Vísperas – Lunes de Pascua

VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: CANTARÁN, LLORARÁN RAZAS Y HOMBRES

Cantarán, llorarán razas y hombres,
buscarán la esperanza en el dolor,
el secreto de vida es ya presente:
resucitó el Señor.

Dejarán de llorar los que lloraban,
brillará en su mirar la luz del sol,
ya la causa del hombre está ganada:
resucitó el Señor.

Volverán entre cánticos alegres
los que fueron llorando a su labor,
traerán en sus brazos la cosecha:
resucitó el Señor.

Cantarán a Dios Padre eternamente
la alabanza de gracias por su don,
en Jesús ha brillado su Amor santo:
resucitó el Señor. Amén.

SALMODIA

Ant 1. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Ant 2. Venid y ved el lugar donde habían puesto al Señor. Aleluya.

Salmo 113 A – ISRAEL LIBRADO DE EGIPTO; LAS MARAVILLAS DEL ÉXODO.

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Venid y ved el lugar donde habían puesto al Señor. Aleluya.

Ant 3. Dijo Jesús: «No temáis. Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán.» Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dijo Jesús: «No temáis. Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán.» Aleluya.

LECTURA BREVE   Hb 8, 1b-3a

Tenemos un sumo sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos. Él es ministro del santuario y de la verdadera Tienda de Reunión, que fue fabricada por el Señor y no por hombre alguno. Todo sumo sacerdote es instituido para ofrecer oblaciones y sacrificios.

RESPONSORIO BREVE

En lugar del responsorio breve se dice la siguiente antífona:

Éste es el día en que actuó el Señor: sea él nuestra alegría y nuestro gozo. Aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Jesús salió al encuentro de las mujeres y les dijo: «Buenos días.» Ellas se acercaron y se abrazaron a sus pies. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Jesús salió al encuentro de las mujeres y les dijo: «Buenos días.» Ellas se acercaron y se abrazaron a sus pies. Aleluya.

PRECES

Con espíritu gozoso, invoquemos a Cristo, a cuya humanidad dio vida el Espíritu Santo, haciéndolo fuente de vida para los hombres, y digámosle:

Renueva y da vida a todas las cosas, Señor.

Cristo, salvador del mundo y rey de la nueva creación, haz que, ya desde ahora, con el espíritu vivamos en tu reino,
donde estás sentado a la derecha del Padre.

Señor, tú que vives en tu Iglesia hasta el fin de los tiempos,
condúcela por el Espíritu Santo al conocimiento de toda verdad.

Que los enfermos, los moribundos y todos los que sufren encuentren luz en tu victoria,
y que tu gloriosa resurrección los consuele y los conforte.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Al terminar este día, te ofrecemos nuestro homenaje, oh Cristo, luz imperecedera,
y te pedimos que con la gloria de tu resurrección ilumines a nuestros hermanos difuntos.

Porque Jesucristo nos ha hecho participar de su propia vida, somos hijos de Dios y por ello nos atrevemos a decir:

Padre nuestro…

ORACION

Dios nuestro, que haces crecer a tu Iglesia dándole continuamente nuevos hijos por el bautismo, concédenos ser siempre fieles en nuestra vida a la fe que en ese sacramento hemos recibido. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 2 de abril

Lectio: Lunes, 2 Abril, 2018
Tiempo de Pascua
 
1) Oración inicial
Señor Dios, que por medio del bautismo haces crecer a tu Iglesia, dándole siempre nuevos hijos, concede a cuantos han renacido en la fuente bautismal vivir siempre de acuerdo con la fe que profesaron. Por nuestro Señor.
 
2) Lectura
Del Evangelio según Mateo 28,8-15
Ellas partieron a toda prisa del sepulcro, con miedo y gran gozo, y corrieron a dar la noticia a sus discípulos. En esto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «¡Salve!» Y ellas, acercándose, se asieron de sus pies y le adoraron. Entonces les dice Jesús: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.» Mientras ellas iban, algunos de la guardia fueron a la ciudad a contar a los sumos sacerdotes todo lo que había pasado. Estos, reunidos con los ancianos, celebraron consejo y dieron una buena suma de dinero a los soldados, advirtiéndoles: «Decid: `Sus discípulos vinieron de noche y lo robaron mientras nosotros dormíamos.’ Y si la cosa llega a oídos del procurador, nosotros le convenceremos y os evitaremos complicaciones.» Ellos tomaron el dinero y procedieron según las instrucciones recibidas. Y se corrió esa versión entre los judíos, hasta el día de hoy.
 
3) Reflexión
• ¡Pascua! El evangelio de hoy describe la experiencia de resurrección de las discípulas de Jesús. Al comienzo de su evangelio, al presentar a Jesús, Mateo había dicho que Jesús es el Emmanuel, Dios con nosotros (Mt 1,23). Ahora, al final, él comunica y amplía la misma certeza de fe, pues proclama que Jesús resucitó (Mt 28,6) y que estará siempre con nosotros, ¡hasta el final de los tiempos! (Mt 28,20). En las contradicciones de la vida, esta verdad es muchas veces contestada. No faltan las oposiciones. Los enemigos, los jefes de los judíos, se defienden contra la Buena Nueva de la resurrección y mandan decir que el cuerpo fue robado por los discípulos (Mt 28,11-13). Todo esto acontece hoy. Por un lado, el esfuerzo de tanta buena gente para vivir y testimoniar la resurrección. Por otro, tanta gente mala, que combate la resurrección y la vida.
• En el evangelio de Mateo, la verdad de la resurrección de Jesús se cuenta a través de un lenguaje simbólico, que revela el sentido escondido de los acontecimientos. Mateo habla de un temblor de tierra, de relámpagos y ángeles que anuncian la victoria de Jesús sobre la muerte (Mt 28,2-4). Es el lenguaje apocalíptico, ¡muy común en aquella época, para anunciar que, finalmente, el mundo fue transformado por el poder de Dios! Se realizó la esperanza de los pobres que reafirmaron su fe: “¡El está vivo, en medio de nosotros!”
• Mateo 28,8: La alegría de la Resurrección vence el miedo. En la madrugada del domingo, el primer día de la semana, dos mujeres fueron al sepulcro, María Magdalena y María de Santiago, llamada la otra María. De repente, la tierra tembló y un ángel apareció como un relámpago. Los guardas que estaban vigilando el túmulo se desmayaron. Las mujeres se quedaron con miedo, pero el ángel las reanimó, anunciando la victoria de Jesús sobre la muerte y enviándolas a que reunieran a los discípulos de Jesús en Galilea. Y en Galilea ellas podrán verle de nuevo. Allí, donde todo empezó, acontecerá la gran revelación del Resucitado. La alegría de la resurrección comienza a vencer el miedo. Se inicia el anuncio de la vida y de la resurrección.
• Mateo 28,9-10: La aparición de Jesús a las mujeres. Las mujeres salen corriendo. Se sienten habitadas por una mezcla de miedo y de alegría. Sentimientos propios de quien hace una profunda experiencia del Misterio de Dios. De repente, Jesús mismo va a su encuentro y dice: “¡Alégrense!”. Ellas se postran y adoran. Es la postura de quien cree y acoge la presencia de Dios, aunque sorprende y supera la capacidad humana de comprensión. Ahora Jesús mismo da la orden de reunir a los hermanos en Galilea: «No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.”
• Mateo 28,11-15: La astucia de los enemigos de la Buena Nueva. La misma oposición que Jesús encontró en vida, aparece ahora después de su resurrección. Los jefes de los sacerdotes se reunieron y dieron dinero a los guardias. Tienen que apoyar la mentira de que los discípulos robaron el cuerpo de Jesús y se inventan algo sobre la resurrección. Los jefes rechazan y luchan contra la Buena Nueva de la Resurrección. Prefieren creer que todo fue una invención de los discípulos y discípulas de Jesús.
El significado del testimonio de las mujeres. La presencia de las mujeres en la muerte, en el entierro y en la resurrección de Jesús es significativa. Testimoniaron la muerte de Jesús. (Mt 27,54-56). En el momento del entierro, se quedaron sentadas ante el sepulcro y por tanto pudieron decir cuál era el lugar donde fue colocado el cuerpo de Jesús (Mt 27,61). Ahora, el domingo de madrugada, están de nuevo allí. Saben que aquel sepulcro vacío ¡es realmente el sepulcro de Jesús! La profunda experiencia de la muerte y de la resurrección que hicieron les transforma la vida. Ellas mismas resucitarán y se volverán testigos cualificados en las comunidades cristianas. Por esto, reciben la orden de anunciar: «¡Jesús está vivo!» ¡Resucitó!»
 
4) Para la reflexión personal
• ¿Cuál es la experiencia de resurrección en mi vida? ¿Existe en mí alguna fuerza que trata de combatir la experiencia de resurrección? ¿Cómo reacciono?
• ¿Cuál es hoy la misión de nuestra comunidad como discípulos y discípulas de Jesús? ¿De dónde podemos sacar fuerza y valor para cumplir nuestra misión?
 
5) Oración final
Bendeciré al Señor, que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré. (Sal 15)

«Victimae Paschali, Laudes»

Hermosa secuencia de Pascua. Su autor es el sacerdote Wippo de Borgoña (+1048/50), monje del S.XI, capellán del emperador Conrado II y de su hijo Enrique III. Se cree que es, asimismo, autor de la música. Wippo compuso la poesía para servir de secuencia en la Misa, pero la forma dialogada de la segunda parte la hizo muy popular en los dramas o misterios de la Resurrección. Actualmente le falta la quinta estrofa, sobre la incredulidad de los judíos, que fue suprimida por San Pío V:

«Credendo est magis
soli Marie veraci
quam turbae iudeorum fallaci»

1. Cristo, Víctima Pascual (Victimae paschali laudes)
Cristo es presentado ante todo como la Víctima Pascual, el Cordero inocente. Cristo es contemplado en el Apocalipsis como el Cordero que se mantiene en pie, Cordero degollado (5, 6), el Cordero que fue muerto y es digno de recibir el honor, la gloria y la bendición (5, 12: cántico de Vísperas del martes). En su sangre han blanqueado sus vestidos los mártires (7, 14); vencieron al acusador por la sangre del Cordero y por el testimonio valiente (12, 11). Quienes son vírgenes le siguen y pueden aprender y cantar el cántico nuevo (14, 1-5). El Cordero abrió los siete sellos del libro (cap. 6 y cap. 8). Ahora reina y llegó la hora de sus bodas con la Iglesia (19, 7: cántico de las II Vísperas del domingo). Son dichosos los llamados a la cena de las nupcias del Cordero (19, 9).

Ya en el principio de la vida pública de Jesús, Juan lo había señalado como el «Cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 36). La conjunción de ambos textos forma la invitación a la comunión. También en el Gloria, y durante la fracción del pan, se invoca al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo: el Hijo del Padre.

2. Ofrezcan los cristianos ofrendas de alabanza (Inmolent christiani)
El poema es titulado, por así decirlo, en la estrofa inicial independiente como «alabanzas inmoladas a la víctima pascual». El sujeto oferente son los cristianos; el objeto directo del verbo, que especifica la oferta de los cristianos, son las «ofrendas de alabanza»; el beneficiario es Cristo; sólo a él le corresponde el honor y la gloria. Él «es la víctima propicia de la Pascua».

Lo que se inmola es propiamente un sacrificio. Pero encontramos que en el latín medieval significaba también lo que se ofrece a una iglesia, así como el sacrificio de acción de gracias. Por tanto, no nos ha de extrañar que el poema de alabanza al Cordero Pascual, Cristo, sea presentado como inmolación.

3. El Cordero inocente a sus ovejas salva (Agnus redemit oves).

Cristo, el Buen Pastor, a sus ovejas rescató del poder del mal. La primera carta de San Pedro nos recuerda que fuimos «rescatados de la manera vana de vivir no con plata y oro sino con la sangre preciosa de Cristo, como Cordero sin tacha ni mancilla, a quien Dios resucitó de entre los muertos y glorificó» (1P 1, 18-21).

4. Y nos reconcilia con su Padre (Reconciliavit peccatores).
Cristo es el reconciliador; Él es quien reconcilió a los pecadores con el Padre. Recordemos el inicio de la preciosa fórmula de la absolución sacramental, eco de pasajes bíblicos: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y resurrección de su Hijo…» (Ef 2, 4; Rm 5, 11; 2Co 5, 18-20; Col 1, 20, cantado en las Vísperas de cada miércoles).

5. Muerte y Vida lucharon (Mors et vita duello). El enfrentamiento de Cristo con la muerte –en admirable duelo– recuerda los pasajes entusiastas de San Pablo: «Cristo ha deshecho y aniquilado el poder de la muerte» (Rm. 6, 9; y la cita de Oseas 13, 14 en 1Co 15, 54-55). El combate de la vida y la muerte ha sido duro, han luchado en combate portentoso (conflixere mirando). El caudillo de la vida, muerto, reina vivo (dux vitae mortuus regnat vivus). Es la victoria de la vida sobre la muerte.

6. Diálogo con María la de Magdala (Dic nobis Maria, quid vidisti in via?).
Tras preguntarla sobre lo que ha visto en el camino, habla María Magdalena. Para comprender la base bíblica del testimonio de María, deben tenerse en cuenta no sólo el evangelio de San Juan (Jn 20, 1-10 y 11-18), sino los pasajes de los sinópticos que hablan de las mujeres que se dirigen al sepulcro la mañana del día siguiente al sábado (et valde mane una sabbatorum, veniunt ad monumentum, orto iam sole alleluia –Mt 28, 1-10; Mc 16, 1-8; Lc 24, 1-11–). María responde ante todo que vio el sepulcro de Cristo que vive y la gloria del Resucitado (Sepulcrum Christi viventis / et gloriam vidi resurgentis).

Aquí venía la estrofa quinta en el texto de Wippo, suprimida por San Pío V: Credendum est magis solae Mariae veraci / quam turbae iudeorum fallaci. Hay que creer más a María, la única veraz / que a la turba falaz de los judíos. Era una observación: la versión que María da de su experiencia en la mañana de Pascua es veraz. Vale más el testimonio de ella sola que la excusa de los príncipes de los sacerdotes sugerida a los que hacían la guardia sobre el cuerpo robado mientras dormían: «Así se divulgó este rumor entre los judíos hasta el día de hoy» (Mt 28, 11-15; Evangelio del lunes de la octava).

¿Por qué la revisión tridentina de las secuencias decidió suprimir esta estrofa el año 1570? Sin duda porque encontraban que el carácter vivo y gozoso del diálogo quedaba desordenado por el recuerdo de los judíos.

7. Testimonio de los ángeles, el sudario y los vestidos (Angelicos testes, sudarium et vestes) María continuaba contemplando la narración de lo que había visto (es la estrofa que se ha mantenido): los «testigos angélicos», el sudario y los lienzos. Se trata de la sábana que envolvía el cuerpo del difunto por la espalda y, dando la vuelta, le cubría por encima. El sudario o pañuelo iba aparte, atado a la cabeza. Gracias a los estudios y los gráficos sobre la Sábana Santa de Turín se ha divulgado este modo de amortajar, que fue el usado en la sepultura de Jesús. Añadimos que la Neovulgata usa la palabra linteamina, que significa lienzo o tela (Jn 20, 7).

Al suprimir la estrofa quinta, la forma dramática o teatral queda, pues, como un diálogo entre los discípulos y María, sin distraer la atención con observaciones.

8. Profesión de fe: resucitó Cristo, mi Esperanza (Surrexit Christus, spes mea).
María afirma claramente que Cristo resucitó. Y resume en las palabras «mi esperanza» todo cuanto significaba para ella Jesucristo.

La asamblea dice que sabemos (con la certeza que da la fe en el testimonio del Evangelio) que Cristo ha resucitado verdaderamente (Scimus Christum surrexisse a mortuis vere).

9. Invocación y súplica final (Tu nobis, Victor, Rex miserere).
La asamblea de los cristianos, el sujeto activo de las alabanzas, esparcidos por el mundo entero, después de profesar su fe en Cristo Resucitado, completa esta profesión de fe con la invocación a Cristo, llamándole «Rey y Vencedor», y porque reina glorioso, sentado a la derecha del Padre, le pide que tenga misericordia de nosotros.


Ver KAUFMANN, CRISTINA, Comentario espiritual sobre la secuencia de Pascua, en Pastoral litúrgica, Ed. Edice, núm. 279, pp. 139-144, para una mayor ampliación.

Antonio Alcalde Fernández

Camino de la Pascua (Vía Luces)

Si el CAMINO DE PASCUA se hace como celebración, fuera de cualquier otro contexto litúrgico, sus tiempos podrían ser los siguientes:

1.- Canto de entrada.

2.- Lectura del pregón pascual, completo o abreviado.

3.- Canto de aclamación: Aleluya o Gloria.

4.- Breve monición o invitación a emprender el “Camino de Pascua”.

5.- La lectura de cada jornada puede ir seguida de unos minutos de silencio, o dejando paso a la intervención de los participantes, o acompañada de un canto. (Se puede acompañar con la proyección de un Power Point que se facilita en la dirección: jlsabo@salterrae.es)

Una vez terminado el “Camino de Pascua”, tras una breve monición, todos rezan el Padrenuestro. A continuación se dan la paz (el momento se puede prolongar festivamente).

6.- Canto final.

ESTACIONES O JORNADAS

l.- AL ALBA (Mc 16, 1-3)

Y la losa ya estaba removida,
desplazada hacia un lado.
No era obstáculo.

Cristo pudo con ella.
Pesaba sobre el corazón de las mujeres
cuando ya no pesaba sobre Cristo.
Y, sin embargo, vale la pregunta:
– ¿ Quién nos correrá la losa?
Porque ni el entierro de Jesús fue un simulacro
ni la piedra que le echaron encima

una sábana de lino.
La piedra estaba allí para enterrarlo.
Pero pudo con ella.
Y esto proclamamos:
que lo hizo desde dentro,
desde el propio sepultamiento,
con la fuerza de Dios que era la suya. Alegraos,
alegraos por Cristo,
alegraos por vosotros
sin precipitar las conclusiones.
Porque las piedras,
las losas mortuorias,
las lápidas que pesan toneladas existen
y siguen aplastando a quienes cogen debajo.
Ni los oprimidos,
ni los enterrados en vida,
ni los que no pueden levantar cabeza (sea como sea)
son invención de nadie.
Ahí están. Y preguntan:
– ¿ Quién nos correrá la losa?
Y la respuesta es una:
– Vosotros, como Cristo.
Pero ¿quién se atreve a darla?
Porque lo mismo puede ser profética
que tremendamente cínica.
Abstenerse, por tanto,
los teóricos,
los observadores imparciales,
los predicadores de oficio
(todos esos que sabéis)
y que salgan a darla por la cara
los que han sabido algo de «la fuerza del Señor».
¿Dónde están?

 

2.- EL SEPULCRO VACIO (Jn 20, 1-2)

Hemos recibido la noticia,
primero con estupor,
luego con alegría,
con una inmensa y esperanzada alegría.
El sepulcro de Cristo está vacío.
Por entonces se habló de robo,
de secuestro del cadáver,
de insensata maniobra para hacemos tragar
una palabra intragable:

resurrección.
Pero el hecho ahí estaba:
No había nadie,
sigue sin haber nadie en la tumba de Jesús.
Sin embargo, era cierto que en la tarde anterior
esa tumba rebosaba:

se le salía el dolor, la sangre, la desesperanza,
por las rendijas de la piedra.

Compañeros, amigos,
aquí no hay nadie.
Allá los que se empeñen en solucionar las cosas
dando parte al gobernador,
culpando a los centinelas,
acusando a los discípulos,
buscando el cadáver por los alrededores
o llorando por el muerto.
El cadáver no aparece.
Hace ya veinte siglos que no está donde estuvo.
En el sepulcro han perdido la pista de Jesús
los que lo buscan donde lo embalsamaron,
los enterradores,
las plañideras de siempre,
los aficionados a reliquias y despojos,
los investigadores estrictos,
los hombres de poca fe …
Pero la noticia es la misma:
– ¡Aquí no queda nadie!

 

3.- DONDE MARÍA MAGDALENA VE A JESÚS (Jn 20, 11-17)

Ella fue la primera en saber lo que pasaba.
Y no por noticias de segunda mano.
Comenzaba con ella la experiencia de Pascua.
Jesús estaba vivo
y la llamaba por su nombre: María.
Ella hizo lo mismo: Maestro.
De nombre a nombre, de persona a persona,
de discípula a Maestro,

la historia, trágicamente rota,
comenzaba de nuevo.
Y como maestro le dijo Jesús:
– No me sujetes,
no me detengas.
Lo que no pudo hacer la tumba
no vas a hacerlo tú.
Apréndete esto:
yo he resucitado para todos.
Y le dijo también:
– No te sujetes tú,
no te detengas,
porque los pies que abrazas
no necesitan tus lágrimas,
ni el frasco de perfume,
ni la caricia de tu pelo.
Son pies para el camino.
¡Al camino los tuyos!
Anúnciales a los míos que estoy vivo.
y a ti que te vean viva.
No va a faltar quien diga a mis cristianos:
«No tenéis precisamente cara de creer lo que rezáis:
que resucitó al tercer día.
Sois demasiado tristes».
Por eso, María,
pon tu cara,
tus pies
y tu palabra
al servicio de la alegría.
No negamos la cruz.
Pero éste es el otro lado de la cruz.

 

4.- DONDE UN DISCIPULO COMPRUEBA LAS HERIDAS DE JESUS
(Jn 20, 25)

Así sería de fácil
si sólo se tratara de su cuerpo,
de su carne resucitada,
no de su ensanchamiento
en el cuerpo de la Iglesia
y de su encarnación en la comunidad.
Porque ahora la escena ha cambiado de signo:
¿Quién acerca sus manos a las llagas de Cristo
sin escandalizarse?

Bienaventurados los que siguen creyendo
después de haber visto,

tocado, palpado,
las heridas sangrantes
en el Cuerpo (con mayúscula) de Cristo:
las grietas de la desunión,
el vacío de la caridad,
la descalificación de los profetas,
los magisterios enfrentados,
la neutralización de la eucaristía,
los pobres, hoy y ahora,
y los cristianos de toda la vida …
La voz prudente dice:
– Si quieres mantener tu fe de siempre
no mires, no toques, no hurgues, no te metas …
Y sin embargo, cada vez está más claro
que sólo los que miran, tocan, se meten
y sienten como suyas las heridas de Cristo,
saben en carne propia
que Cristo vive. Porque Cristo duele.
Bienaventurados aquellos que, viendo lo que ven,
s
iguen creyendo

 

5.- DONDE PEDRO SE ECHA AL MAR (Jn 21, 4-7)

Ya no hay tiempo para explicaciones,
tampoco para grandes demostraciones
como la de Jesús a Tomás

con aquello de las llagas.
Aquí, quien sabe dice:
– Es el Señor.
Y uno se tira al agua
sin caminar sobre las olas.
Ahora,
con el Señor resucitado en la otra orilla,
el trayecto se hace a braza,
sin ahorrarse el chapuzón,
el esfuerzo y el riesgo.
¡Y qué alegría!
Frente a tanta vacilación, tanta sospecha
cuando se dice «Es el Señor»,
todavía hay quien se lanza al agua sin dudarlo.
Que sí, que ya sabemos que lo de «Es el Señor»
o «Esa es la voluntad de Dios»
ha dado para todo en la viña del Señor,
desde ilusiones hasta atrocidades.
Pero también sabemos
que hay señales de Cristo
dilucidadas por el Espíritu,
discernidas por urgencias del mundo y de la Iglesia
que ya no dejan duda.
– ¡ Es el Señor!
Y ahí están,
a brazo partido con las olas,
los que trabajan por la paz,
los hambrientos de justicia,
los que alientan y viven la esperanza de los pobres,
los que denuncian, contra viento y marea,
la explotación del hombre,
los comprometidos en mantener en alza
su valor de hijos de Dios.
¡Y qué tremendo el mar!
Pero ¡atención los de la barca!:
¡Es el Señor!

 

6.- EN EL CAMINO (Lc 24, 13-15)

Mala prensa tienen los «compañeros de viaje»,
tan utilizables,

tan manipulables,
tan combustibles ellos muchas veces
en los azares del viaje.
Pero ¿qué hubiera sido de estos dos
sin el compañero de viaje?

Se les mete en la senda
y les sigue el andar
sin preguntar adónde van
o adónde lleva el camino.
De los otros habría mucho que hablar;
ya sabéis:
de los que aconsejan la vuelta
(sin haber ido nunca),
de los que no entran por caminos nuevos
pero tampoco han recorrido responsablemente
los caminos viejos
(por ahí les han llevado),
o de los que dicen (¡con qué gracia, Dios mío!)
que no hubiera llegado a ingeniero de caminos
el que dijo:
«Se hace camino al andar».
Añadid los que sepáis.
Mientras tanto, ahí van esos tres
andando y desandando toda la desesperanza.
Jesús interpela, interroga, insinúa,
pero no interrumpe ni el diálogo ni el viaje.
No es una táctica. Es un proceso.
Los tres buscando juntos
y en el mismo camino hasta el final.
Porque
«¿Cómo te encontraremos al declinar el día
si tu camino no es nuestro camino?»
Y aún nos queda Emaús.

 

7.- SENTADOS A LA MESA (Lc 24, 28-32)

¡Cuánto hemos amado esta alquería,
esta mesa,
esta gente
que se sienta al atardecer para partir el pan … !
Lugar reconocible, Emaús,
para todo cristiano bien nacido.
Olor a casa nuestra,
a pan nuestro …
Esclarecimiento hogareño de un camino
amenazado por la noche.
Pues aquí hemos llegado.
Ya estamos
a la hora en que la tarde se va poniendo íntima.
Pero llegamos con una desventaja
(digo desventaja)
sobre los dos discípulos:
nosotros ya sabemos lo que va a ocurrir,
lo que tiene que ocurrir.
Por eso,
Jesús ni se nos va
ni se nos revela:
se nos estereotipa.
Nos sabemos sus gestos de memoria.
¡Ay!, que sí,
que puede que hayamos llegado demasiado pronto,
sin grandes interrogantes,
sin grandes expectativas
y hasta sin la obligación (o eso pensábamos)
de traer un pan entre las manos
para repartirlo entre todos.
Y ahora pasa
que no va a pasar nada
mientras no venga el pan
(que ya son muchos a pedirlo).
Es hermosa la tarde,
entrañable la casa,
pero nada se revela
si nada se comparte.

 

8.- CON PEDRO JUNTO AL MAR (Jn 21, 15-17)

Jesús aborda a Pedro con palabras muy claras.
En el Evangelio las culpas se redimen por amor.
Y Pedro es culpable.

Dijo de Jesús que no le conocía.
Pero Jesús no le pregunta por su conocimiento.
Dijo que no era su discípulo.

Pero Jesús no le interroga sobre la doctrina.
Dijo: «No sé de quién me habláis».
Pero Jesús no le pregunta si le reconoce.
Eso sí, Pedro había dicho:

– Aunque todos, yo no …
Y Jesús pone el listón donde lo puso Pedro:
– ¿Me quieres más que todos?
Una pregunta en el lenguaje del corazón,
como hecha a un niño.
Y una respuesta humilde,
como la de un hombre castigado por su historia:
– Tú lo sabes todo…
Y tanto sabe Jesús del corazón de Pedro
que le pone la Iglesia entre las manos.
Y lo hace de inmediato,
sin dar tiempo a que las palabras queden huecas.
Aquí se habla de amor
y se sacan consecuencias, como espadas.
En labios de Jesús resucitado
las palabras resucitan.
Por eso, ¿quién se atreve a responderle:
«Te quiero»,
sin que se le venga el mundo encima,
sin que le carguen a cuenta
todo lo que Jesús ha amado,
nos ha encargado,
nos ha dejado como tarea del Reino?

Una de dos,
o nos la jugamos a lo que ellas comprometen,

o nos han dejado sin palabras.

 

9.- EL JESUS DE TODOS (Jn 21, 9-12)

Empieza a ser posible la comunidad.
Todos identifican a Jesús

en el Jesús de todos.
Los desacuerdos se producirán más tarde
en una vuelta a lo individual
por encima de lo eclesial.
Pero éste de ahora, a la orilla del mar,
es un momento de gracia.
Nadie discute al Cristo que se tiene delante.
Nadie trae otros Cristos que oponerle.

Y porque hay acuerdo hay paz.
Y porque hay paz hay alegría.
Todavía no hay proyectos,
jerarquizaciones de tareas y personas,
prioridad de ministerios y misiones,
sino limpia conciencia de un encuentro: el de todos con todos,
el de todos con el Resucitado.
Y sí, vale la pena comentar en voz alta:
¡Qué bien se está aquí!
Entendedlo: no es una propuesta para prolongar el éxtasis,
sino un dejar constancia (ahí os va esa palabra) de la «consolación».
Que sí, que hay que vivirla
para que la dispersión posterior no sea precisamente
un «sálvese quien pueda»,
un «largarse» cada cual por sus caminos,
sino una misión que brota del mismo corazón
de la alegría pascual.
Sólo desde ahí podrán creemos
que «Hemos visto al Señor».

 

10.- EN EL MONTE (Mt 28, 16-19)

– Has salido del Padre y vas al Padre,
¿por qué decirte adiós?

Tú siempre eres promesa de regreso.
Te arrebata una nube
y nos mandas recado
de que volverás muy pronto;
te perdemos de vista
y no nos quitas los ojos de encima.
– «No, yo no dejo la tierra,
no, yo no olvido a los hombres.
Aquí yo he dejado la guerra.
Arriba están vuestros nombres».
Y estamos en esa guerra tuya
tan difícil de ganar,
reclutados de las cinco partes del mundo
y enviados a las cinco partes del mundo.
«Partid frente a la aurora.
Salvad a todo el que crea.
Vosotros marcáis mi hora.
Comienza vuestra tarea».
Nunca una ausencia dejó detrás de sí
tanto que hacer,
nunca un ausente dejó mayor encargo.
Nunca alguien que se fue prohibió tanto
las lágrimas
para que no nos vendiéramos a las traiciones
del corazón.
«Aquí vino
y se fue.
Vino … nos marcó nuestra tarea
y se fue.
Tal vez detrás de aquella nube
hay alguien que trabaja
lo mismo que nosotros
y tal vez las estrellas
no son más que ventanas encendidas
de una fábrica
donde Dios tiene que repartir
una labor también.
Aquí vino
y se fue.
Vino, llenó nuestra caja de caudales
con millones de siglos y de siglos,
nos dejó unas herramientas
y se fue.
El, que lo sabe todo,
sabe que estamos solos;
sin dioses que nos miren
trabajamos mejor.
Detrás de ti no hay nadie. Nadie.
Ni un maestro, ni un amo, ni un patrón.
Pero tuyo es el tiempo.
El tiempo y esa gubia
con que Dios comenzó la creación».

(León Felipe)

 

11.- A LA ESPERA CON MARIA (Hech 1, 12-14)

Te buscábamos; Señora,
en la mañana gloriosa.
Te creíamos de camino,
o al lado del sepulcro,
o en tu casa tranquila,
o incluso con los once pescadores
que salían al mar para ver a Jesús.
Queríamos preguntarte
con urgentes y tópicas preguntas de entrevista:
¿Qué siente María en estos momentos?
Y, o no estabas,
o anotábamos en nuestra agenda de trabajo:
No sabe, no contesta.
Y tanto sabías
que habitabas ya
en el corazón de la comunidad,
partícipe de su fe
y de su esperanza en la venida del Espíritu.
Te has llevado contigo tu experiencia
del hijo resucitado
y nos dejas tan sólo tu actitud orante
como palabra:
– El Espíritu me lo trajo.
El Espíritu me lo volverá a traer.
Pues contigo, Señora,
aquí están
los que tocaron sus heridas,
los compañeros de camino,
los que compartieron su pan,
los que le amaron más que los demás, los enviados,
los consolados
y nosotros los cristianos.
Todos juntos,
a la espera contigo,
Madre de la Iglesia,
en idéntica oración:
¡Ven, Señor Jesús!
AMEN

José Luis Blanco Vega, S.J.

Ecclesia in Medio Oriente – Benedicto XVI

La vía cristiana y ecuménica

11. Dios ha permitido el desarrollo de su Iglesia en este contexto constrictivo, inestable y actualmente propenso a la violencia. Ella vive en él dentro de una notable multiplicidad. Junto con la Iglesia católica, en Oriente Medio están presentes numerosas y venerables Iglesias, a las que se añaden comunidades eclesiales de origen más reciente. Este mosaico requiere un esfuerzo importante y continuo por favorecer la unidad, dentro de las respectivas riquezas, con el fin de reforzar la credibilidad del anuncio del Evangelio y del testimonio cristiano[6]. La unidad es un don de Dios, que nace del Espíritu, y es preciso hacer crecer con perseverante paciencia (cf. 1 P 3,8-9). Sabemos que, cuando las divisiones nos contraponen, existe la tentación de recurrir sólo a criterios humanos, olvidando los sabios consejos de san Pablo (cf. 1 Co 6,7-8). Él nos exhorta: «Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,3). La fe es el centro y el fruto del verdadero ecumenismo[7]. Esto es lo que se ha de comenzar a profundizar. La unidad surge de la oración perseverante y la conversión, que hace vivir a cada uno según la verdad y en la caridad (cf. Ef 4,15-16). El Concilio Vaticano II ha alentado este «ecumenismo espiritual», que es el alma del auténtico ecumenismo[8]. La situación en Oriente Medio es en sí misma un llamamiento urgente a la santidad de vida. Los martirologios enseñan que los santos y los mártires, de cualquier pertenencia eclesial, han sido – y algunos lo son todavía – testigos vivos de esta unidad sin fronteras en Cristo glorioso, anticipando nuestro «estar reunidos» como pueblo finalmente reconciliado en él[9]. Por eso se ha de consolidar, aun dentro de la Iglesia católica, la comunión que da testimonio del amor de Cristo.


[6] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1.

[7] Cf. A los participantes en la plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (27 enero 2012), AAS 104 (2012), 109.

[8] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 8.

[9] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 83-84: AAS 87 (1995), 971-972.

Homilía (Domingo II de Pascua)

LA COMUNICACIÓN DE BIENES

Casi todos nosotros estamos fuertemente influenciados por la clase social en que nos desenvolvemos. Vivimos en situación de privilegio. Pertenecemos a las minorías que poseen bienes y tienen acceso a la cultura. Sin embargo, en la medida de nuestras fuerzas, tratamos de no ser aniquilados por estos condicionamientos. Quisiéramos dar un testimonio de pobreza, pero huimos dramáticamente de plantearnos un compromiso y no somos capaces de desprendernos siquiera de lo superfluo. Cuando nos decidimos a comunicar algo, sólo damos de lo que nos sobra.

  1. Preocupación por el tema.

La dificultad que experimentamos para compartir con los demás nuestros bienes no nos disminuye la responsabilidad. Esta dificultad es una prueba para contrastar la verdad de nuestra fe. Manifestaremos que somos creyentes de verdad si, entre otras cosas, nos planteamos y resolvemos la situación de ricos burgueses en que nos encontramos.

 

  1. La raíz de la comunicación.

A este enfrentamiento y compromiso que nos empuja hoy la Palabra de Dios.

El Evangelio pone en boca del Resucitado un saludo que resume lo que es un mundo según la nueva creación: «Paz a vosotros» (Jn 20, 21). Jesús anuncia la Paz mesiánica, una situación que resulta de la justicia y el amor, los cuales crean un clima nuevo en las relaciones humanas.

Esta Paz del Resucitado aparece plasmada en la comunidad de los creyentes (Hech 4, 32-35); en la nueva sociedad el hombre deja de ser para el hombre un lobo feroz, hambriento y en actitud competitiva, para reconocer en el otro a un hermano. Caín abraza a Abel, en lugar de explotarle y matarle. La fe nos arrastra a la comunión y al amor entre los hombres, a tener un sólo sentir, un mismo corazón, a sentirnos solidarios de la suerte del prójimo.

Esta exigencia de la fe no puede ser sólo un juego de palabras y de actitudes. El amor ha de manifestarse en obras (I Jn 3, 18). El amor verdadero lleva a no poseer nada propio, a poner lo que se tiene en común, a fin de instaurar la igualdad y crear el clima propicio para la fraternidad. La ley del vivir cristiano se inspira en la actitud de Cristo: «Conocéis bien la generosidad de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Cor 8, 9). Los pobres existen en el mundo porque los crean los ricos, a costa de empobrecerlos aprovechándose de su trabajo. Poniendo en común los bienes da testimonio de la Resurrección la comunidad primitiva.

Examinemos, en esta celebración, nuestra conciencia y escuchemos si nos acusa gravemente o no.

 

  1. ¿Qué entendemos por comunicación de bienes?

La Palabra nos enfrenta ante la actitud que tenemos en la comunicación de los bienes. Cuando hablamos de comunicación de bienes no nos referirnos nunca a las «colectas» de las misas. Nos movemos en un campo más amplio, profundo y radical. «Comunicación de bienes» significa lo mismo que suenan las palabras: hacer partícipes de eso que llamamos «nuestro» a los demás. Estos bienes son de todo tipo, no exclusivamente materiales.

— Lo primero que nosotros tenemos que compartir con los demás es aquello que les corresponde en justicia. Somos acaparadores: llenamos nuestros graneros, aumentamos las cuentas corrientes y acumulamos acciones. Atesoramos a costa de los otros, dejándonos llevar del espejismo del rico insensato del Evangelio (Lc 12, 16 ss.). Con el gasto y el lujo escandaloso insultamos al pobre Lázaro, que se muere junto a nosotros (Lc 16, 19 ss.). No admitimos nuestra condición de ADMINISTRADORES de los bienes. Lo que creemos ser exclusiva- mente nuestro: inteligencia, capacidad de trabajo, oportunidad, suerte, dinero en consecuencia, no es sólo nuestro, sino que lo tenemos que vivir en solidaridad. Somos administradores, no dueños, de los bienes que están en nuestras manos, para que sirvan por igual a la promoción de todos. No sólo hay que repartir con los demás la fortuna robada; hay que compartir todo bien superfluo, porque toda apropiación, en derecho exclusivo, es un robo a los demás. La propiedad privada no es un valor absoluto, sino relativo; mira a los demás, tiene una dimensión esencialmente social (Juan XXIII: «Mater et Magistra», núm. 119; Vatica-no II: «Gaudium et Spes», núm. 71).

Los ricos somos la causa de esta sociedad injusta, en pecado grave. Salvarse es salir de esta situación; es condición indispensable para poder llegar a vivir el Reino de Dios. Hay que poner a disposición de todos lo que según la voluntad de Dios es para todos. No damos de lo nuestro, cuando lo que tenemos que hacer es devolver lo que les corresponde a los demás.

— El segundo nivel de la comunicación de bienes se desarrolla a impulsos del amor fraternal: no sólo doy lo que corresponde según justicia, sino que además estoy dispuesto a poner en común, por amor, aun aquello que necesito para vivir. Es la actitud de la viuda de Sarepta, que reparte con Elías el aceite y el pan de su pobreza, sabiendo que después no le queda otra esperanza que esperar la muerte por hambre (I. Reg 17, ss). Es como la mujer aquella que da aun lo que necesita para vivir: «Alzando la mirada, vio a unos ricos que echaban sus donativos en el arca del Templo; vio también una pobre viuda que echaba allí dos moneditas, y dijo: De verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos. Porque todos éstos han echado como donativo de lo que les sobraba, ésta, en cambio, ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir» (Le 21, 1-4).

La comunicación de bienes debe ser el signo de una comunicación más profunda, a nivel personal. El que ama no da cosas, sino que se da él mismo, bajo el signo de las cosas sensibles que entrega.

  1. ¿Cómo hacerla?

Muchos nos estaremos ahora preguntando: ¿cómo hacer esta comunicación de bienes? La respuesta exige una solución técnica que escapa a mi competencia y al ámbito de la Palabra de Dios. Tenemos que llegar a una comunicación de bienes. ¿Cómo? Del modo que se nos sugiera hoy con los medios técnicos. Desde luego, será de modo diverso a como, de una manera rústica, comunicó sus bienes la comunidad primitiva: no es cuestión de vender todo y dárselo al primer pobre que encontremos por la calle. La actitud decidida de comunicar, nos hará encontrar un camino nuevo.

A pesar de todo, debemos tener en cuenta cuatro criterios del Concilio Vaticano II:

— Antes de dar, como prueba de amor, hay que comunicar lo que es justo.

— Se ha de respetar la dignidad y la libertad de las personas con las que se comparte.

— Se ha de huir de ir buscando la propia utilidad o el deseo de dominio.

— La comunicación de bienes ha de ir encauzada a la supresión de las causas, y no sólo de los defectos, de los males. Se ha de organizar de tal manera que la comunicación vaya proporcionando la liberación de toda dependencia externa y promocione para que todo hombre o grupo se baste por sí mismo. (Decr. «Sobre el apostolado de los seglares», núm. 8).

La comunicación de bienes, entendida en su profundidad, lleva consigo una concepción del mundo que está en contra de las estructuras en que nos movemos. Nuestro ser creyentes nos ha de empujar a crear el clima necesario para que se manifieste el Reino de Dios, que no es extraño ni a los sistemas económicos, ni al modo de realizar la organización de la sociedad.

Para emprender esta tarea se nos ha dado el mismo poder que tuvo Jesús (Jn 20, 21-23), su Espíritu, a fin de que luchemos con El en la destrucción del pecado. El triunfo del amor contra el egoísmo es la prueba de que Jesús ha resucitado. La Eucaristía es el sacramento de la resurrección y, por tanto, es también el sacramento del amor fraternal. En ella se pone lo «propio» en «común». La comunión después de partir el pan, es el gesto fundamental de los creyentes.

¿Será también verdad entre nosotros «que es muy difícil que los ricos se salven»? (Lc 18, 24 ss.)

Jesús Burgaleta

Jn 20, 19-31 (Evangelio Domingo II de Pascua)

Continuamos en la segunda parte del Cuarto Evangelio, donde se nos presenta la comunidad de la Nueva Alianza. La indicación de que estamos en “el primer día de la semana” hace, otra vez, referencia al tiempo nuevo, a ese tiempo que sigue a la muerte/resurrección de Jesús, al tiempo de la nueva creación.

La comunidad, creada a partir de la acción creadora y vivificadora de Jesús, está reunida en el cenáculo, en Jerusalén. Se encuentra desamparada e insegura, cercada por un ambiente hostil. El miedo procede del hecho de no haber realizado todavía la experiencia de Cristo resucitado.

Juan presenta, aquí, una catequesis sobre la presencia de Jesús, vivo y resucitado, en medio de los discípulos que caminan por la historia. No le interesa tanto hacer una descripción periodística de las apariciones de Jesús resucitado a los discípulos; le interesa, sobre todo, mostrar a los cristianos de todas las épocas que Cristo continúa vivo y presente, acompañando a su Iglesia. Por último, cada creyente puede hacer la experiencia del encuentro con el “Señor” resucitado, siempre que celebra la fe con su comunidad.

El texto que se nos propone, se divide en dos partes bien distintas. En la primera parte (vv. 19-23), se describe una “aparición” de Jesús a los discípulos. Después de sugerir la situación de inseguridad y de fragilidad en la que se encontraba la comunidad (al “anochecer”, las “puertas cerradas”, el “miedo”), el autor de este texto presenta a Jesús “en el centro” de la comunidad (v. 19b). Al aparecer “en medio de ellos” Jesús se sitúa como punto de referencia, factor de unidad, vid alrededor de la cual se insertan los racimos. La comunidad está reunida alrededor de él, pues él es la fuente a la que todos van a beber esa vida que les permite vencer el “miedo” y la hostilidad del mundo.

A esta comunidad encerrada, miedosa, sumergida en las tinieblas de un mundo hostil, Jesús transmite por dos veces la paz (v. 19 y 21: es el “shalom” hebreo, con un sentido de armonía, serenidad, tranquilidad, confianza, vida plena. Se asegura, así, a los discípulos que Jesús venció a aquello que los asustaba (la muerte, la opresión, la hostilidad del mundo) y que, de aquí en adelante, los discípulos no tienen ninguna razón para tener miedo.

Después (v. 20a) Jesús revela su “identidad”: en las manos y en el costado traspasado, están los signos de su amor y de su entrega. Es en esos signos de amor y de donación donde la comunidad reconoce a Jesús vivo y presente en su ambiente. La permanencia de esos “signos” indica la permanencia del amor de Jesús: él será siempre el Mesías que ama y del cual brotarán el agua y la sangre que constituyen y alimentan a la comunidad.

Enseguida (v. 22) Jesús “exhaló su aliento” sobre los discípulos. El verbo aquí utilizado es el mismo del texto griego de Gn 2,7 (cuando se dice que Dios sopló sobre el hombre de arcilla, infundiéndole su vida). Con el “soplo” de Gn 2,7, el hombre se convirtió en un ser viviente; con este “soplo”, Jesús transmite a los discípulos la vida nueva que hará de ellos hombres nuevos. Ahora, los discípulos poseen el Espíritu, la vida de Dios, para poder, como Jesús, darse generosamente a los otros. Este Espíritu es el que construye y anima la comunidad de Jesús.

En la segunda parte (vv. 24-29), se presenta una catequesis sobre la fe. ¿Cómo se llega a la fe en Cristo resucitado? Juan responde: podemos hacer la experiencia de fe en Cristo vivo y resucitado en la comunidad de los creyentes, que es el lugar natural donde se manifiesta e irradia el amor de Jesús. Tomás representa a aquellos que viven cerrados en sí mismos (está fuera) y que no hacen caso del testimonio de la comunidad, ni perciben los signos de vida nueva que en ella se manifiestan. En lugar de integrarse y participar de la misma experiencia, pretende obtener (solamente para sí mismos) una demostración particular de Dios.

Tomás acaba, sin embargo, por hacer la experiencia de Cristo vivo en el interior de la comunidad. ¿Por qué? Porque en el “día del Señor” vuelve a estar con su comunidad. Es una alusión clara al Domingo, al día en que la comunidad es convocada para celebrar la Eucaristía: es en el encuentro con el amor fraterno, con el perdón de los hermanos, con la Palabra proclamada, con el pan de Jesús compartido, como se descubre a Jesús resucitado.

La experiencia de Tomás no es exclusiva de los primeros testigos, sino que todos los cristianos de todos los tiempos pueden hacer esta misma experiencia.

Antes de nada, la catequesis que Juan presenta nos garantiza la presencia de Cristo en medio de la comunidad en marcha por la historia. Los discípulos de Jesús viven en el mundo, en una situación de fragilidad y de debilidad; experimentan, como los otros hombres y mujeres, el sufrimiento, el desaliento, la frustración, el desánimo; tienen miedo cuando el mundo escoge caminos de guerra y de violencia; sufren cuando son tocados por la injusticia, por la opresión, por el odio del mundo; conocen la persecución, la incomprensión y la muerte. Pero están siempre animados por la esperanza, pues saben que Jesús está presente, ofreciéndoles su paz y señalándoles un horizonte de vida definitiva. El cristiano está siempre animado por la esperanza que brota de la presencia a su lado de Cristo resucitado. No debemos, nunca, olvidar esta realidad.

La presencia de Cristo al lado de sus discípulos, es siempre una presencia renovadora y transformadora. Es ese Espíritu, que Jesús ofrece continuamente a los suyos, el que hace de ellos hombres y mujeres nuevos, capaces de amar hasta el final, a la manera de Jesús; es ese Espíritu, que Jesús ofrece a los suyos, el que hace de ellos testigos del amor de Dios y que les da el coraje y la generosidad para continuar en el mundo la obra de Jesús.

La comunidad cristiana gira en torno a Jesús, es construida alrededor de Jesús y es de Jesús de quien recibe vida, amor y paz. Sin Jesús, estaremos secos y estériles, incapaces de encontrar la vida en plenitud; sin él, seremos un rebaño de gente asustada, incapaz de enfrentarse al mundo y de tener una actitud constructiva y transformadora; sin él, estaremos divididos, en conflicto, y no seremos una comunidad de hermanos… En nuestra comunidad, ¿Cristo es verdaderamente el centro?, ¿todo tiende hacia él y todo parte de él?

La comunidad tiene que ser un lugar donde hacemos, verdaderamente, la experiencia de encuentro con el Jesús resucitado. Es en los gestos de amor, de compartir, de servicio, de encuentro, de fraternidad (en el “costado traspasado” y en las llagas de Jesús, expresiones de su amor), donde encontramos a Jesús vivo, transformando y renovando el mundo. ¿Es eso lo que nuestra comunidad testimonia? Quien busca a Cristo resucitado, ¿lo encuentra en nosotros? El amor de Jesús, amor total, universal y sin medida, ¿se transparenta en nuestros gestos?

No es en experiencias personales, íntimas, cerradas, egoístas, donde encontramos a Jesús resucitado, sino que lo encontramos en el diálogo comunitario, en la Palabra compartida, en el pan partido, en el amor que une a los hermanos en comunidad de vida.
¿Qué significa, para mí, la Eucaristía?

1Jn 5, 1-6 (2ª lectura Domingo II de Pascua)

No es fácil la identificación del autor de la primera Carta de Juan. Se presenta a sí mismo como “el Anciano” (cf. 2 Jn 1; 3 Jn 1) y como testigo de la “Vida” manifestada en Jesús (cf. 1 Jn 1,1-3; 4,14); pero no dice su nombre. La opinión tradicional atribuye la primera Carta de Juan (así como la segunda y la tercera) al apóstol Juan; sin embargo, esa atribución es problemática. En cualquier caso, el autor de la carta es alguien que se mueve en el mundo joánico y que conoce bien la teología joánica. Puede ser ese “Juan, el Presbítero” conocido de la tradición primitiva y que, aparentemente, era un personaje distinto de “Juan, el apóstol” de Jesús.

Tampoco hay, en la Carta, ninguna referencia a un destinatario, a personas o a comunidades concretas. La misiva parece dirigirse a un grupo de iglesias amenazadas por el mismo problema (herejías). Se trata, probablemente, de iglesias de Asia Menor (alrededor de Éfeso), como dice la antigua tradición.

El autor no se refiere, de forma directa, a las circunstancias que motivaron la composición de la carta. Del tono polémico que encontramos en distintos pasajes puede deducirse que las comunidades a las que la carta se dirige viven una crisis grave. La difusión de doctrinas incompatibles con la revelación cristiana, amenaza comprometer la pureza de la fe.

¿Quiénes son los autores de esas doctrinas heréticas? El autor de la Carta les llama “anticristos” (1Jn 2,18.22; 4,3), “profetas de la mentira” (1Jn 4,1), “mentirosos” (1Jn 2,22). Dice que ellos “son del mundo” (1Jn 4,5) y se dejan llevar por el espíritu del error (1Jn 4,6). Hasta hace poco tiempo, pertenecían a la comunidad cristiana (1Jn 2,19), pero ahora están fuera e intentan desorientar a los creyentes que permanecen fieles (cf. 1Jn 2,26; 3,7).

¿En qué consistía el “error”? Los heréticos en cuestión pretendían “conocer a Dios” (1Jn 2,4), “ver a Dios” (1Jn 3,6), vivir en comunión con Dios (1Jn 2,3) y, no obstante, presentaban una doctrina y una conducta en flagrante contradicción con la revelación cristiana. Rechazaban ver en Jesús al Mesías (cf. 1Jn 2,22) y al Hijo de Dios (cf. 1Jn 4,15), rechazaban la encarnación (cf. 1Jn 4,2). Para estos herejes, el Cristo celeste se habría apropiado del hombre Jesús de Nazaret en el momento del bautismo (cf. Jn 1,32-33), lo había utilizado para llevar a cabo la revelación y lo había abandonado antes de la pasión, porque el Cristo celeste no podía padecer. El comportamiento moral de estos herejes no es menos reprensible: pretendían no tener pecados (cf. 1Jn 1,8.10) y no guardaban los mandamientos (cf. 1Jn 2,4), en particular el mandamiento del amor fraterno (cf. 1Jn 2,9). Todo indica que estamos delante de uno de esos movimientos pre-gnósticos que desembocará, más tarde, en los grandes movimientos gnósticos del siglo segundo.

El objetivo del autor de la Carta es, por tanto, advertir a los cristianos contra las pretensiones de estos predicadores heréticos y explicarles los criterios de una vida cristiana auténtica. En la confusión causada por las doctrinas heréticas, el autor de la Carta quiere ofrecer a los creyentes una certeza: son ellos y no esos profetas de la mentira quienes viven en comunión con Dios y quienes poseen la vida divina.

¿Cuáles son, entonces, los criterios de una vida cristiana auténtica, que distinguen a los verdaderos creyentes de los profetas de la mentira?

Antes de nada, los verdaderos creyentes son aquellos que aman a Dios y que aman, también, a Jesucristo, el Hijo que nació de Dios (v. 1). Jesús de Nazaret es, al contrario de lo que decían los herejes, Hijo de Dios desde la encarnación y durante toda su existencia terrena. Su pasión y muerte también forman parte del proyecto salvador de Dios (Jesús vino a presentar a los hombres un proyecto de salvación, “no sólo con agua, sino con agua y con sangre”, v. 6).

Amar a Dios significa cumplir sus mandamientos. Cuando amamos a alguien, procuramos realizar obras que agraden a aquel a quien amamos..

No se puede decir que se ama a Dios si no se cumplen sus mandamientos… Y el mandamiento de Dios es que amemos a nuestros hermanos. Todo aquel que se considera hijo de Dios y que pertenece a la familia de Dios, debe amar a los hermanos que son miembros de la misma familia. Quien no ama a los hermanos no puede pretender amar a Dios y formar parte de la familia de Dios (v. 2-3).

Cuando el creyente ama a Dios, cree que Jesús es el Hijo de Dios y vive de acuerdo con los mandamientos de Dios, (sobre todo con el mandamiento del amor a los hermanos), vence al mundo. Amar a Dios, amar a Jesús, es amar a los hermanos, significa construir la propia vida en una dinámica de amor y significa, por tanto, derrotar al egoísmo, al odio, a la injusticia que caracterizan la dinámica del mundo (vv. 4-5).

Esta vida nueva que permite a los creyentes vencer al mundo, es ofrecida a los hombres a través de Jesucristo. La vida nueva que Jesús vino a ofrecer, llega a los hombres por el “agua” (bautismo, esto es, por la adhesión a Cristo y a su propuesta) y por la “sangre” (alusión a la vida de Jesús, hecha don en la cruz por amor). El Espíritu Santo atestigua la validez y la verdad de esa propuesta traída por Jesucristo, por mandato de Dios Padre (v. 6).

Cuando el hombre responde positivamente al desafío que Dios le hace (bautismo), ofrece su vida como un don de amor por los hermanos (a ejemplo de Cristo) y cumple los mandamientos de Dios, vence al mundo, se convierte en hijo de Dios y en miembro de la familia de Dios.

En la perspectiva del autor de la primera Carta de Juan, el proyecto de salvación que Dios presentó al hombre pasa por Jesús, el Jesús que se encarnó en la historia, que nos reveló los caminos del Padre, que con su muerte mostró a los hombres el amor del Padre y que nos enseño a amar hasta el extremo de la donación total de la vida. También en la pasión y muerte de Jesús se nos revela el camino para convertirnos en “hijos de Dios”: el proceso pasa por seguir el camino de Jesús y por hacer de nuestra vida un don total de amor a Dios y a nuestros hermanos.

¿Que significa Jesús para nosotros? ¿Fue solamente un “hombre bueno” al que la muerte derribó? ¿O es el Hijo de Dios que vino a nuestro encuentro para proponernos el camino del amor total, a fin de darnos entrada en la vida definitiva?

¿El camino del amor, de la donación de la vida, del servicio, de la entrega que Cristo nos propone es una propuesta que asumimos y procuramos vivir?

Amar a Dios es adherirse a Jesús e implica, en la perspectiva del autor de la primera Carta de Juan, el amor a los hermanos. Quien no ama a los hermanos no cumple los mandamientos de Dios y no sigue a Jesús.
Es preciso que nuestra existencia, a ejemplo de Jesús, se realice en el amor a todos los que caminan por la vida a nuestro lado, especialmente a los más pobres, a los más humildes, a los marginados, a los abandonados, a los sin voz. El amor total y sin fronteras, el amor que nos lleva a ofrecer íntegramente nuestra vida a los hermanos, el amor que se revela en los gestos sencillos de servicio, de perdón, de solidaridad, de donación: ¿se encuentra en nuestro programa de vida?

El autor de la primera Carta de Juan enseña, también, que el amor a Dios y la adhesión a Cristo “vencen al mundo”. Los cristianos no se conforman con la lógica del egoísmo, del odio, de la injusticia, de violencia que gobierna el mundo; a esta lógica ellos contraponen la lógica del amor, la lógica de Jesús.

El amor es un dinamismo que vence todo aquello que oprime al hombre y que le impide llegar a la vida verdadera y definitiva, a la felicidad total. Aunque el amor parezca, a veces, significar fragilidad, debilidad, fracaso frente a la violencia de los poderosos y de los señores del mundo, la verdad es que el amor tendrá siempre la última y definitiva palabra. Solo él asegura la vida verdadera y eterna, sólo él es el camino para el mundo nuevo y mejor con el que los hombres sueñan.

Hch 4, 32-35 (1ª lectura II Domingo de Pascua)

Los “Hechos de los Apóstoles” son una catequesis sobre la “etapa de la Iglesia”, esto es, sobre la forma como los discípulos asumirán y continuarán el proyecto salvador del Padre y la llevarán, después de la marcha de Jesús de este mundo, a todos los hombres.

El libro se divide en dos partes.

En la primera (cf. Hch 1-12), la reflexión nos presenta la difusión del Evangelio dentro de las fronteras palestinas, por la acción de Pedro y los Doce; en la segunda (cf. Hch 13-28) se nos presenta la expansión del Evangelio fuera de Palestina (hasta Roma), sobre todo por la acción de Pablo.

El texto que hoy nos es propuesto pertenece a la primera parte del Libro de los Hechos de los Apóstoles. Forma parte de un conjunto de sumarios a través de los cuales Lucas describe aspectos fundamentales de la vida de la comunidad cristiana de Jerusalén.

Un primer sumario, es dedicado al tema de la unidad y al impacto que le estilo cristiano de vida provocó en la población de la ciudad (cf. Hch 2,42-47); en un segundo sumario (y que es exactamente el texto que hoy se nos propone) se refiere sobre todo al compartir de los bienes (cf. Hch 4,32-35); el tercero, trata del testimonio que la Iglesia da a través de la actividad milagrosa de los apóstoles (cf. Hch 5,12-16).

Naturalmente, estos sumarios no son un retrato histórico riguroso de la comunidad cristiana de Jerusalén, a principios de la década de los años 30 (aunque puedan tener bases históricas). Cuando Lucas escribe estos relatos (década de los 80), se había enfriado ya el entusiasmo inicial de los cristianos: Jesús no ha venido para instaurar definitivamente el “Reino de Dios” y se sitúan en el horizonte próximo las primeras grandes persecuciones. Hay algún descuido, falta de entusiasmo, monotonía, división y confusión (hasta empiezan a aparecer falsos maestros, con doctrinas extrañas y poco cristianas). En este contexto, Lucas recuerda lo esencial de la experiencia cristiana y traza el cuadro de aquello que la comunidad debe ser.

¿Cómo será, entonces, esa comunidad ideal, que nace del Espíritu y del testimonio de los apóstoles?

En primer lugar, es una comunidad formada por personas muy distintas, pero que abrazan la misma fe (“la multitud de los que habían abrazado la fe”, v. 32a). La “fe” es, en el Nuevo Testamento, la adhesión a Jesús y a su proyecto. Para todos los miembros de la comunidad, el Señor Jesucristo es la referencia fundamental, el cimiento que a todos une en un proyecto común.

En segundo lugar, es una comunidad unida, donde los creyentes tienen “un solo corazón y una sola alma” (v. 32a). De la adhesión a Jesús surge, obligatoriamente, la comunión de todos los “hermanos” de la comunidad. La comunidad de Jesús no puede ser una comunidad donde cada uno trabaja para sí, preocupado por defender solamente sus intereses personales; sino que tiene que ser una comunidad donde todos caminan en la misma dirección, ayudándose mutuamente, compartiendo los mismos valores y los mismos ideales, formando una verdadera familia de hermanos que viven amándose.

En tercer lugar, es una comunidad que comparte los bienes. De la comunión con Cristo resulta la comunión de los hermanos entre sí; y eso tiene implicaciones prácticas. En concreto, implica la renuncia a cualquier tipo de egoísmo, de autosuficiencia, de cerrazón en uno mismo y una apertura de corazón para compartir, para darse, para el amor. Expresión concreta de ese compartir es la comunión de bienes: “nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía, sino que lo poseían todo en común”, v. 32b).

En una explicación que explicita este “poner en común”, Lucas cuenta que “Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno” (vv. 34-35). Es una forma concreta de mostrar que la vida nueva de Jesús, asumida por los creyentes; es una efectiva liberación de la esclavitud del egoísmo y un compromiso verdadero con el amor, con la donación de la vida. En un mundo donde la realización del éxito se mide por los bienes acumulados y que no entiende el compartir y la donación, la comunidad de Jesús está llamada a dar ejemplo de una forma de pensar diferente y a proponer un mundo que se base en los valores de Dios.

Finalmente, es una comunidad que da testimonio: “Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor” (v. 33). Los gestos realizados por los apóstoles infundían en todos aquellos que los testimoniaban, la innegable certeza de la presencia de Dios y de sus dinamismos de salvación.

La primitiva comunidad cristiana, nacida del don de Jesús y del Espíritu es, verdaderamente, una comunidad de hombres y mujeres nuevos, que da testimonio de la salvación y que anuncia la vida plena y definitiva. La fe de los discípulos, su unión y, sobre todo, ese “ilógico” y “absurdo” compartir los bienes, era la “prueba” de que Cristo estaba vivo y actuando en el mundo, ofreciendo a los hombres un mundo nuevo. A Cristo resucitado, los habitantes de Jerusalén, no le podían ver; pero lo que ellos podían ver era la asombrosa transformación operada en el corazón de los discípulos, capaces de superar el egoísmo, el orgullo y la autosuficiencia y de vivir en el amor, en el compartir, en la donación de la vida. Vivir de acuerdo con los valores de Jesús es la mejor forma de a anunciar y de testimoniar que Jesús está vivo.

¿La comunidad cristiana de Jerusalén era, de hecho, esta comunidad ideal? Posiblemente no (otros textos de los Hechos nos hablan de tensiones y de problemas, como sucede en cualquier comunidad humana); pero la descripción que Lucas hace aquí, apunta hacia la meta a la que toda comunidad cristiana debe aspirar, confiada en la fuerza del Espíritu. Se trata, por tanto, de una descripción de la comunidad ideal, que pretende servir de modelo a la Iglesia y a las iglesias de todas las épocas.

La comunidad cristiana es una “multitud” que abrazó la misma fe, quiere decir, que se adhirió a Jesús, a sus valores, a su propuesta de vida. La Iglesia no es un grupo unido por una ideología, o por una misma visión del mundo, o por la simpatía personal de sus miembros; es una comunidad que agrupa a personas de diferentes razas y culturas, unidas alrededor de Jesús y de su proyecto de vida y que, de forma diversa, intentan encarnar la propuesta de Jesús en la realidad de su vida cotidiana.

¿Qué lugar y qué papel ocupa Jesús y sus propuestas en mi vida personal y en la vida de mi comunidad cristiana?
¿Jesús es una referencia distante y poco real o es una presencia constante, que me interroga, me cuestiona y me señala caminos?

La comunidad cristiana es una familia unida, donde los hermanos tienen “un solo corazón y una sola alma”. Tal hecho surge de la adhesión a Jesús: sería un absurdo adherirse a Jesús y a su proyecto y, después, dirigir la vida de acuerdo con mecanismos de división, de separación, de egoísmo, de orgullo, de autosuficiencia. ¿Mi comunidad cristiana es una comunidad de hermanos que viven en el amor, o es un grupo de personas aisladas, en la que se intenta defender los propios intereses, aunque para ello tenga que ofender y pisotear a los otros?

¿Me esfuerzo en amar a todos, en respetar la libertad y la dignidad de todos, por potenciar las aportaciones y las cualidades de todos?

La comunidad cristiana es una comunidad del compartir. En el centro de esa comunidad está el Cristo del amor, del compartir, del servicio, de la donación de la vida… El cristiano no puede, por tanto vivir cerrado en su egoísmo, indiferente a la suerte de sus hermanos. En concreto, nuestro texto habla del compartir los bienes. Una comunidad donde algunos derrochan los bienes y en donde otros no tienen lo suficiente para vivir dignamente, ¿será una comunidad que testimonia, ante los hombres, ese mundo nuevo de amor que Jesús trajo?

¿Será cristiano aquel que, aun yendo a la iglesia, sólo piensa en acumular bienes materiales, rehusando escuchar los dramas y sufrimientos de los hermanos más pobres?
¿Será cristiano aquel que, aun contribuyendo con dinero a las necesidades de la parroquia, explota a sus obreros o comete injusticias?

La comunidad cristiana es una comunidad que testimonia al Señor resucitado. ¿Cómo? ¿A través del discurso apologético de los discípulos? ¿A través de palabras elegantes y de discursos bien elaborados, capaces de seducir y de manipular a las masas?

El testimonio más impresionante y más convincente será siempre el testimonio de la vida de los discípulos. Si conseguimos crear verdaderas comunidades fraternas, que vivan en el amor y en el compartir, que sean signos en el mundo de esa vida nueva que Jesús vino a proponer, estaremos anunciando que Jesús está vivo, que está actuando en nosotros y que, a través de nosotros, él continúa presentando al mundo una propuesta de vida verdadera.

Comentario al evangelio – 2 de abril

¡ALELUYA. CRISTO RESUCITÓ. ALELUYA! Hoy es el primer día de la octava de esta solemnidad. A lo largo de todo este tiempo litúrgico vamos a leer el libro de los Hechos de los Apóstoles. Libro que nos narra la primera evangelización y misión de la Iglesia apostólica. Esta evangelización Lucas la considera como una prolongación de la misión de Jesús que nos ha trasmitido en su primer escrito, el Evangelio. Dos apóstoles son los pioneros de esta evangelización: Pedro y Pablo, y con ellos muchos otros hombres y mujeres que, movidos por el Espíritu Santo, se dedicaron a esta primera tarea misionera.

La primera lectura de hoy es una parte del discurso de Pedro en Pentecostés, donde expone el KERIGMA, el anuncio fundamental: Jesús, hombre acreditado por Dios en vida con milagros de todo tipo, fue rechazado por los hombres. Pero Dios ha confirmado la veracidad de su causa y le ha expresado su aceptación exaltándolo con la Resurrección. Esta lectura es un ejemplo de la primera predicación apostólica centrada en Jesús de Nazaret, sobre su extraordinario acontecimiento humano, sobre la responsabilidad de quienes le rechazaron y sobre la absoluta presencia de Dios en su vida.

El Evangelio nos narra dos encuentros: el de Jesús con las mujeres cuando estas iban de camino para llevar el mensaje de la Resurrección a los discípulos (vv. 8-10) y el encuentro entre los sumos sacerdotes y los guardianes del sepulcro que se presentan a los jefes del pueblo para informarles de las cosas que han pasado (vv. 11-15). La Resurrección es un hecho sobrenatural y sólo la fe lo puede penetrar como en el caso de las mujeres, discípulas y mensajeras de Cristo Resucitado. La Resurrección será siempre un signo de contradicción para todos y cada uno de los hombres y mujeres: para los que están abiertos a la fe y al amor es fuente de vida y salvación; para los que la rechazan se vuelve motivo de juicio y condena.

El Papa Francisco nos está invitando insistentemente a anunciar el Evangelio, a salir a comunicar el Mensaje de Jesús, a ser discípulos misioneros como los primeros cristianos (Hechos) y a vivir la invitación de Jesús a las mujeres “id a decir a mis hermanos”. Ser cristiano y no anunciar a Jesucristo es una contradicción; creer en la Resurrección y no salir a anunciarla es una incoherencia. La fe en la Resurrección nos hace ser discípulos misioneros.

José Luis Latorre