1. Cristianos maduros. La palabra de este domingo nos muestra a Jesús venciendo con su poder divino el mal que, como vemos en el caso de Job (1ª lect.) y en los numerosos enfermos que cura Cristo (evangelio), trata de dominar al hombre de múltiples maneras, físicas y espirituales. También Pablo siente la urgencia de proclamar la salvación de Dios para el hombre y exclama: ¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! (2° lect.).
Esta frase de Pablo hace eco a la de Jesús en el evangelio de hoy cuando contesta a sus discípulos, que le aseguran que todo el mundo lo busca: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido».
Pero hay en el evangelio de hoy un detalle que no puede pasarnos desapercibido. Al día siguiente de haber curado Jesús a la suegra del apóstol Pedro y a otros muchos enfermos que le trajeron al atardecer, el Señor «se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar». Es frecuente en los evangelios esta referencia a la oración de Jesús, que fue su diálogo constante con el Padre.
Tal es la actitud de una fe madura. Sobre ella reflexionaremos hoy, acentuando la necesidad de la madurez personal como soporte de esa fe, para dar el paso de una fe infantil a un cristianismo adulto.
Hablamos hoy de cristianos maduros no por moda o por emancipación del paternalismo clerical de antaño, sino por la convicción profunda de que la fe, para sobrevivir en un mundo secularizado, ha de caminar al mismo paso que la madurez y progresiva personalización del desarrollo humano. Por eso deben corresponderse maduración humana y madurez cristiana.
A las edades cronológicas de la vida: infancia, adolescencia, juventud, edad madura y ancianidad, corresponde una edad sicológica, que no permite el estancamiento ni la regresión. Esto debiera ser así, pero con frecuencia el desarrollo no es rectilíneo, sino con altibajos como efecto de las regresiones que dificultan la integración personal y la convivencia.
Una madurez total es un ideal difícil de alcanzar, pero esforzarse por darle alcance es un deber moral del hombre y de la mujer.
2. Tres sectores de una fe adulta. Al ir creciendo en estatura y años no bastan las formulaciones de una fe de primera comunión para responder a los problemas de un adulto. No se cambia el contenido de la fe, sino que se le da profundidad y se actualizan las motivaciones religiosas. Hay, entre otros, tres sectores de la fe que, en el paso de la infancia a la juventud y de ésta a la edad madura, deben experimentar un cambio ascendente:
1) La imagen de Dios.
2) La formación de la conciencia moral.
3) La actitud ante la Iglesia.
En primer lugar, respecto de la imagen de Dios, lo imaginativo ha de ir quedando superado por un Dios que desborda todo concepto y representación, aunque permanezca el deseo de visualizar a Dios, como en los Salmos y en los poemas de los místicos. Lo imaginativo ha de quedar superado por la persona de Jesús tal como aparece en los evangelios, pues él es la imagen de Dios en carne humana y la prueba suprema del amor de Dios al hombre.
La fe madura en Jesús de Nazaret, Hijo de Dios, no queda sólo en el portal de Belén, es decir en el misterio de su encarnación, sino que comprende también su misterio pascual de muerte y resurrección, pasando por su fuerte personalidad de liberador del hombre.
En segundo lugar, formar a los niños y jóvenes para la madurez de conciencia, es deber sagrado de los padres, educadores, y catequistas. Para el niño, en torno a los diez años, la conciencia debe empezar a ser «responsabilidad» personal que comprende y hace suyo lo preceptuado, por amor a Dios Padre, y no por mera obligación. Y para el cristiano maduro la conciencia debe ser también respuesta de amor a una llamada personal que Dios nos hace en la ley y en la situación concreta.
Finalmente, respecto de la Iglesia, la actitud madura es sentirse miembro responsable de la misma. Ni identificación infantil ni crítica destructiva, sino adhesión personal a la misión de la misma, viviendo bajo el signo del Espíritu con los demás y para los otros, para la difusión de la justicia, de la paz y del amor evangélico. Para esto hay que tomar conciencia de dos puntos.
1) Vocación del cristiano en la Iglesia de Dios.
2) Es necesario soportar los defectos ajenos lo mismo que los propios, porque son fruto de las limitaciones humanas de una Iglesia compuesta de hombres y mujeres, una comunidad que es santa y pecadora simultáneamente. El tesoro de la fe «lo llevamos en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Cor 4,7).
3. Base humana para una fe madura. Para esta madurez cristiana es de importancia decisiva el aspecto antropológico, el substrato humano. Sigue siendo verdad el antiguo aforismo teológico: La gracia de Dios presupone la naturaleza del hombre, y no la destruye sino que la perfecciona. Por eso, la madurez de la fe requiere la madurez humana, lo mismo que un edificio de diez plantas requiere más cimiento que una casita de campo.
En la vida encontramos pocos cristianos auténticamente adultos; pero la verdad es que tampoco existen muchos hombres y mujeres maduros, con personalidad armónica, seguros de sí mismos y equilibrados.
Vivimos en una civilización masiva que no favorece sino que aliena la persona, debido al consumismo, la propaganda del tener sobre el ser, la televisión que infantiliza, la manipulación ideológica, etc.
Una civilización donde la neurosis y la despersonalización de las relaciones, el vértigo y la prisa, la hipertrofia de los sentidos y de la corporalidad, retardan la maduración del individuo, creando regresiones sicológicas y fomentando fijaciones conflictivas. Hemos de reaccionar, motivándonos para crecer con la ayuda de Dios como personas y creyentes.
B. Caballero