jesús. ¿Estoy dispuesto, con la gracia y la fuerza que viene de esta Palabra que he meditado, a tomar ahora un compromiso concreto, preciso, aunque sea pequeño, de anunciar y evangelizar? ¿Hacia donde iré? ¿Qué pasos decido dar?

5. Una clave de lectura

Puedo hacer algunos recorridos de profundidad, que me ayuden a entrar más aun en diálogo con el Señor, escuchando su Palabra.

  • El paso de la sinagoga a la Iglesia

La sinagoga es la madre, pero la Iglesia es la Esposa. Jesús, que es el Esposo, la revela y nos hace conocer la belleza y el esplendor, que ella nos irradia. Si probamos a seguirlo, en los evangelios, nos damos cuenta que Jesús nos conduce, en un camino de salvación, de la sinagoga a la Iglesia. Marcos, como también Lucas, insiste mucho sobre el nexo que Jesús instaura con la sinagoga, que llega a ser el lugar privilegiado y sagrado de su revelación, el lugar de sus enseñanzas. Leo, por ejemplo, Mc 1,21 y Mc 6,2, o también Lc 4, 16 y 6,6, y también Jn 6,59; durante la pasión, Jesús dirá delante de Pilato que Él siempre ha enseñado abiertamente, en la sinagoga y en templo (Jn 18,20). Pero es además el lugar de las curaciones, donde Jesús se revela como potente Médico, que cura y salva: por ejemplo, en Mc 1, 23 y 3,1: Esta doble acción de Jesús se convierte en el puente a través del cual se pasa a la nueva casa de Dios, casa de oración para todos los pueblos, o sea la Iglesia (Ef 5,25), porque Él es la cabeza (Ef 1, 22; 5,23), con su propia sangre la ha comprado (At 20,28) y no cesa de alimentarla y cuidarla (Ef 5, 29). Ella es el edificio espiritual constituido de piedras vivas, que somos nosotros, como dice San Pedro (1 Pt 2, 4s). La vida surge de nosotros, como agua de la roca, si nos abandonamos en el Señor (Ef 5,24) en un don recíproco de amor y confianza, si perseveramos en la oración insistente y por todos (At 12,5) y si participamos en la pasión del Señor por la humanidad (Col 1,24). La iglesia es la columna y el sostén de la verdad (1 Tim 3,15), es bello caminar en ella, unidos a Cristo el Señor.

  • La fiebre como signo del pecado

Como dice la misma etimología de la palabra griega, la fiebre es como un fuego que se enciende dentro de nosotros y nos consume de modo negativo, atacando nuestras energías interiores, espirituales, haciéndonos incapaces de cumplir el bien. En el salmo 31, por ejemplo, encontramos una expresión muy elocuente, que puede representar bien la acción de la fiebre del pecado en nosotros: » Tornóse mi vigor en sequedades de estío. Te confesé mi pecado..,» (Sal 31,4s). El único modo para ser curados, en efecto, es el ya visto en el evangelio, a saber, la confesión, el llevar delante del Señor nuestro mal.
El libro de la Sabiduría revela otro aspecto muy importante, allá donde dice que un fuego devorará a aquellos que rechazan conocer al Señor (Sab 16, 16).
También en el Deuteronomio la fiebre se señala como una consecuencia de la lejanía de Dios, de la dureza del corazón, que no quiere escuchar su voz y seguir sus caminos (cfr. Dt 28, 15.22; 32,24).

  • Jesús médico misericordioso

Este pasaje del Evangelio, como muchos otros, nos ha hecho encontrar con Jesús, que como verdadero médico y verdadera medicina, se acerca a nosotros para alcanzarnos en los puntos más heridos, más enfermos y traernos su curación, que es siempre salvación. Él es el samaritano, que a lo largo del camino de la vida, nos ve con certeza, con mirada aguda y amorosa y no pasa de largo, sino que se acerca, se inclina, venda las heridas y deja caer sobre ellas la buena medicina que lleva en su corazón. Son muchísimos los episodios en el Evangelio que narran las curaciones obradas por Jesús; puedo buscar algunas, aunque sea limitándome al Evangelio de Marcos: Mc 2,1-12; 3,1-6; 5,25-34; 6,54-56; 724-30; 7, 31-37; 8, 22-26; 10, 46-52: Puede ayudarme en un trabajo para profundizar y confrontar, para meter dentro de mí las características de Jesús, que cura y, así, recibir también yo, a través de la escucha profunda de su Palabra, la curación interior y de todo mi ser. Por ejemplo, hago una parada en los verbos, sobre los gestos específicos que Jesús cumple y que se repiten en muchas de estas narraciones y pongo todavía más a la luz las palabras que Él dice. Me doy cuenta que no son muchos los gestos de Jesús para curar, sino su palabra: «álzate y ve; vete en paz; ve, tu fe te ha salvado» Raramente hace Él gestos especiales que atraigan la atención y que asombren; encuentro estas expresiones: «lo tomó por la mano, llevándolo a parte; puso, impuso las manos». Resuena en estas narraciones, la palabra del salmo que dice: Envió su palabra y los curó (Sal 106, 20). Jesús es el Señor, Áquel que cura, como ya proclamó en el libro del Éxodo (Ex 15,26) y puede serlo porque Él mismo carga sobre si nuestra enfermedad, nuestros pecados: Él es un Médico herido, que nos cura con sus heridas (cfr 1 Pt 2, 24-25).

  • La tarde, las tinieblas transfiguradas por la luz de Cristo

El tema de la noche, de la obscuridad, de las tinieblas, atraviesa un poco toda la Escritura, desde los primeros versículos, cuando la luz aparece como la primera manifestación de la fuerza del amor de Dios, que crea y salva. A las tinieblas sigue la luz, a la noche el día y paralelamente la Biblia nos hace ver que también a la obscuridad interior que puede invadir al hombre, sigue la luz nueva de la salvación y del encuentro con Dios, del abrazo en aquella mirada suya luminosa que embelesa. «Por ti las tinieblas son como la luz», dice el salmo (138,12) y es verdad, porque el Señor es la misma luz: «El Señor es mi luz y mi salvación» (Sal 26,1). En el Evangelio de Juan, Jesús afirma de si mismo que es la luz del mundo (Jn 9,5), para indicarnos que quien Le sigue no camina entre tinieblas; de hecho, es Él quien, como Palabra de Dios, se convierte en lámpara para nuestros pasos en este mundo (Sal 118,105).
Las tinieblas son muchas veces asociadas con las sombras de la muerte, por decir que la obscuridad espiritual es igual a la muerte; puedo leer, por ejemplo, el salmo 87, 7; 106,10.14. El brazo fuerte del Señor no teme la obscuridad, sino que en ella Él nos apresa y nos hace salir, rompiendo las cadenas que nos oprimen. «Sea la luz» es una palabra eterna, que Dios no se cansa nunca de pronunciar y que alcanza a todo hombre, en toda situación.
«Quédate , Señor, con nosotros, porque se hace tarde» (Lc 24,9); es la oración de los dos de Emaús, pero puede ser la oración de todos; así como las palabras de la esposa en el Cántico resuenan también en nuestros labios: «¡Antes que se alarguen las sombras, regresa, o amado mío»! (T 2,17)
San Pablo nos ayuda a hacer un recorrido interior muy fuerte, que nos acerca a Cristo y nos salva del pecado. Así nos invita: «La noche está avanzada, el día esta cercano. Arrojemos pues las obras de las tinieblas y vistamos las armas de la luz» (Rm 13,12); «Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día; nosotros no somos de la noche, de las tinieblas (1 Tes 5,5ss.). Pero también de otras muchas maneras la Palabra nos invita a hacernos hijos de la luz, y a exponernos a los rayos del Sol divino, que es Jesús, el Oriente, para ser iluminados y transfigurados. Cuanto más nos apropiemos de la luz de Cristo, tanto más verdad será para nosotros la palabra del Apocalypsis: «No habrá para ellos noche, ni necesitarán de luz de lámpara, ni de luz, ni de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22,5).

6. Un momento de oración: Salmo 29

Canto de acción de gracias por la liberación de una gran prueba

Rit. En tus manos Señor encomiendo mi vida

Te ensalzo, Yahvé, porque me has levantado,
no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Yahvé, Dios mío, te pedí auxilio y me curaste.
Tú, Yahvé, sacaste mi vida del Seol,
me reanimaste cuando bajaba a la fosa. – Rit.

Cantad para Yahvé los que lo amáis,
recordad su santidad con alabanzas.
Un instante dura su ira,
su favor toda una vida;
por la tarde visita de lágrimas,
por la mañana gritos de júbilo.
Al sentirme seguro me decía:
«Jamás vacilaré».
Tu favor, Yahvé, me afianzaba
más firme que sólidas montañas;
pero luego escondías tu rostro
y quedaba todo conturbado. – Rit.

A ti alzo mi voz, Yahvé,
a mi Dios piedad imploro:
¿Qué ganas con mi sangre, con que baje a la fosa?
¿Puede el polvo alabarte, anunciar tu verdad?
¡Escucha, Yahvé, ten piedad de mí!
¡Sé tú, Yahvé, mi auxilio!
Has cambiado en danza mi lamento:
me has quitado el sayal, me has vestido de fiesta.
Por eso mi corazón te cantará sin parar;
Yahvé, Dios mío, te alabaré por siempre. – Rit.

7. Oración final

Señor, deseo alabarte, bendecirte y darte gracias con todo el corazón por esta tu Palabra, escrita para mí, hoy, pronunciada por tu Amor por mí, porque Tú me amas verdaderamente. Gracias, porque has venido, has bajado, has entrado en mi casa y me has alcanzado precisamente allí donde estaba enfermo, donde me quemaba una fiebre enemiga; has llegado allí donde yo estaba lejano y solo. Y me has abrazado. Me has cogido de la mano y me has levantado, devolviéndome la vida plena y verdadera que viene de Ti, la que se vive junto a Ti. Por ahora soy feliz, Señor mío.
Gracias porque has atravesado mi obscuridad, has vencido la noche con tu potente oración, solitaria, amorosa; has hecho resplandecer tu luz en mi, en mis ojos y ahora yo también veo de nuevo, estoy iluminado por dentro. También yo rezo contigo y también crezco gracias a esta oración que hemos hecho juntos.
Señor, gracias porque me lanzas hacia los otros, hacia mundos nuevos, fuera de las puertas de la casa. Yo no soy del mundo, lo sé, pero estoy y quedo dentro del mundo, para continuar amándolo y evangelizándolo. Señor, tu Palabra puede hacer el mundo más bello.
Gracias, Señor. Amén.

Encontrar un cura que reza

Cuando se rompe el hilo

Es bastante embarazoso el desahogo de Job. El mismo cura, aunque docto en materia bíblica, debía encontrarse incómodo, y se veía. Probablemente habría deseado presentar, en su totalidad, este atormentado libro de la Biblia con su inquietante protagonista. Pero el reloj, evidentemente, lo desaconsejaba. Imposible liquidar en cuatro palabras un texto complicado como éste.

El predicador ha admitido que se hace difícil meter la experiencia de Job en la experiencia común y en la mentalidad de un personaje concreto de nuestro tiempo. Pero ha aludido a tres temas particulares.

Primero. El jornalero y el esclavo, en la situación actual, asumen contornos muy distintos de los que pensaba Job. Con frecuencia somos nosotros quienes nos hacemos esclavos del trabajo, sin que nadie nos lo imponga. Y así la ganancia, la prisa, el hacer, se convierten en nuestros amos despiadados ante quienes no logramos o no queremos rebelarnos. Terminamos por emplear el tiempo en muchas cosas, menos en vivir.

Segundo. «Mis días corren más que la lanzadera». Ahora la imagen de la lanzadera sólo puede sugerir algo a los viejos. Pero se puede decir que el hombre moderno ha perdido el hilo conductor de su existencia. Nosotros llegamos a correr todavía más veloces que la fatídica lanzadera que hace girar vertiginosamente el huso, con el riesgo de perder el sentido, la dirección, e incluso, en el fondo, la esperanza. El hilo se ha roto y giramos en el vacío acumulando confusión e ilusiones en serie, con regulares desengaños.

Tercero. Y existen también esos o esas que, aunque la vida es breve, llegan a aburrirse. Y existen esos y esas que no saben qué hacer para matar el tiempo. Una señora perezosa, que había superado abundantemente los setenta años ocupándose preferentemente de gatos y de las hortensias de su jardín, confesaba suspirando: «Me doy cuenta de que los años pasan en un abrir y cerrar de ojos. Los días son los que no pasan nunca». Cuando la vida está llena de vacío, el peso se hace insoportable. Este es al menos el juicio expresado por nuestro párroco que había superado el obstáculo inicial.

La alegría de hacer algo para nada

Lo opuesto al jornalero que espera ansiosamente el salario está representado por el apóstol que predica el evangelio sin preocuparse del estipendio. Pablo (cuando habla por experiencia directa, por ejemplo en este caso, me encuentro de acuerdo con él, no se me ocurre soñar contestarlo, como me pasó el domingo anterior, cuando pretendía meter la nariz en asuntos del matrimonio y las consiguientes «distracciones») asegura que no necesita otras recompensas, otros premios (podemos añadir: títulos, reconocimientos, promociones, honores…).

El está más que satisfecho -hoy, empleando el lenguaje de mi hija teóloga, se diría «gratificado»-por la alegría impagable de anunciar el evangelio desinteresadamente, renunciando incluso a hacer valer el legítimo derecho a hacerse mantener por la comunidad.

Sé que alguna persona con sentido común podría preguntarse: «Pero, ¿de qué vivía san Pablo?». Podría responder tranquilamente: «¡Vivía de evangelio!». Podría añadir, por lo poco que sé: trabajaba con sus manos -y presumía de eso- para ganarse la libertad de distribuir los dones de Dios gratuitamente.

Estoy convencido de que la misión del cura tendría todas las de ganar si sobre ella jamás se alargara la sombra del dinero.

Sería hermoso imaginar apóstoles que, completamente tomados, me atrevería a decir devorados, por la causa del evangelio, no encontrasen tiempo para pensar en el dinero.

Desgraciadamente muchos no se dan cuenta de que, con frecuencia, cuando se consigue dinero o fuertes seguridades humanas, se pierde el evangelio. Cuando uno se preocupa de buscarse todo género de garantías, se reduce la posibilidad de pensar en la misión.

Pablo además precisa: «Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para ganar, sea como sea, a algunos». He ido a leer, detenidamente, el texto completo, pero no he encontrado: «Me he hecho poderoso con los poderosos, rico con los ricos, diplomático con los diplomáticos, intelectual con los hombres de cultura, experto de política con los políticos».

El hecho es que cuando se tiene familiaridad con el palacio o con los palacios, cuando se frecuentan personajes de éxito, los llamados grandes, los amos de las finanzas, los individuos famosos, la gente que cuenta (y, con frecuencia, en un plano moral, cuenta cero), lejos de ganarlos para la causa de Cristo, se termina inevitablemente por ser ganados por ellos.

Cuando se quiere permanecer, a toda costa, con peligrosos juegos de equilibrio, en la cresta de la ola, se corre el riesgo de ser tragados por las olas.

Cuando uno se preocupa de ser popular, de hacer hablar de sí, de mostrarse simpático y «abierto», es pagado (según sus deseos ni siquiera mal disimulados) con los aplausos y el éxito personal. Pero el mensaje evangélico, del que se dice ser portador, no da ni siquiera un paso, queda confiscado en la antesala.

«Siendo como soy plenamente libre, me he hecho esclavo de todos, para ganar a todos los que pueda». Lo malo es que alguno entiende mal el significado de la frase, y pone en venta su libertad al amo de turno, haciéndose siervo de pocos, a lo mejor consiguiendo de él miserables ventajas personales.

Y así la palabra «servicio» queda profanada. Servir a los pobres, los débiles, los enfermos, la gente de nada, lavando los pies como ha hecho Jesús, me parece que es incompatible con hacer la pelota al poderoso, al rico, al sabio.

El cura ausente porque tiene que rezar…

La curación de la suegra de Pedro, referida en el evangelio en el contexto de la «jornada de Cafarnaún», según lo que ha explicado el predicador, provocó, como era previsible, una salida impertinente del pérfido Santiago: «Yo, en el puesto de Pedro, no le habría perdonado fácilmente la cosa…», me ha susurrado, burlón, al oído.

Pero yo, por mi parte, me he detenido con calma a tejer algunas consideraciones sobre la escena de la escapada nocturna de Jesús a un «descampado» para dedicarse a la oración.

«El párroco está ausente… Está participando en una reunión… Ha ido a un convenio… Ha tenido que ir a un encuentro… Está de peregrinación… Está asistiendo a unas jornadas de estudio… ».

Me gustaría descubrir a un cura ausente por motivos graves de oración solitaria, por compromisos improrrogables de oración.

Jesús se retira a orar, pero se deja también encontrar, porque ha dejado unas huellas inequívocas (de hecho, los apóstoles «fueron, y al encontrarle…»). Huellas que llevan seguramente al lugar de la cita secreta con el Padre.

El cura que reza no es uno que huye (malo si la contemplación se convirtiese en una forma de evasión de las responsabilidades). Es uno, más bien, que se deja encontrar en el ejercicio de su quehacer más urgente, que es precisamente la oración.

«El párroco está ausente…». No hace falta saber más. Sé dónde encontrarle, sin necesidad de recurrir al teléfono (además, él le ha descolgado). Y posiblemente, antes de molestarlo, me entretengo un cuarto de hora, en silencio, junto a él. «Continúe, padre, porque sé que en este momento se ocupa ya de nuestras cosas…».

«Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido». Detalle significativo. Jesús, cuando ora, hace la programación pastoral, esboza las líneas de su acción misionera, cada vez más amplia.

Personalmente, me sentiría más tranquilo si descubriese que curas y obispos elaboran planes pastorales poniéndose a rezar y no a discutir.

No sé si me equivoco, pero me parece que la oración representa un momento insustituible de claridad, un modo seguro para levantar acta de la situación, de ver las cosas en la perspectiva justa, de asumir decisiones sensatas.

Suelto el trapo: no basta que los curas vengan a decirnos que tenemos que rezar más, que se está perdiendo el sentido de la oración. Tienen que demostrar ellos, los primeros, que están siempre muy ocupados en la oración.

A. Pronzato

¿Qué es lo que más nos preocupa?

Para conocer la opinión de los españoles respecto a la actualidad social, política, económica, etc., en un estudio realizado en noviembre de 2017, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) preguntaba: ¿Cuál es el problema que a Ud., personalmente, le afecta más? Y por mucha diferencia, los temas que salían eran el paro y la estabilidad en el empleo, la economía, la sanidad… Aunque se preste atención a otros problemas y situaciones de ámbito general, a la hora de la verdad lo que más nos importa y preocupa es lo que nos atañe más directamente: tener un trabajo, poder llegar a fin de mes, la cobertura sanitaria… porque es lo que afecta y repercute en nuestra vida cotidiana.

También hay otras preocupaciones que no son materiales sino existenciales: son las referentes al sentido de la propia vida, o a la falta de dicho sentido, como hemos escuchado en la 1ª lectura: Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga, me harto de dar vueltas hasta el alba… Estas preocupaciones no suelen aparecer en los estudios sociológicos pero también tienen una gran repercusión en cómo afrontamos nuestro día a día.

Hace dos domingos escuchábamos que Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia (Mc 1, 1415). Y el domingo pasado escuchamos que ante sus palabras se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad (22). El Evangelio de hoy continúa en ese punto y hemos visto que, tras la enseñanza de Jesús en la sinagoga, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Aunque la gente muestre su asombro ante las palabras de Jesús, lo que más les preocupa es lo que les afecta directamente, la enfermedad en sus diferentes manifestaciones, tanto físicas como psíquicas y espirituales. Aparte del sufrimiento personal que conlleva toda enfermedad, en aquel tiempo la enfermedad era considerada como un castigo por los pecados y acarreaba un estigma social a quien la padecía. Por eso la mayor preocupación era conseguir librarse de ella.

La necesidad, del tipo que sea, el sufrimiento, la falta de sentido de la vida… pueden ser (y de hecho son) caminos por los que las personas nos acerquemos a Jesús, y es lógico que así sea.

Pero no debemos pasar por alto lo que también hemos escuchado: que le llevaron todos los enfermos y poseídos, pero Él curó a muchos enfermos… Jesús no curó a todos porque el Reino de Dios no es algo que atañe solamente a la salud y al bienestar material. No debemos buscar en Él solamente un “sanador”, alguien que “mágicamente” solucione nuestros problemas, porque si ésa es nuestra única motivación, si no “cura” nuestros males nos sentiremos defraudados y le rechazaremos.

Jesús no es insensible ante el dolor ajeno; Él realizó algunas curaciones, sobre todo al comienzo de su predicación, como uno de los signos de su mesianidad, como expresión de la cercanía de Dios a los pecadores, a los rechazados por la sociedad, a los últimos. Eso es lo fundamental que Él quería transmitir, el contenido principal de su predicación y de su actuar: mostrar que el Reinado de Dios ha comenzado a hacerse presente. Y ésta debería ser nuestra motivación principal para acercarnos a Él y seguirle, y no sólo la satisfacción de las necesidades inmediatas, por dolorosas que éstas sean.

¿Qué es lo que más me preocupa personalmente? ¿Cuál ha sido o es mi motivación principal para acercarme a Jesús? ¿Me he sentido defraudado si no ha atendido mis peticiones?

Jesús nos anunció que el Reino de Dios ha comenzado, un Reino que va más allá de las necesidades materiales que lógicamente tenemos. Nosotros debemos continuar ese anuncio como Él, atendiendo esas necesidades materiales pero abriendo a las personas al Reino de Dios. Para ello, hemos de tener en cuenta estas palabras de Benedicto XVI en “Dios es amor”: la caridad cristiana es ante todo y simplemente la respuesta a una necesidad inmediata en una determinada situación: los hambrientos han de ser saciados, los desnudos vestidos, los enfermos atendidos (31a). Pero esto no significa que la acción caritativa deba, por decirlo así, dejar de lado a Dios y a Cristo. Siempre está en juego todo el hombre. Con frecuencia, la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios (31c). [En la Iglesia] late el dinamismo del amor suscitado por el Espíritu de Cristo. Este amor no brinda a los hombres sólo ayuda material, sino también sosiego y cuidado del alma, un ayuda con frecuencia más necesaria que el sustento material (28b).

La mano tendida de Jesús

La exégesis moderna ha tomado conciencia de que toda la actuación de Jesús está sostenida por la «gestualidad». No basta, por ello, analizar sus palabras. Es necesario estudiar además el hondo contenido de sus gestos.

Las manos son de gran importancia en el gesto humano. Pueden curar o herir, acariciar o golpear, acoger o rechazar. Las manos pueden reflejar el ser de la persona. De ahí que se estudie hoy con atención las manos de Jesús, en las que tanto insisten los evangelistas.

Jesús toca a los discípulos caídos por tierra para devolverles la confianza: «Levantaos, no temáis». Cuando Pedro comienza a hundirse, le tiende su mano, lo agarra y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por que has dudado?». Jesús es muchas veces mano que levanta, infunde fuerza y pone en pie a la persona.

Los evangelistas destacan sobre todo los gestos de Jesús con los enfermos. Son significativos los matices expresados por los diferentes verbos. A veces Jesús «agarra»al enfermo para arrancarlo del mal. Otras veces «impone» sus manos en un gesto de bendición que transmite su fuerza curadora. Con frecuencia extiende su mano para «tocar» a los leprosos en un gesto de cercanía, apoyo y compasión. Jesús es mano cercana que acoge a los impuros y los protege de la exclusión.

Desde estas claves hemos de leer también el relato de Cafarnaún. Jesús entra en la habitación de una mujer enferma, se acerca a ella, la coge de la mano y la levanta en un gesto de cercanía y de apoyo que le transmite nueva fuerza. Jesucristo es para los cristianos «la mano que Dios tiende» a todo ser humano necesitado de fuerza, apoyo, compañía y protección. Esa es la experiencia del creyente a lo largo de su vida, mientras camina hacia el Padre.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – 4 de febrero

Mensajeros de vida y salvación

      No es difícil poner en relación la primera lectura (Job) con el texto evangélico. Las frases de la primera lectura podrían haber sido dichas en un momento u otro de la vida por cualquiera de nosotros. Todos tenemos la experiencia de sentir que la vida no es más que lucha, esfuerzo, sufrimiento, angustia, cansancio. Y todo envuelto en la vorágine del tiempo que nos arrastra sin dejarnos apenas para pensar ni disfrutar. Basta que logremos superar un problema, una dificultad, para que otra aparezca en el horizonte. Echamos la mirada atrás y vemos el tiempo pasado. Siempre se ha ido demasiado rápidamente. Esperamos una dicha incierta que no sabemos si llegaremos a poseer. 

      Para una cierta parte de la humanidad, aquellos a los que les ha tocado la peor parte, ésta es su experiencia básica de la vida. Pero ni siquiera a los que les ha tocado la mejor parte están exentos de dolores y sufrimientos. Y al final la muerte iguala a todos. Sin piedad. Sin contemplaciones. 

      Desde esta experiencia, tan profundamente humana, el paso de Jesús es una especie de alivio infinito, de consolación, de gozo para el alma. No es de extrañar que los que tuvieron la oportunidad de encontrarse directamente con Jesús, o sencillamente de conocer su existencia, se acercasen a él con la esperanza de que les curase de sus dolencias. De todas sus dolencias. De las del cuerpo y de las del alma, que no se sabe cuáles duelen más. 

      Jesús cogió la mano de la suegra de Simón y la curó. Más tarde, quizá enterados de lo sucedido, fue una multitud de enfermos los que se agolparon a la puerta de la casa donde estaba hospedado Jesús. Todos esperaban ser curados. Todos vieron confirmadas sus esperanzas. Y el demonio del mal les abandonaba para siempre. La gente estaba desesperada pero por fin habían encontrado a alguien que los liberaba del mal. El mismo Jesús tiene conciencia de que esa liberación del mal es parte fundamental de su misión. Quiere llegar a todos. “Vámonos a otra parte, que para eso he venido”. 

      Hoy somos nosotros esa presencia salvadora de Dios en el mundo. Ha puesto en nuestras manos la misión de dar esperanza y vida a los hombres y mujeres de nuestro tiempo que viven agobiados por el dolor, la pobreza o la injusticia. Hoy los cristianos tenemos que decir con Pablo (segunda lectura): “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”

Para la reflexión

¿Me siento enviado por Jesús a liberar a mis hermanos del dolor y el sufrimiento de todo tipo? ¿Soy capaz de acercarme a los que sufren sin miedo? ¿Qué hago para ayudarles a salir de esas situaciones de muerte?

Fernando Torres, cmf