Vísperas – Lunes I de Cuaresma

VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Himno: ÉSTA ES LA HORA PARA EL BUEN AMIGO.

Ésta es la hora para el buen amigo,
llena de intimidad y confidencia,
y en la que, al examinar nuestra conciencia,
igual que siente el rey, siente el mendigo.

Hora en que el corazón encuentra abrigo
para lograr alivio a su dolencia
y, al evocar la edad de la inocencia,
logra en el llanto bálsamo y castigo.

Hora en que arrullas, Cristo, nuestra vida
con tu amor y caricia inmensamente
y que a humildad y a llanto nos convida.

Hora en que un ángel roza nuestra frente
y en que el alma, como cierva herida,
sacia su sed en la escondida fuente. Amén.

SALMODIA

Ant 1. El Señor se complace en los justos.

Salmo 10 – EL SEÑOR ESPERANZA DEL JUSTO

Al Señor me acojo, ¿por qué me decís:
«escapa como un pájaro al monte,
porque los malvados tensan el arco,
ajustan las saetas a la cuerda,
para disparar en la sombra contra los buenos?
Cuando fallan los cimientos,
¿qué podrá hacer el justo?»

Pero el Señor está en su templo santo,
el Señor tiene su trono en el cielo;
sus ojos están observando,
sus pupilas examinan a los hombres.

El Señor examina a inocentes y culpables,
y al que ama la violencia él lo detesta.
Hará llover sobre los malvados ascuas y azufre,
les tocará en suerte un viento huracanado.

Porque el Señor es justo y ama la justicia:
los buenos verán su rostro.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor se complace en los justos.

Ant 2. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Salmo 14 – ¿QUIÉN ES JUSTO ANTE EL SEÑOR?

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua,

el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,

el que no retracta lo que juró
aún en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.

El que así obra nunca fallará.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Ant 3. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Cántico: EL PLAN DIVINO DE SALVACIÓN – Ef 1, 3-10

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

El nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos consagrados
e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza,
las del cielo y las de la tierra.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA BREVE   Rm 12, 1-2

Os exhorto, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios; éste es vuestro culto razonable. Y no os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto.

RESPONSORIO BREVE

V. Yo dije: «Señor, ten misericordia.»
R. Yo dije: «Señor, ten misericordia.»

V. Sáname, porque he pecado contra ti.
R. Señor, ten misericordia.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Yo dije: «Señor, ten misericordia.»

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Lo que hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos conmigo lo hicisteis.

PRECES

Invoquemos al Señor Jesús, que nos ha salvado a nosotros, su pueblo, librándonos de nuestros pecados, y digámosle humildemente:

Jesús, Hijo de David, compadécete de nosotros.

Te pedimos, Señor Jesús, por tu Iglesia santa, por la que te entregaste para consagrarla con el baño del agua y con la palabra:
purifícala y renuévala por la penitencia.

Maestro bueno, haz que los jóvenes descubran el camino que les preparas
y que respondan siempre con generosidad a tus llamadas.

Tú que te compadeciste de los enfermos que acudían a ti, levanta la esperanza de nuestros enfermos
y haz que imitemos tu gesto generoso y estemos siempre atentos al bien de los que sufren.

Haz, Señor, que recordemos siempre nuestra condición de hijos tuyos, recibida en el bautismo,
y que vivamos siempre para ti.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Da tu paz y el premio eterno a los difuntos
y reúnenos un día con ellos en tu reino.

Con el gozo de sabernos hijos de Dios, acudamos a nuestro Padre, diciendo:

Padre nuestro…

ORACION

Conviértenos a ti, Dios salvador nuestro, y ayúdanos a progresar en el conocimiento de tu palabra, para que así la celebración de esta Cuaresma dé en nosotros fruto abundante. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 19 de febrero

Lectio: Lunes, 19 Febrero, 2018

Tiempo de Cuaresma

1) ORACIÓN INICIAL

Conviértenos a ti, Dios Salvador nuestro; ilumínanos con la luz de tu palabra, para que la celebración de esta Cuaresma produzca en nosotros sus mejores frutos. Por nuestro Señor.

2) LECTURA DEL EVANGELIO

Del santo Evangelio según Mateo 25,31-46

«Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria. Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y acudisteis a mí.’ Entonces los justos le responderán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero, y te acogimos; o desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel, y acudimos a ti?’ Y el Rey les dirá: ‘En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis.’ Entonces dirá también a los de su izquierda: ‘Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y en la cárcel, y no me visitasteis.’ Entonces dirán también éstos: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento o forastero o desnudo o enfermo o en la cárcel, y no te asistimos?’ Y él entonces les responderá: ‘En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo.’ E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna.»

3) REFLEXIÓN

• El Evangelio de Mateo presenta a Jesús como el nuevo Moisés. Como Moisés, Jesús promulgó la Ley de Dios. Como la antigua Ley, así la nueva ley dada por Jesús tiene cinco libros o discursos. El Sermón del Monte (Mt 5,1 a 7,27), el primer discurso, se abre con las ocho bienaventuranzas. El Sermón de la Vigilancia (Mt 24,1 a 25,46), el quinto y último se cierra con la descripción del Juicio Final. Las bienaventuranzas describen la puerta de entrada para el Reino de Dios, enumerando ocho categorías de personas: los pobres de espíritu, los mansos, los afligidos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de corazón limpio, los promotores da paz y los perseguidos por causa de la justicia (Mt 5,3-10). La parábola del Juicio Final cuenta lo que debemos hacer para poder tomar posesión del Reino: acoger a los hambrientos, a los sedientos, a los extranjeros, a los desnudos, a los enfermos y presos (Mt 25,35-36). Tanto en el comienzo como al final de la Nueva Ley, están los excluidos y los marginados. 

• Mateo 25,31-33: Abertura del Juicio Final. El Hijo del Hombre reúne a su alrededor a las naciones del mundo. Separa a las personas como el pastor separa a las ovejas de los cabritos. El pastor sabe discernir. El no se equivoca: las ovejas a la derecha, los cabritos a la izquierda. El sabe discernir a los buenos y a los malos. Jesús no juzga, ni condena (cf. Jn 3,17; 12,47). El apenas separa. Es la persona misma la que juzga o se condena por la manera como se porta en relación con los pequeños y los excluidos. 

• Mateo 25,34-36: La sentencia para los que están a la derecha del Juez. Los que están a su derecha son llamados “¡Benditos de mi Padre!”, esto es, reciben la bendición que Dios prometió a Abrahán y a su descendencia (Gen 12,3). Ellos son convidados a tomar posesión del Reino, preparado para ellos desde la fundación del mundo. El motivo de la sentencia es éste: «Tuve hambre y sed, era extranjero, estaba desnudo, enfermo y preso, y ustedes me acogieron y ayudaron”. Esta frase nos hace saber quiénes son las ovejas. Son las personas que acogieron al Juez cuando éste estaba hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo y peso. Y por el modo de hablar «mi Padre» e «Hijo del Hombre», sabemos que el Juez es Jesús mismo. ¡El se identifica con los pequeños!

• Mateo 25,37-40: Una demanda de esclarecimiento y la respuesta del Juez: Los que acogen a los excluidos son llamados “justos”. Esto significa que la justicia del Reino no se alcanza observando normas y prescripciones, pero sí acogiendo a los necesitados. Pero lo curioso es que los justos no saben cuándo fue que acogieron a Jesús necesitado. Jesús responde: «¡Toda vez que lo hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis!» ¿Quiénes son estos «hermanos míos más pequeños»? En otros pasajes del Evangelio de Mateo, las expresiones «hermanos míos» y «pequeñuelos» indican a los discípulos (Mt 10,42; 12,48-50; 18,6.10.14; 28,10). Indican también a los miembros más abandonados de la comunidad, a los despreciados que no tienen a dónde ir y que no son bien recibidos (Mt 10,40). Jesús se identifica con ellos. Pero no es sólo esto. En el contexto tan amplio de esta parábola final, la expresión «mis hermanos más pequeños» se alarga e incluye a todos aquellos que en la sociedad no tienen lugar. Indica a todos los pobres. Y los «justos» y los «benditos de mi Padre» son todas las personas de todas las naciones que acogen al otro en total gratuidad, independientemente del hecho de ser cristiano o no. 

• Mateo 25,41-43: La sentencia para los que están a su izquierda. Los que están del otro lado del Juicio son llamados “malditos” y están destinados al fuego eterno, preparado por el diablo y los suyos. Jesús usa el lenguaje simbólico común de aquel tiempo para decir que estas personas no van a entrar en el Reino. Y aquí también el motivo es uno sólo: no acogieron a Jesús hambriento, sediento, extranjero, desnudo, enfermo y preso. No es Jesús que nos impide entrar en el Reino, sino nuestra práctica de no acoger al otro, la ceguera que nos impide ver a Jesús en los pequeños.

• Mateo 25,44-46: Un pedido de aclaración y la respuesta del Juez. El pedido de esclarecimiento muestra que se trata de gente que se porta bien, personas que tienen la conciencia en paz. Están seguras de haber practicado siempre lo que Dios les pedía. Por eso se extrañan cuando el Juez dice que no lo acogieron. El Juez responde: “¡Todas las veces que no hicieron esto a unos de estos pequeños, conmigo dejasteis de hacerlo!” ¡La omisión! ¡No hicieron más! Apenas dejaron de practicar el bien a los pequeños y acoger a los excluidos. Y sigue la sentencia final: estos van para el fuego eterno, y los justos van para la vida eterna. ¡Así termina el quinto libro de la Nueva Ley!

4) PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL

• ¿Qué es lo que más te ha llamado la atención en la parábola del Juicio Final?

• Párate y piensa: si el Juicio final fuera hoy, ¿tú estarías del lado de las ovejas o de los cabritos?

5) ORACIÓN FINAL

Los preceptos de Yahvé son rectos,
alegría interior;
el mandato de Yahvé es límpido,
ilumina los ojos. (Sal 19,9)

Orar a tiempo y a destiempo

ORAR A TIEMPO Y A DESTIEMPO

Primer apunte de Cuaresma

La Cuaresma, pisándole los talones a la primavera, viene a brindarnos cada año la reiterada oportunidad del perdón y de la gracia; de resucitar el hombre nuevo, que anida en nosotros desde el Bautismo, pero que dormita, anémico, entre rutinas y desganas, entre la miopía espiritual y la esclerosis religiosa. ¡Cuánto necesitamos la sacudida y el empujón hacia adelante! Sabemos que la Cuaresma no es un periodo mágico, pues todas las fechas del calendario son momentos de gracia; pero ahora la Iglesia sacude las conciencias, la Palabra nos llama a conversión, el Espíritu agita nuestras ramas. Resuenan poderosas en estas semanas las palabras de los Profetas y calan, como lluvia mansa, las sentencias de Jesús en el Sermón de la Montaña, convidándonos a la oración, al ayuno y a la limosna. Vamos con la primera. Orar es hablar. Orante y orador tienen la misma raíz, el os oris latino que significa boca. Hablamos con nuestros semejantes, hablamos con Dios. El que no ora, el que no practica la oración, queda como mudo, encerrado en sí mismo, desconectado de Dios. Y no es que hagan falta palabras sonoras para entenderse con Él; eso es la oración vocal, el rezo; pero vale también, y a veces mejor, la mental, el enlace con Dios de corazón a corazón. En ambos casos, la oración es un ejercicio precioso de la fe, la esperanza y el amor; es la respiración del alma. Da pena que la oración nos resulte tantas veces empinada, como una carga pesada, como un esfuerzo en el vacío. Nos aturde el ruido de la calle y de la vida, nos confunden y turban por dentro los remolinos del alma y las desazones de nuestro corazón. Y no es que nos falte la nostalgia de Dios ni la sed del encuentro con Él. ¡Ah si lográsemos habitar en sus moradas, caminar en su presencia, disfrutar de su amistad! Por contra, oramos poco, cayendo en el círculo vicioso de los que padecen a la vez anemia e inapetencia. Necesitan alimentarse y tienen el estómago de punta. ¿Cómo romper el círculo vicioso, la pescadilla que se muerde la cola? Sólo entrando en las paradojas del Evangelio, en los misterios del Reino de Dios. En nuestro caso, pedir la gracia de orar, orar por nuestra oración. -Señor, ábreme los labios y mi boca proclamará tu alabanza.

El don de la oración

Digamos entonces, exagerando un tanto, que la oración no es cosa de hombres, sino otorgamiento gracioso de Dios. Entiéndase. Tampoco se trata de un monólogo divino, puesto que consiste en una comunicación suya con nosotros. ¿De quién es la iniciativa? De Dios, por supuesto, pero sin convertirnos en autómatas. Suya es la llamada, suya la gracia. Nuestra, la respuesta y no sin su ayuda. Sentir el deseo, experimentar la nostalgia de la oración, es ya un signo de la presencia divina en nosotros. Lo más frecuente es que Dios tome la iniciativa. «Hoy si escucháis la voz del Señor, no endurezcáis el corazón» (Sal 94). «Mira, que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré con él y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Habría que preguntarse, cuando se suprime, se acorta o se descuida la oración, hasta qué punto la valoramos, en qué medida la estamos impidiendo con el montaje ordinario de nuestros modos de vida. Hay que buscar, se nos dice, tiempo y espacio para la oración. Nadie discute esto en teoría. Los hombres y mujeres de especial consagración en la Iglesia incluyen la oración en su regla de vida. Jesús recomienda en el Sermón de la Montaña: «Cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que está en lo escondido, te recompensará» (Mt. 6,6). Nada se nos dice sobre la duración concreta de la plegaria, salvo la recomendación reiterada de Jesús y de sus Apóstoles de orar sin interrupción. San Pablo la recomienda cuatro veces, en sus Cartas a los Romanos y a los Tesalonicenses. Mas, la experiencia demuestra que no les resulta asequible el espíritu de oración continua, la presencia de Dios ininterrumpida, a quienes no introducen en su agenda diaria un espacio contemplativo, un tiempo para el encuentro exclusivo con Dios. Difícil encontrar hoy tiempo y espacio para la oración personal de muchos laicos, hombres y mujeres, y hasta de bastantes sacerdotes. Pero, cuando se descubre esta preciosa margarita, algo habría que hacer para comprarla.

Oración y oraciones

La experiencia propia de cada cual y lo que, sin espionaje, se observa en la existencia de los demás, nos convence cada día más de que no hay progreso en la vida cristiana sin un crecimiento paralelo en la oración, ni avanza tampoco la experiencia orante si no tiene por cobertura una impregnación de todo el comportamiento por el espíritu de las Bienaventuranzas. No se avienen entre sí el crecer en la oración, sin hacerlo en santidad, ni tampoco lo contrario. ¿Es lo mismo oración que oraciones? Líbreme Dios de alabar lo primero despreciando lo segundo. Oraciones son los salmos, el Padrenuestro, el Avemaría, las preces y los himnos del Oficio divino, la tradición devocional de la Iglesia. Son, las más de las veces, una ayuda impagable para la oración. Es muy de lamentar que, en las familias y en las catequesis, no se memoricen ya los modelos escritos e impresos de la Iglesia orante de siempre. Pero, ahora y aquí, quiero y debo hablar de la oración cristiana en su sentido más hondo y teologal. A saber: – Como experiencia personal de nuestra condición de hijos de Dios por el Bautismo, abiertos a la confianza plena en el Padre: «Mirad en qué medida nos ha amado el Padre, de modo que nos llamemos, y lo seamos realmente, hijos de Dios» (1Jn 2,1). – Como miembros de Cristo, hijos en el Hijo, incorporados por el Bautismo a su cuerpo resucitado: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3,17). «Vivo yo, pero ya no soy yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). – Como receptores del don del Espíritu, que habita, actúa y ora en nosotros: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rm 5,5); «Y por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que grita: Abba, Padre» (Gal. 4,6).

Dios invade nuestra vida

La oración como experiencia, cultivo y desarrollo de nuestro ser cristiano, de nuestra comunión y comunicación con la Trinidad de Dios. Más que acercarnos a la realidad divina, es ésta la que nos inunda a nosotros, la que nos transforma y, consiguientemente, nos diviniza, en todo lo que somos, tenemos y hacemos. Una oración así informa todo el resto de la existencia. Sin milagros ni angelismos, de forma gradual, iluminando todos los reductos humanos de nuestra vida. Para aproximarnos a ella hemos de nutrirnos ante todo de la lectura creyente y meditada de la Escritura. «A Dios le hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras» (DV 25). Hemos de alimentarnos de la experiencia de los santos, alimentarnos con la Eucaristía, recitar en privado y en comunidad la Liturgia de las horas, practicar asiduamente la mortificación cristiana y el ejercicio de las virtudes. Oración y vida se reclaman mutuamente. Entran en este modelo de oración la alabanza, la acción de gracias, la reparación, la intercesión, la impetración humilde de los favores divinos, incluso de los más sencillos y materiales. Caben también los rezos tradicionales, las oraciones entrañables de nuestra infancia. La oración teologal y trinitaria es la que genera también más presencia de Dios en nuestras vidas, aunque esto es una limosna suya que Él otorga a sus pequeños, incluidos los mejores teólogos. Siempre se ha hablado de la vida de oración como de vida espiritual. Bien dicho, pero con tal que se entienda del Espíritu con mayúscula y no del mío personal, que vive de prestado en este asunto.

Antonio MONTERO
Arzobispo de Mérida-Badajoz

Subida al Tabor

DOMINGO II DE CUARESMA

Tras dejar el desierto emprendemos la etapa de montaña. Esta será una etapa menos dura, pero no exenta de di cultad. A una montaña no se sube por un camino recto ni asfaltado, sino por senderos con altos y bajos, con caídas, rasguños, heridas y dolor. Pero cuando se llega a la cima se contempla el mundo, el paisaje con otros ojos, unos ojos más cercanos a los de Dios. Lo bueno de esta subida es que no la harás solo sino acompañado de Jesús, que es quien te ha invitado a acompañarle. ¡¡Adelante, pégate a Él y sigue caminando!!

Señor, concédeme la gracia, en esta etapa, de abrir bien los oídos de mi corazón para descubrir tu presencia y escuchar tu voz.

La guía de la Palabra de Dios

Primera lectura: Gn 22, 1-2.9-13.15-18: “Te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa”.

Segunda lectura: Rm 8, 31b-34: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

Evangelio: Mc 9, 2-10

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:

-«Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para , otra para Moisés y otra para Elías.»

Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:

-«Éste es mi Hijo amado; escuchadlo.»

De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:

-«No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Esto se les quedó grabado, y discu an qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».

 

Subir al monte

En la Biblia, como en muchas otras tradiciones religiosas, la montaña no es un simple lugar geográfico. La montaña es un lugar simbólico y teológico, una forma de hablar del lugar sagrado donde Dios se mani esta, donde se encuentra con sus elegidos, con su pueblo, con la humanidad. La montaña es el lugar del encuentro con Dios. Las cumbres de las montañas en la Biblia han sido símbolos de grandes encuentros de Dios con el hombre, y lugares donde se han dado hechos que han marcado el curso de la historia.

En la vida de Jesús las montañas han sido, también, lugares significativos, que han marcado momentos importantes y que nos han dejado enseñanzas cruciales para nuestra vida cristiana. El monte Tabor donde recibe una nueva experiencia del amor de su Padre o el monte Calvario donde se entrega por amor a nosotros, son ejemplos de esta reflexión. Subir al monte Tabor significa dar un paso en nuestra fe pues no seremos capaces de ascender al Calvario si antes no hemos vivido la experiencia del Tabor, donde nos abastecemos de la fuerza necesaria para llevar la cruz del discípulo y después ser resucitados con Él, para proclamar su nombre hasta los confines de la erra.

Así nos los enseña Jesús que, antes de ir al Calvario, ascendió al Tabor porque su destino doloroso sólo se puede contemplar adecuadamente desde la perspectiva del amor de Dios. Si Jesús vive la experiencia del Tabor antes de la del Calvario, es porque nadie puede ir al sufrimiento y a la cruz si antes no ha experimentado el amor de Dios.

Diario del peregrino

VER

La manera de caminar hacia el monte Tabor es la oración, a través de ella podemos entender la grandeza de Dios, descubrirlo y escucharlo, y así convertirnos en discípulos misioneros, que viven con el deseo de acercar a otras personas a la luz de la Palabra.

¿Cómo es mi oración? ¿Realmente me ayuda a ascender a ese lugar de encuentro con Dios?

¿Cuido los momentos de oración? ¿Los preparo? ¿Forman parte de mi vida diaria o los busco en momentos esporádicos, cuando estoy en el equipo de vida o grupo, cuando tengo tiempo o busco un poco de paz?

¿Qué lugar ocupa la Palabra de Dios en tu oración? ¿La medito diariamente?

¿Recuerdas alguna experiencia personal de “transfiguración” en la que pudiste sentir esta presencia luminosa de Jesús (encuentro, retiro, campamento, celebración…)? ¿En qué te ayudó para tu vida cotidiana?

JUZGAR

“La voz de orden para los discípulos y para nosotros es esta: ‘Escuchadlo’. Escuchen a Jesús. Es él el Salvador: seguidlo. Escuchar a Cristo, de hecho comporta asumir la lógica de su ministerio pascual, ponerse en camino con él, para hacer de la propia existencia un don de amor a los otros, en dócil obediencia con la voluntad de Dios, con una actitud de separación de las cosas mundanas y de libertad interior. Es necesario, en otras palabras, estar prontos a ‘perder la propia vida’, donándola para que todos los hombres sean salvados, y para que nos reencontremos en la felicidad eterna.

El camino de Jesús siempre nos lleva a la felicidad. No nos olvidemos: el camino de Jesús siempre nos lleva a la felicidad, habrá en medio una cruz o las pruebas, pero al nal nos lleva siempre a la felicidad. Jesús no nos engaña. Nos prome ó la felicidad y nos la dará si seguimos su camino”. (S.S.Francisco, Ángelus 1 de marzo de 2015).

La experiencia de la tras guración en nuestra vida nos hace comprender la promesa de felicidad que Jesús nos hace. No es algo utópico, sino que el Señor nos regala momentos donde tener la certeza de que andamos por su camino. Son momentos intensos de oración donde podemos escucharlo con claridad.

Busca estos momentos, déjate conducir por Jesús y pídele que te conceda la gracia de saber escucharlo. “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo».

¿Qué te dice?

ACTUAR

El Reino de Dios está cerca, nos dice el Evangelio de esta etapa, está dentro de ti.

Desde la experiencia de la Trans guración en tu vida ¿a qué te comprometes?

¿Qué puedes hacer en esta cuaresma para mantenerlo así?

 

Recursos para el camino

Canto: Jesús Adrían Romero

Aunque mis ojos
No te puedan ver
Te puedo sentir

Sé que estás aquí
Aunque mis manos
No pueden tocar
Tu rostro señor

Sé que estás aquí… [ ohhhohhh ]

Mi corazón
Puede sentir tu presencia
Tú estás aquí [2x]
Puedo sentir tu majestad
Tú estás aquí [2x]
Mi corazón puede mirar tu hermosura
Tú estás aquí [2x]
Puedo sentir
Tu gran amor
Tú estás aquí [2x]

Santa Teresa de Jesús te dice…

Represéntate al mismo Señor junto con vos y mirá con qué amor y humildad te está enseñando. Y creeme, mientras puedas no estés sin tan buen amigo.

No te pido ahora que pienses en Él ni que saques muchos conceptos ni que hagas grandes y delicadas consideraciones con tu entendimiento; solo te pido que lo mires. Pues nunca quita el Señor los ojos de vos. Tené en cuenta que no está aguardando otra cosa, sino que lo mires.

¿Tan necesitado estás, Señor y Bien mío, que querés admitir una pobre compañía como la mía, y veo en tu rostro que te consolás conmigo?

Juntos andemos, Señor. Por donde vayas, tengo de ir. Por donde pases, tengo que pasar.

Permanecé junto a este buen Maestro, con mucha determinación de aprender lo que te enseña, y Él hará que no dejéis de salir buen discípulo, ni te dejará si vos no lo dejás. Mirá las palabras que dice aquella boca divina, y enseguida entenderás el amor que te tiene. No es pequeño bien y regalo del discípulo ver que su maestro lo ama…

(SANTA TERESA DE JESÚS, Camino de Perfección 26)

… mira a Jesús

Spe Salvi – Benedicto XVI

19. Hemos de fijarnos brevemente en las dos etapas esenciales de la concreción política de esta esperanza, porque son de gran importancia para el camino de la esperanza cristiana, para su comprensión y su persistencia. Está, en primer lugar, la Revolución francesa como el intento de instaurar el dominio de la razón y de la libertad, ahora también de manera políticamente real. La Europa de la Ilustración, en un primer momento, ha contemplado fascinada estos acontecimientos, pero ante su evolución ha tenido que reflexionar después de manera nueva sobre la razón y la libertad. Para las dos fases de la recepción de lo que ocurrió en Francia, son significativos dos escritos de Immanuel Kant, en los que reflexiona sobre estos acontecimientos. En 1792 escribe la obra: « Der Sieg des guten Prinzips über das böse und die Gründung eines Reichs Gottes auf Erden » (La victoria del principio bueno sobre el malo y la constitución de un reino de Dios sobre la tierra). En ella dice: « El paso gradual de la fe eclesiástica al dominio exclusivo de la pura fe religiosa constituye el acercamiento del reino de Dios »[17]. Nos dice también que las revoluciones pueden acelerar los tiempos de este paso de la fe eclesiástica a la fe racional. El « reino de Dios », del que había hablado Jesús, recibe aquí una nueva definición y asume también una nueva presencia; existe, por así decirlo, una nueva « espera inmediata »: el « reino de Dios » llega allí donde la « fe eclesiástica » es superada y reemplazada por la « fe religiosa », es decir por la simple fe racional. En 1794, en su obra « Das Ende aller Dinge » (El final de todas las cosas), aparece una imagen diferente. Ahora Kant toma en consideración la posibilidad de que, junto al final natural de todas las cosas, se produzca también uno contrario a la naturaleza, perverso. A este respecto, escribe: « Si llegara un día en el que el cristianismo no fuera ya digno de amor, el pensamiento dominante de los hombres debería convertirse en el de un rechazo y una oposición contra él; y el anticristo […] inauguraría su régimen, aunque breve (fundado presumiblemente en el miedo y el egoísmo). A continuación, no obstante, puesto que el cristianismo, aun habiendo sido destinado a ser la religión universal, no habría sido ayudado de hecho por el destino a serlo, podría ocurrir, bajo el aspecto moral, el final (perverso) de todas las cosas »[18].


[17] En Werke IV: W. Weischedel, ed. (1956), 777. Las páginas sobre la Victoria del principio buenoconstituyen, como es sabido, el tercer capítulo del escrito Die Religion innerhalb der Grenzen der bloßen Vernunft (La religión dentro de los límites de la mera razón), publicado por Kant en 1793.

[18] I. Kant, Das Ende aller Dinge: Werke IV, W. Weischedel, ed. (1964), 190.

Homilía – Domingo II de Cuaresma

1.- El símbolo de la montaña.

La montaña es un símbolo muy sugerente, que no ha pasado desapercibido para los hombres de la Biblia. Está cerca del cielo, confundiéndose con la misma luz y respirando el aire más puro. Subir a la montaña evoca la imagen de la superación, la constancia, la liberación de la pesadumbre del valle. Desde allí todo se contempla con otra perspectiva: el hombre se siente más ágil, dominador. Lo alto, la cumbre, la cima más allá de la cual no hay otra, un horizonte sin barreras, el final dé lo tangible… Grandes manifestaciones de Dios han ocurrido en la montaña; basta recordar el Sinaí (Ex 19, 16 ss.). El gran acto de la fe de Abraham y el cumplimiento de la Promesa por parte de Dios, se realizan también en la montaña (Gen 22, 1 ss.). El Evangelio de hoy nos dice que Jesús «subió con ellos a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador… Se le aparecieron Moisés y Elías». Todos estos rasgos son los símbolos de la transfiguración humana según el modelo de la condición divina.

2.- La montaña como tentación.

La montaña, la meta, el final de todo esfuerzo, el triunfo o la victoria, pueden ser una tentación. Los Apóstoles se dieron cuenta, por un momento, de que estaban arriba y se apresuraron a decir: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9, 5).

Los cristianos tenemos el peligro de refugiarnos en la montaña, cobardemente. En el fondo, para muchos, la oración es una huida. Nos refugiamos en un ámbito ideal, imaginado; no sabemos ni con quién. Sólo que en ese gesto nos encontramos a gusto, lejos de la pesadumbre cotidiana. Lo mismo puede pasar con la comunidad, el grupo. Todo ello nos puede llevar a un falso espiritualismo, a los espacios verdes creados por el espejismo de deseos sin alcanzar. A veces caemos en la tentación de quedarnos sentados en el camino, esperando que el Reino venga a nosotros. Pero no vendrá. No hay cielo ni tierra prometida para los que se sientan, para los que suspiran por el cielo despreciando la tierra, para los que quieren alcanzar el cielo sin transformar el mundo, para los que cuelgan las cítaras en los sauces del río y comienzan a lamentarse y a recordar a Jerusalén (Sal 136).

Cuántos confundimos aún la transfiguración cristiana con estar fuera del mundo, en la altura, sin el ruido, sin el equívoco normal de toda situación; encarnados en la posesión de la verdad, como un pedestal; amparados en la contemplación de la verdad pura, contemplándonos en el bruñido dogma, más allá del bien y del mal, por encima de la zozobra, la angustia, la contaminación y el agobio de la existencia.

«Miramos al cielo y contamos las estrellas» (Gen 15, 5). Pero hoy no se puede estar sólo mirando al cielo. Tendremos que escuchar de nuevo la increpación de los ángeles a la comunidad primitiva, que había puesto toda su ilusión en las alturas- «Galileos, ¿qué hacéis ahí, mirando al cielo? El que habéis visto subir volverá» (Act 1, 11). A la tierra es necesario volver, en donde encontraremos al Señor Jesús.

3.- La montaña entrevista, la transfiguración, es como un alto en el camino, como una fuerza, un coraje para seguir hacia adelante.

— En la montaña, en la oración, en la liturgia, en la reunión de la comunidad, en el grupo cristiano, no se sale y se escapa el hombre del mundo. El tema de conversación, el objeto de celebración es la vida diaria. «Se habla del Éxodo» (Lc 9, 31), del acontecimiento diario, de su complejidad y de su exigencia, del fracaso, la debilidad y el compromiso. La oración sólo puede ser verdad cuando es un encuentro con lo cotidiano en profundidad, en actitud de revisión (Ex 3, 7 ss.).

— Descubrir la montaña, intuir la tierra prometida, es un compromiso y un quehacer. «Este es mi Hijo, mi programa, escuchadle» (Mc 9, 7). En El se ha realizado la posesión de la tierra prometida a la descendencia (Gen 22, 15 ss.). Para que nosotros podamos llegar a las metas del hombre nuevo, ha sido sellada una alianza en la Sangre de Jesús de Nazaret.

Moisés en la montaña escuchó una misión. El prefería quedarse contemplando el santo resplandor de la zarza ardiendo (Ex 3, 155). Alegaba que era tartamudo, como Abraham viejo. Pero la voz imperiosa seguía clamando desde la montaña: baja al valle, a la calle de la ciudad, despierta todas las opresiones, injusticias, egoísmos y esclavitudes de Egipto, de Jerusalén y de todos los poderes; convoca un éxodo: haz salir al pueblo hacia la liberación, de la tierra extraña a una tierra propia; escala el calvario de la desesperanza, para llegar a la otra colina de la Ascensión, de la liberación, superando el vado —como un mar Rojo—de la muerte.

La montaña, la Promesa, la ciudadanía que esperamos es una fuente de energía, de poder. Son las primicias o las arras de nuestro por- venir. La garantía que nos permite lanzarnos al negocio. Tomar contacto con la promesa es como un trampolín, una rampa de lanzamiento, un cohete propulsor.

— La transfiguración nos avisa que la montaña es una conquista: Jesús, como Abraham (Gen 22, 1-2), está abocado al fracaso; ve que la muerte se le viene encima, se le traga y le aplasta como en el derrumbamiento de un edificio. Sin embargo, espera; tiene presente la montaña, la conquista, el deseo de superación, la victoria. En el camino de Jerusalén, para morir, entrevé la vida; en la fatiga de la lucha, la posesión del descanso; en el fracaso de su obra, un triunfo. Jesús acepta, que la historia de los creyentes, Moisés y Elías, la ley y los profetas, le iluminen el camino, le descubran su sentido, le revelen su éxodo y la Pascua.

— La montaña de la transfiguración es como una esperanza; pero en la vida «Jesús se encontró sólo» (Mc 9, 8). Es la experiencia humana. Abraham comienza también su grave aventura «sin descendencia». «¿Por qué me has desamparado?» (Mc 15, 34) Estamos angustiosamente solos. Y no lo resistimos. Pedimos pruebas, buscamos la tierra ya, queremos descendencia inmediata. Solos, pero con la fe. Fe en la promesa y en la Alianza. Solos, pero sobre la Realidad total, acogedora, que nos da fuerzas, que nos ayuda a andar, que germina todas nuestras posibilidades. Solos, pero con la firme experiencia «de que una antorcha ardiente ha pasado entre los trozos de nuestra existencia y nos hemos estremecido de fuerza y confianza» (Gen 15, 17). Solos, sin montaña, sin cielo, con oposición, abocados al fracaso, impotentes ante la obra de la liberación. Solos ante el mundo, ante nosotros, mirando de soslayo al cielo, pero abocados irremediablemente a construir la tierra, a hacer el éxodo del pueblo, a transformar nuestra humilde condición humana, a consumar nuestra obra por medio de la muerte.

Solos, con la fe, que es la victoria que vence al mundo. Ella es la garantía de lo que se espera (Hech 11, 1.8; 12, 2-4).

Jesús Burgaleta

Mc 9, 1-9 (Evangelio Domingo II de Cuaresma)

La segunda parte del Evangelio de Marcos comienza con un anuncio de la Pasión, puesto en boca de Jesús (cf. Mc 8,31-32). A estas alturas, los discípulos ya habían percibido que Jesús era el Mesías libertador que Israel esperaba (cf. Mc 8,29); más aún, crían que la misión mesiánica de Jesús se debía concretar en un triunfo militar sobre los opresores romanos. Marcos va a explicar a los creyentes, a quien el Evangelio se destina, que el proyecto mesiánico de Jesús no se va a concretar en triunfos humanos, sino en la cruz, esto es, en el amor y en la donación de la vida.

El relato de la transfiguración de Jesús es precedido del primer anuncio de la pasión (cf. Mc 8,31-33) y de una instrucción sobre las actitudes propias del discípulo (invitado a renunciar a sí mismo, a tomar su cruz y a seguir a Jesús en su camino de amor y de entrega de la vida, (cf. Mc 8,34-38). Después de haber oído hablar del “camino de la cruz” y de haber constatado aquello que Jesús pide a los que le quieren seguir, los discípulos están desanimados y frustrados, pues la aventura por la que apostaron parece encaminarse hacia un rotundo fracaso; ven esfumarse, en esa cruz que será plantada en una colina de Jerusalén, sus sueños de gloria, de honras, de triunfos y se preguntan si vale la pena seguir a un maestro que nada más puede ofrecer la muerte en cruz.

En este contexto Marcos sitúa el episodio de la transfiguración. La escena constituye una palabra de ánimo para los discípulos (y para los creyentes, en general), pues en ella se manifiesta la gloria de Jesús y se atestigua que él es, a pesar de la cruz que se acerca, el Hijo amado de Dios. Los discípulos reciben, así, la garantía de que el proyecto que Jesús presenta es un proyecto que viene de Dios; y, a pesar de sus propias dudas, reciben un complemento de esperanza que les permite “embarcarse” y apostar por ese proyecto.

Literariamente, la narración de la transfiguración es una teofanía, o sea, una manifestación de Dios. Por tanto, el autor del relato va a poner en escena todos los ingredientes que, en el imaginario judío, acompañan las manifestaciones de Dios (y que encontramos casi siempre presentes en los relatos teofánicos del Antiguo Testamento): el monte, la voz del cielo, las apariciones, los vestidos relucientes, la nube, el mismo miedo y la perturbación de aquellos que presencian el encuentro con lo divino.

Esto quiere decir lo siguiente: no estamos ante un relato fotográfico de acontecimientos, sino ante una catequesis (construida de acuerdo con el imaginario judío) destinada a enseñar que Jesús es el Hijo amado de Dios, que trae a los hombres un proyecto que viene de Dios.

Esta página de catequesis, destinada a enseñar que Jesús es el Hijo de Dios y que el proyecto que él propone viene de Dios, está construida sobre elementos simbólicos sacados del Antiguo Testamento.

¿Que elementos son esos?

El monte, nos sitúa en un contexto de revelación: es siempre en un monte donde Dios se revela; y, en especial, es en la cima de un monte en la que hace una alianza con su Pueblo.

La mudanza del rostro y los vestidos relucientes, muy blancos, recuerdan el resplandor de Moisés, al descender del Sinaí (cf. Ex 34,29), después de encontrarse con Dios y de recibir las tablas de la Ley.

La nube, por su parte, indica la presencia de Dios: era en la nube donde Dios manifestaba su presencia, cuando conducía a su Pueblo a través del desierto (cf. Ex 40,35; Nm 9,18.22; 10,34).

Moisés y Elías representan la Ley y los Profetas (que anuncian a Jesús y que permiten entenderle); además de eso, son personajes que, de acuerdo con la catequesis judía, debían aparecer el “día del Señor”, cuando se manifestase la salvación definitiva (cf. Dt 18,15-18; Mal 3,22-23).

El temor y la perturbación de los discípulos es la reacción lógica de cualquier hombre o mujer, ante la manifestación de grandeza, de omnipotencia y de majestad de Dios (cf. Ex 19,16; 20,18-21).

Las tiendas parecen aludir a la “fiesta de las tiendas”, en que se celebraba el tiempo del éxodo, cuando el Pueblo de Dios habitó en “tiendas”, en el desierto.

El mensaje fundamental, amasado con todos estos elementos, pretende decir quien es Jesús.

Recorriendo la simbología del Antiguo Testamento, el autor deja claro que Jesús es el Hijo amado de Dios, en quien se manifiesta la gloria del Padre. Él es, también, ese Mesías libertador y salvador esperado por Israel, anunciado por la Ley (Moisés) y por los Profetas (Elías). Más aún: él es un nuevo Moisés, esto es, aquel a través de quien el propio Dios da a su Pueblo la nueva ley y a través de quien Dios propone a los hombres una nueva Alianza.

De la acción liberadora de Jesús, el nuevo Moisés, nacerá un nuevo Pueblo de Dios. Con ese nuevo Pueblo, Dios va a hacer una nueva Alianza; y va a recorrer con él los caminos de la historia, conduciéndolo a través del “desierto” que conduce de la esclavitud a la libertad.

Esta presentación tiene como destinatarios a los discípulos de Jesús (ese grupo desanimado y frustrado porque en el horizonte próximo de su líder está la cruz y porque el maestro exige de los discípulos que acepten recorrer un camino semejante). Apunta hacia la resurrección, aquí anunciada por la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús, por los “vestidos relucientes, muy blancos” (que recuerdan la túnica blanca del “joven” sentado junto al sepulcro de Jesús y que anuncia a las mujeres la resurrección (cf. Mc 16,5), y por la recomendación final de Jesús (“No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos”, Mc 9,9): les dice que la cruz no tendrá la última palabra, pues al final del camino de Jesús (y, consecuentemente, de los discípulos que siguen a Jesús) está la resurrección, la vida plena, la victoria sobre la muerte.

Una palabra final para el deseo, manifestado por Pedro, de construir tres tiendas en la cima del monte, como si pretendiese quedarse en aquél lugar.

El detalle puede significar que los discípulos querían quedarse en ese momento de revelación gloriosa, ignorando el destino del sufrimiento de Jesús. Jesús no responde a la propuesta: él sabe que el proyecto de Dios, ese proyecto de construir un nuevo Pueblo de Dios y lo conduce de la esclavitud a la libertad, tienen que pasar por el camino de la donación de la vida, de entrega total, del amor hasta las últimas consecuencias.

La reflexión puede hacerse partiendo de las siguientes cuestiones:

La cuestión fundamental expresada en el episodio de la transfiguración, está en la revelación de Jesús como el Hijo amado de Dios, que va a hacer realidad el proyecto salvador y liberador del Padre en favor de los hombres a través de la donación de la vida, de la entrega total de sí mismo por amor.

Por la transfiguración de Jesús, Dios demuestra a los creyentes de todas las épocas y lugares que una existencia hecha don, no es un fracaso, aunque termine en la cruz. La vida plena y definitiva espera, en el final del camino, a todos aquellos que, como Jesús, sean capaces de poner su vida al servicio de los hermanos.

En verdad, los hombres de nuestro tiempo tienen alguna dificultad para percibir esta lógica. Para muchos de nuestros hermanos, la vida plena no está en el amor llevado hasta las últimas consecuencias (hasta la donación total de la vida), sino en la preocupación egoísta por sus intereses personales, por su pequeño mundo privado; no está en el servicio sencillo y humilde en favor de los hermanos (sobre todo de los más débiles, de los más marginados, de los más infelices), más en asegurar para sí una dosis generosa de poder, de influencia, de autoridad, de dominio, de la sensación de pertenecerá a la categoría de los vencedores; no está en una vida vivida como don, con humildad y sencillez, sino en una vida hecha un juego complicado de conquista de honras, de glorias, de éxitos.
¿De verdad, dónde está la realización plena del hombre?
¿Quién tiene razón: Dios o los esquemas humanos que hoy dominan en el mundo y que nos imponen una lógica diferente de la del Evangelio?

A veces somos tentados por el desánimo, porque no percibimos el alcance de los planes de Dios; nos parece que siguiendo la lógica de Dios, seremos siempre perdedores y fracasados, que nunca integraremos la élite de los señores del mundo y que nunca llegaremos a conquistar el reconocimiento de aquellos que caminan a nuestro lado

La transfiguración de Jesús nos grita, desde lo alto de aquel monte: no os desaniméis, pues la lógica de Dios no conduce al fracaso, sino a la resurrección, a la vida definitiva, a la felicidad sin fin.

Los tres discípulos, testigos de la transfiguración, parecen no tener mucha voluntad de “descender a tierra” y enfrentarse al mundo y a los problemas de los hombres. Representan a todos aquellos que viven con los ojos puestos en el cielo, alejados de la realidad concreta del mundo, sin voluntad de intervenir para renovarlo y transformarlo. Sin embargo, ser seguidor de Jesús obliga a “bajar al mundo” para testimoniar a los hombres, incluso contracorriente, que la realización auténtica está en la donación de la vida; obliga a mezclarnos con el mundo, con sus problemas y dramas, a fin de aportar nuestra contribución para el surgimiento de un mundo más justo y más feliz. La religión no es un opio que nos adormece, sino un compromiso con Dios, que se hace compromiso de amor con el mundo y con los hombres.

Rom 8, 31b-24 (2ª lectura Domingo II de Cuaresma)

Cuando Pablo escribe a los Romanos, está terminando su tercer viaje misionero y se prepara para ir a Jerusalén. Había terminado su misión en oriente (cf. Rom 15,19-20) y quería llevar el Evangelio al occidente. Dirigiéndose por carta a los Romanos, Pablo aprovecha para contactar con la comunidad cristiana de Roma y para presentar a sus miembros los principales problemas que le preocupaban (entre los cuales sobresalía la cuestión de la unidad, un problema muy presente en la comunidad cristiana de Roma, afectada por algunos problemas de relación entre judeo-cristianos y pagano- cristianos). Estamos en el año 57 ó 58.

En la primera parte de la Carta a los Romanos (cf. Rom 1,18-11,36), Pablo va a llamar la atención a los cristianos divididos para que vean que el Evangelio es la fuerza que congrega y que salva a todo creyente, sin distinción de judío, griego o romano. Aunque, el pecado sea una realidad universal, que afecta a todos los hombres (cf. Rom 1,1-3,20), la “justicia de Dios” da vida a todos, sin distinción (cf. Rom3,1-5,11); y es en Jesucristo donde esa vida se comunica y transforma al hombre (cf. Rom 5,12-8,39). Los creyentes deben, por tanto, hacer la experiencia del amor de Dios que les une y alegrarse por ese plan de salvación que Dios quiere ofrecer a todos. Acoger la salvación que Dios ofrece, identificarse con Jesús y recorrer con él el camino del amor a Dios y de la entrega a los hermanos (vida “según el Espíritu”) no es, sin embargo, un camino fácil, de triunfos y de éxitos humanos; sino que es un camino que es preciso recorrer, muchas veces, en el dolor, en el sufrimiento y en la renuncia, enfrentándose a las fuerzas de la muerte, de la opresión, del egoísmo y de la injusticia.

A pesar de las barreras que es necesario vencer, de las nubes amenazadoras y de los mil desafíos que, día a día, le asaltan al creyente que sigue los caminos de Jesús, el cristiano puede y debe confiar en el éxito final. ¿Por qué?

En este himno de triunfo, apasionado y optimista, que exalta el amor de Dios (cf. Rom 8,31-39), Pablo dice a los cristianos por qué deben tener confianza en el triunfo final.

La razón para la esperanza de los cristianos está en la certeza de que Dios ama a todos sus hijos con un amor inmenso y eterno. Él envía al mundo a Jesucristo, el Hijo único de Dios, que nos enseñó el camino de la vida plena y de la felicidad sin fin, que luchó hasta la muerte contra todo lo que oprimía y esclavizaba al hombre, es la “prueba” del inmenso amor de Dios por nosotros (v. 32).

Ahora, si Dios nos ama de esa forma tan intensa y tan total, nada ni nadie nos puede acusar, condenar, destruir o hacer mal. Es Dios “quien nos justifica” (v. 33), quiere decir, es Dios quien, en su inmensa bondad pronuncia sobre nosotros un veredicto de gracia y de perdón, a pesar de nuestras faltas e infidelidades. Nadie nos condena pues el propio Dios (el único que podría hacerlo) escogió salvarnos, aunque no lo mereciéramos.

Siendo esto así, el cristiano debe enfrentarse a la vida con serenidad y esperanza, confiando totalmente en el amor de Dios.

Para Pablo, hay una constatación increíble, que no cesa de admirarle: Dios nos ama con un amor profundo, total, radical, que nada ni nadie consigue apagar o eliminar. Ese amor vino a nuestro encuentro en Jesucristo, asumió nuestra existencia y la transformó, capacitándonos para caminar al encuentro de la vida eterna. Ahora, antes de nada, es este descubrimiento el que Pablo nos invita a hacer.

En los momentos de crisis, de desilusión, de persecución, de orfandad, cuando parece que todo el mundo está contra nosotros y que no entiende nuestra lucha y nuestro propósito, la Palabra de Dios grita: “no tengáis miedo; Dios os ama”.

Descubrir ese amor, nos da el coraje necesario para enfrentarnos a la vida con serenidad, con tranquilidad y con el corazón lleno de paz. El creyente es aquel hombre o mujer que no tiene miedo de nada porque está consciente de que Dios le ama y que le ofrece, acontezca lo que acontezca, la vida en plenitud. Puede, por tanto, entregar su vida como donación, correr riesgos en la lucha por la paz y por la justicia, enfrentarse a los poderes de la opresión y de la muerte, porque confía en Dios que le ama y que le salva.

Gén 22, 1-2. 9a. 15-18 (1ª lectura Domingo II de Cuaresma)

La primera lectura de hoy forma parte de un bloque de textos a los que se da el nombre literario de “tradiciones patriarcales” (cf. Gn 12-36). Se trata de un conjunto de relatos singulares, originariamente independientes unos de otros, sin gran unidad y sin carácter de documento histórico. En esos capítulos aparecen, de forma indiferenciada, “mitos de los orígenes” (describen la “toma de posesión” de un lugar por el patriarca del clan), “leyendas cultuales” (narraban cómo un dios se había aparecido en ese lugar al patriarca del clan), indicaciones más o menos concretas sobre la vida de los clanes nómadas que circulaban por Palestina durante el 2o milenio, y reflexiones teológicas posteriores destinadas a presentar a los creyentes israelitas modelos de vida y de fe.

El relato del sacrificio de Isaac (Gn 22) es una “leyenda cultual”. Nació, probablemente, en un santuario del sur del país, mucho antes de que los patriarcas bíblicos se hubieran instalado en la zona. La leyenda primitiva contaba cómo en un lugar sagrado (el texto sugiere que ese lugar se llamaría “El Yreêh”) el dios allí adorado había salvado a un niño destinado a ser ofrecido en sacrificio (en el mundo de los cananeos, los sacrificios humanos eran relativamente frecuentes). A partir de ahí, en ese lugar, los sacrificios de niños habrían sido sustituidos por sacrificios de animales. Fue esa la primera etapa de la tradición que hoy se nos presenta.

En una segunda fase, esta historia primitiva fue aplicada a la figura de Abraham, cuando el clan de Abraham se instaló en la zona. El padre cananeo de la primitiva historia, que llevaba al hijo para ser ofrecido en sacrificio, fue identificado con el patriarca Abraham. La tradición acabó por englobar en un solo clan el de Abraham y el clan de Isaac. Isaac se convirtió así en el hijo destinado al sacrificio del que hablaba la vieja leyenda pre-israelítica.

En una tercera fase, los teólogos elohístas (siglo VIIIo antes de Cristo) aceptaron la antigua leyenda cultual y la pusieron al servicio de su catequesis. En la reflexión de los catequistas de Israel, la antigua leyenda cultual de “El Yreêh” se convirtió en una catequesis sobre una “prueba” en la que el justo Abraham manifestó su obediencia radical y su confianza en Elohím.

Por último, un redactor pos-elohísta añadió al texto otros elementos de carácter teológico. Fue, ciertamente, el que unió la leyenda del sacrificio de Isaac con el monte santo de los sacrificios del Templo de Jerusalén; fue él, también, el que añadió a la historia la idea de que el comportamiento de Abraham para con Dios mereció una recompensa y que esa recompensa, en el futuro, se derramaría sobre los descendientes de Abraham.

En el inicio de la narración (v. 1) aparece un verbo que presidirá todo el relato y va a definir el sentido que los catequistas elohístas atribuían a esta historia: el verbo “poner a prueba” (en hebreo “nassah”).

En el Antiguo Testamento, este verbo concuerda, con frecuencia, con los significados de “examinar”, “experimentar”, “demostrar”, “testar”. Luego se define lo que está en juego: Dios va a “someter a Abraham a una prueba”.

La idea de que Dios somete a su Pueblo o a los individuos particulares a “pruebas” es relativamente frecuente en el Antiguo Testamento. Estas “pruebas” sirven, normalmente, para que Dios pueda conocer el corazón de su Pueblo y porbar su fidelidad (cf. Dt 8,2). Son una forma que Dios tiene para comprobar que tal comunidad o tal persona es digna y es capaz de vivir una relación de especial comunión e intimidad con él. Abraham, con todo, no sabe que está siendo “probado”.

La “prueba” a la que Abraham es sometido es especialmente dramática: Yahvé le pide que tome a Isaac, su único hijo y lo ofrezca en holocausto sobre un monte (v. 2). Isaac no es, solamente, el hijo único y amado de Abraham, si sólo fuera eso ya sería suficiente para hacer esta “prueba” tremendamente dura; pero Isaac es, también, el heredero de la promesa que Dios, continuamente, renovó a Abraham.

Isaac es la garantía de un futuro, de una descendencia numerosa que tomará posesión de la tierra; es la garantía de esas promesas que darán sentido a la peregrinación de Abraham desde que Dios le mandó dejar su tierra, su familia y la casa de sus padres. Abraham se encuentra ante un Dios que parece volver a tomar lo que ya había dado y cuya palabra de hoy parece desmentir la de ayer.

¿Por qué ese cambio de planes? ¿Cuáles son, en realidad, los designios de Dios? ¿Se puede confiar en un Dios que cambia de ideas de esta forma? ¿La apuesta de Abraham al dejarlo todo (cf. Gn 12) y aceptar el reto que Dios le hace, fue una buena opción? La verdadera “prueba” es esta. Es el absurdo de una exigencia que niega la propia historia de salvación; es el continuar esperando en un Dios que, en un instante, parece querer destruir los sueños que él mismo había generado; es continuar confiando en un Dios que se contradice y que parece, de repente, olvidar todo lo que había prometido; es el impás, la oscuridad, el sufrimiento en que Abraham de repente se halla; es el ser invitado a lanzarse a ciegas por un camino oscuro e incomprensible.

¿Cómo va a reaccionar Abraham ante esta tremenda “prueba”? De principio a fin, Abraham no abre la boca a no ser para decir “aquí estoy” (v. 1-11), expresión de disponibilidad total delante de Dios. Por lo demás, Abraham no discute, no argumenta, no intenta obtener respuestas para ese drama incomprensible que parece hipotecar todo lo que Dios le había prometido. Abraham procede, nada más. Se levanta de madrugada, prepara las cosas para el holocausto, se pone en camino. Ya en el “monte del sacrificio”, Abraham construye el altar, ata a la víctima y coge el cuchillo para matar al hijo. El silencio de Abraham, la inmediatez de la respuesta y la forma de actuar, muestran la entrega, la confianza absoluta en Dios, la obediencia llevada hasta las últimas consecuencias.

Recorrido el largo y angustioso camino de la “prueba”, llega finalmente el momento en el que Dios, a través de la voz de su mensajero, hace balance y constata el resultado. La “prueba” ha acabado: todo el comportamiento de Abraham a lo largo de esta “crisis” testimonia que “teme al Señor” (v. 12). La expresión, frecuente en el Antiguo Testamento, traduce, por un lado, la reverencia y el respeto y, por otro lado, la pronta obediencia a la voluntad divina, la confianza inamovible en Dios que no falla, la humilde renuncia a los propios criterios, la adhesión incondicional a la voluntad de Dios, la aceptación plena de las proposiciones y mandamientos de Dios.

Nuestra historia termina con una referencia a la “recompensa” ofrecida por Dios. La obediencia de Abraham generará plenitud de vida y de dones divinos (bendición), una descendencia numerosa “como las estrellas del cielo o como la arena de la playa” y la posesión de la tierra (v. 17). Lo más interesante es la indicación de que la obediencia del “justo” Abraham tendrá alcance universal y producirá bendición para “todas las naciones de la tierra”.

En esta “catequesis” la intención fundamental del autor no es decirnos quién es Dios y cómo actúa (por eso, no preguntamos al texto si, en realidad, los métodos de Dios pasan por someter al hombre a pruebas inhumanas). La historia del sacrificio de Isaac está destinada, sobre todo, a proponernos la actitud que el creyente debe asumir ante Dios. Abraham es presentado como el prototipo de creyente ideal, que sabe escuchar a Dios y acoger sus proyectos con obediencia incondicional, con confianza total. Incluso aunque las propuestas de Dios resulten incomprensibles o que los retos de Dios interfieran con los proyectos del hombre, el creyente ideal debe acoger los planes de Dios y realizarlos con fidelidad. Fue para dejar esta enseñanza a sus con ciudadanos, lección que sirve, naturalmente, para los creyentes de todos los tiempo, para lo que los teólogos elohístas fueron a buscar esta vieja leyenda.

El comportamiento que Abraham tiene en esta “crisis” revela, antes de nada, el lugar absolutamente central que Dios ocupa en su existencia. Dios es, para Abraham, el valor máximo, la prioridad fundamental; por eso, Abraham se muestra dispuesto a hacer a Dios un don total e irrevocable de sí mismo, de su familia, de su futuro, de sus sueños, de sus aspiraciones, de sus proyectos, de sus intereses. Para Abraham, nada cuenta tanto como los planes de Dios, cuando estos están en juego.

En la vida del hombre de nuestro tiempo, no siempre Dios ocupa el lugar central que le es debido. Con frecuencia, el dinero, el poder, la carrera profesional, el reconocimiento social, ocupan el lugar de Dios y condicionan nuestras opciones, nuestros intereses, los valores que nos orientan. Abraham, el creyente para quien Dios es la coordenada fundamental alrededor de la cual toda la vida se construye, nos invita, en esta Cuaresma, a revisar nuestras prioridades y a dar a Dios el lugar que se merece.

En su relación con Dios, el creyente Abraham manifiesta una amplia gama de “cualidades”, reverencia, respeto, humildad, disponibilidad, obediencia, confianza, amor, fe, que le definen como el creyente “ideal”, el modelo para los creyentes de todos los tiempos. En este tiempo de preparación para la Pascua, son estas las “cualidades” que se nos proponen. Es necesario que realicemos un camino de conversión que nos haga estar más atentos y disponibles para acoger y para vivir en fidelidad los planes de Dios.

El creyente Abraham nos enseña, también, a confiar en Dios, incluso cuando todo parece caerse a nuestro alrededor y cuando los caminos de Dios se revelan extraños e incomprensibles. Cuando nuestros proyectos se desmoronan, cuando las nubes negras de la guerra, de la violencia, de la opresión se levantan en el horizonte de nuestra existencia, cuando el sufrimiento nos lleva a la desesperación, es preciso continuar caminando con serenidad, confiando en ese Dios que es nuestra esperanza y que tiene un proyecto de vida plena para nosotros y para el mundo.

La idea de que la obediencia de Abraham es fuente de vida para él, para su familia y para “todas la naciones de la tierra”, debe ser una especie de “sello de garantía” que atestigua la validez de este camino. Hacer de Dios el centro de la propia existencia es renunciar a los propios criterios e intereses para cumplir los planes de Dios; no es una esclavitud, sino un camino que nos garantiza (a nosotros y a nuestros hermanos) el acceso a la vida plena y verdadera.

Comentario al evangelio – 19 de febrero

Acabamos de comenzar la Cuaresma. El Papa Francisco en su mensaje para este año ha elegido como lema: «Al crecer la maldad, se enfriara? el amor en la mayoría» (Mt 24,12). “Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que esta? ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí? donde tendrá? comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio”, dice el Papa.

Precisamente el Evangelio de hoy nos habla del juicio final, donde nuestros corazones serán expuestos ante Él para ver si fueron fríos o calientes, de piedra o de carne, cerrados o abiertos. Pero no es necesario esperar a ese día, porque una vida presente con un corazón enfriado es una vida triste, apagada, sin aliciente, sin alegría. No se trata de hacer el bien para sufrir y conseguir un pasaje para la vida eterna, sino de hacer el bien por convicción, sabiendo que todo el amor que damos lo recibimos ya en esta vida, el “ciento por uno”, aunque con creces en la eterna.

Entrenarnos para amar aquí y ahora es a lo que nos invita la Cuaresma de manera más intensa, porque su final, la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor, es la máxima lección de amor que Él nos ha dejado; y en este amor tenemos que crecer. Cada vez que damos un paso en esta dirección, se hacen realidad las palabras finales del Evangelio de hoy: “Venid vosotros, benditos de mi Padre”.

Que nuestro corazón no se enfríe con la maldad, la rutina o la apatía, sino que despierte y se caliente en este tiempo bendito que es la Cuaresma.

Juan Lozano, cmf