¡Señor mío y Dios mío!

Querido amigo: Estamos en la etapa y en la semana de la Pascua. Jesús ha resucitado y quiere darnos y transmitirnos paz, seguridad, firmeza en la fe, bienestar interior y tranquilidad. Y así lo hace. Y lo hace con sus discípulos, sabiendo que los ha dejado tristes, solos y desamparados. Hoy estamos en un encuentro precioso donde vemos dos momentos, cada cual más intenso, más sublime y más lleno de alegría y de fe: los discípulos y Tomás; y Jesús cómo les libera, cómo les tranquiliza y cómo lleva al camino de la fe a Tomás. Lo vemos en el Evangelio de San Juan, capítulo 20, versículo 19 y 31 que nos lo narra con una belleza y con una sensibilidad extrema. Escuchamos con atención, con sorpresa y con alegría:

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dice: “La paz sea con vosotros”. Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. De nuevo les dijo: “La paz sea con vosotros. Como me envió el Padre, así os envío Yo”. Dicho esto sopló sobre ellos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados. A quienes se los retengáis, les son retenidos”. Tomás, uno de los doce, el apodado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Le dijeron los otros discípulos: “Hemos visto al Señor”. Pero él les respondió: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré”. Pasados ocho días estaban otra vez dentro sus discípulos y Tomás con ellos. Estando cerradas las puertas, se presentó Jesús en medio y dijo: “La paz sea con vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos. Trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel”. Respondió Tomás: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dice: “¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que sin ver, creyeron”. Muchos otros signos realizó Jesús en presencia de sus discípulos que no han sido escritos en este libro. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre.

¡Qué relato tan sorprendente y tan tranquilizador! Vamos a rebobinar y nos vamos a meter y situar en lo que pasó ese día cuando Jesús se apareció a los discípulos y a Tomás. El primer día de la semana había ido María Magdalena, habían ido las mujeres, todos decían que el cuerpo no estaba, los discípulos de Emaús lo habían encontrado, y ya se corría que Jesús había desaparecido y que no estaba. Ya es de noche y entonces en ellos se agrava el miedo, ven enemigos por todas las partes, se ven sin guía, sin maestro; recuerdan todo lo que ha pasado, todos los sucesos, deprimidos en su espíritu, con temor y con mucho susto, con puertas bien cerradas están los discípulos en el Cenáculo. Y fijaos, en esta situación Jesús, que los quiere tanto, que no puede ver cómo sufren y que siempre está liberándonos y llenándonos de fe y de alegría, en ese momento aparece Jesús y les visita, y les devuelve todo lo que no tienen: alegría, fuerza, esperanza… Y se llena de misericordia al ver a Tomás.

Y así aparece, ya no tiene obstáculo para nada, ni puertas… nada. Y aparece en medio diciendo: “La paz sea con vosotros”. Él es la paz. La paz. “Yo estoy con vosotros, ¿por qué tenéis miedo? Necesitáis creer. Palpadme. Un espíritu no tiene carne ni huesos. Yo soy de otra manera ya. Palpadme. Creed y ved que soy ya resucitado, no sufráis”. Ellos cuando ven y se dan cuenta… —nos imaginamos cómo estarían mirando las heridas, las llagas, todo—, y cuando ven que es Él se llenan de gozo, se inundan de alegría, se emocionan. Y Jesús dice: “Esta alegría no la podéis dejar entre vosotros. Quiero que salgáis y la comuniquéis y como el Padre me envió, así también os envío Yo”. Pero, qué bueno es Jesús, piensa: “¿Pero cómo los voy a enviar a estos pobres llenos de miedo y que todavía no tienen fuerza? Tengo que mandarles mi Espíritu”. Y les envía su Espíritu, esa fuerza vivificadora. Y lo hace con ese hálito, con ese espíritu, con ese soplo, como siempre lo hemos visto en el Antiguo Testamento, y les dice: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. ¿Y qué ocurre? Que cuando estaban ahí, pasando ya Jesús, los deja tranquilos y ya desaparece.

Pasan ocho días. Tomás que no estaba ahí… —y no sabemos por qué motivos no estaría, pero no estaba con la comunidad; Juan describe perfectamente esta escena y vemos cómo dice que “uno de los doce que se llamaba Tomás, no estaba”—, y cuando entra en el Cenáculo, le dicen: “¡Ha estado Jesús, le hemos visto, le hemos palpado!”. Y Tomás, con esa cerrazón, le niega. Y no sólo le niega, sino que pone condiciones: “Yo, si no veo sus manos y no veo dónde han estado los clavos, si no meto mi dedo en el costado, yo no voy a creer”. Y entra en juego la misericordia de Dios: este hombre incrédulo necesita el camino de la fe, el milagro de la fe… Y ya está Jesús: Jesús aparece y entra en el Cenáculo, ve a este discípulo incrédulo y le dice: “Tomás, mete aquí tu dedo, mira mis manos, trae tu mano, métela en mi costado”. ¡Con qué dulzura le reprende! “Tomás, no seas incrédulo, sino fiel”. Tomás se da cuenta de que Jesús le está diciendo: “Pero ¿cómo has sido tan ciego? ¿Cómo no crees?”. Y lleno de emoción, de arrepentimiento y de fe profunda, responde: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús acepta su confesión y le dice: “Ay, Tomás, ¿porque me has visto has creído? No es así… Felices los que sin ver, creen”.

¡Qué escenas tan hermosas, tan conmovedoras, tan fraternales, tan amorosas y tan llenas de fuerza y de alegría! Cuando tú y yo consideramos estas escenas, nos vemos reflejados en todo. Y nos vemos reflejados en los discípulos. Y nos vemos reflejados en Tomás. Cuántas veces, cuántas veces yo también soy como los discípulos: tengo miedos, depresiones, temores, recuerdos pasados y pesados, no tengo fuerza, no tengo esperanza, estoy decaído… Cuando esté así y cuando Jesús me vea así, si yo entro en contacto con Él, si me doy cuenta de que está conmigo, que me está diciendo: “La paz esté contigo. Yo estoy aquí, estoy contigo, no estás solo. Pálpame, estoy aquí. No me ves, pero estoy contigo, y no puedes estar así. Tú no eres para estar así. Alégrate, llénate y recibe mi Espíritu. Recibe mi Espíritu para que te vivifiques, para que te renueves, que te toque, que esa voz sea tu fuerza, que te llenes de fuego y que digas muchas veces: «Ven, Espíritu, porque te necesito»”.

¡Cuántos miedos, Señor, cuántas apreciaciones inútiles! Sí, el apóstol Juan nos dice y nos da un testimonio de fe tanto en los discípulos como en Tomás. Pero es que nosotros somos igual… nosotros somos igual. Y qué decir cuando nos identificamos —y tú y yo nos identificamos— profundamente con Tomás: no somos nada fáciles en la fe, no creemos, queremos ver, queremos tocar, queremos razonar… y la fe no es eso. Jesús nos dirá: “Pero ¿por qué no crees?, ¿por qué? ¿Si no ves, no crees? ¿Tú crees que puedes estar así? Felices si sin ver… crees”.

Yo muchas veces pienso que cuando tenemos un amigo, una persona querida o nuestros hermanos, un hermano, nuestros padres nos dicen cualquier cosa, enseguida decimos: “Si tú lo dices, yo me lo creo”. Tenemos ya fe porque hay mucha confianza. Nos falta la confianza en Dios, nos falta la fe. Y también nosotros debemos reconocernos como Tomás: somos desconfiados, lentos en admitir a Jesús en nuestra vida. Queremos palpar, queremos experimentar, y ponemos condiciones; así somos de incrédulos. Pero Jesús, qué bueno es, aparece en nuestras vidas, y ¿qué nos dice? “La paz sea contigo”. “Tomás, mete aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado”. Y nos tiene que reñir: “Y no seas incrédulo, sino creyente”. Cuántas veces tenemos que decir: “¡Señor mío y Dios mío!”. Sí, Señor mío y Dios mío, a pesar de que no crea y que me cueste, siempre tenemos que estar haciendo actos de fe y pensar que la fe es eso: “Dichosos los que sin haber visto, creen”. Eso es. Un acto de fe nos lleva a ver al Señor, a dejarle, a no estar indagando. Creo en ti, espero en ti, te amo. Como decía el apóstol Santiago, que los que no tienen fe son como esas olas que van y vienen y nunca encuentran cobijo ni encuentran tranquilidad. ¿Y qué le aprovecha, hermanos, que uno diga que tiene fe si luego no sabe hacer nada?

Hoy nos pide Jesús mucha fe, mucha fe. Y aunque nos cueste, tenemos que practicarla. Una fe que la podamos publicar y podamos ir y testimoniar con alegría que Jesús viene a nuestra vida. Sí, Jesús, entra en nuestro corazón, así, de incógnito, de sorpresa, y repréndenos, repréndenos por nuestras negaciones, repréndenos… repréndeme también, Señor, yo también necesito fe. A veces te niego, te pongo condiciones, soy incrédula. Pero Tú tienes que hacer conmigo el gran milagro de la fe, el milagro de ver, el milagro de palpar que eres Tú el que está en mi vida.

¡Qué precioso es este encuentro, Señor! Soy como los discípulos, soy como Tomás, pero Tú me liberas, me das fuerza, me das alegría, me das todo… y quitas todas mis dudas. Y también me haces entrar en un camino de paz. Cuando yo te pida signos, cuando te pida pruebas, cuando te pida demostraciones, no me hagas caso, Señor. Que pueda decir muchas veces: “Señor mío y Dios mío”. Y que esa fe que Tú me inundas con tu presencia, Señor, me dé una seguridad grande para caminar contigo, para llenarme de paz, para comunicarte, para enviarme con tu Espíritu a cualquier sitio y poder proclamarte. Eso es, no me entran en la cabeza muchas cosas, pero lléname de paz. A veces creo que tengo razón, pero lléname de paz. No es así. Tú me tendrás que decir “felices los que creen sin haber visto”, Señor.

En este encuentro en que disfruto leyendo detenidamente, oyendo todos los pasos de estas escenas, viendo cómo Tú entras, con qué cariño, con qué amor, con qué cuidado tratas y con qué dulzura tratas a Tomás, yo también estoy ahí y también me siento querida, amada y llena de fuerza y de vida para transmitirte, Señor. Quiero terminar, Señor, este encuentro donde me siento a gusto, donde me siento querido por ti, recitando aquella canción que a mí siempre me ha impresionado mucho y que he cantado tantas veces con tanta fuerza:

Creo, aunque todo se oculte a mi fe. Creo, aunque todos me griten que no y me digan que no,
porque he basado mi fe
en mi Dios inmutable,
en mi Dios que nunca cambia,
en mi Dios que es Amor.

Y qué bonito es el estribillo:

Creo, aunque todo se oculte a mi fe.
Creo, aunque todo parezca morir.
Aunque muchas veces estoy decaído
y a veces como que no quiero ni vivir,
pero he fundado mi vida en ti,
en tus palabras de amigo
y creo, aunque todo se oculte a mi fe
y aunque todo subleve mi ser.
Creo, cuando me sienta muy solo
en el dolor porque —mira— un cristiano
que tiene al Señor por amigo,
no vacila en la duda,
se sostiene y se mantiene en la fe.
Creo, aunque vea en los niños llorar
porque he aprendido que Tú
sales al encuentro en las horas más duras
con tu amor y con tu luz.
Creo, Señor, pero aumenta mi fe.

Te canto esta canción que la tengo que repetir en este encuentro… Muchas veces decirle: “Señor, aunque me vea como me vea, que no tambalee mi fe; aunque no mire y ni tenga luz, que no tambalee mi fe; aunque todo se oscurezca y no tenga sentido nada, que no tambalee mi fe; aunque me llene de enfermedad, de dolor, de sufrimiento, que no tambalee mi fe; aunque vea dolor, sufrimiento, que nunca tambalee mi fe”.

Y también esta otra oración que me viene ahora al recuerdo, tan preciosa: “Pon aceite en mi lámpara, Señor, porque a veces no veo, a veces me oscurece el orgullo, mis razonamientos, mi egoísmo, mis imprudencias… Pon aceite. Dame el don de la fe. Dame que crea, que espere, que diga muchas veces: creo en ti, espero en ti, te adoro, creo en ti. Creo, porque Tú eres mi Señor”.

Y cuando te vea en la Eucaristía, y cuando te reciba, y cuando te visite, y cuando te vea en un hermano, y cuando me vea sola: “Señor mío y Dios mío, creo en ti, espero en ti, te adoro y te amo por todos los que no creen, no adoran, no esperan, ni te aman; porque sé que Tú eres la luz de mi vida, el faro que me orienta y la medicina que me cura. Creo, Señor, pero aumenta mi fe”. Quiero terminar pidiéndote perdón por mis faltas de fe, por mis dudas, por poner condiciones, como Tomás, por mis miedos, por mis temores, pero sé que Tú me das tu Espíritu, tu fuerza, tu alegría, y estoy feliz. ¡Aleluya, Tú has resucitado, Tú estás conmigo, Tú eres mi vida, Tú eres mi alegría, Tú eres el faro de mi fe!

Y cómo no, la Madre es la Maestra de la fe: ayúdame en mis dudas, sé Tú mi fuerza, sé Tú mi guía y condúceme hacia el encuentro y hacia el Corazón de tu hijo Jesús, donde vea y palpe tus llagas, tu costado, y me llene de tu amor. Que así sea y que sea feliz sabiendo que Tú estás siempre conmigo y que nunca me dejas solo.

“¡Señor mío y Dios mío!”. “Felices los que creen sin ver”.

Francisca Sierra Gómez

 

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II Vísperas – Domingo II de Pascua

II VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: AL FIN SERÁ LA PAZ Y LA CORONA

Al fin será la paz y la corona,
los vítores, las palmas sacudidas,
y un aleluya inmenso como el cielo
para cantar la gloria del Mesías.

Será el estrecho abrazo de los hombres,
sin muerte, sin pecado, sin envidia;
será el amor perfecto del encuentro,
será como quien llora de alegría.

Porque hoy remonta el vuelo el sepultado
y va por el sendero de la vida
a saciarse de gozo junto al Padre
y a preparar la mesa de familia.

Se fue, pero volvía, se mostraba,
lo abrazaban, hablaba, compartía;
y escondido la Iglesia lo contempla,
lo adora más presente todavía.

Hundimos en sus ojos la mirada,
y ya es nuestra la historia que principia,
nuestros son los laureles de su frente,
aunque un día le dimos las espinas.

Que el tiempo y el espacio limitados
sumisos al Espíritu se rindan,
y dejen paso a Cristo omnipotente,
a quien gozoso el mundo glorifica. Amén.

SALMODIA

Ant 1. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. María Magdalena y la otra María fueron a ver el sepulcro. Aleluya.

Ant 2. Venid y ved el lugar donde habían puesto al Señor. Aleluya.

Salmo 113 A – ISRAEL LIBRADO DE EGIPTO; LAS MARAVILLAS DEL ÉXODO.

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó,
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor se estremece la tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Venid y ved el lugar donde habían puesto al Señor. Aleluya.

Ant 3. Dijo Jesús: «No temáis. Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán.» Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dijo Jesús: «No temáis. Id a decir a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán.» Aleluya.

LECTURA BREVE   Hb 10, 12-14

Cristo, habiendo ofrecido un solo sacrificio en expiación de los pecados, está sentado para siempre a la diestra de Dios, y espera el tiempo que falta «hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies». Así, con una sola oblación, ha llevado para siempre a la perfección en la gloria a los que ha santificado.

RESPONSORIO BREVE

En lugar del responsorio breve se dice la siguiente antífona:

Éste es el día en que actuó el Señor: sea él nuestra alegría y nuestro gozo. Aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. ¿No has creído, Tomás, sino después de haberme visto? Dichosos los que sin ver han creído. Aleluya.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. ¿No has creído, Tomás, sino después de haberme visto? Dichosos los que sin ver han creído. Aleluya.

PRECES

Oremos a Dios Padre, que resucitó a su Hijo Jesucristo y lo exaltó a su derecha, y digámosle:

Haz que participemos, Señor, de la gloria de Cristo.

Padre justo, que por la victoria de la cruz elevaste a Cristo sobre la tierra,
atrae hacia él a todos los hombres.

Por tu Hijo glorificado, envía, Señor, sobre tu Iglesia al Espíritu Santo,
a fin de que tu pueblo sea en medio del mundo signo de la unidad de los hombres.

Conserva en la fe de su bautismo a la nueva prole renacida del agua y del Espíritu Santo,
para que alcance la vida eterna.

Por tu Hijo glorificado, ayuda, Señor, a los que sufren, da la libertad a los presos, la salud a los enfermos
y la abundancia de tus bienes a todos los hombres.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

A nuestros hermanos difuntos, a quienes mientras vivían en este mundo diste el cuerpo y la sangre de tu Hijo glorioso,
concédeles la gloria de la resurrección en el último día.

Terminemos nuestra oración con las palabras del Señor:

Padre nuestro…

ORACION

Señor Dios, cuya misericordia es eterna, tú que reanimas la fe de tu pueblo con la celebración anual de las fiestas pascuales, aumenta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor la excelencia del bautismo que nos ha purificado, la grandeza del Espíritu que nos ha reengendrado y el precio de la sangre que nos ha redimido. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

Puertas cerradas

La mención de las puertas cerradas, con que nos encontramos en la narración de cada una de las dos apariciones de Jesús que se nos narra en este relato de Juan, ha mantenido siempre mi atención y picado mi curiosidad. Pudiera uno muy bien verse tentado a pensar que Juan no menciona las puertas cerradas más que para subrayar que Jesús tiene ahora un cuerpo espiritual que puede muy bien atravesar las puertas cerradas y las paredes. Lo cual estaría totalmente en contra de lo que dicen los cuatro Evangelistas que se esfuerzan por demostrar que el cuerpo de Cristo resucitado es un cuerpo físico normal, que puede comer y ser tocado.

La mayoría de las traducciones de este texto apenas ayudan para su entendimiento, toda vez que unen la mención de las “puertas cerradas” con la de “el miedo a los Judíos”, cosa que no hace el texto original.. Este texto original no dice que los discípulos habían cerrado las puertas por miedo a los Judíos, sino que simplemente dice que las puertas estaban cerradas en el lugar en que se hallaban reunidos los discípulos por miedo a los judíos, y que de pronto Jesús se mostró en medio de ellos.

Es posible que demos con alguna luz sobre el sentido de este texto poniéndolo en relación con las palabras del mismo Jesús: “Cuando ores, ve a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre”. Lo que Juan quiere subrayar es el hecho de que los discípulos se hallaban en oración, con todas las puertas cerradas, cuando se les apareció Jesús en la tarde de Pascua. Y lo mismo aconteció cuando una vez más se les apareció una semana más tarde.

En realidad, el texto original no dice que Jesús se mostró “ante ellos”. Lo que dice es: “Estaba allí, en medio de ellos”. Evidentemente, vemos de seguido la relación con la promesa de Jesús: “Donde dos o tres se hallan reunidos, allí estoy yo en medio de ellos”.

Jesús manifiesta su presencia en medio de sus discípulos cuando, siguiendo su recomendación, se retiran juntos a algún lugar en nombre suyo para orar. Lo cual nos da a entender que cada vez que nos reunimos en la Iglesia en nombre de Jesús, para orar, se halla él allí en medio de nosotros.

Pero, ¿qué es lo que en concreto puede querer decir la expresión “por miedo a los judíos” en este contexto? – S trata de una expresión que utiliza Juan de vez en cuando en su Evangelio, y que pone e relación con la incapacidad o el rechazo de hablar de Cristo o de predicar el Evangelio. Por ejemplo, cuando viene de incognito Jesús al templo, el día de la fiesta de las Tiendas, porque lo quiere matar Herodes, las muchedumbres se preguntan quién puede ser él, pero nadie habla abiertamente de él “por miedo a los Judíos”. Cuando cura Jesús al ciego de nacimiento y preguntan los Fariseos a los padres de este ciego, los padre se niegan a dar una respuesta “por miedo a los judíos”. José de Arimatea que cuida de que se sepulte a Jesús, era un discípulo de Jesús, pero lo era a ocultas, “por miedo a los Judíos”. En el Evangelio que hoy hemos escuchado , vemos por consiguiente a los discípulos reunidos, pero sin decir una sola palabra de Jesús “por miedo a los judíos”. No había recibido aún el Espíritu que había de conducirlos a una vida nueva, y habría de darles la fuerza y el valor para dar testimonio el Evangelio.

Jesús, pues, vino y les dijo: “Como me ha enviado el Padre, os envío yo también”, y sopló sobre ellos. ¿Qué sentido tiene este soplo? Se trata sin duda alguna de la transmisión del Espíritu. Pero la expresión que utiliza Juan significa mucho más que eso. No utiliza la expresión ordinaria que significa “soplar”. Utiliza una palabra griega especial que no se encuentra más que tres veces en la traducción griega de la Biblia. La primera vez es en la narración de la Creación:”El Señor Dios modeló al hombre del polvo de la tierra y sopló en sus narices su aliento de vida”. La segunda vez se halla en capítulo 27 de Ezequiel en el que el Espíritu de Dios se cierne sobre el campo de los huesos secos y les sopla una vida nueva. (Hay una tercera vez también en el libro de la Sabiduría, pero que de hecho es una cita del libro del Génesis).

Lo que en este suceso realiza Jesús es una nueva creación.

Hermanos y hermanas! Nos hemos reunido esta mañana en nombre de Cristo, para dirigir nuestra oración al Padre. Se halla en medio de nosotros, engendrándonos a una vida nueva y enviándonos a la misión. Recibamos la Eucaristía como un alimento que nos dará la fuerza de ser sus testigos fieles, cada uno de nosotros según la propia vocación.

A. Veilleux

Creer es enamorarse

Quiero pensar, sin temor a equivocarme, que la primera aparición de Jesús resucitado la obsequió, como buen hijo, a su madre María. Los evangelios no mencionan el evento porque ella, una vez más, ejercitó el silencio y guardó el secreto en su corazón, para luego meditarlo. Después, Jesús se hizo el encontradizo con María Magdalena. Y, en tercer lugar, se apareció a los discípulos, reunidos en una casa, con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos… Todos conocemos lo que sucedió. Jesús les deseó la paz. Les mostró las manos y el costado. Ellos se llenaron de alegría. No estaba Tomás. Y cuando le contaron lo sucedido, se mostró escéptico exigiendo pruebas. A la semana siguiente, volvió Jesús y ese día estaba también Tomás. Jesús le reprochó dulcemente su incredulidad, y el discípulo confesó al punto el primer Credo del cristianismo: «¡Señor mío y Dios mío!».

Todo ello nos conduce a una reflexión seria acerca de la realidad de nuestra fe. Es de sobra conocida la diferencia substancial existente en estas dos expresiones: «creer a» y «creer en» una persona. Creer a una persona consiste en dar por cierto lo que esa persona nos dice, nos cuenta, nos comunica; en tanto que creer en alguien representa algo más profundo e íntimo: es fiarse totalmente, y sin reservas, de ese alguien en quien hemos depositado nuestra confianza.

Ya la filosofía griega nos advirtió sabiamente que, para querer una cosa, es de todo punto necesario conocerla previamente; nadie ama lo que no conoce. Por lo que conocer a Jesús es requisito indispensable para amarlo. Y este amor es el único garante de que creemos en él. Cuando alguien toma una decisión importante, decisiva, en la que se juega su propia vida y su destino definitivo, si es importante conocer el mensaje de quien lo propone para convencer, mucho más lo es el ser seducido y arrastrado por la persona que realiza la oferta. De ahí que comprometerse con Jesús, creer en Jesús, no es otra cosa que fiarse de él, como lo hizo san Pablo, abandonarse en sus manos…, en una palabra «enamorarse» de él.

El poder seductor de Jesús yo lo cifraría, en primer lugar, en su mirada; que los ojos también hablan. La mirada del Maestro era dulce, delicada, cautivadora: ¿Recordáis lo que puntualiza el evangelista en el pasaje del diálogo que protagonizó con el joven rico: «Mirándolo, lo amó»?…Después, resaltaría su sencillez y su predilección por los más desfavorecidos de la sociedad: la ternura con que acogía a los niños y niñas quienes les constituyó modelo obligado e imprescindible para entrar en el reino de los cielos, y el dolor incontenido que exteriorizaba cuando contemplaba a a los pobres, a los enfermos, a los menesterosos, a los marginados y despreciados por el estrato social de los «civilizados», de los «cultos... Además, Jesús nos enseñó a orar.

Vivía en constante conexión con el Padre. Y cómo lo haría que los discípulos alucinaban, lo que les hizo solicitar del Maestro: «Señor, enséñanos a rezar»… Nos instó encarecidamente a que le viéramos en el prójimo, perfecta imagen suya… Nos invitó a perdonar, a corregirnos unos a otros con talante fraterno… Todas estas actitudes, y muchas otras más, contemplamos en Jesús de Nazaret, lo que contribuye a que le conozcamos, amemos y le sigamos. Ante este panel maravilloso, no nos queda otro remedio que exclamar como san Pedro, llenos de admiración: «¿Adónde vamos a ir, si tú tienes palabras de vida eterna?».

Pedro Mari Zalbide

Domingo II de Pascua

Dios entra por los sentidos. Es lo que le pasó a Tomás. Este hombre decía lo que dice mucha gente cuando se plantea el tema de Dios: «si no lo veo no lo creo». Tomás quería ver, tocar, palpar. Y Jesús se lo concedió.

Pero, ¿qué vio y tocó Tomas? Vio y tocó llagas de dolor y muerte. Palpó cicatrices de sufrimiento. Y ahí, en eso, en lo que entra por los sentidos, Tomás se dio de cara con la fe: ¡Señor mío y Dios mío! Esto no quiere decir que el camino para ir a Dios sea el camino del dolor. Dios no quiere el sufrimiento. Lo que ocurre es que en esta vida hay mucha gente que sufre más de lo que puede soportar. Y esto supuesto, la fe en la resurrección se expresa en el hecho de que nos pone en el recto camino para prestar atención a los padecimientos y esperanzas del pasado; y para aceptar el desafío de los muertos.

Dichosos los que creen sin haber visto a Jesús.Hoy la presencia de Jesús está allí donde los que le buscan, encuentran llagas de dolor y muerte. Si, en lugar de eso, encuentran poder, pompa y boato, no podrán decir: «¡Señor mío y Dios mío!».

José María Castillo

Ecclesia in Medio Oriente – Benedicto XVI

17. La unidad ecuménica no es la uniformidad de las tradiciones y las celebraciones. Pero estoy seguro de que, para empezar, y con la ayuda de Dios, se podría llegar a acuerdos para una traducción común de la Oración del Señor, el Padre Nuestro, en las lenguas vernáculas de la región, allí donde sea necesario[16]. Al orar juntos con las mismas palabras, los cristianos reconocerán sus raíces comunes en la única fe apostólica, en la que se funda la búsqueda de la plena comunión. Por otra parte, la profundización común del estudio de los Padres orientales y latinos, así como de las respectivas tradiciones espirituales, también podría ayudar mucho en la correcta aplicación de las normas canónicas que regulan esta materia.


[16] Cf. Propositio 28, en que se proponen algunas iniciativas que son de competencia pastoral local y otras que afectan al conjunto de la Iglesia católica, que se estudiarán de acuerdo con la Sede de Pedro.

Lectio Divina – 8 de abril

Lectio: Domingo, 8 Abril, 2018

La misión de los discípulos y
el testimonio
del apóstol Tomás
Juan 20,19-31

1. Oración inicial

¡Oh Padre!, que en el día del Señor reúnes a todo tu pueblo para celebrar a Aquél que es el Primero y el Último, el Viviente que ha vencido la muerte; danos la fuerza de tu Espíritu, para que, rotos los vínculos del mal, abandonados nuestros miedos y nuestras indecisiones, te rindamos el libre servicio de nuestra obediencia y de nuestro amor, para reinar con Cristo en la gloria.

2. LECTIO

a) Clave de lectura:

Estamos en el así llamado “libro de la resurrección” donde se narran, sin una continuidad lógica, diversos episodios que se refieren a Cristo Resucitado y los hechos que lo prueban. Estos hechos están colocados, en el IV Evangelio, en la mañana (20,1-18) y en la tarde del primer día después del sábado y ocho días después, en el mismo lugar y día de la semana. Nos encontramos de frente al acontecimiento más importante en la historia de la Humanidad, un acontecimiento que nos interpela personalmente. “Si Cristo no ha resucitado vana es nuestra predicación, y vana es también nuestra fe.. y vosotros estáis aún en vuestros pecados” (1Cor 15,14.17) dice el apóstol Pablo, que no había conocido a Jesús antes de la Resurrección, pero que lo predicaba con toda su vida, lleno de celo. Jesús es el enviado del Padre. Él también nos envía. La disponibilidad de “andar” proviene de la profundidad de la fe que tenemos en el Resucitado. ¿Estamos preparado para aceptar Su “mandato” y a dar la vida por su Reino? Este pasaje no se refiere sólo a la fe de aquéllos que no han visto (testimonio de Tomás), sino también a la misión confiada por Cristo a la Iglesia.

b) Una posible división del texto para facilitar la lectura:

20,19-20: aparición a los apóstoles y muestra de las llagas
20,21-23: don del Espíritu para la misión
20,24-26: aparición particular para Tomás ocho días después
20,27-29: diálogo con Tomás
20,30-31: finalidad del evangelio según Juan

c) El texto:

19 Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» 20 Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.21 Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros.
Como el Padre me envió, también yo os envío.» 22 Dicho esto, sopló y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.»
24 Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» 25 Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.»
Juan 20,19-3126
Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros.» 27 Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.» 28 Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío.» 29 Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.»

30 Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro. 31 Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

3. Un momento de silencio

para conseguir depositar la Palabra en nuestro corazón

4. MEDITATIO

a) Algunas preguntas para ayudar a la meditación:

¿Quién o qué cosa ha suscitado mi interés y maravilla en la lectura que he hecho? ¿Es posible que haya algunos que se profesen cristianos, pero que no crean en la Resurrección de Jesús? ¿Tan importante es creer? ¿Qué cambia si sólo nos quedásemos con su enseñanza y su testimonio de vida? ¿Qué significado tiene para mí el don del Espíritu para la misión? ¿Cómo continúa, después de la Resurrección, la misión de Jesús en el mundo? ¿Cuál es el contenido del anuncio misionero? ¿Qué valor tiene para mí el testimonio de Tomás? ¿Cuáles son , si las tengo, las dudas de mi fe? ¿Cómo las afronto y progreso? ¿Sé expresar las razones de mi fe?

b) Comentario:

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana: los discípulos están viviendo un día extraordinario. El día siguiente al sábado, en el momento en el que viene escrito el IV evangelio, es ya para la comunidad “ el día del Señor” (Ap 1-10), Dies Domini (domingo) y tiene más importancia que la tradición del sábado para los Judíos.

Mientras estaban cerradas las puertas: una anotación para indicar que el cuerpo de Cristo Resucitado, aún siendo reconocible, no está sujeto a las leyes ordinarias de la vida humana.

Paz a vosotros: no es un deseo, sino la paz que había prometido cuando estaban afligidos por su partida (Jn 14,27; 2Tes 3,16; Rom 5,3), la paz mesiánica, el cumplimiento de las promesas de Dios, la liberación de todo miedo, la victoria sobre el pecado y sobre la muerte, la reconciliación con Dios, fruto de su pasión, don gratuito de Dios. Se repite por tres veces en este pasaje, como también la introducción (20,19) se repite más adelante (20,26) de modo idéntico.

Les mostró las manos y el costado: Jesús refuerza las pruebas evidentes y tangibles de que es Él el que ha sido crucificado. Sólo Juan recuerda especialmente la herida del costado producida por la lanza de un soldado romano, mientras Lucas tiene en cuenta las heridas de los pies (Lc 24-39). Al mostrar las heridas quiere hacer evidente que la paz que Él da, viene de la cruz (2Tim 2,1-13). Forman parte de su identidad de Resucitado (Ap 5,6)

Los discípulos se alegraron de ver al Señor: Es el mismo gozo que expresa el profeta Isaías al describir el banquete divino (Is 25,8-9), el gozo escatológico, que había preanunciado en los discursos de despedida, gozo que ninguno jamás podrá arrebatar (Jn 16,22; 20,27). Cfr. También Lc 24,39-40; Mt 28,8; Lc 24,41.

Como el Padre me envió, también yo os envío: Jesús es el primer misionero, el “apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos” (Ap 3,1). Después de la experiencia de la cruz y de la resurrección se actualiza la oración de Jesús al Padre (Jn 13,20; 17,18; 21,15,17). No se trata de una nueva misión, sino de la misma misión de Jesús que se extiende a todos los que son sus discípulos, unidos a Él como el sarmiento a la vid (15,9), como también a su Iglesia (Mt 28,18-20; Mc 16,15-18; Lc 24,47-49). El Hijo eterno de Dios ha sido enviado para que “el mundo se salve por medio de Él” (Jn 3,17) y toda su existencia terrena, de plena identificación con la voluntad salvífica del Padre, es una constante manifestación de aquella voluntad divina de que todos se salven. Este proyecto histórico lo deja en consigna y herencia a toda la Iglesia y de modo particular, dentro de ella, a los ministros ordenados.

Sopló sobre ellos: el gesto recuerda el soplo de Dios que da la vida al hombre (Gn 2,7); no se encuentra otro en el Nuevo Testamento. Señala el principio de una creación nueva.

Recibid el Espíritu Santo: después que Jesús ha sido glorificado viene dado el Espíritu Santo (Jn 7,39). Aquí se trata de la transmisión del Espíritu para una misión particular, mientras Pentecostés (Act 2) es la bajada del Espíritu Santo sobre todo el pueblo de Dios.

A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos: el poder de perdonar o no perdonar (remitir) los pecados se encuentra también en Mateo de forma más jurídica (Mt 16,19; 18,18). Es Dios quien tiene el poder de perdonar los pecados, según los escribas y fariseos (Mc 2,7), como según la tradición (Is 43,25). Jesús tiene este poder (Lc 5,24) y lo transmite a su Iglesia. Conviene no proyectar sobre este texto, en la meditación, el desarrollo teológico de la tradición eclesial y las controversias teológicas que siguieron. En el IV evangelio la expresión se puede considerar de un modo amplio. Se indica el poder de perdonar los pecados en la Iglesia como comunidad de salvación, de la que están especialmente dotados aquéllos que participan por sucesión y misión del carisma apostólico. En este poder general está también incluso el poder de perdonar los pecados después del bautismo, lo que nosotros llamamos “sacramento de la reconciliación” expresado de diversas formas en el curso de la historia de la Iglesia.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo: Tomás es uno de los protagonistas del IV evangelio, se pone en evidencia su carácter dudoso y fácil al desánimo (11,16; 14,5). “Uno de los doce” es ya una frase hecha (6,71), porque en realidad eran once. “Dídimo” quiere decir Mellizo , nosotros podremos ser “mellizos” con él por la dificultad de creer en Jesús, Hijo de Dios muerto y resucitado.

¡Hemos visto al Señor! Ya antes Andrés, Juan y Felipe, habiendo encontrado al mesías, corrieron para anunciarlo a los otros (Jn 1,41-45). Ahora es el anuncio oficial por parte de los testigos oculares (Jn 20,18).

Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré: Tomás no consigue creer a través de los testigos oculares. Quiere hacer su experiencia. El evangelio es consciente de la dificultad de cualquiera para creer en la Resurrección (Lc24, 34-40; Mc 16,11; 1Cor 15,5-8), especialmente aquéllos que no han visto al Señor. Tomás es su (nuestro ) intérprete. Él está dispuesto a creer, pero quiere resolver personalmente toda duda, por temor a errar. Jesús no ve en Tomás a un escéptico indiferente, sino a un hombre en busca de la verdad y lo satisface plenamente. Es por tanto la ocasión para lanzar una apreciación a hacia los futuros creyentes (versículo 29).

Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente: Jesús repite las palabras de Tomás, entra en diálogo con él, entiende sus dudas y quiere ayudarlo. Jesús sabe que Tomás lo ama y le tiene compasión, porque todavía no goza de la paz que viene de la fe. Lo ayuda a progresar en la fe. Para profundizar más en la meditación, se pueden confrontar los lugares paralelos: 1Jn 1-2; Sal 78,38; 103,13-14; Rom 5,20; 1Tim 1,14-16.

¡Señor mío y Dios mío!: Es la profesión de fe en el Resucitado y en su divinidad como está proclamado también al comienzo del evangelio de Juan (1,1) En el Antiguo Testamento “Señor” y “Dios” corresponden respectivamente a”Jahvé” y a “Elohim” (Sal 35,23-24; Ap 4,11). Es la profesión de fe pascual en la divinidad de Jesús más explicita y directa. En el ambiente judaico adquiría todavía más valor, en cuanto que se aplicaban a Jesús textos que se refieren a Dios. Jesús no corrige las palabras de Tomás, como corrigió aquéllas de los judíos que lo acusaban de querer hacerse “igual a Dios” (Jn 5,18ss), aprobando así el reconocimiento de su divinidad.

Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído: Jesús nunca soporta a los que están a la búsqueda de signos y prodigios para creer (Jn 4,48) y parece reprochar a Tomás. Encontramos aquí un pasaje hacia una fe más auténtica, un “camino de perfección” hacia una fe a la que se debe llegar también sin las pretensiones de Tomás, la fe aceptada como don y acto de confianza. Como la fe ejemplar de nuestros padres (Ap 11) y como la de María (Lc 1,45). A nosotros, que estamos a más de dos mil años de distancia de la venida de Jesús, se nos dice que, aunque no lo hayamos visto, lo podemos amar y creyendo en Él podemos exultar de “un gozo indecible y glorioso” (1Pt 1,8).

Estos [signos] han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre: El IV evangelio, como los otros, no tiene la finalidad de escribir la vida completa de Jesús, sino sólo demostrar que Jesús era el Cristo, el Mesías esperado, el Liberador y que era Hijo de Dios. Creyendo en Él tenemos la vida eterna. Si Jesús no es Dios, ¡vana es nuestra fe!

5. ORATIO

Salmo 118 (117)

¡Aleluya!
¡Dad gracias a Yahvé, porque es bueno,
porque es eterno su amor!
¡Diga la casa de Israel:
es eterno su amor!
¡Diga la casa de Aarón:
es eterno su amor!
¡Digan los que están por Yahvé:
es eterno su amor!

¡Cómo me empujaban para tirarme!,
pero Yahvé vino en mi ayuda.
Mi fuerza y mi canto es Yahvé,
él fue mi salvación.
Clamor de júbilo y victoria
se oye en las tiendas de los justos.

La piedra que desecharon los albañiles
se ha convertido en la piedra angular;
esto ha sido obra de Yahvé,
nos ha parecido un milagro.
¡Éste es el día que hizo Yahvé,
exultemos y gocémonos en él!
¡Yahvé, danos la salvación!
¡Danos el éxito, Yahvé!

6. CONTEMPLATIO

Oración final

Te doy gracias Jesús, mi Señor y mi Dios, que me has amado y llamado, hecho digno de ser tu discípulo, que me has dado el Espíritu, el mandato de anunciar y testimoniar tu resurrección, la misericordia del Padre, la salvación y el perdón para todos los hombres y todas las mujeres del mundo. Verdaderamente eres Tú el camino, la verdad y la vida, aurora sin ocaso, sol de justicia y de paz. Haz que permanezca en tu amor, ligado como sarmiento a la vid, dame tu paz, de modo que pueda superar mis debilidades, afrontar mis dudas, responder a tu llamada y vivir plenamente la misión que me has confiado, alabándote para siempre. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

¡Sonríe, Tomás inculpado!

¡Desde qué púlpito!

Querido Tomás, quiero hacerte saber, por lo que pueda interesarte, que yo estoy de parte tuya. Este es el domingo en que se te pone sin piedad en el banco de los acusados, sometido a un verdadero linchamiento teológico, acusado de fe escasa o, incluso, de falta absoluta de fe. Para ti, en verdad, los exámenes no terminan nunca y siempre te suspenden.

Oyendo a ciertos predicadores, se saca la impresión de que en el grupo de los apóstoles había un traidor, pero también un incrédulo. Tú, precisamente. Son groserías tan evidentes que no merecerían ser tomadas en consideración, si no se repitiesen anualmente también desde púlpitos acreditados.

Yo, desde hace tiempo, voy a controlar el calendario para cerciorarme de que tu nombre no ha sido cancelado de la lista de los santos (una especie de «prohibición de las oficinas públicas»). Y lanzo un suspiro de alivio al constatar que tu fiesta no ha sido aún cancelada: está todavía ahí, colocada en el tres de julio.

Querido Tomás, no pretendo hacer de defensor tuyo de oficio; además no lo necesitas y yo no tengo títulos para ello (sólo he frecuentado escuelas de formación profesional). Te ruego que sonrías por tantas tonterías que se dicen, hoy, de ti (aunque quizás, ya lo hagas). Ten compasión de nuestra presunción.

Todos se sienten con derecho a darte lecciones en asuntos de fe. Todos condenan inexorablemente tu presunción «absurda» de ver, tocar, meter el dedo.

Como si nosotros fuéramos campeones de una fe «purificada», que no necesita ni ver ni tocar. Cuando tenemos que decir que nos manifestamos insaciables en lo que se refiere a apariciones, mensajes de dudosa proveniencia, profecías varias (especialmente de tono catastrófico), prodigios espectaculares. Dan ganas de comentar: ¡de qué púlpito viene la predicación!…

Abundan vírgenes lacrimógenas. Y hombres de Iglesia en vez de educar en la fe, organizan peregrinaciones a lugares donde se ofrecen, a precios competitivos, peligrosos sucedáneos de la fe. Y a propósito de Vírgenes lacrimógenas. La abuela ha dicho una cosa sensata: «Yo no tengo argumentos para juzgar, y por tanto no me pronuncio. Es verdad que una madre llora. También yo he llorado muchas veces. Pero siempre he intentado esconder las lágrimas».

Y luego se tiene el descaro de tomársela con el pobre Tomás, culpable de no fiarse del anuncio de sus amigos. Conozco personas piadosas, y hasta religiosas, curas y frailes, que tienen más familiaridad con libros de dudosas revelaciones privadas que con la palabra de Dios.

Para no hablar de pastores que se sienten seguros únicamente con las cifras y miden la eficacia de su misión por los números. En los boletines de algunos santuarios se llega a dar cuenta, además de las numerosas y generosas ofertas, también de las comuniones distribuidas (y no me gustaría que existiese también un ordenador puesto al día registrando la frecuencia de las confesiones).

Tomás, por favor, ríete de estos maestros que te suspenden en el examen de la fe, mientras ellos la hacen caminar (¿y robustecerse?) con las muletas de un «milagrismo desmedido» y de un «aparicionismo incontinente» (estas dos expresiones no son harina de mi saco agujereado, sino que las he leído en un libro que llevó a casa mi hija teóloga)

Sonríe, Tomás, y perdónales porque no saben lo que dicen (y, desgraciadamente, saben lo que hacen, pero continúan impertérritos haciéndolo).

Muchos hombres de Iglesia, que aun proclamando la bienaventuranza de los que «crean sin haber visto», siguen pensando que la fe nace «después de haber visto», o al menos sospechan que se siente favorecida por el ver.

¿Qué Iglesia?

Nuestro párroco no ha repetido los lugares comunes de siempre, pero ha defendido que tú habrías rechazado «la mediación de la comunidad», o sea, de la Iglesia. Pero yo tendría algo que decir sobre esta postura más matizada. Me pregunto, en efecto: ¿qué mediación? ¿y qué comunidad?

Estoy convencido de que a Cristo se le puede descubrir dentro de la comunidad, siempre, bien entendido, que sea una comunidad pascual, donde circule abundantemente «la esperanza contra toda esperanza»; donde el amor fraterno permite conciliar todas las diferencias y superar los contrastes y las divisiones; donde reine la paz; donde se intercambie el perdón; donde unos sostengan a otros en el esfuerzo de creer y en el empeño de la fidelidad; donde se pongan en común experiencias y descubrimientos; donde se respete la unidad y el valor de cada uno; donde se haga sitio al pobre, al último, al excluido, al desesperado.

Me permito reconstruir así el asunto que se refiere a ti. Tú, desgraciadamente ausente cuando la primera aparición del Resucitado, has salido con esa pretensión porque en la comunidad no has visto ni tocado las señales del acontecimiento sensacional. Has oído las palabras de la resurrección, pero no se te han ofrecido las señales y las pruebas que confirmasen las palabras: «¡Hemos visto al Señor!». Quizás los rostros de tus compañeros no expresaban la alegría de aquel anuncio increíble, que debería haber transformado todo.

Sí, la comunidad cristiana debería ser el lugar en donde se experimenta la bienaventuranza de los que creen «sin haber visto». Pero debería ser también el lugar en que aparecen visibles las huellas de aquél que está presente en medio de los suyos.

Entonces, también aquellos que llegan con retraso, después de haber recorrido fatigosamente caminos tortuosos, descubrirán que son esperados, como lo has sido tú. Y lograrán murmurar humildemente, a la vez que tú: «¡Señor mío y Dios mío!».

Si fuese pintor…

Una última cosa. Te confieso que entre mis sueños prohibidos está el de saber pintar (sin embargo, en asuntos de diseño, siempre he sido un desastre; y menos mal que en la oficina cuento con el ordenador que me dispensa de la humillación de no lograr trazar con la pluma ni siquiera el más mínimo rasgo, ni siquiera una flecha…).

Sí, me gustaría ser pintor para representarte de una manera distinta de la que repiten abusivamente los artistas (en efecto, has sido y sigues siendo maltratado, además de por los predicadores, también por los pintores que siempre te representan con el dedo puesto en la abertura del costado de Jesús).

Yo quisiera ser capaz de presentarte mientras estás de rodillas, con la cabeza que roza el suelo y los ojos cerrados…

En cuanto a los oídos, preocúpate tú de tenerlos cerrados de manera que no tengas que oír las tonterías que se dicen a cuenta tuya. A no ser que te quieras divertir…

A. Pronzato

No tengamos miedo

Hace una semana estuvimos celebrando la Vigilia Pascual y el Domingo de Resurrección. Aunque sólo han pasado unos días, todo lo que rodea la Semana Santa (procesiones, tradiciones, vacaciones…) ha quedado ya atrás. Durante la Semana Santa mucha gente participa en los diferentes actos y celebraciones, aunque sea como espectadores; se ve como algo bastante normal y aceptable, pero una vez termina la Semana Santa ya no se ve “normal” que alguien participe habitualmente en la Eucaristía o en otros actos litúrgicos, y mucho menos que se confiese abiertamente la fe en Cristo Resucitado. Por eso se tiende a vivir la fe de un modo privado e incluso a veces como acomplejados, como si nos avergonzáramos de tener esta fe.

Por eso podemos identificarnos con los discípulos, que estaban en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Como indica el documento “Ser y misión de la ACG Llamados y enviados a evangelizar”, somos conscientes de que el anuncio del Evangelio es ahora mucho más complejo que hace unos años. Tenemos mala prensa, y si hacemos lo que nos corresponde por nuestra identidad cristiana, nuestra prensa es todavía peor. Acarreamos un descrédito general de la Iglesia como institución, que en algunos casos se concreta incluso en un cuestionamiento a cada uno de los cristianos. Se nos pide a veces, de forma explícita, que nos estemos quietecitos y callados. Seguir a Jesucristo resulta hoy difícil. Cuando le proponemos a una persona ser cristiana, le estamos invitando a acoger en su vida un camino minoritario, a «ser distinto». Y “ser distinto” da miedo, nos falta valor.

Sin embargo, si creemos en Cristo Resucitado, debemos manifestar nuestra fe. Hemos escuchado en la 1ª lectura que los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. ¿Cómo se produjo el cambio del miedo al valor? La Palabra de Dios nos ofrece varias indicaciones:

En primer lugar, por su encuentro personal con el Resucitado: se llenaron de alegría al ver al Señor. Incluso Tomás, que se resistía a creer en ese encuentro, tuvo que afirmar: ¡Señor mío y Dios mío! Por eso el Papa Francisco indica al comienzo de Evangelii gaudium (3): Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él (…) cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos, como esperó a Tomás: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.

En segundo lugar, los discípulos se sienten enviados por el Resucitado a ser apóstoles: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Como también indica el Papa, el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra. (19) Todos nosotros hemos recibido este envío, porque todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús (…) somos siempre «discípulos misioneros». (120)

Y en tercer lugar, los discípulos saben que ese anuncio no depende sólo de sus fuerzas y capacidades, porque Jesús también les ha dicho: Recibid el Espíritu Santo. Y es el mismo Espíritu que nosotros recibimos en el Bautismo, por eso afirma el Papa: En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. (119)

Nosotros podemos también vivir la experiencia de los discípulos: encontrarnos con el Resucitado y sentirnos enviados a evangelizar con la fuerza del Espíritu Santo, sin miedo, con valor. 

¿Manifiesto mi fe de forma abierta, o la vivo de un modo privado y casi vergonzante? ¿He tenido experiencia de encuentro con el Resucitado? ¿Cómo puedo encontrarme con Él? ¿Me siento enviado por Él a ser discípulo misionero? ¿Me abro a la acción del Espíritu Santo para evangelizar?

Es cierto que los cristianos tenemos que vivir la fe a contracorriente, pero el Resucitado nos prometió: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Nos acompaña en la oración individual y comunitaria, en su Palabra, en la Eucaristía y demás Sacramentos, en la formación, en la vida iluminada por la fe… No tengamos miedo: de nosotros depende en gran medida que el Evangelio sea percibido como «lo de siempre», como algo caduco que no produce la más mínima curiosidad en las personas; o por el contrario, como un tesoro único que ha pasado de generación en generación y que trae la salvación para todos. El testimonio de los apóstoles y de los primeros cristianos nos puede servir de referencia.

¿Agnósticos?

Pocos nos han ayudado tanto como Christian Chabanis a conocer la actitud del hombre contemporáneo ante Dios. Sus famosas entrevistas son un documento imprescindible para saber qué piensan hoy los científicos y pensadores más reconocidos acerca de Dios.

Chabanis confiesa que, cuando inició sus entrevistas a los ateos más prestigiosos de nuestros días, pensaba encontrar en ellos un ateísmo riguroso y bien fundamentado. En realidad se encontró con que, detrás de graves profesiones de lucidez y honestidad intelectual, se escondía con frecuencia una «una absoluta ausencia de búsqueda de verdad».

No sorprende la constatación del escritor francés, pues algo semejante sucede entre nosotros. Gran parte de los que renuncian a creer en Dios lo hacen sin haber iniciado ningún esfuerzo para buscarlo. Pienso sobre todo en tantos que se confiesan agnósticos, a veces de manera ostentosa, cuando en realidad están muy lejos de una verdadera postura agnóstica.

El agnóstico es una persona que se plantea el problema de Dios y, al no encontrar razones para creer en él, suspende el juicio. El agnosticismo es una búsqueda que termina en frustración. Solo después de haber buscado adopta el agnóstico su postura: «No sé si existe Dios. Yo no encuentro razones ni para creer en él ni para no creer».

La postura más extendida hoy consiste sencillamente en desentenderse de la cuestión de Dios. Muchos de los que se llaman agnósticos son, en realidad, personas que no buscan. Xavier Zubiri diría que son vidas «sin voluntad de verdad real». Les resulta indiferente que Dios exista o no exista. Les da igual que la vida termine aquí o no. A ellos les basta con «dejarse vivir», abandonarse «a lo que fuere», sin ahondar en el misterio del mundo y de la vida.

Pero ¿es esa la postura más humana ante la realidad? ¿Se puede presentar como progresista una vida en la que está ausente la voluntad de buscar la verdad última de nuestra vida? ¿Se puede afirmar que es esa la única actitud legítima de todo? ¿Se puede afirmar que es esa la única actitud legítima de honestidad intelectual? ¿Cómo puede uno saber que no es posible creer si nunca ha buscado a Dios?

Querer mantenerse en esa «postura neutral» sin decidirse a favor o en contra de la fe es ya tomar una decisión. La peor de todas, pues equivale a renunciar a buscar una aproximación al misterio último de la realidad.

La postura de Tomás no es la de un agnóstico indiferente, sino la de quien busca reafirmar su fe en la propia experiencia. Por eso, cuando se encuentra con Cristo, se abre confiadamente a él: «Señor mío y Dios mío». ¡Cuánta verdad encierran las palabras de Karl Rahner!: «Es más fácil dejarse hundir en el propio vacío que en el abismo del misterio santo de Dios, pero no supone más coraje ni tampoco más verdad. En todo caso, esta verdad resplandece si se la ama, se la acepta y se la vive como verdad que libera».

José Antonio Pagola