Vísperas. Lunes VI de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: PRESENTEMOS A DIOS NUESTRAS TAREAS.

Presentemos a Dios nuestras tareas,
levantemos orantes nuestras manos,
porque hemos realizado nuestras vidas
por el trabajo.

Cuando la tarde pide ya descanso
y Dios está más cerca de nosotros,
es hora de encontrarnos en sus manos,
llenos de gozo.

En vano trabajamos la jornada,
hemos corrido en vano hora tras hora,
si la esperanza no enciende sus rayos
en nuestra sombra.

Hemos topado a Dios en el bullicio,
Dios se cansó conmigo en el trabajo;
es hora de buscar a Dios adentro,
enamorado.

La tarde es un trisagio de alabanza,
la tarde tiene fuego del Espíritu:
adoremos al Padre en nuestras obras,
adoremos al Hijo. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia.

Salmo 44 I – LAS NUPCIAS DEL REY.

Me brota del corazón un poema bello,
recito mis versos a un rey;
mi lengua es ágil pluma de escribano.

Eres el más bello de los hombres,
en tus labios se derrama la gracia,
el Señor te bendice eternamente.

Cíñete al flanco la espada, valiente:
es tu gala y tu orgullo;
cabalga victorioso por la verdad y la justicia,
tu diestra te enseñe a realizar proezas.
Tus flechas son agudas, los pueblos se te rinden,
se acobardan los enemigos del rey.

Tu trono, ¡oh Dios!, permanece para siempre;
cetro de rectitud es tu cetro real;
has amado la justicia y odiado la impiedad:
por eso el Señor, tu Dios, te ha ungido
con aceite de júbilo entre todos tus compañeros.

A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos,
desde los palacios de marfiles te deleitan las arpas.
Hijas de reyes salen a tu encuentro,
de pie a tu derecha está la reina
enjoyada con oro de Ofir.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia.

Ant 2. Llega el esposo, salid a recibirlo.

Salmo 44 II

Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna:
prendado está el rey de tu belleza,
póstrate ante él, que él es tu señor.
La ciudad de Tiro viene con regalos,
los pueblos más ricos buscan tu favor.

Ya entra la princesa, bellísima,
vestida de perlas y brocado;
la llevan ante el rey, con séquito de vírgenes,
la siguen sus compañeras:
las traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.

«A cambio de tus padres tendrás hijos,
que nombrarás príncipes por toda la tierra.»

Quiero hacer memorable tu nombre
por generaciones y generaciones,
y los pueblos te alabarán
por los siglos de los siglos.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Llega el esposo, salid a recibirlo.

Ant 3. Dios proyectó hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza, cuando llegase el momento culminante.

Cántico: EL PLAN DIVINO DE SALVACIÓN – Ef 1, 3-10

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

El nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos consagrados
e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza,
las del cielo y las de la tierra.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dios proyectó hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza, cuando llegase el momento culminante.

LECTURA BREVE   1Ts 2, 13

Nosotros continuamente damos gracias a Dios; porque habiendo recibido la palabra de Dios predicada por nosotros, la acogisteis, no como palabra humana, sino – como es en realidad- como palabra de Dios, que ejerce su acción en vosotros, los creyentes.

RESPONSORIO BREVE

V. Suba, Señor, a ti mi oración.
R. Suba, Señor, a ti mi oración.

V. Como incienso en tu presencia.
R. A ti mi oración.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Suba, Señor, a ti mi oración.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclame mi alma tu grandeza, Dios mío.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclame mi alma tu grandeza, Dios mío.

PRECES

Alabemos a Cristo, que ama a la Iglesia y le da alimento y calor, y roguémosle confiados diciendo:

Atiende, Señor, los deseos de tu pueblo.

Haz, Señor, que todos los hombres se salven
y lleguen al conocimiento de la verdad.

Guarda con tu protección al papa Francisco y a nuestro obispo N.,
ayúdalos con el poder de tu brazo.

Ten compasión de los que no encuentran trabajo
y haz que consigan un empleo digno y estable.

Señor, sé refugio de los oprimidos
y protégelos en todas sus necesidades.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Te pedimos por el eterno descanso de los que durante su vida ejercieron el ministerio para el bien de tu iglesia:
que también te celebren eternamente en tu reino.

Fieles a la recomendación del Salvador nos atrevemos a decir:

Padre nuestro…

ORACION

Dios todopoderoso y eterno, que has querido asistirnos en el trabajo que nosotros, tus siervos inútiles, hemos realizado hoy, te pedimos que, al llegar al término de este día, acojas benignamente nuestro sacrificio vespertino de acción de gracias y recibas con bondad la alabanza que te dirigimos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 12 de febrero

Lectio: Lunes, 12 Febrero, 2018
Tiempo Ordinario
  
1) Oración inicial
Señor, tú que te complaces en habitar en los rectos y sencillos de corazón; concédenos vivir por tu gracia de tal manera, que merezcamos tenerte siempre con nosotros. Por nuestro Señor.
 
2) Lectura
Del santo Evangelio según Marcos 8,11-13
Y salieron los fariseos y comenzaron a discutir con él, pidiéndole un signo del cielo, con el fin de ponerle a prueba. Dando un profundo gemido desde lo íntimo de su ser, dice: «¿Por qué esta generación pide un signo? Yo os aseguro: no se dará a esta generación ningún signo.» Y, dejándolos, se embarcó de nuevo, y se fue a la orilla opuesta.
 
3) Reflexión
• Marcos 8,11-13: Los fariseos piden un signo del cielo. El Evangelio de hoy presenta una discusión de los fariseos con Jesús. Al igual que Moisés en el Antiguo Testamento, Jesús había dado de comer al pueblo en el desierto, realizando la multiplicación de los panes (Mc 8,1-10). Señal de que se presentaba ante el pueblo como un nuevo Moisés. Pero los fariseos no fueron capaces de percibir el significado de la multiplicación de los panes. Comenzaron a discutir con Jesús y piden un signo “venido del cielo”. No habían entendido nada de lo que Jesús había hecho. “Jesús suspira profundamente”, probablemente de desahogo y de tristeza ante una ceguera tan grande. Y concluye “¡No se dará a esta generación ningún signo!” Los dejó y se fue a la otra orilla del lago. No sirve de nada mostrar una linda pintura a quien no quiere abrir los ojos. ¡Quien cierra los ojos no puede ver!
• El peligro de la ideología dominante. Aquí se percibe claramente la “levadura de Herodes y de los fariseos” (Mc 8,15), la ideología dominante de la época, hacía perder a las personas la capacidad de analizar con objetividad los eventos. Esa levadura venía de lejos y hundía sus profundas raíces en la vida de la gente. Llegó a contaminar la mentalidad de los discípulos y en ellos se manifestaba de muchas maneras. Con la formación que Jesús les daba él trataba de luchar en contra de esa levadura y de erradicarla.
• He aquí algunos ejemplos de esta ayuda fraterna de Jesús a los discípulos.
a) Mentalidad de grupo cerrado. Un cierto día, alguien que no era de la comunidad, usó el nombre de Jesús para expulsar demonios. Juan vio y prohibió: “Se lo impedimos porque no es de los nuestros” (Mc 9,38). Juan pensaba tener monopolio sobre Jesús y quería prohibir que otros usasen su nombre para hacer el bien. Quería una comunidad encerrada en sí misma. Era la levadura del «¡Pueblo elegido, Pueblo separado!». Jesús responde: «¡No lo impidáis!… ¡Quien no está en contra está por nosotros!» (Mc 9,39-40).
b) Mentalidad de grupo que se considera superior a los otros. Una vez, los samaritanos no quisieron acoger a Jesús. La reacción de algunos discípulos fue inmediata: “¡Que un fuego del cielo baje sobre este pueblo!” (Lc 9,54). Pensaban que, por el hecho de estar con Jesús, todos deberían acogerlos. Pensaban tener a Dios de su lado para defenderlos. Era la levadura del “¡Pueblo elegido, Pueblo privilegiado!”. Jesús los reprehende: «Vosotros no sabéis con qué espíritu estáis siendo animados» (Lc 9,55).
c) Mentalidad de competición y de prestigio. Los discípulos discutían entre ellos para obtener el primer puesto (Mc 9,33-34). Era la levadura de clase y de competitividad, que caracterizaba la religión oficial y a la sociedad del Imperio Romano. Se infiltraba ya en la pequeña comunidad alrededor de Jesús. Jesús reacciona y manda tener la mentalidad contraria: «El primero sea el último» (Mc 9, 35).
d) Mentalidad de quien margina al pequeño. Los discípulos alejaban a los críos. Era la levadura de la mentalidad de la época, segundo la cual los niños no contaban y debían de ser disciplinados por los adultos. Jesús los reprocha: ”¡Dejad que los niños vengan a mí!” (Mc 10,14). El coloca a los niños como profesores de los adultos: “Quien no recibe el Reino como un niño, no puede entrar en el Reino” (Lc 18,17).
• Como en el tiempo de Jesús, también hoy la mentalidad neoliberal de la ideología dominante renace y reaparece hasta en la vida de las comunidades y de las familias. La lectura orante del evangelio, hecha en comunidad, puede ayudarnos a cambiar en nosotros la visión de las cosas y a profundizar en nosotros la conversión a la fidelidad que Jesús nos pide.
 
4) Para la reflexión personal
• Ante la alternativa: tener fe en Jesús o pedir un signo del cielo, los fariseos querían un signo del cielo. No fueron capaces de creer en Jesús. ¿Me ocurrió algo así a mí también? ¿Qué escogí?
• La levadura de los fariseos impedía a los discípulos y a las discípulas percibir la presencia del Reino de Dios. ¿Existe en mí algún resto de esta levadura de los fariseos?
 
5) Oración final
Señor, tú que eres bueno y bienhechor,
enséñame tus preceptos. (Sal 119,68)

Miércoles de Ceniza

– INICIO DE LA MILICIA CRISTIANA 

Cada año la Cuaresma debe ser como un toque de trompeta, la convocación de la comunidad cristiana (cf. Joel en la primera lectura), para que los que se sienten seguidores de Jesús y miembros vivos de la Iglesia emprendan un camino serio de conversión y renovación para celebrar la Pascua anual. Cada parroquia, cada comunidad ha de tener eso muy claro hoy. Decimos: ¡Adelante, emprendamos con ilusión, con pasión, el camino de los cuarenta días que son esfuerzo y lucha, milicia, para hacer, junto con Cristo y con su gracia renovadora, el paso, la Pascua, del hombre viejo al hombre nuevo! 

Desde el principio debemos dejar claro qué es la Cuaresma: no es una simple devoción, ni sólo unos días de mortificación, ni mucho menos un tiempo de «tristeza» y aflicción aunque sea por la meditación de la Pasión de Jesús. Cuaresma es un programa, un camino, un esfuerzo y milicia para revisar y renovar nuestro ser cristianos, que consiste radicalmente en vivir la vida de Cristo ya desde ahora, mientras somos peregrinos y testimonios del Reino de Dios. 

– CUARESMA BAUTISMAL Y PENITENCIAL 

Por tradición sacramental, la Cuaresma es preparación inmediata de los catecúmenos a la iniciación cristiana en la Vigilia pascual y de los penitentes a la reconciliación, que les era concedida inmediatamente antes de la celebración de la Pascua. Esta doble línea debe ser mantenida y propuesta a los creyentes que de verdad quieren entrar en la preparación de la Pascua. Ésta nunca ha de ser considerada como un simple «aniversario» de la Pascua de Jesús, como un recuerdo, una fiesta conmemorativa. La liturgia siempre es actualización, vivencia, mediante los sacramentos que nos injertan en Cristo y nos renuevan esta inserción recibida en la iniciación: bautismo, confirmación y primera eucaristía; el sacramento de la penitencia, como segundo bautismo, nos restituye o renueva y perfecciona nuestro ser Cuerpo de Cristo, estropeado a menudo por el desgaste del pecado. 

Si una parroquia o comunidad tiene catecúmenos que han de recibir la iniciación cristiana en las próximas fiestas pascuales, durante la Cuaresma debe acompañarlos, renovando ella misma los pasos del catecumenado: la profundización en la fe y en la conversión por la audición de la Palabra de Dios, por la plegaria, por la revisión de sus actitudes y comportamientos en el mundo. 

Pero toda comunidad cristiana, en Cuaresma, es invitada a prepararse a renovar su iniciación (en la Vigilia pascual) y a seguir un camino de conversión para «hacer penitencia» de verdad, es decir, para convertirse de corazón a Dios y a los hermanos. Por eso hoy, y también el domingo pr6ximo, hay que proponer a los fieles el objetivo de la renovación de las promesas bautismales de la Vigilia pascual, que debe ir precedida por un esfuerzo de clarificar qué es ser cristiano hoy en la doble vertiente de la renuncia (conversión) y de la fe, y también por una «programación penitencial», en la que no debe faltar la oferta de la reconciliación personal y la celebración comunitaria penitencial (forma segunda del Ritual), acompañada por otras actividades que demuestren que la comunidad vive la penitencia como conversión. 

Se tendría que inculcar a los fieles que ésta sería la mejor respuesta a la pregunta: «¿Cómo forjamos la Cuaresma este año?». Pues profundizando y renovando nuestro ser cristiano (nuestra iniciación) mediante las prácticas que comunitaria y personalmente creamos más adaptadas a este objetivo. Cuaresma catecumenal-bautismal y penitencial, al fin y al cabo. 

– LA CENIZA: SIGNO DE CONVERSIÓN Y DE CADUCIDAD 

Hoy el signo identificador del inicio de la Cuaresma es la ceniza. En la imposición tenemos dos fórmulas, igualmente tradicionales: «Convertíos y creed el Evangelio», o «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». El sentido de la conversión penitencial, ya explicado, y el de la caducidad son igualmente «predicables» al hombre de hoy. Solemos utilizar normalmente la primera, aunque la segunda también es actual: en esta vida breve, hay que ir consumiendo el hombre viejo para alcanzar el fuego y la luz del hombre nuevo, resucitado, en la Pascua. 

La bendición e imposición de la ceniza ha de hacerse con dignidad, mostrando el sentido de un rito que abre la Cuaresma, tiempo favorable y día de salvación (cf. 2. lectura), de un rito que responde a una actitud interior filial ante el Padre, que no tiene nada que ver con una obsesión o tristeza o con una práctica rutinaria y puramente exterior (evangelio). Por eso la ceniza no ha de imponerse sin unas palabras (homilía) que clarifiquen y ayuden a discernir, nunca fuera de una celebración. 

Hay que tener presente que este rito sustituye el acto penitencial del principio de la misa. Se podrá optar hoy por celebrar la eucaristía o simplemente por ofrecer una celebración de la Palabra de Dios con el rito de la ceniza; depende de las circunstancias y de la sensibilidad de los fieles. En la eucaristía hay que subrayar que «este sacrificio que inaugura la Cuaresma» (ofrendas), es preparación para la celebración de la Pasión del Señor.

Pere Llabrés

Miércoles de Ceniza

– CAMBIA EL AMBIENTE: EMPIEZA EL CAMINO CUARESMAL DE LA PASCUA 

Todo debe apuntar hoy al inicio de la Cuaresma como camino hacia la Pascua. Los varios elementos clásicos en esta ambientación -que trataremos de nuevo el domingo próximo- deben estar ya presentes desde hoy: el color morado, la ausencia de las flores y del aleluya, el repertorio propio de cantos… 

Al comienzo de la celebración se omite el acto penitencial: se reza o canta, por tanto, el Señor ten piedad, sin intenciones. 

Y cosas que si siempre son importantes, lo son más todavía cuando se inicia un tiempo con significado más intenso: proclamar de un modo más expresivo y cuidado las lecturas del día, cantar el salmo responsorial, al menos su antífona entre las varias estrofas, y hacer una breve homilía, ayudando a entrar en el clima de la Cuaresma. La Plegaria puede ser una de las de Reconciliación. 

– LA CENIZA, UN GESTO QUE PUEDE SER EXPRESIVO 

El gesto simbólico propio de este día es uno de los que ha calado en la comunidad cristiana, y puede resultar muy pedagógico si se hace con autenticidad, sin precipitación; con sobriedad, pero expresivamente. Como ya ha resonado y se ha comentado la Palabra de Dios, la imposición de la ceniza comunica con facilidad su mensaje de humildad y de conversión. 

El sacerdote se impone primero él mismo la ceniza en la cabeza -o se la impone el diácono u otro concelebrante, si lo hay- porque también él, hombre débil, necesita convertirse a la Pascua del Señor. Luego la impone sobre la cabeza de los fieles, tal vez en forma de una pequeña señal de la cruz. Si parece más fácil, se podría imponer en la frente, por ejemplo a las religiosas con velo. Es bueno que vaya diciendo en voz clara las dos fórmulas alternativamente, de modo que cada fiel oiga la que se le dice a él y también la del anterior o la del siguiente. 

Si no va a resultar complicado, se podría introducir una manera nueva de realizar el gesto. 

Una fórmula apunta a la conversión al Evangelio: «Convertíos y creed el Evangelio» (que parecería más propio que se dijera en singular, como la otra es más interpelante). Mientras que la otra alude a nuestra caducidad humana: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás». Ahora bien, parece que sería más educador acompañar estas palabras con dos gestos complementarios: el sacerdote impone la ceniza a cada fiel, diciendo la fórmula de la ceniza y el polvo, y a continuación el fiel pasa a otro ministro que está al lado y que le ofrece el evangelio a besar, mientras pronuncia sobre él la fórmula que habla del evangelio. No creo que complique mucho el rito, y podría resultar más expresivo de la doble dimensión de la Cuaresma. Ya se ha experimentado con éxito en algunas comunidades, tanto parroquiales como más homogéneas y reducidas. 

– LA CONVERSIÓN Y SUS OBRAS 

Las tres lecturas de hoy expresan con claridad el programa de conversión que Dios quiere de nosotros en la Cuaresma: convertíos y creed el Evangelio; convertíos a mí de todo corazón; misericordia, Señor, porque hemos pecado; dejaos reconciliar con Dios; Dios es compasivo y misericordioso… 

Cada uno de nosotros, y la comunidad, y la sociedad entera, necesita oír esta llamada urgente al cambio pascual, porque todos somos débiles y pecadores, y porque sin darnos cuenta vamos siendo vencidos por la dejadez y los criterios de este mundo, que no son precisamente los de Cristo. 

Es bueno que en la homilía se haga notar la triple dirección de esta conversión que apunta el evangelio: 

a) la apertura a los demás: con la obra clásica cuaresmal de la limosna, que es ante todo caridad, comprensión, amabilidad, perdón, aunque también limosna a los más necesitados de cerca o de lejos,

b) la apertura a Dios, que es escucha de la Palabra, oración personal y familiar, participación más activa y frecuente en la Eucaristía y el sacramento de la Reconciliación,

c) y el ayuno, que es autocontrol, búsqueda de un equilibrio en nuestra escala de valores, renuncia a cosas superfluas, sobre todo si su fruto redunda en ayuda a los más necesitados.

Las tres direcciones, que son como el resumen de la vida y la enseñanza de Cristo, nos ayudan a reorientar nuestra vida en clave pascual.

J. Aldazabal

Spe Salvi – Benedicto XVI

12. Pienso que Agustín describe en este pasaje, de modo muy preciso y siempre válido, la situación esencial del hombre, la situación de la que provienen todas sus contradicciones y sus esperanzas. De algún modo deseamos la vida misma, la verdadera, la que no se vea afectada ni siquiera por la muerte; pero, al mismo tiempo, no conocemos eso hacia lo que nos sentimos impulsados. No podemos dejar de tender a ello y, sin embargo, sabemos que todo lo que podemos experimentar o realizar no es lo que deseamos. Esta « realidad » desconocida es la verdadera « esperanza » que nos empuja y, al mismo tiempo, su desconocimiento es la causa de todas las desesperaciones, así como también de todos los impulsos positivos o destructivos hacia el mundo auténtico y el auténtico hombre. La expresión « vida eterna » trata de dar un nombre a esta desconocida realidad conocida. Es por necesidad una expresión insuficiente que crea confusión. En efecto, « eterno » suscita en nosotros la idea de lo interminable, y eso nos da miedo; « vida » nos hace pensar en la vida que conocemos, que amamos y que no queremos perder, pero que a la vez es con frecuencia más fatiga que satisfacción, de modo que, mientras por un lado la deseamos, por otro no la queremos. Podemos solamente tratar de salir con nuestro pensamiento de la temporalidad a la que estamos sujetos y augurar de algún modo que la eternidad no sea un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tempo –el antes y el después– ya no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría. En el Evangelio de Juan, Jesús lo expresa así: « Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría » (16,22). Tenemos que pensar en esta línea si queremos entender el objetivo de la esperanza cristiana, qué es lo que esperamos de la fe, de nuestro ser con Cristo[9].


[9] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1025.

Homilía – Domingo I de Cuaresma

LA VOLUNTAD DE PODER

Muchos de nosotros pertenecemos a lo que se puede llamar clases privilegiadas de la sociedad. Pocos, entre nosotros, son proletarios. Palabra grave que muchos preferiríamos olvidar. Pero está ahí mostrándonos que la sociedad está montada sobre el principio de unos pocos que dominan a una inmensa mayoría atada.

 

1.- Una tentación fundamental del hombre

Hay clases entre los hombres. Clases en lucha, antagónicas, enfrentadas a causa de que unos, porque son más listos o han tenido más oportunidades, se han apropiado de todo. Estas propiedades les han dado el poder. Son las clases poderosas.

Esta situación social es consecuencia de la voluntad de poder o de dominio que las personas y los grupos tratan de ejercer sobre los demás.

La voluntad de poder es una de las grandes tentaciones de la existencia humana: «Mostrándole todos los reinos del mundo y su esplendor le dijo: Todo esto te daré si te postras y me adoras» (Mt 4, 8-9; Mc 1, 12-13).

 

2.- Análisis de la voluntad de poder

El deseo de dominio o poder es una tentación que viene rondando al hombre desde que vive en el mundo. El símbolo de Adán y Eva pendientes del árbol prohibido, tentándoles, se repite siempre. Hay como un deseo imperioso que nos empuja a bastarnos a nosotros mismos, a no creernos dependientes de nadie. ¿Quién no ha escuchado esa palabra, llena de seducción: «No moriréis. Bien sabe Dios que cuando comáis de él se os abrirán los ojos y seréis como Dios en el conocimiento del Bien y del Mal»? (Gen 3, 5). Y todos hemos alargado la mano y hemos cogido la fruta prohibida: nos hemos llenado de dinero, robándole al pobre: de la ignominia de poder, aplastando al débil. Deben «abrirse nuestros ojos» como a Adán y Eva, y contemplar nuestra vida llena de sangre inocente, vacía de todo, desnudos como el más humilde de los hombres; avergonzados.

Es que la voluntad de poder es ciega, se extralimita, no se sacia nunca, es voraz. Ella impide que en el mundo se pueda entablar una relación fraternal: el hombre frente a su hermano es un competidor en cuya lucha vence el más fuerte, haciendo al otro su siervo. Borra la posibilidad de la igualdad: el que más puede trata de crear un mundo que sólo le pertenece a él y al que los demás, como si fueran seres de segunda categoría, no tienen acceso. Imposibilita un clima de libertad, ya que es necesario reprimir y coartar los derechos y justas aspiraciones de los demás para conservar la situación de privilegio, conseguida a costa de la esclavitud de la gran mayoría.

Toda esta situación no se queda en unas meras manifestaciones pasajeras, sino que va cuajando en estructuras de poder, radicalmente injustas y malas, que se nos imponen y nos envuelven como una gran carpa de circo. La cultura, la civilización, los criterios, la propaganda sin pausa nos van conformando, realizando, deformando, hasta haber proyectado de nosotros un verdadero esperpento. Estamos todos rotos, y creemos que estamos sanos; vivimos empecatados y creemos que somos santos; la muerte ha inaugurado su reino y nos creemos en la vida. Nuestra situación es parecida a la de la sociedad de Noé, antes de que comenzara el Diluvio (Gen 6, 5 s). Pero estamos realmente esclavizados. Nos engañamos. ¿Acaso el poder nos libera’ ¿El hombre más poderoso no es el más esclavo? ¿El sistema creado por nuestra ambición, no se vuelve contra nosotros mismos? Todo el que cede a la voluntad de poder padece una sed insaciable, es juguete de todos sus impulsos, no se cansa nunca de acumular riquezas. Reconoceos los poderosos esclavos del protocolo social creado por vosotros, en un ambiente corrompido, con unos lazos de los que no podéis desataros. Habéis entrado al servicio de los sistemas de poder y de opresión y ya no podéis escapar de ellos, víctimas de vuestras propias ambiciones. Quizá podemos con- seguir que se nos «dé todo lo que queremos», pero es a costa de que nos «postremos y adoremos».

 

3.- La actitud de Cristo.

¡Qué distinto es todo esto a la posición verdaderamente humana que se manifiesta en Jesús! El sólo, en medio de la montaña, padece toda la seducción del poder que se le ofrece. Pero no se equivoca: sabe que quien pierde su vida la gana; que no ha venido a ser servido, sino a servir. ¿Entendemos alguno de nosotros que es más grande el que sirve que el que está sentado a la mesa? (Lc 22, 26).

Jesús sabe guardar su puesto ante Dios, en una obediencia rendida a su Palabra. La «arcilla» no cae en la tentación de hacerse alfarero (Rom 9, 20-21).

Vence la tentación de convertir las piedras en pan que alimente su propia vida. Huye de caer en la mentira de creer que El es capaz de realizar el imposible de ser para sí mismo fuente de su propia vida, porque «no sólo de pan vive el hombre, ni de acumulación de poder, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). Jesús renuncia a ser «como Dios», poderoso, para estar pendiente de una Palabra que le salva.

Tampoco se deja arrastrar por la tentación de un dominio alcanzado sobre cosas y personas. No cae en el engaño del ídolo del poder que exige el tributo de la adoración. «Al Señor, tu Dios, adorarás y a El sólo darás culto» (Lc 4, 8).

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p style=»text-align:justify;»>Esta actitud de servicio, que vence la tentación, es sostenida en nosotros por Jesús gracias a la fe. Una fe verdadera. Sin signos de poder; fe, que es un acto de confianza que reconoce la acción de Dios en medio de la debilidad humana. La fe no tiene signos de poder que satisfagan el ansia de poder humano. No nos va a mostrar al Mesías tirándose desde lo más alto del edificio sin producirse daño (Lc 4, 12).
La narración de las tentaciones es una esperanza: la actitud de Jesús nos dice que a pesar de la agresividad del mal y nuestra solidaridad con él, podemos respirar un aire nuevo. Como Cristo, podemos y debemos vencer nuestra propia ambición de poder y las estructuras injustas y opresoras que nos esclavizan. La victoria de Cristo tiene que darnos fuerza para luchar. Somos solidarios suyos en el bien: «Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20).

Esta victoria es la que Cristo nos predica a los encarcelados (1Ped 3, 19), como anuncio de un Reino que está cerca y ante el que nos tenemos que convertir (Mc 1, 15).

Jesús Burgaleta

Mc 1, 12-15 (Evangelio Domingo I de Cuaresma)

El Evangelio de Marcos comienza con una introducción (cf. Mc 1,2-13) destinada a presentar a Jesús. En tres cuadros iniciales, Marcos nos dice que Jesús es aquel que viene a “bautizar en Espíritu” (cf. Mc 1,2-8), el Hijo amado, sobre quien el Padre derrama el Espíritu y a quien envía en misión entre los hombres (cf. Mc 1,9-11), el Mesías que se enfrenta y vence al mal que oprime a los hombres, a fin de hacer surgir un mundo nuevo y una nueva humanidad (cf. Mc 1,12-13).

La primera parte del texto que se nos propone hoy como segunda lectura nos presenta el tercero de esos cuadros. Nos sitúa en un “desierto” no identificado, no lejos del lugar donde Jesús fue bautizado por Juan Bautista.

Después de este tríptico introductorio, entramos en la primera parte del Evangelio (cf. Mc 1,14-8,30). Ahí Marcos va a describir la acción de Jesús, el Mesías que el Padre envió al mundo para anunciar a los hombres una realidad nueva llamada “Reino de Dios”.

En la segunda parte del texto que hoy se nos propone, tenemos un “sumario-anuncio” de la predicación inaugural de Jesús sobre el “Reino” (cf. Mc 1,14-15). El texto nos sitúa en Galilea, región septentrional de Palestina, zona en permanente contacto con el mundo pagano y, por tanto, considerada al margen de la historia de la salvación.

Tenemos entonces, como primera escena: el episodio de la tentación de Jesús en el desierto (vv. 12-13). Más que una descripción fotográfica de acontecimientos concretos, se trata de una catequesis. Está cargada de símbolos, que es preciso descodificar para entender el mensaje propuesto.

El desierto es, en la teología de Israel, el lugar privilegiado del encuentro con Dios; fue en el desierto donde el Pueblo experimentó el amor y la solicitud de Yahvé y fue en el desierto donde Yahvé propuso a Israel una Alianza. Con todo, el desierto es, también, el lugar de la “prueba”, de la “tentación”; fue en el desierto donde Israel tuvo que optar y fue en el desierto, también, donde Israel sintió, varias veces, la tentación de elegir caminos contrarios a los propuestos por Dios. Es al “desierto” a donde va Jesús y, por tanto, el “lugar” del encuentro con Dios y del discernimiento de sus proyectos; y es el “lugar” de la prueba, donde se enfrenta con la tentación de abandonar a Dios y de seguir otros caminos.

En ese “desierto”, Jesús se quedó “cuarenta días” (v. 13a). El número “cuarenta” es bastante frecuente en el Antiguo Testamento. Muchas veces se refiere al tiempo de la marcha del Pueblo de Israel por el desierto, desde que dejó la tierra de esclavitud hasta entrar en la tierra de la libertad; pero también es usado para significar “toda la vida” (la esperanza media de vida, en la época, rondaba los cuarenta años). Debe ser entendido con el sentido de “toda la vida” o, en tal caso, “todo el tiempo que duró la marcha”.

Durante ese tiempo, Jesús fue “tentado por Satanás” (V.13b). La palabra “satanás” designaba, originariamente, al adversario que, en el contexto de un juicio, representaba a la acusación (cf. Sal 109,6). Más tarde la palabra va a pasar a designar a un personaje que integraba la corte celeste y que acusaba al hombre delante de Dios (cf. Job 1,6-12). En la época de Jesús, “satanás” ya no era considerado como un personaje de la corte celeste, sino como un espíritu malo, enemigo del hombre, que procuraba destruir al hombre y frustrar los planes de Dios. Es con este sentido con el que va a aparecer aquí. “Satanás” representa a un personaje que va a intentar empujar a Jesús a olvidar los planes de Dios y a hacer elecciones personales, que estén en contradicción con los proyectos del Padre.

Al relatar las tentaciones de “Satanás”, es probable que Marcos estuviese pensando, en concreto, en tentaciones de poder y de mesianismo político. El desierto era, tradicionalmente, el lugar de refugio de los agitadores y de los rebeldes con pretensiones mesiánicas. La tentación pretende, por tanto, inducir a Jesús a dirigirse por un camino de poder, de autoridad, de violencia, de mesianismo político, frustrando los proyectos de Dios que pasaban por un mesianismo marcado por el amor incondicional, por el servicio sencillo y humilde, por la entrega de la vida.

La referencia a las “fieras” que rodeaban a Jesús y a los “ángeles” que le servían (v. 13c), debe aludir a ciertas interpretaciones de Gn 2-3, muy en boga en los ambientes rabínicos, en el siglo Io.

Algunos “maestros” de Israel enseñaban que Adán, el primer hombre, vivía en el paraíso en paz completa con todos los animales y que los ángeles estaban a su alrededor para servirle, pero, cuando Adán escogió el camino de la autosuficiencia y se volvió contra Dios, se rompió esa armonía original, los animales se volvieron enemigos del hombre y hasta los ángeles dejaron de servirle. La catequesis de los “rabinos” añadía todavía que, cuando el Mesías llegase, surgiría un mundo armonioso, sin violencia y sin conflicto, donde hasta los animales feroces vivirían en paz con el hombre. Sería el regreso de la armonía original, el plan original de Dios para los hombres y para el mundo. Y eso es lo que Marcos está surgiéndonos aquí: con Jesús, llegó ese tiempo mesiánico de paz sin fin, llegó el tiempo de que el mundo regrese a aquella armonía que era el plan inicial de Dios. Habría, también, una intención de establecer un paralelo entre Adán y Jesús: Adán, cedió ante la tentación al elegir caminos contrarios a los de Dios, y esto produjo enemistad, violencia, conflicto, esclavitud, sufrimiento; Jesús, eligió vivir en la más completa fidelidad a los proyectos de Dios e hizo nacer un mundo nuevo, de armonía, de paz, de amor, de felicidad sin fin.

En síntesis: tenemos aquí una catequesis sobre las opciones de Jesús. Marcos sugiere que, a lo largo de toda su existencia (“cuarenta días”), Jesús se enfrentó a dos caminos, con dos propuestas de vida: o vivir en la fidelidad a los proyectos del Padre, haciendo de su vida una entrega de amor, o frustrar los planes de Dios, dirigiéndose por un camino mesiánico de poder, de violencia, de autoridad, de despotismo, a imagen de los grandes de este mundo. Jesús eligió vivir en la obediencia a las propuestas del Padre; de su opción, va a surgir un mundo de paz y de armonía, un mundo nuevo que reproduce el plan original de Dios.

En la segunda parte del Evangelio de este Domingo (v. 14-15), tenemos otra escena. Marcos nos transporta a Galilea, donde Jesús aparece haciendo realidad ese plan salvador del Padre que, en la escena anterior, decidió cumplir.

Jesús comienza, precisamente, anunciando que “ha llegado el tiempo”. ¿Qué “tiempo” es ese? Es el “tiempo” del “Reino de Dios”. La expresión, tan frecuente en el Evangelio según Marcos, nos lleva a uno de los grandes sueños del Pueblo de Dios.

La catequesis de Israel (como igualmente sucedía con la reflexión teológica de otros pueblos de Creciente Fértil) se refería, con frecuencia, a Yahvé como rey que, sentado en su trono, gobernaba a su Pueblo. Cuando Israel pasó a tener reyes terrenos, esos eran considerados, solamente, como hombres escogidos y ungidos por Yahvé para gobernar al Pueblo, haciendo las veces del verdadero rey que era Dios. El ejemplo más típico de un rey/siervo de Yahvé, que gobierna a Israel en su nombre, sometiéndose en todo a su voluntad, fue David. El recuerdo de este rey ideal y del tiempo ideal de paz y de felicidad en el que Yahvé reinaba (a través de David) sobre su pueblo, va a marcar toda la historia futura de Israel.

En las épocas de crisis y de frustración nacional, cuando reyes mediocres conducían a la nación por caminos de muerte y de desgracia, el Pueblo soñaba con el regreso a los tiempos gloriosos de David. Los profetas, a su vez, van a alimentar la esperanza del Pueblo anunciando la llegada de un tiempo, en el futuro, en el que Yahvé va a alimentar la esperanza del Pueblo anunciando la llegada de un tiempo en el que él volverá a reinar sobre Israel y restablecerá la situación ideal de la época de David.

Esa misión, en la perspectiva profética, será confiada a un “ungido” que Dios enviará a su Pueblo. Ese “ungido” (en hebreo “mesías”, en griego “cristo”) establecerá un tiempo de paz, de justicia, de abundancia, de felicidad sin fin, esto es, el tiempo del “reinado de Dios”.

El “Reino de Dios” es, por tanto, una noción que resume la esperanza de Israel en un mundo nuevo, de paz y de abundancia, preparado por Dios para su Pueblo. Esta esperanza está muy viva en el corazón de Israel en la época en la que Jesús aparece diciendo: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios”. Ciertas afirmaciones de Jesús, transmitidas por los Evangelios sinópticos, muestran que tenía conciencia de estar personalmente ligado al Reino y de que la llegada del Reino dependía de su acción. Jesús comienza, precisamente, la construcción de ese “Reino” pidiendo a sus contemporáneos la conversión (“metanoia”) y la acogida de la Buena Noticia (“evangelio”).

“Convertirse” significaba transformar la mentalidad y los comportamientos, asumir una nueva actitud de base, reformular los valores que orientan la propia vida. Es reordenar la vida, de modo que Dios pase a estar en el centro de la existencia del hombre y ocupe siempre el primer lugar. En la perspectiva de Jesús, no es posible que ese mundo nuevo de amor y de paz se haga realidad sin que el hombre renuncie al egoísmo, al orgullo, a la autosuficiencia y pase a escuchar, de nuevo, a Dios.

“Creer” no es, solamente, aceptar un conjunto de verdades intelectuales; sino que es, sobre todo, adherirse a la persona de Jesús, escuchar su propuesta, acogerla en el corazón, hacer de ella la guía de la propia vida. “Aceptar” y escuchar esa “Buena Noticia” de salvación y de liberación (“evangelio”) que Jesús propone es hacer de ella el centro alrededor dela cual se construye toda la existencia.

“Conversión” y “adhesión al proyecto de Jesús” son dos caras de una misma moneda: la construcción de un hombre nuevo, con una nueva mentalidad, con nuevos valores, con una postura vital enteramente nueva. Entonces, sí tendremos un mundo nuevo, el “Reino de Dios”.

El cuadro de la “tentación en el desierto” nos habla de que Jesús, a lo largo de su vida, tuvo que realizar opciones. Tuvo que escoger entre vivir en fidelidad a los proyectos del Padre y hacer de su vida un regalo de amor, o frustrar los planes de Dios y dirigir su vida por caminos de egoísmo, de poder, de autosuficiencia. Jesús eligió vivir, de forma total, absoluta, hasta la donación de la vida, en obediencia a los planes del Padre. Los discípulos de Jesús se enfrentan, a cada instante con las mismas opciones. Seguir a Jesús es atender a los proyectos de Dios y cumplirlos fielmente, haciendo de la propia vida una entrega de amor y un servicio a los hermanos. ¿Estoy dispuesto a recorrer ese camino?

Al disponerse a cumplir completamente el proyecto de salvación que el Padre tenía para los hombres, Jesús comenzó a construir un mundo nuevo, de armonía, de justicia, de reconciliación, de amor y de paz. A ese mundo nuevo, Jesús le llamaba “Reino de Dios”. Nosotros nos adherimos a ese proyecto y nos comprometemos con él el día en el que elegimos ser seguidores de Jesús.
¿Nuestro compromiso por la construcción del “Reino de Dios” ha sido coherente y consecuente? ¿Incluso contra corriente, intentamos ser profetas del amor, testigos de la justicia, servidores de la reconciliación, constructores de la paz?

Para que el “Reino de Dios” se haga una realidad, ¿qué es necesario hacer? En la perspectiva de Jesús, el “Reino de Dios” exige, antes de nada, la “conversión”. “Convertirse” es, sobre todo, renunciar a los caminos del egoísmo y de la autosuficiencia y resituar la propia vida en Dios, de forma que Dios y sus proyectos sean siempre nuestra prioridad máxima. Implica, naturalmente, cambiar nuestra mentalidad, nuestros valores, nuestras actitudes, nuestra forma de situarnos ante Dios, ante el mundo y ante los demás. Exige que seamos capaces de renunciar al egoísmo, al orgullo, a la autosuficiencia, a la comodidad y que volvamos a escuchar a Dios y sus propuestas.

¿De qué nos tenemos que “convertir”, en lo personal, en lo institucional, para que se manifieste, realmente, ese Reino de Dios tan esperado?

De acuerdo con la Palabra de Dios que se nos propone, el “Reino de Dios” exige, también, “creer” en el Evangelio. “Creer” no es, en el lenguaje del Nuevo Testamento, la aceptación de ciertas afirmaciones teóricas o la concordancia con un conjunto de definiciones a propósito de Dios, de Jesús o de la Iglesia; sino que es, sobre todo, una adhesión total a la persona de Jesús y a su proyecto de vida. Con su persona, con sus palabras, con sus gestos y actitudes, Jesús propone a los hombres, a todos los hombres, una vida de amor total, de donación incondicional, de servicio humilde, de perdón sin límites. El “discípulo” es alguien que está dispuesto a escuchar la llamada de Jesús, a acogerla en el corazón y a seguirle por el camino del amor y de la entrega de la vida. ¿Estoy dispuesto a acoger su llamada y a recorrer el camino del “discípulo”?

La llamada a formar parte de la comunidad del “Reino”, no es algo reservado exclusivamente a un grupo selecto de personas, con una misión especial en el mundo y en la Iglesia; sino que es algo que Dios dirige a cada hombre y a cada mujer, sin excepción. Todos los bautizados son llamados a ser discípulos de Jesús, a “convertirse”, a “creer en el Evangelio”, a seguir a Jesús por ese camino de amor y de entrega de la vida. Esa llamada es radical e incondicional: exige que el “Reino” se convierta en el valor fundamental, en la prioridad, en el principal objetivo del discípulo.

El “Reino” es una realidad que Jesús comenzó y que ya está, decisivamente, implantada en nuestra historia. No tiene fronteras materiales; se está concretando a través de los gestos de bondad, de servicio, de entrega, de amor gratuito que se producen a nuestro alrededor (muchas veces, incluso fuera de las fronteras institucionales de la “Iglesia”) y que son un signo visible del amor de Dios en nuestras vidas. No es una realidad que construimos de una vez, sino que es una realidad siempre en construcción, siempre por hacer, hasta su realización última, al final de los tiempos, cuando el egoísmo y el pecado desaparezcan para siempre. Cada día que pasa, tenemos que renovar el compromiso con el “Reino” y empeñarnos en su edificación.

1Pe 3, 18-22 (2ª lectura Domingo I de Cuaresma)

Los primeros once capítulos del Libro del Génesis presentan un conjunto de tradiciones sobre el origen del mundo y de los hombres. Construidos con datos heterogéneos, estos capítulos describen una “prehistoria” que transcurre en un mundo ideal antes de que las etnias, las naciones, la política o las clases sociales separasen a los hombres. Los episodios que componen este bloque no son informaciones de hechos históricos concretos, sucedidos en la aurora de la humanidad. Son leyendas y mitos, muchas veces con extraordinarias semejanzas literarias con las leyendas y mitos de otros pueblos del Creciente Fértil (lo que llamamos Mesopotamia). Naturalmente, los catequistas de Israel convirtieron esos mitos, adaptándolos, los modificaron y los pusieron al servicio de la transmisión de su propia fe. A través de esos mitos y leyendas, los teólogos de Israel expusieron sus convicciones y sus descubrimientos sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo.

El texto que hoy se nos propone forma parte de una sección que abarca Gn 6,1- 9,17. Es la historia de un cataclismo acuático, que habría eliminado a toda la humanidad, excepto a Noé y a su familia. La historia del diluvio, presentada en esta sección, ¿deberá ser considerada como un reportaje de acontecimientos concretos?

Para algunos, el diluvio bíblico podría estar relacionado con el fin de la era glaciar, cuando la fusión de los hielos provocó grandes avenidas de agua que invadieron las tierras habitadas y dejaron profundos signos en la memoria colectiva de los pueblos. Pero lo más probable es que el diluvio descrito en los textos del Génesis (y que es casi una copia exacta de ciertos textos mesopotámicos que presentan el mismo tema) se refiera a una de las innumerables inundaciones del Tigris y del Eúfrates. La arqueología da además, cuenta de varias inundaciones especialmente catastróficas en esa parte del mundo entre el 4.000 y el 2.800 antes de Cristo. Es probable que el texto bíblico evoque esa realidad. No se trata, en cualquier caso, de un diluvio universal; pero, con el tiempo, la fantasía popular habría hecho de esas inundaciones un “castigo universal” que afectó a toda la humanidad. El autor bíblico, conocedor de esas leyendas antiguas, va a utilizarlas como telón de fondo para hacer catequesis y transmitir un mensaje religioso.

Los catequistas yahvistas y sacerdotales querían enseñar al Pueblo que Yahvé no se queda con los brazos cruzados cuando los hombres se van por caminos de corrupción y de pecado. Con ese propósito, echaron mano de esa vieja leyenda mesopotámica del diluvio, que hablaba de una catástrofe universal enviada por los dioses para castigar los pecados de los hombres. Pero, porque Dios no castiga a ciegas a buenos y a malos, a justos e injustos, los autores van a proponer la historia del justo Noé y de su familia, salvados por Dios de la catástrofe.

Nuestro texto nos sitúa en la fase inmediatamente posterior al diluvio, cuando ya había dejado de llover y cuando Noé y su familia ya habían desembarcado en tierra firme.

Los supervivientes construyeron un altar y ofrecieron holocaustos sobre él; a su vez, el Señor Dios se comprometió a no castigar más a los “vivientes” de forma tan radical (cf. Gn 8,13-22), bendijo a Noé y a su familia (cf. Gn 9,1-7) e hizo una Alianza con ellos.

Nuestro texto nos propone los términos de una Alianza, ofrecida por Yahvé a la nueva humanidad (representada por Noé y su familia, presente y futura) y a todos los seres creados (representados por los animales que salían del Arca). En ella, Dios se compromete a destruir su “arco de guerra” y garantiza la perennidad del orden cósmico.

La Alianza con Noé se presenta, por tanto, como una Alianza completamente diferente de la Alianza hecha con Abraham, o de la Alianza hecha con Israel en el Sinaí, o de cualquier otra Alianza que Yahvé hace con los hombres. En las otras Alianzas, un individuo o un Pueblo eran llamados a una relación de comunión con Dios y aceptaban o no ese desafío; si el individuo o el Pueblo no aceptaban, no habría relación y, por tanto, no habría Alianza. Al contrario, la Alianza de Yahvé con Noé no implica ninguna adhesión o reconocimiento por parte del hombre, ni implica ninguna promesa, por parte del hombre en el sentido de no volver a andar por caminos de corrupción y de pecado. La Alianza que Yahvé hace con Noé aparece, así, como un puro don de Dios, fruto de su amor y de su misericordia. Es una Alianza incondicional y sin contrapartidas, que surge exclusivamente de la bondad y generosidad de Dios.

El signo de esta Alianza será el arco iris. En hebreo, la misma palabra (“qeshet”) designa al “arco iris” y al “arco de guerra”. Jugando con esta duplicidad, el teólogo sacerdotal autor de este texto, sugiere que Yahvé colgó en la pared del horizonte su “arco de guerra”, para demostrar al hombre sus intenciones pacíficas. El “arco iris”, signo bello y misterioso que toca el cielo y la tierra, es el “arco” de Yahvé, a través del cual la bondad de Dios abraza al mundo y a los hombres. El “arco iris” es así, para el teólogo sacerdotal, un signo que sugiere la voluntad que Dios tiene de ofrecer la paz a toda la creación.

Evidentemente, no fue Dios quien envió el diluvio para castigar a los hombres. Los catequistas de Israel utilizaron la vieja leyenda mesopotámica para enseñar que el pecado es algo incompatible con Dios y con los proyectos de Dios para el hombre y para el mundo; por eso, cuando el odio, la violencia, el egoísmo, el orgullo, la prepotencia llenan el mundo y producen la infidelidad de los hombres, Dios tiene que intervenir para corregir el rumbo de la humanidad.

Esta catequesis nos recuerda, en el inicio de nuestro camino cuaresmal, que el pecado no es una realidad que pueda coexistir con esa vida nueva que Dios nos quiere ofrecer y que es nuestra vocación fundamental. El pecado destruye la vida y asesina la felicidad del hombre; por eso, tiene que ser eliminado de nuestra existencia.

El sentido general del texto que se nos propone apunta, con todo, en dirección a la esperanza. La Alianza que Dios hizo con Noé y con toda la humanidad, es totalmente gratuita e incondicional, que no depende del arrepentimiento del hombre o de las contrapartidas que el hombre pueda ofrecer a Dios. En los términos de esta Alianza se revela un Dios que se niega a hacer la guerra al hombre, que le bendice y le abraza, que le ama incluso cuando recorre caminos de pecado e infidelidad.
En esta Cuaresma, estamos invitados a hacer esta experiencia de un Dios que nos ama a pesar de nuestras infidelidades; y estamos invitados, también, a dejar que el amor de Dios nos transforme y nos haga renacer a una vida nueva.

La lógica del amor de Dios, amor incondicional, total, universal, que se derrama incluso sobre los que no se lo merecen, nos invita a repensar nuestra forma de vivir la vida y de tratar a nuestros hermanos.
¿Podremos sentirnos hijos de este Dios cuando utilizamos una lógica de venganza, de intolerancia, de incomprensión ante las fragilidades y limitaciones de los hermanos?
¿Podremos sentirnos hijos de este Dios cuando respondemos con una violencia mayor a aquellos que consideramos malos y violentos?
Tal vez este tiempo de Cuaresma que en estos días iniciamos sea un tiempo propicio para repensar nuestras actitudes y para convertirnos a la lógica del amor incondicional, a la lógica de Dios.

Gén 9, 8-15 (1ª lectura Domingo I de Cuaresma)

Los primeros once capítulos del Libro del Génesis presentan un conjunto de tradiciones sobre el origen del mundo y de los hombres. Construidos con datos heterogéneos, estos capítulos describen una “prehistoria” que transcurre en un mundo ideal antes de que las etnias, las naciones, la política o las clases sociales separasen a los hombres. Los episodios que componen este bloque no son informaciones de hechos históricos concretos, sucedidos en la aurora de la humanidad. Son leyendas y mitos, muchas veces con extraordinarias semejanzas literarias con las leyendas y mitos de otros pueblos del Creciente Fértil (lo que llamamos Mesopotamia). Naturalmente, los catequistas de Israel convirtieron esos mitos, adaptándolos, los modificaron y los pusieron al servicio de la transmisión de su propia fe. A través de esos mitos y leyendas, los teólogos de Israel expusieron sus convicciones y sus descubrimientos sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo.

El texto que hoy se nos propone forma parte de una sección que abarca Gn 6,1- 9,17. Es la historia de un cataclismo acuático, que habría eliminado a toda la humanidad, excepto a Noé y a su familia. La historia del diluvio, presentada en esta sección, ¿deberá ser considerada como un reportaje de acontecimientos concretos?

Para algunos, el diluvio bíblico podría estar relacionado con el fin de la era glaciar, cuando la fusión de los hielos provocó grandes avenidas de agua que invadieron las tierras habitadas y dejaron profundos signos en la memoria colectiva de los pueblos. Pero lo más probable es que el diluvio descrito en los textos del Génesis (y que es casi una copia exacta de ciertos textos mesopotámicos que presentan el mismo tema) se refiera a una de las innumerables inundaciones del Tigris y del Eúfrates. La arqueología da además, cuenta de varias inundaciones especialmente catastróficas en esa parte del mundo entre el 4.000 y el 2.800 antes de Cristo. Es probable que el texto bíblico evoque esa realidad. No se trata, en cualquier caso, de un diluvio universal; pero, con el tiempo, la fantasía popular habría hecho de esas inundaciones un “castigo universal” que afectó a toda la humanidad. El autor bíblico, conocedor de esas leyendas antiguas, va a utilizarlas como telón de fondo para hacer catequesis y transmitir un mensaje religioso.

Los catequistas yahvistas y sacerdotales querían enseñar al Pueblo que Yahvé no se queda con los brazos cruzados cuando los hombres se van por caminos de corrupción y de pecado. Con ese propósito, echaron mano de esa vieja leyenda mesopotámica del diluvio, que hablaba de una catástrofe universal enviada por los dioses para castigar los pecados de los hombres. Pero, porque Dios no castiga a ciegas a buenos y a malos, a justos e injustos, los autores van a proponer la historia del justo Noé y de su familia, salvados por Dios de la catástrofe.

Nuestro texto nos sitúa en la fase inmediatamente posterior al diluvio, cuando ya había dejado de llover y cuando Noé y su familia ya habían desembarcado en tierra firme.

Los supervivientes construyeron un altar y ofrecieron holocaustos sobre él; a su vez, el Señor Dios se comprometió a no castigar más a los “vivientes” de forma tan radical (cf. Gn 8,13-22), bendijo a Noé y a su familia (cf. Gn 9,1-7) e hizo una Alianza con ellos.

Nuestro texto nos propone los términos de una Alianza, ofrecida por Yahvé a la nueva humanidad (representada por Noé y su familia, presente y futura) y a todos los seres creados (representados por los animales que salían del Arca). En ella, Dios se compromete a destruir su “arco de guerra” y garantiza la perennidad del orden cósmico.

La Alianza con Noé se presenta, por tanto, como una Alianza completamente diferente de la Alianza hecha con Abraham, o de la Alianza hecha con Israel en el Sinaí, o de cualquier otra Alianza que Yahvé hace con los hombres. En las otras Alianzas, un individuo o un Pueblo eran llamados a una relación de comunión con Dios y aceptaban o no ese desafío; si el individuo o el Pueblo no aceptaban, no habría relación y, por tanto, no habría Alianza. Al contrario, la Alianza de Yahvé con Noé no implica ninguna adhesión o reconocimiento por parte del hombre, ni implica ninguna promesa, por parte del hombre en el sentido de no volver a andar por caminos de corrupción y de pecado. La Alianza que Yahvé hace con Noé aparece, así, como un puro don de Dios, fruto de su amor y de su misericordia. Es una Alianza incondicional y sin contrapartidas, que surge exclusivamente de la bondad y generosidad de Dios.

El signo de esta Alianza será el arco iris. En hebreo, la misma palabra (“qeshet”) designa al “arco iris” y al “arco de guerra”. Jugando con esta duplicidad, el teólogo sacerdotal autor de este texto, sugiere que Yahvé colgó en la pared del horizonte su “arco de guerra”, para demostrar al hombre sus intenciones pacíficas. El “arco iris”, signo bello y misterioso que toca el cielo y la tierra, es el “arco” de Yahvé, a través del cual la bondad de Dios abraza al mundo y a los hombres. El “arco iris” es así, para el teólogo sacerdotal, un signo que sugiere la voluntad que Dios tiene de ofrecer la paz a toda la creación.

Evidentemente, no fue Dios quien envió el diluvio para castigar a los hombres. Los catequistas de Israel utilizaron la vieja leyenda mesopotámica para enseñar que el pecado es algo incompatible con Dios y con los proyectos de Dios para el hombre y para el mundo; por eso, cuando el odio, la violencia, el egoísmo, el orgullo,

la prepotencia llenan el mundo y producen la infidelidad de los hombres, Dios tiene que intervenir para corregir el rumbo de la humanidad.
Esta catequesis nos recuerda, en el inicio de nuestro camino cuaresmal, que el pecado no es una realidad que pueda coexistir con esa vida nueva que Dios nos quiere ofrecer y que es nuestra vocación fundamental. El pecado destruye la vida y asesina la felicidad del hombre; por eso, tiene que ser eliminado de nuestra existencia.

El sentido general del texto que se nos propone apunta, con todo, en dirección a la esperanza. La Alianza que Dios hizo con Noé y con toda la humanidad, es totalmente gratuita e incondicional, que no depende del arrepentimiento del hombre o de las contrapartidas que el hombre pueda ofrecer a Dios. En los términos de esta Alianza se revela un Dios que se niega a hacer la guerra al hombre, que le bendice y le abraza, que le ama incluso cuando recorre caminos de pecado e infidelidad.
En esta Cuaresma, estamos invitados a hacer esta experiencia de un Dios que nos ama a pesar de nuestras infidelidades; y estamos invitados, también, a dejar que el amor de Dios nos transforme y nos haga renacer a una vida nueva.

La lógica del amor de Dios, amor incondicional, total, universal, que se derrama incluso sobre los que no se lo merecen, nos invita a repensar nuestra forma de vivir la vida y de tratar a nuestros hermanos.
¿Podremos sentirnos hijos de este Dios cuando utilizamos una lógica de venganza, de intolerancia, de incomprensión ante las fragilidades y limitaciones de los hermanos?
¿Podremos sentirnos hijos de este Dios cuando respondemos con una violencia mayor a aquellos que consideramos malos y violentos?
Tal vez este tiempo de Cuaresma que en estos días iniciamos sea un tiempo propicio para repensar nuestras actitudes y para convertirnos a la lógica del amor incondicional, a la lógica de Dios.

Comentario al evangelio – 12 de febrero

El evangelio de Marcos está montado sobre un armazón cuyos apoyos centrales son dos curaciones de ciego: una en Betsaida, que se narra a continuación del ingenuo diálogo que hemos escuchado, y otra en Jericó, que viene dos capítulos después.

Los discípulos de Jesús quedan en este evangelio muy malparados, como torpes para leer en profundidad las acciones y las palabras del Maestro. En esta composición pedagógica los únicos que hasta el presente (y vamos por la mitad del evangelio) han reconocido a Jesús como Mesías o Hijo de Dios han sido algunos demonios o endemoniados; mientras que los pobres seguidores ni siquiera han percibido que Herodes Antipas se siente incómodo con Jesús ni que algunos fariseos tienen sus reservas frente a la osadía de este original Maestro. Al parecer, los discípulos mismos, los íntimos de Jesús, podrían sucumbir a tal sensación de incomodidad y a tales reservas.

En esa situación, Jesús les pide que abran los ojos, que el evangelio tiene opositores. Pero, en su cortedad de entendederas, piensan que les habla de otra cosa (verdad es que el texto parece de acertijo, más propio de Jn que de Mc: “a ver quién sabe a qué llamo levadura…”). A ellos por el momento los preocupa más la comida material que el pensamiento del Maestro, esta vez expuesto con sutileza. La levadura les recuerda antes el pan que un cierto virus espiritual que pueda ir propagándose contra ellos.

La respuesta de Jesús es contundente. ¿Cómo pueden estar preocupados por el pan los que han sido testigos de la capacidad del Maestro para proporcionarles cuanto puedan necesitar? Jesús les reprocha su lentitud en el aprendizaje, y también su falta de profundidad en la visión, su superficialidad. Los invita a no quedarse en la corteza de las cosas, sino a mirar los acontecimientos en profundidad.

¿Nos guardamos nosotros de cierta “levadura ambiental” que pudiera entrar en colisión con nuestras convicciones evangélicas? ¿Tenemos la necesaria precaución y sentido crítico ante lo que hay a nuestro alrededor, para saber tomar y dejar? A veces nos encontramos con creyentes que se adaptan a cualquier cosa, simplemente con el pretexto de que “todo el mundo lo hace”, o, por el contrario, “eso ya no lo hace nadie”, como si el argumento sociológico-cuantitativo definiese la bondad o maldad de las cosas.

El evangelio narrará a continuación (mañana no lo leeremos por ser Miércoles de Ceniza) la curación del ciego de Betsaida. Solo la intervención de Jesús sobre nuestros ojos interiores, sobre nuestra vida, nos da el criterio certero. Si su evangelio no llega a permear nuestra mente y nuestro corazón, nos dirá también: “¿tan ciegos estáis?”

Severiano Blanco cmf