II Vísperas – Domingo VI de Tiempo Ordinario

II VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: ¿DONDE ESTÁ MUERTE, TU VICTORIA?

¿Dónde está muerte, tu victoria?
¿Dónde está muerte, tu aguijón?
Todo es destello de su gloria,
clara luz, resurrección.

Fiesta es la lucha terminada,
vida es la muerte del Señor,
día la noche engalanada,
gloria eterna de su amor.

Fuente perenne de la vida,
luz siempre viva de su don,
Cristo es ya vida siempre unida
a toda vida en aflicción.

Cuando la noche se avecina,
noche del hombre y su ilusión,
Cristo es ya luz que lo ilumina,
Sol de su vida y corazón.

Demos al Padre la alabanza,
por Jesucristo, Hijo y señor,
denos su espíritu esperanza
viva y eterna de su amor. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Cristo es sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Cristo es sacerdote eterno según el rito de Melquisedec. Aleluya.

Ant 2. Nuestro Dios está en el cielo, y lo que quiere lo hace. Aleluya.

Salmo 113 B – HIMNO AL DIOS VERDADERO.

No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria;
por tu bondad, por tu lealtad.
¿Por qué han de decir las naciones:
«Dónde está su Dios»?

Nuestro Dios está en el cielo,
lo que quiere lo hace.
Sus ídolos, en cambio, son plata y oro,
hechura de manos humanas:

tienen boca, y no hablan;
tienen ojos, y no ven;
tienen orejas, y no oyen;
tienen nariz, y no huelen;

tienen manos, y no tocan;
tienen pies, y no andan;
no tiene voz su garganta:
que sean igual los que los hacen,
cuantos confían en ellos.

Israel confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.
La casa de Aarón confía en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.
Los fieles del Señor confían en el Señor:
él es su auxilio y su escudo.

Que el Señor se acuerde de nosotros y nos bendiga,
bendiga a la casa de Israel,
bendiga a la casa de Aarón;
bendiga a los fieles del Señor,
pequeños y grandes.

Que el Señor os acreciente,
a vosotros y a vuestros hijos;
benditos seáis del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
El cielo pertenece al Señor,
la tierra se la ha dado a los hombres.

Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
Nosotros, sí, bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Nuestro Dios está en el cielo, y lo que quiere lo hace. Aleluya.

Ant 3. Alabad al Señor sus siervos todos, pequeños y grandes. Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Alabad al Señor sus siervos todos, pequeños y grandes. Aleluya.

LECTURA BREVE   2Ts 2, 13-14

Nosotros debemos dar continuamente gracias a Dios por vosotros, hermanos, a quienes tanto ama el Señor. Dios os eligió desde toda la eternidad para daros la salud por la santificación que obra el Espíritu y por la fe en la verdad. Con tal fin os convocó por medio del mensaje de la salud, anunciado por nosotros, para daros la posesión de la gloria de nuestro Señor Jesucristo.

RESPONSORIO BREVE

V. Nuestro Señor es grande y poderoso.
R. Nuestro Señor es grande y poderoso.

V. Su sabiduría no tiene medida.
R. Nuestro Señor es grande y poderoso.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Nuestro Señor es grande y poderoso.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El leproso curado proclamaba ante todo el mundo las maravillas del Señor.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El leproso curado proclamaba ante todo el mundo las maravillas del Señor.

PRECES

Demos gloria y honor a Cristo, que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive para interceder en su favor, y digámosle con plena confianza:

Acuérdate, Señor, de tu pueblo.

Señor Jesús, sol de justicia que iluminas nuestras vidas, al llegar al umbral de la noche te pedimos por todos los hombres,
que todos lleguen a gozar eternamente de tu luz.

Guarda, Señor, la alianza sellada con tu sangre
y santifica a tu iglesia para que sea siempre inmaculada y santa.

Acuérdate de esta comunidad aquí reunida,
que tú elegiste como morada de tu gloria.

Que los que están en camino tengan un viaje feliz
y regresen a sus hogares con salud y alegría.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Acoge, Señor, a tus hijos difuntos
y concédeles tu perdón y la vida eterna.

Terminemos nuestras preces con la oración que Cristo nos enseñó:

Padre nuestro…

ORACION

Oh Dios, has prometido permanecer con los rectos y sinceros de corazón; concédenos vivir de tal manera que merezcamos tenerte siempre con nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Señor, si quieres puedes limpiarme

Hoy estamos ante una escena conmovedora: un hombre lleno de enfermedad y Jesús sensible ante cualquier mal. Hoy tú y yo podemos entrar en la visión y en la presencia de una escena que nos puede llevar a pensar sobre nuestra situación personal. Nos la narra el Evangelio de Marcos, en el capítulo 1, versículo 40 al 45. Vamos a escucharlo:

Vino hacia Él un leproso que de rodillas le suplicaba: “Si quieres, puedes limpiarme”. Compadecido de él, extendió su mano, lo tocó y le dijo: “Quiero, queda limpio”. Y al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. En seguida lo despidió y conminándole le dice: “Mira, no digas nada a nadie, sino ve, muéstrate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés para que les sirva de testimonio”. Pero él, en cuanto se fue, comenzó a pregonar a voces la noticia, de manera que ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, y acudían a Él de todas partes.

Bien, vamos a estar presente a este acontecimiento, a este momento tan sensible, tan cuidado y tan misericordioso de Dios: Jesús, que cura a este hombre y cura esta enfermedad terrible. Le vemos cómo iría por cualquier pueblo de Galilea y le vemos cómo le salió al encuentro un hombre que tenía una enfermedad contagiosa, y tan contagiosa que según el estilo y como eran las costumbres judías, no se podía acercar a nadie. Al contrario, desde lejos tenía que gritar cuando se acercaba: “¡Impuro! ¡Impuro!”. Y sabe que Jesús pasa por allí. Ha oído decir que cura todas las enfermedades; y él, este hombre leproso, con todas sus lacras de la enfermedad, con sus heridas, con todo, se acerca a Él, sabiendo que podía contagiarle y podía pasárselo a los demás. Pero tiene necesidad de que le curen, tanta necesidad, tanta…, que empieza a gritar: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí! ¡Señor, si quieres puedes limpiarme!”. No puede más con su desgracia, no puede más e invoca ahí la bondad de Jesús —“si quieres…”—, y su poder —“…puedes limpiarme”—.

Ahí tú y yo entramos ya en la escena y estamos allí presentes viendo la situación de este hombre. Nos recuerda mucho aquella película que hemos visto desde pequeños y que ha sido muy famosa: la película del Padre Damián, este hombre heroico que se contagió en la leprosería de Molokai, y se contagió por usar las herramientas que los leprosos tenían en la carpintería. Y murió de esta enfermedad. Aún lo recordamos. Y ahí vemos también lo que era la lepra y cómo se contagia. Pero sin distraernos, nos ponemos rápidamente en la situación con los dos personajes del encuentro: el leproso y Jesús, la enfermedad y la salud. Jesús se conmueve, no retrocede, no intenta no hacerle caso, lo siente hasta el máximo y escucha los lamentos de este pobre hombre, escucha la súplica de una persona tan necesitada. Y ¿qué hace? Lo observamos: le toca sin preocuparse de más y con sus gestos lo limpia y lo purifica. “Quiero. Queda limpio”.

También Jesús ahora se dirige a ti y a mí, y nos mira. Y nos ve tocados también de lepra, de tanta lepra como podemos tener en nuestro camino. Tanta lepra… ¡se nos pega todo! Estamos en un mundo en el que el barro se nos pega. Y se nos pegan todos los males: el orgullo, la soberbia, la indiferencia, la esclavitud a todo, la lepra de todo lo que contagia. Y ¿cómo tenemos que actuar, querido amigo? Como hace este pobre hombre: necesitando que Jesús nos cure; actuando la fe y actuando la necesidad de ser curados. Hoy le tenemos que pedir al Señor mucha fe, y tenemos que acercarnos a Él con nuestras lepras, con nuestras lacras, y decirle: “Señor, si quieres puedes curarme”. El leproso no le dice “cúrame”, sino “Señor, si quieres…”, con toda humildad, con toda pobreza. Y se lo dice suplicándole. Y de rodillas. Yo también tengo que hacer así, suplicarle al Señor con necesidad y humildad: “Señor, cura mi miseria. Señor, libérame de mis esclavitudes. Señor, hazme sensible también para ti. Cúrame de las veces que me encuentro leproso, tullido”. Y tengo que ponerme de rodillas, ahí, humilde, con toda mi fe: “Si quieres puedes limpiarme”.

De cuántas lepras nos tiene que curar el Señor… Es el momento de, junto a Él, preguntarle: “¿Qué es lo que tengo, Señor? Cúrame. ¿Qué es lo que ves en mí? Cúrame. ¿Qué es lo que está mal, hace daño, está infectado? ¿Qué defectos, qué contradicciones tengo? Señor, si quieres puedes limpiarme”. Y si tengo esa fe y esa humildad, oiré: “Quiero. Queda limpio”. Y nos pasará como a este hombre, que dice el texto que se vio curado tan pronto tan pronto como cuando Jesús le tocó y se le quitó la lepra rápido. Cuando Jesús tiene lástima de mi vida, cuando extiende su mano, cuando me toca todas esas impurezas, todas esas lepras, oigo y siento y experimento: “Quiero. Queda limpio”. Entonces todo desaparece. “Inmediatamente, —dice el texto—, quedó limpio este hombre”.

Pero añade: este hombre no se contentó, Jesús le mandó que cumpliese la Ley, que decía que cuando un hombre se cura de la lepra se tiene que presentar ante el Sanedrín. Pero él lo publicó y divulgó “con grandes ponderaciones”, dice el texto. Y yo me tengo que curar para publicar, para decir que Tú has sido mi salud, que Tú me has salvado, que Tú me has querido tanto…, que Tú has sido mi vida. Pero antes tengo que sentir tu mano, tengo que sentir tu tacto, tengo que reconocerte a ti. Sí, Señor, hoy en esta escena en que veo, escucho, oigo los lamentos de este hombre y me identifico con él, en todas sus actitudes hoy, y veo a Jesús cómo le cura y cómo le ayuda, hoy tengo que pedirte muchas cosas, Señor; y no puedo pasar sin pedírtelas, pero te seguiré gritando y suplicando —la súplica es gritar, es quejarse, es gritar porque tienes una necesidad que no puedes más, y una y otra vez—: “Si quieres puedes limpiarme”. Ésta es la frase que grabaré hoy en mi corazón en este encuentro: “Si quieres puedes limpiarme”. Porque ¿sabes? En el paso por este mundo, en el paso en mi trabajo, en mi actividad, en mis conversaciones, en todo…, todo se me pega. Y todo se me pega al corazón. Y se me pega el barro de las cosas, se me pega todo lo humano, todo lo negativo. Y esto es peor que la lepra. Y yo quiero que me limpies, quiero tener un corazón limpio. Limpio para que tenga vida. Pero no tengo fuerza, te necesito Señor. “Señor, si quieres puedes limpiarme”. En este ratito de encuentro contigo, Señor, quiero estar ahí, y sentir que me tocas, verme mal, y suplicarte, y sentirme curado…

Entra, y estate un ratito dejándote tocar y curar por el Señor, y pídele que sientas y que cure todas tus lepras. Que nos cure para que veamos su amor y lo podamos publicar y así, purificados, podamos decir: “¡Sí, el Señor me ha curado, el Señor guía mi vida, el Señor ha sido mi refugio, el Señor ha sido mi liberación!”. Y con gozo y con alegría podré aclamarlo y podré decir: “¡Ha sido el Señor! Soy feliz porque ha sido el Señor”. Antes de terminar este encuentro, entremos ahí y estemos un rato largo con el Señor y en silencio. Sintámonos queridos, amados, en toda nuestra miseria. Pero antes pídele saber reconocer tus lepras, mis lepras. Que sepamos también reconocerle en todo, porque Él es el que rehace nuestros desconciertos, cubre nuestras maldades, cura nuestros fallos y nos perdona… Sí, así es el Señor, así es. “Señor, si quieres puedes limpiarme”. “Quiero, queda limpio”. Gracias, Señor.

Francisca Sierra Gómez

 

Domingo VI de Tiempo Ordinario

Tanto la primera como la tercera lectura de la Liturgia de este domingo nos hablan de algo que provocaba un auténtico terror en el mundo de la antigüedad: la lepra..La expresión “Lepra” era una palabra genérica que abarcaba una gran variedad de enfermedades, especialmente enfermedades de la piel, y muy en especial enfermedades contagiosas e incurables. Como reacción a ese horror que sentían los hombres en si mismos, alejaban, separaban del pueblo a las victimas de estas formas diversas de enfermedad, no pocas veces por medio de leyes religiosas. Con lo que no sólo se protegían del contagio físico, sino que desde un punto de vista sicológico se libraban de mirarse a si mismos.

Una de las grandes novelas de nuestro siglo – novela por la que se otorgó a su autor un premio Nobel – es La Peste de Albert Camus, novela publicada poco después de la segunda guerra mundial (1947). Esta novela narra la historia de una ciudad de Argelia, en la que la población se ha visto de pronto golpeada por una epidemia de peste bubónica, peste que en diferentes épocas de la historia, antes del descubrimiento de la vacuna diezmaba grupos enteros de la población de nuestro globo. La ciudad queda puesta en cuarentena, y todo el libro es la descripción de un determinado número de personajes, una vez que se ven confrontados con ese mal físico imprevisto..Juzgo yo que quien desee reflexionar en serio sobre ese contagio moderno que es, por ejemplo, el SIDA debiera leer esta novela.

Camus no es cristiano aun cuando haya escrito en su juventud una tesis doctrinal sobre San Agustín. Pero tampoco es un ateo. Se considera pos-cristiano. Y porque con toda honestidad pone en cuestión la cristiandad cual la ha conocido él en su reacción al mal, descubre de nuevo y transmite verdades que no pocas veces son de hecho profundamente cristianas.

Este libro es un mito moderno referido al destino del hombre, y a lo que el poeta inglés Hopkins llamaba “la danza de la muerte en nuestra sangre”.Para Camus esta “danza de la muerte”, esta propensión larvada a la pestilencia, es algo qe supera la mera mortalidad, es la negación deliberada de la vida…el instinto humano de dominar y de destruir, de buscar la propia felicidad destruyendo para ello la felicidad de los demás, de establecer la propia seguridad sobre el poder y, por extensión, de justificar el uso perverso de ese poder con términos como historia”, “bien común” o “seguridad nacional”, o, lo que es aún peor, como “justicia de Dios”.

En la novela nos encontramos con dos personajes centrales: un sacerdote y un médico. El médico – el doctor Rieux – es el primero que descubre los signos de la peste, y necesita tiempo para convencer a los demás de lo que es evidente. A lo largo de todos los años que dura la pete en la ciudad, se entrega totalmente, cuidando a los enfermos, organizando servicios de salud, enterrando a los muertos, descubriendo una vacuna que acaba con la epidemia. Todo ello no es considerado ni por él ni por Camus como algo heroico o virtuoso. Se trata simplemente de algo que era preciso hacer en la situación. No alabamos a un profesor porque enseñe, dice él, que dos y dos son cuatro. Si se halla alguien en necesidad y podéis hacer algo por él, es preciso que lo hagáis, sin más. Nada de especial hay en todo ello, incluso si arriesgáis vuestra vida, o incluso si por ello habéis de morir. A fin de cuentas, dice Camus, siempre llega un momento en la vida en el que quienes dicen que dos y dos son cuatro son condenados a muerte.

Es interesante la historia del sacerdote. En un principio, tiene respuesta para todo. La ciudad ha sido golpeada por la peste porque es simplemente lo que merece el pueblo. Dios está decepcionado del mundo moderno en general y muy en especial de ellos. Pero la misericordia de Dios quiere dar a la ciudad una ulterior posibilidad. La peste indica el camino que conduce a una ulterior salvación. Este sacerdote puede ver a Dios en acción, en cuanto que sin falta transforma el mal en bien. Al razonar de esta manera está “justificando” la peste y trata de conseguir que el pueblo llegue a amar su sufrimiento. A lo que el bueno del doctor, que no es en manera alguna un Católico practicante, responde como hombre práctico y con una buena dosis de compasión cristiana:” Los Cristianos se expresan a veces de esta manera, sin que sea ello lo que en verdad piensan”. A lo que añade este cumplido devastador: “No obstante son mejores de lo que puedan parecer” A lo que añade asimismo que el bueno del sacerdote habla en estos términos porque no ha leído más que sus libros de teología. “De ahí, añade él, que pueda hablar con tanta seguridad de la verdad con una “V” mayúscula. Cualquier sacerdote de aldea…que ha oído a un hombre respirar ahogándose en su lecho de muerte piensa como yo, dice el bueno del doctor… Trata de aliviar el sufrimiento humano, antes de proclamar su excelencia” (Estoy citando de memoria…)

De hecho, el sacerdote, tras de haber visto morir a un niño en medio de atroces sufrimientos, llegará – por fin – también él a tener un poco de compasión.

Si volvemos ahora de manera rápida a nuestro Evangelio no creo que precise un largo comentario. Es evidente que la actitud del sacerdote, al comienzo de la novela, con todas sus explicaciones referentes al pecado y el castigo divino, era la actitud de los Escribas y Fariseos y, en general, de la religión oficial de Israel. La actitud del doctor de esta novela es la de Cristo que jamás – a lo largo de todo el Evangelio – da una explicación de la lepra o de otra enfermedad cualquiera. Simplemente toca al leproso con su mano y lo cura.

Y juzgo yo que la pregunta a la que cada uno de nosotros ha de responder en su corazón es la siguiente: ¿De qué lado me encuentro yo?

A. Veilleux

Domingo VI de Tiempo Ordinario

Después de la curación del leproso, Jesús le prohibió que lo dijera. En el evangelio de Marcos especialmente se repite esta prohibición (1, 44; 7, 36; 9, 9, etc.). Parece que Jesús no quería que se divulgaran los prodigios que hacía. ¿Por qué Jesús quería guardar en secreto que él era el Mesías? Lo único cierto es que a Jesús acudían los que sufrían, los enfermos, los que pasaban hambre, los que se sentían agobiados. Por lo demás, la prohibición de divulgar las curaciones era algo imposible. ¿Cómo podían ocultar los ciegos y los lisiados, en pequeñas aldeas, que de repente eran vistos con plena salud? ¿Qué razón de ser tiene el llamado «secreto mesiánico» que Jesús se empeñaba en mantener?

También es cierto que a los dirigentes religiosos y observantes piadosos les molestaba y les irritaba que Jesús ayudara a la gente y que hiciera eso en contra de lo que mandaba la religión, por ejemplo curar en sábado o comer con pecadores. Por eso, de Jesús dijeron que estaba endemoniado (Mc 3, 22), que violaba las leyes religiosas y había que matarlo (Mc 3, 6; Jn 5, 16; 9, 16), que era un blasfemo (Mc 2, 7; 14, 64), un impostor (Mt 27, 63), un subversivo (Lc 23, 2) y hasta un peligro para la estabilidad del Templo y del país (Jn 11, 48).

Jesús no quiso fama. Ni tampoco quiso aparecer como un agitador populista o nacionalista (Lc 4, 14-30). Ni que lo tomaran por rey (Jn 6, 15). Ni cedió a la tentación del poder (Mt 4, 1-10). Y menos aún toleró el deseo de prepotencia de los que mandan; porque vino a ser el «sirviente» de todos (Mc 10, 45). Si Jesús pensaba así, se comprende por qué no quería propagandistas del bien que hacía. Sobre todo, si tenemos en cuenta que el título de Mesías era el título más estimado por la religión. Pero Jesús no quiso ser un personaje «religioso», sino un «ser humano», profundamente humano, ni más ni menos.

José María Castillo

Spe Salvi – Benedicto XVI

11. Sea lo que fuere lo que san Ambrosio quiso decir exactamente con estas palabras, es cierto que la eliminación de la muerte, como también su aplazamiento casi ilimitado, pondría a la tierra y a la humanidad en una condición imposible y no comportaría beneficio alguno para el individuo mismo. Obviamente, hay una contradicción en nuestra actitud, que hace referencia a un contraste interior de nuestra propia existencia. Por un lado, no queremos morir; los que nos aman, sobre todo, no quieren que muramos. Por otro lado, sin embargo, tampoco deseamos seguir existiendo ilimitadamente, y tampoco la tierra ha sido creada con esta perspectiva. Entonces, ¿qué es realmente lo que queremos? Esta paradoja de nuestra propia actitud suscita una pregunta más profunda: ¿qué es realmente la « vida »? Y ¿qué significa verdaderamente « eternidad »? Hay momentos en que de repente percibimos algo: sí, esto sería precisamente la verdadera « vida », así debería ser. En contraste con ello, lo que cotidianamente llamamos « vida », en verdad no lo es. Agustín, en su extensa carta sobre la oración dirigida a Proba, una viuda romana acomodada y madre de tres cónsules, escribió una vez: En el fondo queremos sólo una cosa, la « vida bienaventurada », la vida que simplemente es vida, simplemente « felicidad ». A fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos hacia nada más, se trata sólo de esto. Pero después Agustín dice también: pensándolo bien, no sabemos en absoluto lo que deseamos, lo que quisiéramos concretamente. Desconocemos del todo esta realidad; incluso en aquellos momentos en que nos parece tocarla con la mano no la alcanzamos realmente. « No sabemos pedir lo que nos conviene », reconoce con una expresión de san Pablo (Rm 8,26). Lo único que sabemos es que no es esto. Sin embargo, en este no-saber sabemos que esta realidad tiene que existir. « Así, pues, hay en nosotros, por decirlo de alguna manera, una sabia ignorancia (docta ignorantia) », escribe. No sabemos lo que queremos realmente; no conocemos esta « verdadera vida » y, sin embargo, sabemos que debe existir un algo que no conocemos y hacia el cual nos sentimos impulsados[8].


[8] Cf. Ep. 130 Ad Probam 14, 25-15, 28: CSEL 44, 68-73.

Lectio Divina – 11 de febrero

Lectio: Domingo, 11 Febrero, 2018

Jesús cura un leprosoInsertar de nuevo a los excluidos en la convivencia humana
Marcos, 1,40-45

1. Oración inicial

Señor Jesús, envía tu Espíritu, para que Él nos ayude a leer la Biblia en el mismo modo con el cual Tú la has leído a los discípulos en el camino de Emaús. Con la luz de la Palabra, escrita en la Biblia, Tú les ayudaste a descubrir la presencia de Dios en los acontecimientos dolorosos de tu condena y muerte. Así, la cruz, que parecía ser el final de toda esperanza, apareció para ellos como fuente de vida y resurrección.
Crea en nosotros el silencio para escuchar tu voz en la Creación y en la Escritura, en los acontecimientos y en las personas, sobre todo en los pobres y en los que sufren. Tu palabra nos oriente a fin de que también nosotros, como los discípulos de Emaús, podamos experimentar la fuerza de tu resurrección y testimoniar a los otros que Tú estás vivo en medio de nosotros como fuente de fraternidad, de justicia y de paz. Te lo pedimos a Ti, Jesús, Hijo de María, que nos has revelado al Padre y enviado tu Espíritu. Amén.

2. Lectura

a) Clave de lectura:

El evangelio de este sexto domingo del Tiempo Ordinario nos muestra cómo Jesús acoge a un leproso. En aquel tiempo, los leprosos eran las personas más excluidas de la sociedad, evitadas por todos. No podían participar en ninguna cosa. Porque antiguamente, la falta de medicinas eficaces, el miedo al contagio y la necesidad de defender la vida de la comunidad, obligaba a las personas a aislarse y a excluir a los leprosos. Además, entre el pueblo de Dios, donde la defensa del don de la vida era uno de los deberes más sagrados, se llegó a pensar que fuese una obligación divina la exclusión del leproso, porque era el único modo de defender a la comunidad contra el contagio de la muerte. Por esto, en Israel, el leproso se sentía impuro y excluido no sólo de la sociedad, sino hasta de Dios (cfr. Lev 14,1-32). De todos modos, poco a poco, en la medida en que se descubría mejores remedios y sobre todo gracias a la experiencia profunda comunicada por Jesús respecto a Dios nuestro Padre, los leprosos comenzaron a ser acogidos y reintegrados, en nombre del mismo Dios, como hermanos en la convivencia humana.
A pesar de dos mil años de cristianismo, la exclusión y la marginación de ciertas categorías de personas continúan hasta hoy, tanto en la sociedad como en la Iglesia. Por ejemplo, los enfermos de sida, los emigrantes, los homosexuales, los divorciados, etc. ¿Cuáles son hoy, en tu país, las categorías de personas excluidas y evitadas en la sociedad y en la Iglesia? Con estas preguntas en la mente nos disponemos a leer y meditar el evangelio de este domingo.

b) Una división del texto para ayudarnos en su lectura:

Marcos 1,40: La situación de abandono y de exclusión de un leproso
Marcos, 1,41- 42: Jesús acoge y cura a un leproso
Marcos 1, 43- 44: Insertar de nuevo a los excluidos en la convivencia humana
Marcos 1, 45: El leproso proclama el bien recibido por Jesús, y Jesús se convierte en un excluido

c) Texto:

Marcos, 1,40-4540 Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme.» 41 Enternecido, extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio.» 42 Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. 43 Le despidió al instante prohibiéndole severamente: 44 «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio.» 45 Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía Jesús presentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes.

3. Un momento de silencio orante

para que la Palabra de Dios pueda entrar en nosotros e iluminar nuestra vida.

4. Algunas preguntas

para ayudarnos en la meditación y en la oración.

a) ¿Qué punto de este texto te ha gustado más y cuál te ha llamado más la atención?¿Por qué?
b) ¿Cómo se expresa en este texto la marginación de los leprosos?
c) ¿Cómo Jesús acoge, cura y reintegra al leproso? Intentemos observar bien todos los detalles.
d) ¿Cómo imitar hoy la conducta de Jesús con los excluidos?

5. Para aquellos que desean profundizar más en el tema

a) Contexto de entonces y de hoy:

Tanto en los años 70, época en la que escribe Marcos, como hoy, época en la que vivimos nosotros, era y continúa siendo muy importante tener criterios o modelos para saber cómo vivir y anunciar la Buena Nueva de Dios y cómo realizar nuestra misión de cristiano. En los versículos del 16 al 45 del primer capítulo, al reunir otros episodios, Marcos describe cómo Jesús anunciaba la Buena Nueva. Cada episodio constituye un criterio para la comunidad de su tiempo, de modo que ésta pudiese examinar su misión. El texto de este domingo concreta el octavo criterio: “reinsertar a los excluidos”. He aquí el cuadro de conjunto que se explicará a continuación.

TEXTO
          ACTIVIDAD DE JESÚS
                   OBJETIVO DE LA BUENA NUEVA
Marcos 1,16-20
          Jesús llama a los primeros discípulos
                    Formar comunidad
Marcos 1,21-22
          La gente se admira de su enseñanza
                   Crear conciencia crítica
Marcos 1,23-28
          Jesús arroja a un demonio
                   Combatir el poder del mal
Marcos 1,29-31
          La curación de la suegra de Pedro
                    Restaurar la vida por medio del servicio
Marcos, 1,2-34
          La curación de enfermos y endemoniados
                    Acoger a los marginados
Marcos 1,35
          Jesús se levanta para orar estando oscuro
                    Permanecer unido al Padre
Marcos 1,36-39
          Jesús sigue anunciando la Buena Nueva
                    No limitarse a los resultados
Marcos 1,40-45
          Jesús cura a un leproso
                   Reintegrar a los excluidos

b) Comentario del texto

Marcos 1, 40:La situación de abandono y de exclusión de un leproso
Un leproso se acerca a Jesús. Era un excluido, impuro. Debía ser alejado de la convivencia humana. Quien se le acercaba también quedaba impuro Pero aquel leproso tenía mucho valor. Hace caso omiso de las normas de la religión para poder estar cerca de Jesús. Le dice: “¡Si quieres, puedes curarme!” O sea: “¡No hay necesidad de que me toques! ¡Basta que lo quieras, para que yo sea curado!”. La frase revela dos males: 1) el mal de la enfermedad de la lepra que lo convertía en impuro; 2) el mal de la soledad a la que estaba condenado por la sociedad y por la religión. Revela también la gran fe de los hombres en el poder de Jesús.

Marcos 1,41-42: Acogiendo y curando al leproso Jesús revela el nuevo rostro de Dios
Profundamente compasivo, Jesús cura los dos males. En primer lugar, para curar el mal de la soledad, toca al leproso. Es como si le dijese: “Para mí, tú no eres un excluido. ¡Te acojo como hermano!” En segundo lugar, cura la enfermedad de la lepra diciendo: “¡Quiero! ¡Queda limpio!” Para poder entrar en contacto con Jesús, el leproso había transgredido las normas de la ley. Jesús, para poder ayudar al excluido y así revelar el nuevo rostro de Dios, transgredió las normas de su religión y toca al leproso. En aquel tiempo, quien tocaba a un leproso se convertía en impuro a los ojos de las autoridades religiosas y ante la ley de la época.

Marcos 1, 43-44: Reinsertar a los excluidos en la convivencia fraterna
Jesús no sólo cura, sino que quiere que la persona curada pueda de nuevo convivir con los otros. Reintegra a la persona en la convivencia. En aquel tiempo, para que un leproso fuera de nuevo acogido en comunidad, tenía necesidad de un certificado de curación dado por un sacerdote. Así estaba escrito en la ley con respecto a la purificación de un leproso (Lev 14, 1-32) Lo mismo sucede hoy. El enfermo sale del hospital con la cartilla médica firmada del correspondiente médico. Jesús obliga al leproso a consignar el documento a las autoridades competentes de modo que pueda reinsertarse con normalidad en la sociedad. Obligando así a las autoridades a reconocer que el hombre ha sido curado.

Marcos 1, 45: El leproso proclama el bien que Jesús le ha hecho y Jesús se convierte en excluido
Jesús había prohibido al leproso el hablar de la curación. Pero éste no lo hace. El leproso, comenzó a proclamar y a divulgar el hecho, al punto que Jesús no podía entrar públicamente en una ciudad. Sino que se quedaba fuera en lugares desiertos. ¿Por qué Jesús se quedaba fuera en lugares desiertos? Jesús había tocado al leproso. Por tanto, según la opinión de la religión de aquel tiempo, ahora él mismo estaba impuro, y debía vivir alejado de todos. No podía entrar en las ciudades. Pero Marcos indica que a la gente no le importaba mucho estas normas oficiales, sino que ¡… venían a él de todas partes! ¡Subversión total!

c) Ampliando los conocimientos

Los ocho criterios para evaluar la Misión de la Comunidad

Una doble esclavitud marcaba a la gente de la época de Jesús: la esclavitud de la religión oficial, mantenida por las autoridades oficiales de la época, y la esclavitud de la política de Herodes, apoyada por el Imperio Romano y sostenida por todo el sistema organizado de violencia y represión. A causa de todo esto, una gran parte de la gente era excluida de la religión y de la sociedad. ¡Al contrario, por tanto, de la fraternidad que Dios soñó para todos! Y es precisamente en este contexto en donde Jesús comienza a desarrollar su misión de anunciar la Buena Nueva de Dios.
El evangelio de este domingo forma parte de una unidad literaria más amplia (Mc 1,16-45).Además de la descripción de la preparación de la Buena Nueva (Mc1,1-13) y de su proclamación (Mc 1,14-15), Marcos reúne ocho actividades de Jesús para describir cómo fue la misión de Jesús de anunciar la Buena Nueva y cómo debe ser la misión de las comunidades (Mc 16-45). Es la misma misión que Jesús recibió del Padre (Jn 20,21). Marcos recoge estos episodios, que se transmitían en las comunidades oralmente, y los une entre sí como viejos ladrillos de una nueva pared. Estos ocho episodios son ocho criterios que sirven a las comunidades para una buena revisión y para verificar si están desarrollando bien su misión. Veamos:

i) Mc 1,16-20: Crear comunidad
La primera cosa que Jesús hace es llamar a las personas para que lo sigan. Una tarea fundamental de la misión es congregar las personas en torno a Jesús y crear comunidad.

ii) Mc 1,21-22: Suscitar una conciencia crítica
La primera cosa que la gente percibe es la diferencia entre la enseñanza de Jesús y la de los escribas. Forma parte de la misión obrar de modo que la gente asuma una conciencia crítica, incluso ante la religión oficial.

iii) Mc 1,23-28: Combatir el poder del mal
El primer milagro de Jesús es la expulsión de un espíritu impuro. Forma parte de la misión combatir el poder del mal que destruye la vida y aliena a las personas de si misma.

iv) Mc 1,29-31: Restaurar la vida mediante el servicio
Jesús cura la suegra de Pedro, y ésta se levanta y empieza a servir. Forma parte de la misión preocuparse de los enfermos de modo que puedan alzarse y de nuevo ofrecer a los otros sus servicios.

v) Mc 1,32-34: Acoger a los marginados
Después que pasó el sábado, la gente llevaba delante de Jesús a todos los enfermos y endemoniados para ser curados por Jesús, y él los cura a todos, imponiendo sus manos. Forma parte de la misión acoger a los marginados.

vi) Mc 1,35: Permanecer unidos al Padre mediante la oración
Después de un día de trabajo que se prolonga hasta el atardecer, Jesús se levanta pronto para poder orar en un lugar desierto. Forma parte de la misión permanecer unidos a la fuente de la Buen Nueva, que es el Padre, mediante la oración.

vii) Mc 1, 36-39: Mantener la conciencia de la misión
Los discípulos estaban contentos de los resultados y querían que Jesús volviese. Pero él continuó por su camino. Forma parte de la misión no contentarse con el resultado obtenido, sino mantener viva la conciencia de la misión.

viii) Mc 1,40-45: Reinsertar a los marginados en la convivencia
Jesús cura a un leproso y pide que se presente al sacerdote para poder ser declarado curado y poder volver a vivir entre la gente. Forma parte de la misión reinsertar a los excluidos en la convivencia humana.

Estos ocho puntos tan bien escogidos por Marcos indican la finalidad de la misión de Jesús: “He venido para que todos tengan vida, y la tengan en abundancia” (Jn 19,19. ). Estos mismos ocho puntos pueden servir para evaluar nuestra comunidad. Así se ve cómo Marcos ha construido su evangelio. Una bella construcción que ha tenido en cuenta dos cosas al mismo tiempo: 1) Informar a las personas respecto a lo que Jesús ha hecho y ha enseñado; 2) formar las comunidades y a las personas en la misión de anunciadores de la Buena Nueva de Dios.

6. Oración de un Salmo: Salmo 125 (124)

¡Quien confía en el Señor no vacila!

Los que confían en Yahvé son como el monte Sión,
inconmovible, estable para siempre.

¡Jerusalén, de montes rodeada!
Así rodea a su pueblo Yahvé
desde ahora y para siempre.
Nunca caerá el cetro impío
sobre la heredad de los justos,
para que los justos no alarguen
su mano a la maldad.

Favorece a los buenos, Yahvé,
a los rectos de corazón.
¡A los que se desvían por sendas tortuosas
los suprima Yahvé con los malhechores!
¡Paz a Israel!

7. Oración final

Señor Jesús, te damos gracia por tu Palabra que nos ha hecho ver mejor la voluntad del Padre. Haz que tu Espíritu ilumine nuestras acciones y nos comunique la fuerza para seguir lo que Tu Palabra nos ha hecho ver. Haz que nosotros como María, tu Madre, podamos no sólo escuchar, sino también poner en práctica la Palabra. Tú que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu Santo por todos los siglos de los siglos. Amén.

La lepra y ese otro mal

Sentido de impotencia

El hablaba de la lepra y los leprosos. Especificaba que ciertas enfermedades graves de la piel se clasificaban bajo el nombre de lepra. Explicaba que el leproso tenía la obligación de mantenerse lejos de los lugares habitados, porque era considerado portador de contagio, maldito. En una palabra, una especie de excomunión, tanto civil como religiosa.

Pero yo no lo seguía. Quedé clavado en la primera frase: «Cuando alguno tenga una inflamación, una erupción o mancha en la piel…».

La semana pasada había ido a visitar a una pariente mía en el hospital. No logré sostener, ni siquiera por un instante, su mirada perdida e interrogante. Si hablaba, decía cosas banales, que me avergonzaban. En las largas pausas en silencio, era difícil establecer quién de los dos estaba más incómodo.

Ella, probablemente, quería hacerme alguna pregunta, pero quizás no se atrevía por temor a saber la verdad. Hubiera querido cerciorarme de lo que ella sabía acerca de su enfermedad, pero no lograba encontrar las palabras adecuadas. La conversación se trababa continuamente, por una parte y por otra. Una situación penosa.

Al fin la acompañé hasta abajo, a los subterráneos, iluminados por espectrales luces de neón y señalizados con carteles inequívocos. Tenía que someterse a la sesión periódica de radiaciones. Me ha dicho: «Esperemos que sirvan para algo, después de estar tan enferma…». Le he dicho: «Esperemos…», y he añadido algunas tonterías acerca de los «enormes progresos» conseguidos por la ciencia médica en ese campo.

He salido descompuesto, desilusionado, apesadumbrado. Estaba dominado por un sentido de impotencia, derivado no sólo del hecho de no poder hacer nada, sino también de no tener nada que decir. Palabras sin sentido. Cada frase, cada escapatoria, una manera de eludir el problema.

Muro de separación

Si entre el leproso y el mundo de los sanos, o presuntos, se levantaba una barrera infranqueable, hay que reconocer que también hoy, entre el que está herido por ese mal gravísimo y las personas cercanas, los mismos familiares, se crea un muro de incomunicabilidad.

Cada uno permanece cerrado o en la propia angustia, miedo y hasta desesperación, o también bloqueado en el propio silencio que puede parecer complicidad.

Se juega por las dos partes, sin excesiva convicción, un absurdo juego de ficciones. «…Ya verás como sales adelante… faltaría más…». «Cuando me ponga bueno…».

Uno se engaña y se busca engañar. Con frecuencia se llora en la sala contigua, pero difícilmente las lágrimas se encuentran y se funden. Se nos niega un desahogo, se reprimen las ganas de gritar, por temor de hacer daño al otro.

El domingo, mientras iba a la iglesia, apesadumbrado por el recuerdo aún tan vivo, alimentaba la leve esperanza de que el cura tocase el tema. Pero no. Me doy cuenta de que es absurdo pretender que el predicador responda a nuestros interrogantes más angustiosos, que intuya las tempestades que se desencadenan en nuestro ánimo. Y sé muy bien que la lepra representa un terrible flagelo que todavía hoy hiere a numerosos desgraciados. Y es necesario, urgente, sensibilizar a la gente de buena voluntad acerca del problema y conseguir el dinero necesario para practicar las terapias que pueden vencer esta terrible enfermedad.

Pero precisamente el discurso sobre la lepra podía ofrecer, sin forzar las cosas, la ocasión para hablar de esa otra «fea enfermedad» (nos asusta tanto que ni siquiera nos atrevemos a llamarla por su nombre, por el temor de incitarla todavía más y desencadenar su crueldad), que afecta a muchos de nosotros, sea directa o indirectamente, poco importa (amigos, familiares, conocidos: en cada caso, la asumimos como una afrenta personal).

¿Por qué el predicador duda afrontar al Dragón?

Jesús no ha dudado en romper la barrera de separación, en tirar el muro de exclusión. El, contra todas las normas, se ha acercado al leproso, sin adoptar particulares precauciones.

¿Por qué el cura no tiene el coraje, al menos alguna vez, especialmente cuando la liturgia le ofrece ocasión, de acercarse, con palabras oportunas, al hermano que sospecha que tiene anidado lo que el padre David M. Turoldo llama «el Dragón»?

Quiero decir: ¿por qué no tiene el coraje de hablar de ello, con extrema delicadeza, manifestando también una intensa participación? Estoy seguro de que muchos parientes agradecerían que en la iglesia, con discreción y sin retórica, se tirase el muro de separación.

No pretendo que el cura nos facilite respuestas, y menos aún que nos ofrezca explicaciones (que no existen). Pero al menos que hable, eso sí. A lo mejor balbuceando, gesticulando, tropezando, con un nudo en la garganta. A lo mejor confesando honestamente que no tiene soluciones prefabricadas, que también él anda a tientas en la oscuridad en contacto con ciertos dramas, que también a él le dan ganas de gritar y protestar al contacto con ciertas realidades perturbadoras.

Jesús ha enviado al leproso curado a los sacerdotes. Hoy, probablemente, mandaría a los innumerables enfermos no curados, que quizás no curarán, a los sacerdotes, para que éstos se contagien del sufrimiento, de las angustias, de las dudas lacerantes de tanta gente.

Para que la predicación dominical no vuele sobre nuestras cabezas, como sucede con frecuencia, sería necesario que el predicador se esforzase por lanzar la mirada a nuestros corazones, para leer en ellos las penas, las turbaciones, las amarguras indecibles y las protestas.

Propuesta para una peregrinación diaria al santuario del dolor

Pero el discurso se afronta remontándose a las causas, y sin aterrizar. Antes, por lo que recuerdo, y me cuentan mis viejos, el párroco tenía dos citas fijas por la tarde: la visita al santísimo Sacramento y la visita a los enfermos del pueblo.

Hoy no sé. Hoy se organizan peregrinaciones a Lourdes, jornadas del enfermo. Pero cada día la casa del enfermo debería ser «lugar» de peregrinación para el cura. Dígase lo mismo respecto a los ancianos, especialmente esos obligados a la inamovilidad y huéspedes de un asilo.

Sólo este contacto diario rompe el aislamiento de tantas personas sufrientes y permite al cura hablar de la realidad de la enfermedad (y de las situaciones que crea y de los problemas que plantea), no vagamente, sino con conocimiento de causa.

Desgraciadamente los muros de separación y las zonas de exclusión donde están confinados los «leprosos» de nuestra sociedad, se multiplican de una manera preocupante. Y la prisa, la maldita falta de tiempo, y mil otras justificaciones inventadas hacen lo demás.

En la iglesia, casi todos los domingos, nos toca oír hablar de un Jesús que cura, que se conmueve ante los sufrimientos de los enfermos de todo género. Sobrevolando con frecuencia sobre lo que Jesús ha indicado como sector específico de la misión de sus apóstoles, el cuidado de los enfermos.

Sólo me queda desear a los curas muy ocupados dejarse contagiar finalmente de los «leprosos» esparcidos por nuestras casas. Pablo dice: «No deis motivo de escándalo…». Escándalo me parece que hace referencia a la piedra que nos hace tropezar. Así pues, si el cura no quiere ser ocasión de escándalo, debería «tropezar» él en la enfermedad de los otros, en la realidad «escandalosa» del mal, comprendido ese tan grave.

Estoy seguro de que hoy Jesús invertiría ese mandato: No diría al leproso: «Ve a presentarte al sacerdote». Ordenaría más bien al sacerdote: «Ve y asegura tu presencia junto al lecho del enfermo. Aunque no tengas la capacidad de curarlo, siempre te queda la posibilidad de no dejar morir la esperanza». ¿Quién ha inventado el «complacer»?

Apostilla final. Estaba a punto de litigar de nuevo con san Pablo. Sucedió cuando le he oído decir: «Yo procuro contentar en todo a todos». Me he dicho: Se ve que la enfermedad del «complacer» que aflige a muchos hombres de Iglesia, a todos los niveles, se les ha inoculado precisamente por el apóstol.

Protestaba dentro de mí: no lo acepto, no estoy de acuerdo. Cuando uno se preocupa de complacer a todos, termina por perder su rostro, se hace irreconocible, envilece la misión. Agradar a todos significa no agradar al Maestro. Agradar a todos significa rebajar las exigencias del evangelio.

Pero después el cura ha aclarado el asunto: la frase imputada a Pablo se entiende en este sentido: me esfuerzo por estar disponible para todos.

Y entonces me tranquilicé. La cosa, aclarada así, la acepto. Con tal de que la disponibilidad del cura no excluya el dolor de tantos que se encuentran escasos de esperanza y esperan una palabra…

A. Pronzato

Contra las manchas

Es una experiencia muy común: tenemos prisa, nos disponemos a salir de casa, o estamos ya por la calle, y descubrimos que llevamos una mancha en la ropa. Si se ve mucho, no tenemos más remedio que cambiarnos de ropa si todavía estamos a tiempo, y si ya nos pilla fuera de casa, pasamos vergüenza porque los demás ven la mancha que llevamos. Si no es muy visible y no nos cambiamos de ropa, procuramos disimularla para que no se note o, como mucho, utilizamos un quitamanchas para no pasar vergüenza, y así salimos del paso hasta que podamos lavar bien la ropa.

La Palabra de Dios hoy nos ha presentado en la 1ª lectura y en el Evangelio la enfermedad de la lepra, que es una enfermedad infecciosa que afecta principalmente a la piel, boca, nariz y ojos, en forma de manchas, úlceras, protuberancias… que pueden provocar la deformidad e incluso mutilación de algunos miembros. Es una enfermedad que no podía ocultarse y, por miedo al contagio, quienes la padecían eran obligados a recluirse en cuevas, sin contacto con la gente “sana”.

Así lo hemos escuchado en la 1ª lectura: El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: «¡Impuro, impuro!» Mientras le dure la lepra seguirá impuro: vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento. Podemos hacernos una idea del sufrimiento de los leprosos, que su-frían, además de los dolores propios de la enfermedad, el dolor por el rechazo social.

El ejemplo de la lepra corporal nos lleva a lo que podríamos llamar “lepra espiritual”, es decir, nuestro pecado, las “manchas” de nuestra alma. Como en el caso de la ropa, algunas manchas de nuestro pecado resultan visibles, nos avergüenzan y nos sentimos “impuros”, y quisiéramos poder ocultarnos para no tener que soportar comentarios o ser señalados por los demás.

Otros pecados “no se ven”, no se nos notan externamente y los disimulamos, pero en el fondo sabemos que están ahí. Y, como si usáramos el quitamanchas para la ropa, pretendemos que des-aparezcan las manchas de ese pecado haciéndonos buenos propósitos de mejora, buscando salir del paso y tranquilizar nuestra conciencia, pero no acabamos de lograr quitar la mancha del todo. Y aunque nos cuesta, tenemos que terminar admitiendo que necesitamos limpiar nuestra alma.

Es lo que hace el leproso del Evangelio, que no quiere seguir soportando su enfermedad, sus manchas, y por eso se acercó a Jesús suplicándole de rodillas: Si quieres, puedes limpiarme. Nosotros, desde la conciencia de estar manchados por nuestro pecado, se nos note externamente o no, y sabiendo que por nosotros mismos no podemos quitarnos esas manchas, también hemos de suplicar humildemente a Jesús: Si quieres, puedes limpiarme.

Sorprende que Jesús, en contra una vez más de lo que era habitual en su época, al ver ante sí al leproso extendió la mano y lo tocó… Jesús no le hizo ascos al leproso y no nos los hace a nosotros. Todo lo contrario, Él siente lástima, extiende su mano y nos toca con el Sacramento de la Reconciliación. Y nos limpia totalmente las manchas que el pecado ha producido en nuestra alma, para que no tengamos que avergonzarnos de ellas ni fingir para que no se nos noten.

¿Qué hago cuando descubro una mancha en mi ropa? ¿Me apresuro a lavarla, o procuro disimularla si no se nota mucho? ¿Qué hago cuando descubro “manchas” en mi alma? ¿He tenido la experiencia de que se notase mi pecado? ¿Cómo me sentí? ¿Qué “manchas” disimulo delante de los demás? Y si externamente no se me nota el pecado, ¿hago algo para eliminarlo, o lo dejo estar? ¿Con qué frecuencia me acerco al Sacramento de la Reconciliación? ¿Por qué? ¿Después de recibirlo me siento limpio?

Decía San Pablo en la 2ª lectura: No deis motivo de escándalo… No seamos descuidados y procuremos no llevar “manchas” en nuestra alma. Pero si por nuestro pecado nos “manchamos”, tanto si se nos nota como si no, acudamos humilde y confiadamente a Jesús en el Sacramento de la Reconciliación, para pedirle: Si quieres, puedes limpiarme. Que no nos dé vergüenza confesar nuestro pecado, porque es el medio por el cual el Señor nos toca y dice: Quiero: queda limpio. Y como el leproso, tendremos la alegría de poder seguir con nuestra vida, de nuevo limpia de pecado.

Frente al cinismo

Por mucho que nos tapemos los ojos y nos cerremos los oídos, los datos están ahí con toda su brutalidad. Millones de seres humanos mueren cada año de hambre y desnutrición.

No hace falta que nadie utilice bombas químicas. No son necesarias armas de destrucción masiva. Nosotros, los pueblos más civilizados del Planeta, nos bastamos para ir destruyendo masivamente seres humanos, desarrollando sin límite alguno nuestro bienestar a costa de exprimir o ignorar a los pueblos más indefensos.

Ésta es hoy nuestra mayor vergüenza. Tenemos recursos para eliminar el hambre, pero seguimos ciegos nuestra carretera egoísta hacia un bienestar siempre mayor, mientras millones de niños vienen al mundo sólo a sufrir y morir de desnutrición en pocos años.

Los expertos nos han alertado hace tiempo. Estamos llevando demasiado lejos la desigualdad y el desequilibrio. Los excluidos de la vida no soportan ya tanta burla cruel. Y en Occidente empezamos a sentir cada vez más el acoso, la rebelión desesperada y hasta la reacción violenta de quienes no se resignan a vivir sin esperanza alguna.

Los teólogos están hablando de la necesidad de introducir en el Planeta una«ética de la compasión universal». Las mentes más lúcidas llaman a funcionar con otro concepto de «desarrollo sostenible» para todos los pueblos. Manos Unidas nos invita a la Campaña contra el Hambre con un lema que lo dice todo: «COMPARTE LO QUE IMPORTA».

Pero los poderosos de la Tierra siguen ciegos y sordos. No saben impulsar políticas de acercamiento, cooperación y solidaridad. Sólo se les ocurren medidas de fuerza: endurecer las fronteras, frenar la inmigración, controlar el petróleo, defender el propio bienestar…

Frente a esta actitud cínica y temeraria, hemos de crear otra conciencia en los pueblos ricos de Europa. El domingo podemos hacer un gesto humilde pero significativo. Nuestra aportación a la Campaña contra el Hambre servirá para promocionar entre los pobres el desarrollo, no la guerra.

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio (11 de febrero)

Jesús nos cura y nos hace hermanos

      La lepra es una enfermedad que hace que la apariencia externa de la persona sea repugnante. En tiempos antiguos, la lepra era una enfermedad temida. Se temía su aspecto pero se temía más el contagio. Al leproso se le expulsaba de la sociedad. Era mejor no tocarle. Se corría el peligro de contaminarse y hacerse uno mismo leproso. El círculo se cierra sobre el leproso que no tiene escapatoria. Nadie se quiere acercar a él, nadie le ayudará. Es impuro y contamina a los demás. Cualquiera que se acerque a él será también marginado. La sociedad primitiva mostraba así su temor ante una enfermedad frente a la que no tenía medios con los que defenderse. 

      Hoy sabemos como curar la lepra. Pero hay otras “lepras”, otras realidades sociales frente a las que nos sentimos mal y preferimos mirar a otro lado, expulsar de la sociedad a los que las padecen, marginarlos y abandonarlos en la cuneta. Leprosos son ahora los inmigrantes, los que salen de la cárcel, los pobres… Leprosos se nos hacen todos los que son diferentes de nosotros por su raza, cultura, religión o lengua. De todos ellos nos separamos, les marginamos. Marcamos fronteras y límites que no deben pasar. Su presencia cerca de nosotros hace que nos sintamos mal (impuros). Por eso les mantenemos lejos y aparte. 

      Jesús rompe esas barreras artificiales. Cura al leproso. Así demuestra que su enfermedad no es fuente de impureza, no mata. Y lo hace tocándolo. Es un momento clave porque Jesús, al tocar al leproso, se hace oficialmente impuro. Se hace a sí mismo marginado. Así es como Dios nos cura y nos salva. Se hace uno con nosotros. Nos toca y, al tocarnos, rompe las barreras que la sociedad ha establecido entre los buenos y los malos, los puros y los impuros, los justos y los injustos. Dios acerca y une, junta y no divide, convoca a todos a formar la única familia de Dios. 

      Hay que comprender que el leproso no obedeciese a Jesús y contase lo sucedido a todos los que encontró y que la gente buscase a Jesús después de conocer lo sucedido. Hoy nosotros nos acercamos a Jesús para que nos cure la lepra. Y lo hace. Por supuesto. Pero, al mismo tiempo nos recuerda que, igual que nos cura a nosotros, no hay razón para marginar a otros, que no hay casos perdidos, que para Dios todos tenemos futuro. Y que, con la segunda lectura, todo lo debemos hacer para la gloria de Dios, que no es otra que el bien de la persona humana. Para ello lo mejor que podemos hacer es, como Pablo, seguir el ejemplo de Cristo y acercarnos a todos los leprosos de nuestro mundo para curarlos e invitarlos a formar parte de la familia humana. Eso y no otra cosa es ser en Jesús hijo de Dios. 

Para la reflexión

      ¿Nos cura Jesús de nuestras lepras? ¿Hay otras lepras que vemos en los otros que nos dan miedo y que nos hacen alejarnos de ellos? ¿Qué podemos hacer para que no se sientan marginados? ¿Para que se sientan miembros de la familia de Dios?

Fernando Torres, cmf