En cualquier hogar, al comenzar el día, el ama de casa abre de par en par las ventanas para que se oreen las habitaciones, cansadas de oscuridad, dando la bienvenida a la mañana recién estrenada. Entra el aire, se respira alegría, el piar de los pajarillos nos informa de que ha nacido una nueva jornada, y la vida comienza a ponerse en funcionamiento. Cuando el sol va tomando fuerza y luminosidad, y se cuela por alguna rendija, sus rayos delatan menudencias de polvo flotando en el aire como nómadas desorientados y temblones buscando acomodo. Se trata de esa suciedad que solamente se percibe cuando la luz es potente.
Hoy, el evangelio de Juan afirma categóricamente que Jesús es la Luz y que, «habiendo venido al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz; porque su conducta era mala». Y da una explicación: «Todos los que se comportan mal, detestan y rehúyen la luz, por miedo a que su conducta inmoral quede al descubierto… En cambio, los que actúan conforme a la verdad, buscan la luz, para que aparezca con toda claridad que es Dios quien inspira todas su acciones». Efectivamente, la luz nos delata poniendo al descubierto todas nuestras miserias, de la misma manera que destaca palpablemente nuestras buenas acciones.
Finalizando ya la Cuaresma, para que nuestra conversión sea sincera y eficaz se me ocurre proponer tres pautas que deben darse cita en la «hoja de ruta» de cualquier cristiano:
En primer lugar, seguir el camino de la luz. Es decir, la vida y enseñanzas de Jesús. Él mismo lo aseguró: «Yo soy el camino». Para comprender cabalmente el contenido de esta expresión resulta útil conocer que, para quienes le escuchaban, tenía un significado especial ya que el auditorio sabía perfectamente lo que era el desierto, un lugar inhóspito de desorbitadas dimensiones, sin ningún indicador, ninguna señalización que los orientara; por lo cual resultaba facilísimo perderse, y hambreaban conocer el verdadero camino.
En segundo término, tener fidelidad a la verdad. También dijo Jesús: «Yo soy la verdad». Hemos indicado antes que la luz, cuando se cuela por alguna rendija de la casa, pone en evidencia la suciedad que acompaña a sus moradores. Y la luz de Jesús no constituye ninguna excepción. Nos lleva indefectiblemente a la verdad, a la limpieza de corazón. Y la verdad no entiende de marrullerías, de trapicheos, de dobles contabilidades…
Y por último, saborear la alegría de vivir. Jesús también añadió: «Yo soy la vida». Existen personas que parece que hubieran nacido con gafas de sol para librarse de la luz, y lo ven todo negro. Esas personas no conocen la alegría, estén incapacitadas para acoger «en su casa» a la felicidad.
Para posibilitar la realidad de estas pautas, es de todo punto necesario abrir de par en par las ventanas de nuestro egoísmo para que se oreen las habitaciones de nuestra mediocridad, dando paso a la luz, al frescor, al embrujo de la mañana, que nos rejuvenece y nos colma de satisfacción… Y a todo ello hemos de añadir el regalo inestimable que nos reporta la jornada cuando permanecemos con las ventanas abiertas: podemos contemplar la calle y ver el trasiego interminable de prójimos con sus inquietudes, sus sueños, sus problemas… Que la fe no es algo etéreo que no se puede tocar, sino realidad pura, y a veces dura, que siempre interpela y nos invita, e incita a la colaboración. Nos pone en bandeja la oportunidad de convertirnos.
Pedro Mari Zalbide