Vísperas – Domingo de Resurrección

VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: AL FIN SERÁ LA PAZ Y LA CORONA

Al fin será la paz y la corona,
los vítores, las palmas sacudidas,
y un aleluya inmenso como el cielo
para cantar la gloria del Mesías.

Será el estrecho abrazo de los hombres,
sin muerte, sin pecado, sin envidia;
será el amor perfecto del encuentro,
será como quien llora de alegría.

Porque hoy remonta el vuelo el sepultado
y va por el sendero de la vida
a saciarse de gozo junto al Padre
y a preparar la mesa de familia.

Se fue, pero volvía, se mostraba,
lo abrazaban, hablaba, compartía;
y escondido la Iglesia lo contempla,
lo adora más presente todavía.

Hundimos en sus ojos la mirada,
y ya es nuestra la historia que principia,
nuestros son los laureles de su frente,
aunque un día le dimos las espinas.

Que el tiempo y el espacio limitados
sumisos al Espíritu se rindan,
y dejen paso a Cristo omnipotente,
a quien gozoso el mundo glorifica. Amén.

SALMODIA

Ant 1. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Ant 2. Venid y ved el lugar donde habían puesto al Señor. Aleluya.

Salmo 113 A – ISRAEL LIBRADO DE EGIPTO; LAS MARAVILLAS DEL ÉXODO.

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Venid y ved el lugar donde habían puesto al Señor. Aleluya.

Ant 3. Dijo Jesús: «No temáis. Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán.» Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dijo Jesús: «No temáis. Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán.» Aleluya.

LECTURA BREVE   Hb 10, 12-14

Cristo, habiendo ofrecido un solo sacrificio en expiación de los pecados, está sentado para siempre a la diestra de Dios, y espera el tiempo que falta «hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies». Así, con una sola oblación, ha llevado para siempre a la perfección en la gloria a los que ha santificado.

RESPONSORIO BREVE

En lugar del responsorio breve se dice la siguiente antífona:

Éste es el día en que actuó el Señor: sea él nuestra alegría y nuestro gozo. Aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. La tarde de aquel mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos, se presentó Jesús; y en presencia de todos exclamó: «La paz sea con vosotros.» Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. La tarde de aquel mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos, se presentó Jesús; y en presencia de todos exclamó: «La paz sea con vosotros.» Aleluya.

PRECES

Oremos a Cristo, el Señor, que murió y resucitó por los hombres, y ahora intercede por nosotros, y digámosle:

Cristo, Rey victorioso, escucha nuestra oración.

Cristo, luz y salvación de todos los pueblos,
derrama el fuego del Espíritu Santo sobre los que has querido fueran testigos de tu resurrección en el mundo.

Que el pueblo de Israel te reconozca como el Mesías de su esperanza
y la tierra toda se llene del conocimiento de tu gloria.

Consérvanos, Señor, en la comunión de tu Iglesia
y haz que juntamente con todos nuestros hermanos obtengamos el premio y el descanso de nuestros trabajos.

Tú que has vencido a la muerte, nuestro enemigo, destruye en nosotros el poder del mal, tu enemigo,
para que vivamos siempre para ti, vencedor inmortal.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Cristo Salvador, tú que te hiciste obediente hasta la muerte y has sido elevado a la derecha del Padre,
recibe en tu reino glorioso a nuestros hermanos difuntos.

Unamos nuestra oración a la de Jesús, nuestro abogado ante el Padre, y digamos como él nos enseñó:

Padre nuestro…

ORACION

Dios nuestro, que en este día nos abriste las puertas de la vida por medio de tu Hijo, vencedor de la muerte, concédenos a todos los que celebramos su gloriosa resurrección que, por la nueva vida que tu Espíritu nos comunica, lleguemos también nosotros a resucitar a la luz de la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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¡Alégrate, Jesús ha resucitado!

 

Comenzamos la semana de la alegría, la semana de la Pascua. El Señor ha pasado de la muerte a la vida. ¡Ha resucitado! Y por eso, en nuestras liturgias nos saludamos: “¡Felices Pascuas de Resurrección!”. Hoy también nosotros nos decimos: “¡Felices Pascuas de Resurrección!”. Toda esta semana vamos a ser testigos de las grandes escenas de la resurrección. Hoy se nos muestra la primera: una escena pintoresca, detallista, de color y con testigos presenciales, como es María Magdalena, Juan y Pedro. Y nos lo narra el Evangelio de Juan, capítulo 20, versículo 20-31. Lo vamos a escuchar con alegría y con atención. Escuchemos:

El primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio removida la piedra del sepulcro. Echó a correr y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: “¡Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto!”. Salieron Pedro y el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó antes al sepulcro. Inclinándose, vio los lienzos caídos, pero no entró. Tras él llegó Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos extendidos, y el sudario que había estado sobre su cabeza, no extendido con los lienzos, sino enrollado aparte, en su sitio. Entró entonces también el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro, y vio y creyó, pues todavía no habían entendido que según la escritura, debía resucitar de entre los muertos. Los discípulos se volvieron de nuevo a casa.

Ésta es la primera narración que tenemos de la resurrección de Jesús. Y empieza Juan este episodio —que como decíamos es vivo de color y con todo detalle— considerando cómo estas piadosas mujeres, al amanecer, al despertarse en el alba, como dice el Evangelista “cuando aún todavía estaba oscuro”, están ansiosas, están preocupadas de lo que ha pasado con Jesús, con su cuerpo; iban con sus aromas y se encuentran que el sepulcro está vacío. María Magdalena, como loca, retrocede a la ciudad y al ver la tumba abierta, asustada de que es un detalle horroroso, han llevado el sepulcro de su Señor, han quitado el cuerpo, lo han… en fin, toda preocupada, llega y se lo anuncia a Pedro, que es la cabeza de los apóstoles; y a Juan, que es el más tierno amado de Jesús. Ellos, al oír a Magdalena, salen corriendo y con todo detalle Juan nos dice que Pedro corría menos porque era mayor. Y Juan se adelanta, ve allí todas las vendas y los lienzos, pero no entró; respeta. Llega Pedro, más impulsivo, más rápido, entra en la tumba y se encuentra lo mismo: los lienzos ahí caídos, el sudario, todo allí plegado, todo allí hecho, y se da cuenta de que Jesús no está. Y él se vuelve, lo mismo que Juan, pensando: “Ha resucitado”. No habían entendido todavía las Escrituras.

¡Qué escena que nos ayuda a nosotros hoy a entrar en la Pascua con alegría y con fuerza! Es el camino de la fe; el camino de la fe que tiene todos los pasos del recorrido de una persona que camina hacia la búsqueda de un Jesús vivo. Este camino de la fe comienza con el deseo de salir corriendo, como esta mujer que había sido perdonada de tantos pecados y no puede dejar sólo a Jesús en el sepulcro. Quiere hacerle compañía y se va deprisa. ¡Qué sorpresa, qué disgusto cuando ve que no está allí! Corre a dar la voz de alarma, y al ver el sepulcro todos, cuando van de camino, creen. El primer paso de nuestro camino de la fe es la inseguridad, la duda… y correr hacia este Jesús vivo, buscarle al alba, al amanecer, y llenarnos de esa alegría al darnos cuenta de que ha resucitado, que estamos ya salvados. Después comentar, publicar, dar a conocer a los demás que Jesús ha resucitado. Éste es nuestro caminar. ¡Cuántas veces corremos con ese ansia, le buscamos, lo ansiamos, y tenemos que ir al sepulcro… y tenemos que ir allí, a nuestras muertes; y darnos cuenta de que esas muertes ya no están, que el Señor ha resucitado, que ya no está, que Él es vida y que nos lo dice, y que nos lo va a manifestar: “Yo ya no estoy entre los muertos, estoy entre los vivos”; y que Él va a ser nuestra paz y que Él va a ser nuestra alegría.

¡Qué ejemplo y qué lección tan grande nos da hoy el Evangelio en la primera noticia de resurrección de Jesús! Tenemos que no vivir aplastados por disgustos, por fracasos, por los problemas que tengamos. Nos tenemos que levantar y no tener miedo ni a la enfermedad ni a la muerte, porque Dios vivo está con nosotros y nos dirá: “Levántate, sal de ahí, que Yo no estoy ahí. Yo ya vivo, Yo camino contigo, Yo estoy contigo, Yo estoy en tu tarea, Yo estoy en tu caminar”. Y nos llama a vivir plenamente convencidos de comenzar una vida nueva y una esperanza nueva. Y tenemos que correr como estos dos discípulos. Pero tenemos también que pasar y comprender y darnos cuenta de que no está ahí.

Y lo vemos así… Hoy es la gran fiesta de la alegría, la fiesta de la esperanza; una esperanza viva, una esperanza que inaugura Jesús resucitado: ¡Cristo ha resucitado! ¡Alégrate, amigo mío! Tú y yo tenemos que resucitar con Él y como Él, y no tener miedo porque camina con nosotros. Entremos hoy en la alegría, entremos hoy en esa búsqueda del camino de la fe: dudas, sufrimientos, correr, ver, darte cuenta de que está contigo y comunicar la alegría del encuentro. Éste es el sentimiento que hoy Jesús quiere que entremos así. Él nos está mirando en este camino, nos está observando, y cómo Él quiere manifestarse y decirnos: “Si Yo ya no estoy entre los muertos, si Yo no estoy ahí, si Yo estoy con alegría, si Yo estoy en tu vida”. Sé feliz. Entra y comunica esta buena noticia y comunica esta realidad de que Cristo vive en ti. ¡Cristo ha resucitado! Dejemos las muertes, dejemos ya estos sepulcros y comencemos el gran día de la Pascua. Y recitemos o cantemos o exhalemos con las palabras gozosas del Salmo 117: “Éste es el día en que actuó el Señor, sea nuestra alegría y nuestro gozo. Sea nuestra alegría. No he de morir. Viviré para contar las hazañas del Señor”.

Hoy te animo para que junto conmigo caminemos por la vida gozosos, alegres, ofreciendo un testimonio lleno de esperanza, transmitiendo no las muertes sino la alegría. Que cumplamos con alegría nuestros propios deberes, que seamos luz y fermento en nuestra vida familiar, social y de trabajo; y como Jesús, vivamos eso que hemos aprendido y que nos ha dejado estos días en su Pasión: “Amaos los unos a los otros”. Hoy también le decimos al Señor que queremos celebrar su alegría, su Pascua, y que le queremos encontrar. Sí, Señor, yo quiero ser como María Magdalena, una loca de tu amor, buscarte, no quedarme en mi tristeza, ir con mis perfumes para embalsamarte… Pero Tú ya no estabas, no te has dejado embalsamar, estás vivo y me envías a transmitir el mensaje de paz y reconciliación al mundo. María Magdalena no te reconoció, te confundía. Muchas veces tampoco yo te reconozco. Ayúdame a descubrirte en las personas que pones a mi lado. Convierte mi dolor en alegría; mis lágrimas, mis sufrimientos, en sonrisas, en gozo; y que sepa celebrar contigo que estás vivo, que caminas conmigo. Y por eso te canto: “¡Aleluya! ¡Alegría! ¡Feliz Pascua de Resurrección!”. Y lo quiero comunicar con mi vida, con mi ilusión, con mi fuerza, con mi compromiso de buscarte no entre los muertos, sino entre los vivos.

Le pedimos a la Virgen —que sería la primera a la que Jesús se apareció, y le quitaría toda esa pena, y se gozaría con Ella—, le pedimos que estos días sean Pascua de Resurrección y que yo disfrute comunicando a los demás que Tú has resucitado y que estás conmigo siempre. Y que me ayude en este camino de la fe, en estas dudas, que sepa reconocerte y que mi vida cambie radicalmente a partir de la experiencia de encontrarte. Así quiero terminar: escuchándote, Jesús, y viendo cómo disfrutarías cuando nos dimos cuenta, junto con estas mujeres y con María Magdalena, que Tú no estás ya entre los muertos, que no estás; que estás entre los vivos y que… ¡cuánto disfrutarías y disfrutarás también Señor cuando me ves o cuando me sientes que veo y creo! “Y vio y creyó”. Ayúdame a correr para encontrarte y ayúdame a transmitir esa feliz Pascua de Resurrección. Sí, hoy nos alegramos juntos: ¡el Señor ha resucitado! ¡Aleluya! Que sea así el gozo de la Pascua: una realidad en nuestra vida. ¡Aleluya!

Francisca Sierra Gómez

 

Aquí no hay más que vendas

Las prisas («por la mañana muy temprano») de María Magdalena y la complicidad de los apóstoles Pedro y Juan nos dan fe de que, como se esperaba, Jesús ha resucitado. ¡Aleluya! Efectivamente, «antes de salir el sol», la joven de Magdala ha ido al sepulcto para ver cómo transcurrían los acontecimientos y he aquí que se ha encontrado con que la piedra que tapaba la entrada del mismo estaba quitada. Le ha faltado tiempo para correr a la ciudad a comunicálselo a Pedro y a Juan. Estos han acudido inmediatamente al lugar del enterramiento y se han introducido en el sepulcro, constatando que estaba vacío; solamente han encontrado unas vendas de lino tiradas por el suelo y un sudario bien plegado, colocado aparte.

La fiesta que hoy celebramos, la más importante del año, nos exhorta encarecidamente a que pongamos en marcha, con seriedad y constancia, la tarea de nuestra propia resurrección, nuestra conversión, que consiste en sembrar vida donde hasta ahora ha habido muerte, dejadez, tibieza, tratando de recuperar al «hombre nuevo» y enterrando con fuerza al «hombre viejo» que nos ha traicionado durante algún tiempo.

Lo primero que hemos de hacer es armarnos de sinceridad y bajar con decisión a nuestro propio sepulcro. Allí deberemos dejarnos acusar por todo aquello que signifique muerte, apatía, pasividad, indolencia…, pequeños vendajes que hemos fabricado para ocultar nuestra herida, pero que no son sino un lastre engañoso y desechable que nos impide volar… Y seguidamente nos emplearemos en contagiarnos del Jesús resucitado. El referente del cristiano es siempre la persona de Jesús. Y ¿cómo era Jesús?, ¿qué hacía?, ¿qué pretendía de nosotros?

La primera condición a resaltar en la persona del hijo de María era la constante relación con el Padre a través de la oración. ¡Cuántas veces nos indican los evangelios que se retiraba a orar, a comunicarse con su Padre! Y luego, toda su vida fue un auténtico derroche de misericordia: curaba enfermos, perdonaba pecados, consolaba a quienes estaban tristes, vivió escorado totalmente hacia los pobres, redimía esclavitudes, aclaró lo de trabajar en sábado, rectificó la ley del Talión, desbancó el odio con el antídoto del amor, dio la vida por aquellos a quienes amaba, que eran todos… Todo un mensaje, y una exigencia, para quienes nos esforzamos por seguirle.

En esta tarea de nuestra «resurrrección-conversión» encuentro un aspecto que me inquieta y me preocupa. Por una deformación ancestral de la que no culpo a nadie, estamos acostumbrados, a la hora de la penitencia, a acusarnos casi exclusivamente de las infidelidades cometidas, y rara vez de nuestras deslealtades de omisión, aquello que debimos hacer y no hicimos: acompañar a quien se encuentra solo y va perdiendo alegría por todos los poros de su alma, solidarizarnos con quienes no tienen techo, con los refugiados, con las víctimas de la hambruna o de las guerras, con los niños que nacen para morir enseguida por inanición, con la cadena interminable de injusticias que ahogan y destruyen a quienes las padecen… Si nos sensibilizamos ante toda esta problemática y aportamos nuestro «granito» de arena en busca de una eficaz solución, podremos afirmar que estamos empezando a convertirnos, a resucitar.

Entonces, cuando algún curioso acuda a mi «sepulcro» a contemplar mi mediocridad y mi apoltronamiento estéril, se encontrará con que «he resucitado», con que ya no estoy allí. Y verá solamente, tirados por el suelo, un vendaje inservible y algún que otro esparadrapo.

Pedro Mari Zalbide

Domingo de Resurrección

La resurrección significa que Jesús es el gran argumento, que el cristianismo ofrece a la humanidad, para mostrar que la vida es más fuerte que la muerte. El Resucitado nos dice, según la fe de los cristianos, que, más allá de todas las evidencias que se nos imponen, la muerte no tiene la última palabra en el destino de los humanos. No estamos destinados al fracaso y a la corrupción, sino a la vida y a la felicidad.

Pero nunca se debería olvidar que la esperanza en «otra vida» más allá de la muerte, puede convertirse en una amenaza para «esta vida». Todos los que, a lo largo de la historia de las religiones, han muerto matando, han llegado a ser asesinos porque la esperanza en la otra vida les ha dado argumentos para matar y para matarse. Los terroristas suicidas se han inmolado en tantas masacres porque estaban persuadidos de que, haciendo eso, entraban en el paraíso de los resucitados.

Sin llegar hasta esos excesos de deshumanización, la esperanza hace daño a la «vida humana» cuando esa esperanza en la «vida divina» justifica cualquier forma de agresión a lo humano. Sabemos que hay personas que, por ser fieles a sus creencias de eternidad, menosprecian o incluso desprecian a quienes no piensan como ellos, tienen otras creencias religiosas o no se ajustan a las exigencias de un determinado «credo». A los seres humanos hay que respetarlos y quererlos, no porque así se consiguen premios eternos, sino porque los seres humanos se merecen nuestro respeto y nuestro amor, «aunque Dios no existiera».

José María Castillo

Ecclesia in Medio Oriente – Benedicto XVI

10. El hombre que busca el bien, sólo comenzando él mismo a convertirse a Dios, a vivir el perdón en su entorno y en la comunidad, puede responder a la invitación de Cristo a hacerse «hijo de Dios» (cf. Mt 5,9). Únicamente el humilde podrá gustar las delicias de una paz insondable (cf. Sal 37,11). Al inaugurar para nosotros la comunión con Dios, Jesús crea la verdadera hermandad, la fraternidad no desfigurada por el pecado[4]. «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su carne el muro que los separaba: la hostilidad» (Ef 2,14). El cristiano sabe que la política terrena de la paz sólo será eficaz si la justicia en Dios y entre los hombres es su auténtica base, y si esta misma justicia lucha contra el pecado que está en el origen de la división. Por eso, la Iglesia quiere superar toda distinción de raza, sexo y nivel social (cf. Ga3,28; Col 3,11), sabiendo que todos son uno en Cristo, que es todo en todos. Esta es también la razón por la que la Iglesia apoya y anima todo empeño por la paz en el mundo, y en Oriente Medio en particular. No escatima esfuerzo alguno para ayudar a los hombres a vivir en paz y favorece también el marco jurídico internacional que la consolida. Es sobradamente conocida la posición de la Santa Sede sobre los diversos conflictos que afligen dramáticamente a la región y sobre el status de Jerusalén y los santos lugares[5]. Pero la Iglesia no olvida que, por encima de todo, la paz es un fruto del Espíritu (Ga 5,22) que nunca debemos dejar de pedir a Dios (cf. Mt 7,78).


[4] Cf. Homilía en la Misa de Nochebuena en la Solemnidad de la Natividad del Señor (24 diciembre 2010): AAS 103 (2011), 17-21.

[5] Cf. Propositio 9.

Lectio Divina – 1 de abril

Lectio: Domingo, 1 Abril, 2018

Ver en la noche y creer por el amor
Juan 20, 1-9

1. Pidamos el Espíritu Santo

¡Señor Jesucristo, hoy tu luz resplandece en nosotros, fuente de vida y de gozo! Danos tu Espíritu de amor y de verdad para que, como María Magdalena, Pedro y Juan, sepamos también nosotros descubrir e interpretar a la luz de la Palabra los signos de tu vida divina presente en nuestro mundo y acogerlos con fe para vivir siempre en el gozo de tu presencia junto a nosotros, aun cuando todo parezca rodeado de las tinieblas de la tristeza y del mal.

2. El Evangelio

a) Una clave de lectura:

Para el evangelista Juan, la resurrección de Jesús es el momento decisivo del proceso de su glorificación, con un nexo indisoluble con la primera fase de tal glorificación, a saber, con la pasión y muerte.
El acontecimiento de la resurrección no se describe con las formas espectaculares y apocalípticas de los evangelios sinópticos: para Juan la vida del Resucitado es una realidad que se impone sin ruido y se realiza en silencio, en la potencia discreta e irresistible del Espíritu.
El hecho de la fe de los discípulos se anuncia «cuando todavía estaba oscuro» y se inicia mediante la visión de los signos materiales que los remiten a la Palabra de Dios.
Jesús es el gran protagonista de la narración, pero no aparece ya como persona.

b) El texto:

Juan 20, 1-91 El primer día de la semana va María Magdalena de madrugada al sepulcro cuando todavía estaba oscuro, y ve la piedra quitada del sepulcro.
2 Echa a correr y llega a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto.»
3 Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. 4 Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. 5 Se inclinó y vio los lienzos en el suelo; pero no entró.
6 Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve los lienzos en el suelo, 7 y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a los lienzos, sino plegado en un lugar aparte.
8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó, 9 pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos.

c) Subdivisión del texto, para su mejor comprensión:

vers. 1: la introducción, un hecho previo que delinea la situación;
vers. 2: la reacción de María y el primer anuncio del hecho apenas descubierto;
vers. 3-5: la reacción inmediata de los discípulos y la relación que transcurre entre ellos;
vers. 6-7: constatación del hecho anunciado por María;
vers. 8-9: la fe del otro discípulo y su relación con la Sagrada Escritura.

3. Un espacio de silencio interno y externo

para abrir el corazón y dar lugar dentro de mí a la Palabra de Dios:
– Vuelvo a leer lentamente todo el pasaje;
– También estoy yo en el jardín: el sepulcro vacío está delante de mis ojos;
– Dejo que resuene en mi las palabras de María Magdalena;
– Corro yo también con ella, Pedro y el otro discípulo;
– Me dejo sumergir en el estupor gozoso de la fe en Jesús resucitado, aunque, como ellos, no lo veo con mis ojos de carne.

4. La Palabra que se nos da

* El capítulo 20 de Juan: es un texto bastante fragmentado, en el que resulta evidente que el redactor ha intervenido muchas veces para poner de relieve algunos temas y para unir los varios textos recibidos de las fuentes precedentes, al menos tres relatos.

* En el día después del sábado: es «el primer día de la semana» y hereda en el ámbito sagrado la gran sacralidad del sábado hebraico. Para los cristianos es el primer día de la nueva semana, el inicio de un tiempo nuevo, el día memorial de la resurrección, llamado «día del Señor» (dies Domini, dominica, domingo).
El evangelista adopta aquí y en el vers. 19, una expresión que ya es tradicional para los Cristianos (ejem: Mc 16, 2 y 9; Act. 20, 7) y es más antigua de la que aparece enseguida como característica de la primera evangelización: » el tercer día» (ejem. Lc 24, 7 y 46; Act 10, 40; 1Cor 15,4).

* María Magdalena: es la misma mujer que estuvo presente a los pies de la cruz con otras (19, 25). Aquí parece que estuviera sola, pero la frase del vers. 2 («no sabemos«) revela que la narración original, sobre la que el evangelista ha trabajado, contaba con más mujeres, igual que los otros evangelios (cfr Mc 16, 1-3; Mt 28, 1; Lc 23, 55-24, 1).
De manera diversa con respecto a los sinópticos (cfr Mc 16,1; Lc 24,1), además, no se especifica el motivo de su visita al sepulcro, puesto que ha sido referido que las operaciones de la sepultura estaban ya completadas (19,40); quizás, la única cosa que falta es el lamento fúnebre (cfr Mc 5, 38). Sea como sea, el cuarto evangelista reduce al mínimo la narración del descubrimiento del sepulcro vacío, para enfocar la atención de sus lectores al resto.

* De madrugada cuando estaba todavía oscuro: Marcos (16, 2) habla de modo diverso, pero de ambos se deduce que se trata de las primerísimas horas de la mañana, cuando la luz todavía es tenue y pálida. Quizás Juan subraya la falta de luz para poner de relieve el contraste simbólico entre tinieblas = falta de de fe y luz = acogida del evangelio de la resurrección.

* Ve la piedra quitada del sepulcro: la palabra griega es genérica: la piedra estaba «quitada» o » removida» (diversamente: Mc 16, 3-4).
El verbo «quitar» nos remite a Jn 1,29: el Bautista señala a Jesús como el «Cordero que quita el pecado del mundo». ¿Quiere quizás el evangelista llamar la atención de que esta piedra «quitada», arrojada lejos del sepulcro, es el signo material de que la muerte y el pecado han sido «quitados» de la resurrección de Jesús?

* Echa a correr y llega a Simón Pedro y al otro discípulo: La Magdalena corre a ellos que comparten con ella el amor por Jesús y el sufrimiento por su muerte atroz, aumentada ahora con este descubrimiento. Se llega a ellos, quizás porque eran los únicos que no habían huido con los otros y estaban en contacto entre ellos (cfr 19, 15 y 26-27). Quiere al menos compartir con ellos el último dolor por el ultraje hecho al cadáver.
Notamos como Pedro, el «discípulo amado» y la Magdalena se caracterizan por su amor especial que los une a Jesús: es precisamente el amor, especialmente si es renovado, el que los vuelve capaces de intuir la presencia de la persona amada.

* El otro discípulo a quien Jesús quería: es un personaje que aparece sólo en este evangelio y sólo a partir del capítulo 13, cuando muestra una gran intimidad con Jesús y también un gran acuerdo con Pedro (13, 23-25). Aparece en todos los momentos decisivos de la pasión y de la resurrección de Jesús, pero permanece anónimo y sobre su identidad se han dado hipótesis bastantes diferentes. Probablemente se trata del discípulo anónimo del Bautista que sigue a Jesús junto con Andrés (1, 23-25). Puesto que el cuarto evangelio no habla nunca del apóstol Juan y considerando que este evangelio a menudo narra cosas particulares propias de un testigo ocular, el «discípulo» ha sido identificado con el apóstol Juan. El cuarto evangelio siempre se le ha atribuido a Juan, aunque él no lo haya compuesto materialmente, si bien es en el origen de la tradición particular al que se remonta este evangelio y otros escritos atribuidos a Juan. Esto explica también como él sea un personaje un tanto idealizado.
A quien Jesús quería: es evidentemente un añadido debido, no al apóstol, que no hubiera osado presumir de tanta confianza con el Señor, sino de sus discípulos, que han escrito materialmente el evangelio y han acuñado esta expresión reflexionando sobre el evidente amor privilegiado que concurre entre Jesús y este discípulo (cfr 13,25; 21, 4.7). Allí donde se usa la expresión más sencilla, «el otro discípulo» o «el discípulo», es que ha faltado, por tanto, el añadido de los redactores.

* Se han llevado del sepulcro al Señor: estas palabras, que se repiten también a continuación: vers. 13 y 15, revelan que María teme uno de los robos de cadáveres que sucedían a menudo en la época, de tal manera que obligó al emperador romano a dictar severos decretos para acabar con el fenómeno. A esta posibilidad recurre, en Mateo (28, 11-15), los jefes de los sacerdotes para difundir el descrédito sobre el acontecimiento de la resurrección de Jesús y ocasionalmente, justificar la falta de intervención de los soldados puestos de guardias en el sepulcro.

* El Señor: el título de «Señor» implica el reconocimiento de la divinidad y evoca la omnipotencia divina. Por esto, era utilizado por los Cristianos con referencia a Jesús Resucitado. El cuarto evangelista, de hecho, lo reserva sólo para sus relatos pascuales (también en 20-13).
No sabemos dónde lo han puesto: la frase recuerda cuanto sucedió a Moisés, cuyo lugar de sepultura era desconocido (Dt 34, 10). Otra probable referencia es a las mismas palabras de Jesús sobre la imposibilidad de conocer el lugar donde hubiera sido llevado.(7, 11.22; 8,14.28.42; 13, 33; 14, 1-5; 16,5).

* Corrían los dos juntos…pero el otro…llegó primero…pero no entró: La carrera revela el ansia que viven estos discípulos.
El pararse del «otro discípulo», es mucho más que un gesto de cortesía o de respeto hacia un anciano: es el reconocimiento tácito y pacífico, en su sencillez, de la preeminencia de Pedro dentro del grupo apostólico, aunque esta preeminencia no se subraye. Es, por tanto, un signo de comunión. Este gesto podría también ser un artificio literario para trasladar el acontecimiento de la fe en la resurrección al momento sucesivo y culminante de la narración.

* Los lienzos en el suelo y el sudario…plegado en un lugar aparte: ya el otro discípulo, sin siquiera entrar, había visto algo. Pedro, pasando la entrada del sepulcro, descubre la prueba de que no había habido ningún robo del cadáver: ¡ningún ladrón hubiera perdido el tiempo en desvendar el cadáver, extender ordenadamente los lienzos y las fajas (por tierra pudiera haber sido traducido mejor por «extendidas» o «colocadas en el suelo») y plegar aparte el sudario! La operación se hubiera complicado por el hecho de que los óleos con los que había sido ungido aquel cuerpo (especialmente la mirra) operaban como un pegamento, haciendo que se adhiriera perfecta y seguramente el lienzo al cuerpo, casi como sucedía con las momias. El sudario, además está plegado; la palabra griega puede decir también «enrollado», o más bien indicar que aquel paño de tejido ligero había conservado en gran parte las formas del rostro sobre el cual había estado puesto, casi como una máscara mortuoria. Las vendas son las mismas citadas en Jn 19, 40.
En el sepulcro, todo resulta en orden, aunque falta el cuerpo de Jesús y Pedro consigue ver bien en el interior, porque el día está clareando.
A diferencia de Lázaro (11,44), por tanto, Cristo ha resucitado abandonando todo los arreos funerarios: los comentadores antiguos hacen notar que, de hecho, Lázaro guardaría sus vendas para la definitiva sepultura, mientras que Cristo no tenía ya más necesidad de ellas, no debiendo ya jamás morir (cfr Rm 6,9).

* Pedro…vio…el otro discípulo…vio y creyó: también María, al comienzo de la narración, había «visto». Aunque la versión española traduzca todo con el mismo verbo, el texto original usa tres diversos (theorein para Pedro; blepein para el otro discípulo y la Magdalena; idein, aquí, para el otro discípulo), dejándonos entender un crecimiento de profundidad espiritual de este «ver» que , de hecho, culmina con la fe del otro discípulo.
El discípulo anónimo, ciertamente, no ha visto nada diverso de lo que ya había visto Pedro: quizás, él interpreta lo que ve de manera diversa de los otros, también por la especial sintonía de amor que había tenido con Jesús (la experiencia de Tomás es emblemática: 29, 24-29). Sin embargo, como se indica por el tiempo del verbo griego, su fe es todavía una fe inicial, tanto que él no encuentra el modo de compartirla con María o Pedro o cualquiera de los otros.
Para el cuarto evangelista, sin embargo, el binomio «ver y creer» es muy significativo y está referido exclusivamente a la fe en la resurrección del Señor (cfr 20, 29), porque era imposible creer verdaderamente antes que el Señor hubiese muerto y resucitado (cfr 14, 25-26; 16, 12-15). El binomio visión – fe, por tanto, caracteriza a todo este capítulo y » el discípulo amado» se presenta como un modelo de fe que consigue comprender la verdad de Dios a través de los acontecimientos materiales (cfr también 21, 7).

* No habían comprendido todavía la Escritura: se refiere evidentemente a todos los otros discípulos. También para aquéllos que habían vivido junto a Jesús, por tanto, ha sido difícil creer en Él y para ellos, como para nosotros, la única puerta que nos permite pasar el dintel de la fe auténtica es el conocimiento de la Escritura (cfr. Lc 24, 26-27; 1Cor 15, 34; Act 2, 27-31) a la luz de los hechos de la resurrección.

5. Algunas preguntas para orientar la reflexión y la actuación

a) ¿Qué quiere decir concretamente, para nosotros, «creer en Jesús Resucitado»? ¿Qué dificultades encontramos? ¿La resurrección es sólo propia de Jesús o es verdaderamente el fundamento de nuestra fe?
b) La relación que vemos entre Pedro, el otro discípulo y María Magdalena es evidentemente de gran comunión en torno a Jesús. ¿En qué personas, realidades, instituciones encontramos hoy la misma alianza de amor y la misma «común unión» fundada en Jesús? ¿Dónde conseguimos leer los signos concretos del gran amor por el Señor y por los «suyos» que mueve a todos los discípulos?
c) Cuando observamos nuestra vida y la realidad que nos circunda de cerca o de lejos ¿tenemos la mirada de Pedro (ve los hechos, pero permanece firme en ellos: a la muerte y a la sepultura de Jesús), o más bien, la del otro discípulo (ve los hechos y descubre en ellos los signos de una vida nueva)?

6. Oremos invocando gracia y alabando a Dios

con un himno extraído de la carta de Pablo a los Efesios (paráfrasis 1, 17-23)

El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria,
os conceda espíritu de sabiduría y de revelación
para conocerle perfectamente;
iluminando los ojos de vuestro corazón
para que conozcáis cuál es la esperanza a que habéis sido llamados por él;
cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos,
y cuál la soberana grandeza de su poder
para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa,
que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos
y sentándole a su diestra en los cielos,
por encima de todo principado, potestad,
virtud, dominación
y de todo cuanto tiene nombre
no sólo en este mundo sino también en el venidero.
Sometió todo bajo sus pies
y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia,
que es su cuerpo,
la plenitud del que lo llena todo en todo.

7. Oración final

El contexto litúrgico no es indiferente para orar este evangelio y el acontecimiento de la resurrección de Jesús, en torno al cual gira nuestra fe y vida cristiana. La secuencia que caracteriza la liturgia eucarística de este día y de la semana que sigue (la octava) nos guía en la alabanza al Padre y al Señor Jesús:

Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
a gloria de la Víctima
propicia de la Pascua.
Cordero sin pecado
que a las ovejas salva,
a Dios y a los culpables
unió con nueva alianza
Lucharon vida y muerte
en singular batalla
y, muerto el que es Vida,
triunfante se levanta.
¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?
– A mi Señor glorioso
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda;
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua
Primicia de los muertos,
sabemos por tu gracia
que estás resucitado;
la muerte en ti no manda.
Rey vencedor, apiádate
de la miseria humana
y da a tus fieles parte
en tu victoria santa

Nuestra oración puede también concluirse con esta vibrante invocación de un poeta contemporáneo, Marco Guzzi:

¡Amor, Amor, Amor!
Quiero sentir, vivir y expresar todo este Amor
que es empeño gozoso en el mundo
y contacto feliz con los otros.
Sólo tú me libras, sólo tu me sueltas.
Y los hielos descienden para regar
el valle más verde de la creación.

Velar en silencio

No sé si seremos capaces todavía de estar en silencio. Esta sería la mejor ocasión para ello. Velar en silencio.

Aguardar en la noche, encendiendo la lámpara del silencio. Dejarnos sorprender por el misterio sumergidos en el terreno del silencio.

Prepararnos a la luz desde las profundidades del silencio.

En este punto las palabras son inútiles.

Pertenecen al mundo viejo, condenado ya a muerte. Además, con todos nuestros abusos, las hemos gastado. Han perdido su brillo. Se han reducido a simple ruido. «Palabras habladas», que ya no dicen nada.

Hundámoslas en el sepulcro de Cristo. Tapémonos la boca, al menos en esta circunstancia.

No empañemos la luz que nace con el estruendo de nuestros discursos. Correríamos el riesgo de apagarla o, al menos, de no percibirla. Hemos hablado, charlado, gritado, discutido demasiado.

Y lo único que hemos logrado es aumentar la confusión, complicar las cosas más sencillas, embarullarlo todo, profanar el misterio. Así no se puede seguir.

Llevamos el luto del silencio, porque hemos matado, junto con la Palabra, las palabras.

En el sepulcro de Cristo, guardado por el silencio, también pueden resucitar nuestras palabras decrépitas. Nacer nuevas, aptas para contar un mundo nuevo.

Palabras pequeñas, trasparentes, modestas, no ruidosas, las únicas que pueden narrar las «maravillas» cumplidas por el Señor. No ya «palabras habladas», sino «palabras que hablan». «Estaba junto a la cruz de Jesús su madre…» (Jn 19, 25).

María, no hemos tenido coraje para llegar, contigo y con las otras mujeres, hasta allí. Nos hemos dispersado enseguida, después de tantos discursos altisonantes.

Ahora, afortunadamente, ya no tenemos nada que decir, ninguna declaración que hacer.

Queremos solamente, si nos aceptas, estar contigo en silencio, y esperar contigo este segundo y asombroso nacimiento.

Permite que tu silencio envuelva nuestras almas, caliente nuestros corazones, encienda nuestros rostros apagados o asustados.

No queremos molestar, ni hacernos pesados.

Sólo, respetar el carácter sagrado de esta noche, cantando quizás en silencio.

Haznos conscientes de que a la piedra no la derrumbará un trueno pavoroso.

Sólo se notará -como en el caso de Elías, en el umbral de la cueva del Horeb- el susurro de un «suave silencio».

Y tras ese susurro saldrán también, milagrosamente despertadas, prodigiosamente intactas, nuestras palabras, convertidas en palabras de la «nueva creación».

Saldremos a su encuentro con las puntas de los pies.

Tras esta trepidante vigilia de silencio quizás logremos no profanarlas, respetarlas, guardarlas celosamente, no empañar su resplandor. Las trataremos con delicadeza, con pudor. Ya no las manipularemos a nuestro antojo.

Si las palabras tienen que proclamar el anuncio pascual, el silencio constituye su necesaria preparación. Como si se tratara de un presagio del acontecimiento inaudito.

A. Pronzato

Luz de Cristo

Todos utilizamos el símil de la oscuridad en diferentes sentidos: decimos que alguien “tuvo una etapa oscura” en su pasado para referirnos a hechos negativos; o que “hay una parte oscura en su personalidad”, para señalar algún defecto de su carácter; o que “estoy a oscuras” cuando no entiendo algo de algún tema. Y también utilizamos el símil de la luz en diferentes sentidos: decimos que alguien “vive una etapa luminosa” para referirnos a hechos positivos; o que “desprende luz” para señalar la bondad de su carácter; o que “se me hizo la luz” cuando llegamos a entender algo.

Toda esta Semana Santa hemos estado reflexionando cómo la liturgia nos ayuda a vivir y profundizar en el sentido de lo que estamos celebrando. Y en esta noche, la liturgia de la Vigilia Pascual nos orienta para que pasemos de la oscuridad del Viernes Santo a la luz de la Resurrección.

Por eso, lo propio de la Vigilia Pascual es celebrarla de noche, y las rúbricas prescriben se apaguen las luces de la iglesia, ya que la primera parte de la Vigilia es el “Lucernario”, que comienza con la bendición del fuego y la preparación y encendido del Cirio Pascual. Y en la puerta de la iglesia, el sacerdote eleva el cirio y canta: “Luz de Cristo”. En ese momento todos comienzan a encender sus velas en la llama del Cirio Pascual, y van entrando en el templo que continúa a oscuras. Resulta impactante ver cómo poco a poco va haciéndose la luz a medida que los fieles entran con sus velas encendidas. En algunos lugares se mantiene la iglesia en semipenumbra hasta el canto del Gloria, en que se encienden todas las luces y se hacen voltear las campanas, para expresar que Dios ha iluminado esta noche santa con la gloria de la resurrección, y desde entonces, toda nuestra vida ha quedado iluminada por Cristo, para que andemos en una vida nueva (Epístola), porque ésta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de la oscuridad del pecado (Pregón Pascual). Podemos andar en una vida nueva porque, en medio de nuestras oscuridades “se nos ha hecho la luz”, y no una luz cualquiera, sino la Luz de Cristo Resucitado.

Y necesitaremos un proceso, un tiempo de asimilación de la Luz de Cristo Resucitado, como lo necesitaron los primeros discípulos: las mujeres se asustaron ante el anuncio de la Resurrección (Evangelio de la Vigilia); Pedro y el otro discípulo no creyeron a María Magdalena y corrieron al sepulcro a verlo vacío (Evangelio del día). No es fácil pasar de la oscuridad de la tristeza y el miedo a la luz de la esperanza. Ellos fueron descubriendo signos que les llevaron a reconocer que el Crucificado ha resucitado, y nosotros necesitamos también descubrir esos signos, aunque sean pequeñas luces, como las velas del Lucernario, pero que nos transmiten la Luz de Cristo Resucitado.

Y así iremos descubriendo el sentido nuevo que tiene la vida humana para quien cree en la Resurrección del Señor, porque Jesús, con su muerte y resurrección, nos ha revelado quién es Dios, ha vencido toda oscuridad del pecado y de la muerte, y nos ha otorgado la salvación. 

El que Jesús haya resucitado nos debe mover a seguir con Él el camino de nuestra vida. Y para hacer ese camino es necesario que andemos en una vida nueva, a lo que también nos ayuda la liturgia de hoy, con la renovación de las promesas bautismales, que se hace de nuevo con las velas encendidas, recordándonos que desde el Bautismo hemos recibido la Luz de Cristo, para que conscientemente renunciemos al pecado y afirmemos nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El anuncio del ángel: ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado, pide de nosotros una respuesta. Una respuesta que no consiste sólo en un asentimiento intelectual a una “verdad de fe” del Catecismo, sino que es una respuesta vital, el testimonio de quien ha dejado atrás sus “etapas y facetas oscuras” para vivir una vida iluminada por la Luz de Cristo Resucitado.

Que la celebración de la Vigilia y de la Misa del día nos ayuden a descubrir los signos de la presencia de Cristo Resucitado, y podamos exclamar: ¡Qué noche tan dichosa, en que se une el cielo y la tierra, lo humano y lo divino! (Pregón Pascual). Qué día tan dichoso en el que Dios nos ha abierto las puertas de la vida por medio de su Hijo, vencedor de la muerte (oración colecta del día).

Misterio de esperanza

Creer en el Resucitado es resistirnos a aceptar que nuestra vida es solo un pequeño paréntesis entre dos inmensos vacíos. Apoyándonos en Jesús resucitado por Dios intuimos, deseamos y creemos que Dios está conduciendo hacia su verdadera plenitud el anhelo de vida, de justicia y de paz que se encierra en el corazón de la humanidad y en la creación entera.

Creer en el Resucitado es rebelarnos con todas nuestras fuerzas a que esa inmensa mayoría de hombres, mujeres y niños que solo han conocido en esta vida miseria, humillación y sufrimiento queden olvidados para siempre.

Creer en el Resucitado es confiar en una vida donde ya no habrá pobreza ni dolor, nadie estará triste, nadie tendrá que llorar. Por fin podremos ver a los que vienen en pateras llegar a su verdadera patria.

Creer en el Resucitado es acercarnos con esperanza a tantas personas sin salud, enfermos crónicos, discapacitados físicos y psíquicos, personas hundidas en la depresión, cansadas de vivir y de luchar. Un día conocerán lo que es vivir con paz y salud total. Escucharán las palabras del Padre: «Entra para siempre en el gozo de tu Señor».

Creer en el Resucitado es no resignarnos a que Dios sea para siempre un «Dios oculto» del que no podamos conocer su mirada, su ternura y sus abrazos. Lo encontraremos encarnado para siempre gloriosamente en Jesús.

Creer en el Resucitado es confiar en que nuestros esfuerzos por un mundo más humano y dichoso no se perderán en el vacío. Un día feliz, los últimos serán los primeros y las prostitutas nos precederán en el reino.

Creer en el Resucitado es saber que todo lo que aquí ha quedado a medias, lo que no ha podido ser, lo que hemos estropeado con nuestra torpeza o nuestro pecado, todo alcanzará en Dios su plenitud. Nada se perderá de lo que hemos vivido con amor o a lo que hemos renunciado por amor.

Creer en el Resucitado es esperar que las horas alegres y las experiencias amargas, las «huellas» que hemos dejado en las personas y en las cosas, lo que hemos construido o hemos disfrutado generosamente, quedará transfigurado. Ya no conoceremos la amistad que termina, la fiesta que se acaba ni la despedida que entristece. Dios será todo en todos.

Creer en el Resucitado es creer que un día escucharemos estas increíbles palabras que el libro del Apocalipsis pone en boca de Dios: «Yo soy el origen y el final de todo. Al que tenga sed yo le daré gratis del manantial del agua de la vida. Ya no habrá muerte ni habrá llanto, no habrá gritos ni fatigas, porque todo eso habrá pasado».

José Antonio Pagola

Comentario al evangelio – 1 de abril

¡Aleluya!

      La celebración de la Semana Santa nos ha dejado a todos de alguna manera agotados. El recuerdo de las últimas horas de la vida de Jesús nos ha hecho revivir en nuestro interior la injusticia de un mundo que es capaz de matar al autor de la vida, de rechazar al que trae la salvación. No ha sido sólo el recuerdo de unos hechos que sucedieron en un país lejano y hace muchos años. Somos conscientes de la actualidad de ese relato. Hoy sigue repitiéndose cada día la muerte del inocente. En muchos lugares. Lejos de nosotros y también cerca. Por eso, recordar la muerte de Jesús no nos deja indiferentes. Nos toca en lo más hondo de nosotros mismos. Nos sentimos a la vez víctimas y verdugos. Participamos con el pueblo de Jerusalén gritando: “¡Crucifícale!” pero también lloramos con las mujeres porque sentíamos que con su muerte se nos iba la esperanza, lo mejor que teníamos. 

      Pero la Semana Santa no termina en el Viernes Santo. Ni siquiera en el silencio apesadumbrado y orante del Sábado Santo. La Vigilia Pascual y el Domingo de Pascua nos traen una buena nueva que nos hace contemplar lo sucedido con otra perspectiva. No es fácil de entender. Tampoco lo fue para los discípulos en aquel momento. El Evangelio de hoy lo relata muy bien. Lo primero que experimentaron los apóstoles fue una cierta confusión. Son las palabras de María Magdalena a Pedro y al otro discípulo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.” Algo ha sucedido. Algo tan extraño y sorprendente que no saben ponerle nombre. Prefieren pensar, al principio, en la hipótesis más sencilla: han robado el cuerpo de Jesús. Es necesario acercarse al lugar de los hechos, guardar silencio, dejar que la sorpresa llegue al corazón. Es necesario ver el vacío dejado por su cuerpo en el sepulcro. Sólo entonces la fe ilumina la situación. “Vio y creyó.” Los discípulos no entendieron a la primera lo que había sucedido. Necesitaron tiempo para darse cuenta de que Jesús había resucitado, de que el Padre, el Abbá de quien tantas veces había hablado, en quien había puesto toda su confianza, no le había defraudado. 

      Si los hombres habían matado a su mensajero, Dios no se resignaba a perder la partida. Dios se manifestó entonces como lo que es: el Señor de la Vida, el que es más fuerte que la muerte. Dios resucitó a Jesús y así certificó que era ciertamente su hijo, que sus palabras no eran vanas, que su buena nueva era de verdad una promesa de salvación para la humanidad, que la muerte no es el final del camino. Hoy se nos invita a todos a “ver y creer”, a contemplar el sepulcro vacío y el triunfo de Dios sobre la muerte. Hoy se nos abre una gran esperanza: vale la pena luchar por un mundo diferente porque Dios, el Dios de Jesús, está con nosotros. 

Para la reflexión

      ¿Qué significa para mí la resurrección de Jesús? ¿Qué pienso de mi propia muerte? Si creo de verdad que Dios está en favor de la vida, ¿cómo defiendo y promuevo la vida? ¿Cómo celebro hoy la resurrección?

Fernando Torres, cmf