¡No temáis! Soy yo

Querido amigo: Estamos disfrutando estos días de la alegría de la Pascua y de la presencia de Jesús resucitado. Él no puede vernos con miedo, no puede vernos tristes, no puede vernos preocupados pensando que Él no está con nosotros, y nos quiere manifestar que, aunque con otra presencia, nunca nos deja; que siempre está a nuestro lado. Hoy, en este encuentro vamos a volverle a ver cómo se aparece a los discípulos, cómo les tranquiliza y cómo les envía y les da fuerza para llevar su presencia y su mensaje de que Él vive y de que Él está siempre con nosotros. Escuchemos con atención lo que nos dice el texto de Lucas 24, 35-48:

Y ellos contaron lo que había pasado en el camino y cómo le reconocieron en la fracción del pan. Mientras contaban estas cosas, Él mismo se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz sea con vosotros”. Sobresaltados y llenos de temor, creían ver un espíritu. Y les dijo: “¿Por qué os turbáis? ¿Y por qué surgen dudas en vuestros corazones? Ved mis manos y mis pies, soy Yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo”. Y dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como ellos no acabasen de creer a causa de la alegría y admiración, les dijo: “¿Tenéis aquí algo que comer?”. Ellos le ofrecieron entonces un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos. Y les dijo: “Éstas son las cosas que os decía cuando estaba todavía con vosotros, pues es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras y les dijo: “Así está escrito, que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día, y en su nombre había de predicarse la penitencia para la remisión de los pecados a todas las gentes comenzando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas”.

Al escuchar esta narración nos sorprende cómo los evangelistas cuentan de forma distinta la realidad de la presencia de Jesús. Hoy nos vamos al Cenáculo. Allí están los discípulos reunidos y siempre nos dice el evangelista que «con miedo». Y con miedo porque pensaban que Jesús era un fantasma; no entendían que había cambiado de naturaleza y que estaba con ellos. Tú y yo nos vamos también al Cenáculo y allí vemos cómo los dos discípulos, que habían venido caminando de Emaús, regresan corriendo, alegres, para hacerles presente la alegría de que han visto a Jesús y que lo han reconocido en la fracción del pan, y que además les ha explicado las Escrituras. Y cuando los discípulos les estaban explicando lo que había pasado por el camino, aparece Jesús y les dice: “La paz sea con vosotros. ¿Por qué os alarmáis?”. Creían que era un fantasma y Él les quiere asegurar que no es un fantasma: “Mirad mis manos, mirad mis pies, que soy Yo en persona, palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que Yo tengo”. El amor de Jesús es muy grande y no puede ver a sus discípulos dudosos y tristes, solos, escondidos, cerrados. Se aparece para tranquilizarlos, para llenarlos de paz y de alegría, y para darnos firmeza.

Pero me admiran estos dos discípulos: cuando han tenido una experiencia fuerte de Jesús, van y lo proclaman. Y pienso yo también que tú y yo tenemos que hacer así: siempre que tengamos una experiencia, tenemos que evangelizar, tenemos que comunicar con fuerza, tenemos que decir los signos del amor de Dios. Es imposible que nos callemos, es imposible que no digamos: “Dios me ama, Dios te ama, Dios nos ama. Y te ama a ti y me ama a mí”. Por eso es muy importante que le descubramos en los signos. Y a pesar de las dificultades que tengamos en nuestra historia y de la basura que se nos acumula del exterior, de nuestro interior, tenemos que comunicar al Señor, y tenemos que proclamarle.

Pero me parece importante… me gusta pensar… darle vueltas a lo que hizo Jesús en esta escena: les quiere fortalecer en la fe, les quiere convencer, les quiere dar seguridad. ¿Y qué hace? Comparte su vida: “¿Tenéis algo que comer?”. Ellos le ofrecen lo que tienen, un trozo de pez asado, y Él lo tomó y comió. Jesús, siempre que aparece en nuestra vida, comparte y nos da su cuerpo, y come, y está en la Eucaristía; en la comunidad es donde le puedo encontrar yo perfectamente.

Pero qué bueno es Jesús: no entienden todavía y les abre su entendimiento para que comprendan las Escrituras. Los discípulos, como yo y como tú, somos a veces muy desconfiados y cerrados de mente. No nos enteramos, no nos damos cuenta de que Jesús vive a nuestro lado, que Jesús está resucitado, que está aquí, que está conmigo, que no me deja, que comparte mi vida, que me acompaña en todo. Y nos tiene que abrir el entendimiento, porque somos así: a veces creo ver milagros, creo ver otra forma de Dios en mí y no me doy cuenta de que Él está en pequeñas cosas, en pequeños acontecimientos; que milagros tengo todos los días y a todas las horas en mi vida. La experiencia de la fe nos ayuda a ver, a comprender, a seguirle, a darnos cuenta de que Él tiene una relación amorosa con nosotros, contigo y conmigo. Por eso, en este encuentro donde vemos ahí a los discípulos y somos nosotros también como ellos, nos hacemos presentes a la escena y vemos ese Jesús bueno que nos tiene que decir: “Pero ¿por qué te alarmas, si soy Yo, si estoy contigo, aunque sufras, aunque padezcas, aunque estés solo, aunque tengas miedo? Yo estoy contigo, no tengas miedo”.

Y gracias a estos encuentros es como Jesús resucitado va dando su mensaje pascual y va descubriendo a los discípulos, y a ti y a mí… nos va descubriendo su amor. Y nos lleva al envío, no podemos estar quietos. Y les asegura y les dice: “Sed mis testigos donde vayáis. Esto, decidlo. Esa alegría la tenéis que comunicar. Esa fe la tenéis que comunicar. Por eso era necesario —les explica—, que ocurriera todo esto, porque Yo me tengo que hacer uno con la humanidad, he tenido que sufrir, y veis que tengo marcas en mis manos y en mis pies. Necesito eso, y tenía que compartir con la humanidad todo lo que sufre, el rencor, el odio…, todas las viejas heridas que tiene la humanidad; por eso estoy así. Pero ya las he superado, ya no estamos en muerte, Yo soy vida. No me vas a ver, pero me vas a sentir, me vas a tener, vas a saber quién soy en todos los momentos”. Hoy es una llamada muy fuerte a crecer en la fe, a convencerme de que Dios está en mi vida, y no pedirle pruebas. Y que está ahí. Y que está vivo. Y que está proclamado. Y que está resucitado. Y una llamada también a asegurarme de que Él no es una idea; es una vida, es una persona, es una realidad en mi vida.

Jesús, hoy, nos quiere decir a través de los discípulos que tengamos paz, que no tengamos miedo. Y que comparte nuestra vida, que come con nosotros, que está en nuestra propia historia personal. Y nos quiere dar a entender que no tenemos que ser cerrados, que no pensemos, que no… Y nos envía. Éste es el texto de hoy, mientras estaba con ellos Jesús se puso en medio de ellos, comió con ellos, les quitó el miedo: “Mirad mis manos y mis pies que soy Yo en persona”.

Querido amigo, en este encuentro, donde estamos ahí gozando de la alegría de los discípulos de Emaús, gozando de la presencia de Jesús, viendo cómo comparte nuestra vida, le queremos decir a Jesús que nos abra los ojos. Y se lo vamos a hacer hablando con Él, que es el mejor encuentro. Le escuchamos, le vemos y sentimos cómo se dirige a nosotros y nos dice: “¿Por qué tienes miedo? La paz sea contigo. Soy Yo, no temas. En tus momentos en que te crees que no hay nadie contigo… soy Yo, no temas”. “¿Qué miedos tienes? —me pregunta Jesús hoy—, ¿qué dudas de razón tienes?, ¿qué es lo que te impide que no nazca el amor en ti?, ¿qué búsqueda quieres de mí?, ¿eres consciente de que Yo estoy contigo?, ¿te dejas alcanzar por mí?, ¿ves las pequeñas mediaciones para encontrarme?”.

Y le decimos, con todo el amor y con todo el sentimiento, hoy: “Jesús, ábrenos los ojos, prepara nuestros corazones, queremos reconocerte. Danos fuerza para comunicar la alegría de tu resurrección, la alegría de que Tú vives, de que Tú estás con nosotros, de que nos quieres mucho. Ayúdanos a comprometernos con tu misión, que es comunicar paz y alegría donde vayamos. Que sintamos la humanidad, que sintamos todos los dolores, toda la fragilidad. Pero ayúdanos también en nuestra fe débil, desconfiada. Danos ese don del Espíritu tan fuerte que necesitamos. Tú que estás resucitado, danos tu Espíritu para que te reconozcamos vivo en medio de nuestra vida. Que tus llagas, que son las llagas de la humanidad…, que te descubra a ti y que responda a tus llamadas para que penetres en mí y me resucites de mis fracasos, de mis caminos tortuosos y de todo lo que me estorba para ti. Hoy me llamas a la misión”. Y me dice: “Anuncia a todos que Yo he resucitado, que Yo vivo en ti, comunica, vete, haz camino, vete en medio, vete delante que Yo estoy contigo. Que seas un testigo, y que…” Jesús también nos dice hoy que seamos testigos de su aventura, que seamos el nuevo rostro de Dios, el nuevo rostro suyo, el nuevo rostro de su Padre, que seamos ese Jesús que está presente en todos los momentos, y que lo vivamos con fuerza. Que hoy sea una experiencia extraordinaria y una aventura de la presencia de Jesús, de un gozo de estar con Él y de quitarnos el temor y la falta de fe. Que no nos sintamos nunca desconcertados.

Le seguimos pidiendo a Jesús que nunca nos deje y que nos abra este corazón y esta mente tan cerrados. Hoy le tendríamos que repetir aquella oración: “Quédate con nosotros, Señor, para que seamos capaces de dar testimonio de tu resurrección y de tu presencia en el mundo en que nos movemos, en la sociedad donde estoy, en mi familia, en mi trabajo. Ilumíname y lléname de paz, Señor, que seas Tú el eje de mi vida y que tu resurrección sea la fuerza del mensaje que proclame con gozo, con alegría y con la gran esperanza de que Tú nunca nos abandonas. Nos dices: «No tengáis miedo, Yo siempre estoy con vosotros. No tengas miedo, Yo siempre estoy contigo. La paz sea contigo»”.

Francisca Sierra Gómez

 

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II Vísperas – Domingo III de Pascua

II VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: AL FIN SERÁ LA PAZ Y LA CORONA

Al fin será la paz y la corona,
los vítores, las palmas sacudidas,
y un aleluya inmenso como el cielo
para cantar la gloria del Mesías.

Será el estrecho abrazo de los hombres,
sin muerte, sin pecado, sin envidia;
será el amor perfecto del encuentro,
será como quien llora de alegría.

Porque hoy remonta el vuelo el sepultado
y va por el sendero de la vida
a saciarse de gozo junto al Padre
y a preparar la mesa de familia.

Se fue, pero volvía, se mostraba,
lo abrazaban, hablaba, compartía;
y escondido la Iglesia lo contempla,
lo adora más presente todavía.

Hundimos en sus ojos la mirada,
y ya es nuestra la historia que principia,
nuestros son los laureles de su frente,
aunque un día le dimos las espinas.

Que el tiempo y el espacio limitados
sumisos al Espíritu se rindan,
y dejen paso a Cristo omnipotente,
a quien gozoso el mundo glorifica. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas. Aleluya.

Salmo 109, 1-5. 7 – EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.

En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas. Aleluya.

Ant 2. El Señor envió la redención a su pueblo. Aleluya.

Salmo 110 – GRANDES SON LAS OBRAS DEL SEÑOR

Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.
Grandes son las obras del Señor,
dignas de estudio para los que las aman.

Esplendor y belleza son su obra,
su generosidad dura por siempre;
ha hecho maravillas memorables,
el Señor es piadoso y clemente.

Él da alimento a sus fieles,
recordando siempre su alianza;
mostró a su pueblo la fuerza de su poder,
dándoles la heredad de los gentiles.

Justicia y verdad son las obras de sus manos,
todos sus preceptos merecen confianza:
son estables para siempre jamás,
se han de cumplir con verdad y rectitud.

Envió la redención a su pueblo,
ratificó para siempre su alianza,
su nombre es sagrado y temible.

Primicia de la sabiduría es el temor del Señor,
tienen buen juicio los que lo practican;
la alabanza del Señor dura por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor envió la redención a su pueblo. Aleluya.

Ant 3. Aleluya. Reina el Señor, nuestro Dios: alegrémonos y démosle gracias. Aleluya.

Cántico: LAS BODAS DEL CORDERO – Cf. Ap 19,1-2, 5-7

El cántico siguiente se dice con todos los Aleluya intercalados cuando el oficio es cantado. Cuando el Oficio se dice sin canto es suficiente decir el Aleluya sólo al principio y al final de cada estrofa.

Aleluya.
La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios
(R. Aleluya)
porque sus juicios son verdaderos y justos.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Alabad al Señor sus siervos todos.
(R. Aleluya)
Los que le teméis, pequeños y grandes.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Porque reina el Señor, nuestro Dios, dueño de todo.
(R. Aleluya)
Alegrémonos y gocemos y démosle gracias.
R. Aleluya, (aleluya).

Aleluya.
Llegó la boda del cordero.
(R. Aleluya)
Su esposa se ha embellecido.
R. Aleluya, (aleluya).

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Aleluya. Reina el Señor, nuestro Dios: alegrémonos y démosle gracias. Aleluya.

LECTURA BREVE   Hb 10, 12-14

Cristo, habiendo ofrecido un solo sacrificio en expiación de los pecados, está sentado para siempre a la diestra de Dios, y espera el tiempo que falta «hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies». Así, con una sola oblación, ha llevado para siempre a la perfección en la gloria a los que ha santificado.

RESPONSORIO BREVE

V. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya, aleluya.
R. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya, aleluya.

V. Y se ha aparecido a Simón.
R. Aleluya, aleluya.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Verdaderamente ha resucitado el Señor. Aleluya, aleluya.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Los discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan. Aleluya

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Los discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan. Aleluya

PRECES

Oremos a Cristo, el Señor, que murió y resucitó por los hombres, y ahora intercede por nosotros, y digámosle:

Cristo, rey victorioso, escucha nuestra oración.

Cristo, luz y salvación de todos los pueblos,
derrama el fuego del Espíritu Santo sobre los que has querido fueran testigos de tu resurrección en el mundo.

Que el pueblo de Israel te reconozca como el Mesías de su esperanza
y la tierra toda se llene del conocimiento de tu gloria.

Consérvanos, Señor, en la comunión de tu Iglesia
y haz que con todos nuestros hermanos obtengamos el premio y el descanso de nuestros trabajos.

Tú que has vencido a la muerte, nuestro enemigo, destruye en nosotros el poder del mal, tu enemigo,
para que vivamos siempre para ti, vencedor inmortal.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Cristo Salvador, tú que te hiciste obediente hasta la muerte y has sido elevado a la derecha del Padre,
recibe en tu reino glorioso a nuestros hermanos difuntos.

Unamos nuestra oración a la de Jesús, nuestro abogado ante el Padre, y digamos como él nos enseñó:

Padre nuestro…

ORACION

Señor, que tu pueblo se regocije siempre al verse renovado y rejuvenecido por la resurrección de Jesucristo, y que la alegría de haber recobrado la dignidad de la adopción filial le dé la firme esperanza de resucitar gloriosamente como Jesucristo. Él, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

Domingo III de Pascua

Monasterio de Mokote, Keshero, Rep. Dem. de Congo

Con toda esa preocupación nuestra por cuanto es sensacional, tendemos fácilmente a considerar las apariciones de Jesús a sus discípulos tras de la Resurrección como milagros, como señales extraordinarias, por medios de las cuales quisiera Él demostrar que había resucitado. En realidad, la resurrección no es algo que pueda demostrarse. Para los primeros discípulos, lo mismo que para nosotros, era un objeto de fe.

Más aún. Estas apariciones suponían la fe. Jesús se manifiesta a quienes creen en Él. Jamás se da en el Nuevo testamento una aparición de Jesús a alguien que no crea ya en Él. Única excepción pudiera ser la de Pablo en el camino de Damasco. Pablo recibe el don de la en el momento mismo en que oye la voz de Jesús.

Las apariciones de Jesús a sus discípulos son manifestaciones de su presencia – de la presencia que había prometido a su Iglesia hasta el final de los tiempos, de esa misma presencia de que hoy gozamos. Estas apariciones llenas de frescor y de ternura son encuentros en la fe.

No obstante, cuando hablamos de fe, es menester que sepamos distinguir dos realidades diferentes. Se daba la fe profunda de los discípulos en la persona de Jesús, incluso tras de su partida. Pero esta fe es muy diferente de la creencia en el hecho de que era en realidad Él quien se les aparecía. Nos encontramos con una muy bella expresión en el Evangelio de Lucas. Lucas escribe: “…debido a su gran alegría, no acababan de creer”. Lo que quiere decir que no acababan de creer que era Él en verdad quien se les aparecía. Pero estaban llenos de gozo a causa de su gran fe en Él.

¿Cuál era la razón de que se apareciese Jesús a sus discípulos? En primer lugar quería liberarlos de su miedo. Casi cada vez que se les aparece, les dice: “No temáis. Soy yo”. Es decir, yo soy aquél en quien creéis. Aquí estoy yo, presente, como os lo había prometido. Tomemos como ejemplo a Pedro Quien estaba de tal manera dominado por el miedo el Viernes Santo hasta el punto de renegar de Jesús hasta tres veces, lo vemos ahora dirigirse con fuerza y valentía a los Judíos, diciéndoles: “Dios lo ha resucitado”.

En este mundo nuestro, en el que hay tanta violencia, en que la muerte violenta se hace omnipresente en diferentes partes del mundo, incluida esa región de los Grandes Lagos, es preciso que no olvidemos que Jesús ha vencido a la muerte, que se halla presente y que nos dice: “No temáis”.

Otro de los mensajes de estas apariciones es el del perdón de los pecados. Al final de su Evangelio escribe Lucas que Lucas abrió l espíritu de sus discípulos a la inteligencia de las Escrituras, explicándoles que era necesario que en nombre del Mesías fuera predicada a todas las naciones la conversión y el perdón de los pecados. De igual manera nos dice Juan en la segunda lectura: “Hijos míos, os escribo estas cosas para que no pequéis. Mas, si alguno ha pecado, tenemos un abogado junto al Padre, Jesucristo, el justo”.

Esta mención del Abogado, es decir, del Paráclito, nos está ya preparando para la festividad de Pentecostés que no está tan lejana – Festividad del Espíritu de Jesús, Espíritu que Jesús y el Padre nos han enviado como abogado, como defensor.

Cuando se apareció Jesús a sus discípulos era tal su gozo que no podían creer en lo que sucedía… Que la fe que hemos recibido como don sea también para nosotros una fuente de supremo gozo y de gran paz, que expulse todos nuestros miedos.

A. Veilleux

Al partir el pan

Leyendo el pasaje de la aparición de Jesús resucitado a los dos discípulos de Emaús, uno se sorprende, en primer lugar, de lo mucho que tardaron en reconocerlo. En los once kilómetros que recorrieron juntos, ¿es posible que estuvieran tan ciegos que no se percataron de que era Jesús quien les hablaba?, ¿tanto había cambiado? Tuvieron tiempo de entablar amistad con el «extranjero», hasta el punto de invitarle a quedarse aquella noche con ellos. Por el camino, les había explicado las Escrituras «de pé a pá», ¿y seguían sin conocerlo?… La gran sorpresa llegó al final: le invitaron a cenar y le ofrecieron cobijo para aquella noche. Y resulta que, en la cena, el invitado tomó el pan, dio gracias a Dios, lo partió y se lo dio. En aquel momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron; pero él desapareció de su vista… Luego, les faltó tiempo para regresar a Jerusalén, a contar lo que les había sucedido y cómo hablan reconocido a Jesús cuando «partía el pan».

«La fracción del pan». Entre los apóstoles y los primeros cristianos se acuñó esta expresión para designar la celebración de la Eucaristía, sacramento del amor entre Dios y los creyentes, y el de estos entre sí. No olvidemos que Jesús la instituyó en la última cena, en momentos sumamente delicados e importantes. En las cenas de despedida siempre concurren dos sentimientos difícilmente reconciliables: la alegría de haber convivido largo tiempo con quien se despide. y la pena de este por dejar a sus amigos íntimos. Este dilema Jesús lo solucionó de un plumazo: instituyó el sacramento de la Eucaristía, con lo cual se iba y, a la vez, se quedaba con nosotros.

La fracción del pan, o Eucaristía, es el acto más impotente que realizamos los cristianos. Nos reunimos junto a Jesús para celebrar juntos, en comunidad, la maravilla del amor. Partir, compartir y repartir. Existe un estrecho parentesco entre estos tres verbos. El pan del amor, Jesús, «se parte» porque no es alimento para una sola persona, sino para «compartirlo» con el resto de la comunidad de cristianos, y después «repartirlo», como buenos apóstoles, mediante el testimonio creíble en medio de nuestros ambientes, circunstancias y personas con quienes convivimos. La Eucaristía es como esa bendita estación de servicio donde repostamos combustible para vivir con dignidad nuestra condición de seguidores de Jesús.

La celebración eucarística, dada su importancia y grandeza, requiere por nuestra parte una condición y un compromiso. La «condición» se cifra en que, como el amor de Jesús es un gran pozo de donde extraemos vida, es necesario que llevemos un cubo de disposición, de capacidad receptiva, para llevar a casa buena cantidad de ilusión, estimulo y ganas de vivir como cristianos. Y el «compromiso» se deriva del hecho de que, como la celebración de la fracción del pan es escuela de santidad, no basta con que acudamos al acto, sino que luego, como buenos alumnos, habremos de «hacer los deberes».

¡Qué lejos queda el concepto de ir a misa para cumplir un precepto! El amor no necesita imposiciones, sino que vuela él solo, a golpes de corazón. Atraviesa inconvenientes, montañas y hostilidades. Y es enormemente imaginativo: inventa, como el agua, recovecos, grietas y agujeros por donde colarse. Como reconocía san Pablo, «el amor no acaba nunca».

Amigos cristianos, compañeros de viaje, ¡hasta mañana, que nos encontraremos en la «fracción del pan»!

Pedro Mari Zalbide

Domingo III de Pascua

Por más que el valor histórico de las apariciones del Resucitado se pueda poner en cuestión, su mensaje profundo es incuestionable. Ahora bien, tal mensaje no consiste solo en afirmar que Jesús es el Viviente, que ha vencido a la muerte. Además de eso, los relatos de las apariciones dejan muy claro que Jesús Resucitado, por más que estuviera exaltado por la diestra de Dios (Hch 2, 33) y por más que Dios lo constituyera Señor y Mesías (Hch 2, 36) e Hijo de Dios en plena fuerza (Rm 1, 4), lo más increíble y lo que más impresiona es que Jesús, precisamente después de la resurrección, es cuando aparece y se muestra más humano que nunca.

Una vez que, en Jesús, Dios se fundió y se confundió con lo humano, cuando Jesús resucita, por más divinizado que nosotros lo pensemos y lo creamos, la divinización no lleva consigo ni un alejamiento, ni el mínimo de pérdida de su condición humana, sino todo lo contrario: precisamente porque nosotros lo vemos más divino, por eso se hace más profundamente humano.

Esto explica que Jesús es reconocido al partir el pan, y su presencia quita todos los miedos y dudas, dando paz y alegría; se deja ver, tocar, palpar; come ante todos, se muestra a las mujeres antes que a nadie, les explica las Escrituras, condesciende con las exigencias de un incrédulo como Tomás, y hasta le pregunta a Pedro tres veces si es cierto que le quiere más que nadie. También Jesús resucitado es sensible al cariño humano y lo necesita.

José María Castillo

Ecclesia in Medio Oriente – Benedicto XVI

24. A pesar de esta constatación, los cristianos comparten con los musulmanes la misma vida cotidiana en Oriente Medio, donde su presencia no es nueva ni accidental, sino histórica. Al formar parte integral de Oriente Medio, han desarrollado a lo largo de los siglos un tipo de relación con su entorno que puede servir de lección. Se han dejado interpelar por la religiosidad de los musulmanes, y han continuado, según sus medios y en la medida de lo posible, viviendo y promoviendo los valores del Evangelio en la cultura circunstante. El resultado es una simbiosis peculiar. Por tanto, es justo reconocer la aportación judía, cristiana y musulmana a la formación de una rica cultura, propia de Oriente Medio[20].


[20] Cf. Propositio 42.

Lectio Divina – 15 de abril

Lectio: Domingo, 15 Abril, 2018

Jesús aparece a sus apóstoles
Lucas 24, 35-48

1. Oración inicial

Shaddai, Dios de la montaña,
que haces de nuestra frágil vida
la peña de tu morada,
conduce nuestra mente
a golpear la roca del desierto.
La pobreza de nuestro sentir
nos cubra como un manto en la obscuridad de la noche
y abra nuestro corazón para atender al eco del Silencio
hasta el alba,
envolviéndonos en la luz del nuevo amanecer,
nos lleve
con las cenizas consumadas del fuego de los pastores del Absoluto
que han vigilado por nosotros junto al Divino Maestro,
el sabor de la santa memoria.

2. Lectio

i) El texto:

Lucas 24, 35-4835 Ellos, por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido al partir el pan. 36 Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros.» 37Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. 38 Pero él les dijo: «¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? 39 Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos como véis que yo tengo.» 40 Y, diciendo esto, les mostró las manos y los pies. 41 Como no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados, les dijo: «¿Tenéis aquí algo de comer?» 42 Ellos le ofrecieron un trozo de pescado. 43 Lo tomó y comió delante de ellos. 44 Después les dijo: «Éstas son aquellas palabras mías que os dije cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí.» 45 Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras 46 y les dijo: «Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día 47 y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de estas cosas.

ii) Momento de silencio:

Dejamos que la voz del Verbo resuene en nosotros.

3. Meditatio

i) Algunas preguntas:

a) Había sucedido en el camino; lo habían reconocido: ¿Cuántos momentos de gracia en el camino de nuestra existencia?¿Lo reconocemos mientras parte con nosotros el pan del presente en el mesón del hacerse tarde?
b) Jesús en persona aparece en medio de ellos. ¡Palpadme y ved. Soy yo mismo! ¿Tocamos con la mano los dones de la libertad en la persona de Cristo viviente y en la fracción del estar juntos?
c) Sobresaltados y asustados creían ver un espíritu: ¿Qué Dios nos fascina? ¿El Dios de lo imprevisto que está siempre al otro lado de nuestro pequeño mundo o el Dios “espíritu” de nuestro deseo omnipotente?
d) No acababan de creérselo a causa de la alegría: ¿Es el gozo nuestro bastón de viaje?¿Vive en nosotros el sentido de la espera o nos movemos en las sombras de la resignación?
e) Abrió sus inteligencias para comprender las Escrituras: ¿Dónde está la criatura imagen en nuestro investigar? ¿Hemos hecho de la Escritura la nostalgia de una Palabra dejada al andar como brisa del Amor eterno entre los ramos del dolor humano?

ii) Clave de lectura:

La categoría del camino aclara bien en Lucas el itinerario teológico de aquel camino de gracia que interviene en los sucesos humanos. Juan prepara la senda al Señor que viene (Lc 1,76) e invita a allanar sus caminos (Lc 3,4); María se pone en camino y va con prisa hacia la montaña (Lc 1,39); Jesús, camino de Dios (Lc 20,21), camina con los hombres y señala el camino de la paz (Lc 1,79) y de la vida (Act 2,28), recorriéndolo en primera persona con su existencia. Después de la resurrección continúa el camino junto a sus discípulos (Lc 24,32) y queda el protagonista del camino de la Iglesia que se identifica con el suyo (Act 18,25). Toda la razón de ser de la Iglesia está en este camino de salvación (Act 16,17) que conduce a Dios (Act 18,2). Ella está llamada a vivirlo y a indicarlo a todos para que cada uno, abandonando el propio camino (Act 14,16) se oriente hacia el Señor que camina con los suyos.

v. 35 Ellos por su parte, contaron lo que había pasado en el camino y cómo le habían conocido al partir el pan. La experiencia del encuentro con la Vida permite volver sobre sus propios pasos. No es el regreso del remordimiento, ni el retorno del lamento. Es el regreso de quien relee la propia historia y sabe encontrar, a través del camino recorrido, el lugar del memorial. Dios se encuentra en lo que acaece. Es Él el que viene al encuentro y se para en el camino a veces árido y desnudo de lo no cumplido.. Se hace reconocer a través de los gestos familiares de una experiencia saboreada de lejos. Son los surcos del ya consumado que acogen la novedad de un hoy sin ocaso. El hombre es llamado a tomar la nueva presencia de Dios sobre su camino en aquel viajero que se hace reconocer a través de los signos fundamentales para la vida de la comunidad cristiana: las Escrituras, leídas en clave cristológica y la fracción del pan (Lc 24, 1-33). La historia humana, espacio privilegiado de la acción de Dios, es historia de salvación que atraviesa todas las situaciones humanas y el discurrir de los siglos en una forma de éxodo perenne, cargado de la novedad del anuncio.

v. 36. Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dijo: “¡La paz con vosotros!” Lucas enlaza sabiamente los sucesos para dar fundamento y continuidad a la historia de la salvación. Los gérmenes anunciados florecen y la atmósfera de novedad que aletea en las páginas de estos sucesos hacen de telón de fondo al desenvolverse en una memoria Dei que se propone nuevo de vez en vez; Jesús vuelve a los suyos. Está en medio de ellos como persona, todo entero, también como antes, aunque en una condición diferente y definitiva. Se manifiesta en su corporeidad glorificada para demostrar que la resurrección es un hecho que ha acaecido realmente.

v. 37. Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. La reacción de los discípulos parece no concordar bien con la narración precedente desde el momento que se creía ya en la resurrección de Jesús por la palabra de Pedro (v.34). De todas maneras su perplejidad no se refiere a la convinción de que Jesús ha resucitado, sino a la naturaleza corpórea de Jesús resucitado. Y en tal sentido no hay contradicción en la narración. Era necesario para los discípulos hacer una experiencia intensa de la realidad corpórea de Jesús para realizar de un modo adecuado su futura misión de testigos de la buena noticia y aclarar las ideas sobre el Resucitado; no creían que fuese Jesús en persona, sino pensaban que lo veían sólo en espíritu.

v. 38-40. Pero él les dijo: “¿Por qué os turbáis? ¿Por qué se suscitan dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo: Palpadme y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos como véis que yo tengo”. El Jesús del evangelio de Lucas es casi un héroe que afronta su suerte con seguridad y las pocas sombras que permanecen sirven simplemente para comprender y subrayar su plena realidad. Lucas había recordado los humildes orígenes y la genealogía, del todo común y despojada de figuras prestigiosas, una muchedumbre de individuos obscuros de los cuales surgía la figura de Cristo. En la turbación y en la duda de los discípulos después de la resurrección aparece evidente que Jesús no es el Salvador de los grandes, sino de todos los hombres, por sobresaltados o asustados que estén.. Él, protagonista del camino de la Iglesia, recorre los senderos humanos de la incredulidad para sanarlos con la fe, y continúa caminando en el tiempo, mostrando las manos y los pies en la carne y en los huesos del creyente.

vv. 41-43. Como no acababan de creérselo a causa de la alegría y estaban asombrados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer?. Ellos le ofrecieron un trozo de pescado. Lo tomo y lo comió delante de ellos. Cada invitación a comer esconde el deseo de intimidad, es un permanecer, un compartir. La resurrección no quita a Jesús el presentarse como el lugar del compartir. Aquel pez asado, comido por años junto a los suyos, continúa siendo vehículo de comunión. Un pez cocinado en el amor, el uno por el otro: un alimento que no cesa de asegurar el hambre escondida del hombre, un alimento capaz de desbaratar la ilusión de algo que termina entre las ruinas del pasado.

v. 44. Después les dijo: “Éstas son aquellas palabras mías que os dije cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Los momentos de ansia, de conmoción, de llanto por la propia nación (Lc 9, 41), la fatiga subiendo a Jerusalén, las tentaciones habían marcado aquel confín perennemente presente entre la humillación-escondimiento y afirmación–gloria focalizado en las varias fases de la vida humana de Jesús a través de la luz del querer del Padre. Amargura, obscuridad y dolor habían alimentado el corazón del Salvador: “ Tengo que recibir un bautismo ¡y como estoy angustiado hasta que se cumpla!” (Lc 12, 50). Ahora es plenamente visible, positiva la obra de la gracia, porque a la obra del Espíritu el escatón ya actuado en Cristo y en el creyente, crea una atmósfera de alabanza, un clima de gozo y de paz profunda, típicas de las cosas cumplidas. La parusía señalará el final del camino salvífico, tiempo de consolación y de restauración de todas las cosas. (Act 3,21).

v. 45. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras. La fe apostólica en la resurrección de Jesús constituye la clave hermenéutica para la interpretación de las Escrituras y el fundamento del pregón pascual. La Biblia se cumple en Cristo, en Él se unifica en su valor profético y adquiere su pleno significado. El hombre no puede por sí solo entender la Palabra de Dios. La presencia del Resucitado abre la mente a la comprensión plena de aquel Misterio escondido en las palabras sagradas de la existencia humana.

vv. 46-47. Y les dijo: “Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicará en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones empezando por Jerusalén.” En Lucas la salvación toca todas las dimensiones humanas a través de la obra de Cristo que salva del mal, que libra de las tinieblas (Act 26,18) y del pecado (Lc 5,0-26; Act 2, 38), de la enfermedad y del sufrimiento, de la muerte, de la incredulidad, de los ídolos: que realiza la vida humana en el ser comunidad de Dios, fraternidad alegre en el amor; que no deja huérfanos, sino que se vuelve presente incesantemente con su Espíritu de lo alto (Act 2,2). La salvación radical del hombre está en el librarse de su corazón de piedra y en recibir un corazón nuevo que comporta un dinamismo que libra de toda forma de esclavitud (Lc 4,16-22). Dios dirige la historia; es Él el que obra la evangelización y guía el camino de los suyos. El evangelista de los grandes horizontes – desde Adán al Reino, de Jerusalén a los confines de la tierra- y también el evangelista de la cotidianidad. Es en acto el proceso histórico-escatológico por el cual la historia completa se cumple transcendiendo la historia humana y Jesús continúa ofreciendo la salvación mediante su Espíritu que crea testigos capaces de profecía que difunden la salvación hasta que en la venida de Cristo (Lc 21, 28) se vuelva manifiesto la plena liberalización del hombre. En Act 2,37 se encuentra resumido todo el iter salutisque aquí se ha apuntado: acoger la palabra, convertirse, creer, hacerse bautizar, obtener el perdón de los pecados y el don del Espíritu. La palabra de salvación, palabra de gracia, despliega su potencia en el corazón que escucha. (Lc 8, 4-15) y la invocación del Nombre del Salvador sella la salvación en aquel que se ha convertido a la fe. Hay complementariedad entre la acción de Jesús por medio del Espíritu, actuada sin la mediación de la Iglesia (Act 9, 3-5) y aquella cumplida mediante la Iglesia a la cual el mismo envía como en el caso de la llamada de Pablo (Act 9, 6-19).

v. 48. Vosotros sois testigos de estas cosas. Llamada a trazar en la historia humana el camino del testimonio, la comunidad cristiana proclama con palabras y obras el cumplimiento del reino de Dios entre los hombres y la presencia del Señor, que continúa obrando en su Iglesia como Mesías, Señor, profeta. La Iglesia crecerá y caminará en el temor del Señor, llena de la fortaleza del Espíritu Santo (Act 9,31). Es un camino de servicio, trazado para hacer resonar en los extremos confines de la tierra (Act 1,1-11) el eco de la palabra de Salvación. Poco a poco el camino se aleja de Jerusalén para dirigirse al corazón del mundo pagano. A su llegada a Roma, capital del imperio, Lucas pondrá la firma a sus pasos de evangelizador. Ninguno en verdad será excluido en el camino. Destinatarios de la salvación son todos los hombres, en particular los pecadores, por cuya conversión hay gran gozo en cielo (Lc 15, 7.10). Como María, que para Lucas es el Modelo del discípulo que camina en el Señor, los creyentes somos llamados a ser transformados enteramente para vivir la maternidad mesiánica, no obstante la propia condición “virginal” expresión de la propia pobreza de criatura (Lc 1, 30-35). El sí del Magnificat es el camino que hay que recorrer. Caminando llevando en nosotros la palabra de salvación; caminando en la fe, fiándonos de Dios que mantiene las promesas: caminando en el gozo de Áquel que nos hace dichosos, no por nuestros méritos sino por la humildad de vida. Sea el itinerario de María, nuestro itinerario: andar llevados del Espíritu, hacia nuestros hermanos teniendo como único equipaje la Palabra que salva: Cristo Señor (Act 3,6).

iii) Reflexión:

Jesús en el encuentro personal con los hombres ofreció su benévola presencia y esperó que las semillas de la palabra y de la fe germinasen. El abandono de los apóstoles, la negación de Pedro, el amor de la pecadora, la cerrazón de los fariseos no lo han escandalizado, ni turbado. Sabía que no se perdería lo que les había dicho y propuesto… y de hecho después de Pentecostés los mismos hombres se presentan delante del sanedrín sin temor, para afirmar que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. Pedro predica abiertamente hasta morir en una cruz como su Maestro, las mujeres son enviadas como testigos de la resurrección a los apóstoles, y un fariseo hijo de fariseo, Pablo de Tarso, se convierte en el apóstol de las gentes. Si no puedes, hombre, substraerte a vivir cotidianamente la muerte de ti mismo, no debes al menos olvidar que la resurrección se esconde en tus heridas para hacerte vivir de él, desde ahora. En el hermano que para tí puede ser sepulcro de muerte y de fango, una cruz maldita, encontrarás la vida nueva. Sí; porque Cristo Resucitado asumirá la semblanza de tus hermanos: un hortelano, un caminante, un espíritu, un hombre a la orilla del lago…Cuando sepas acoger “el reto” de Pilato que penetra los siglos y no aceptes el cambio propuesto (Jn 18, 39-40), porque hayas aprendido en la noche del abandono que no se puede cambiar la vida de un bandolero, tú que llevas indignamente su nombre: Bar-Abba, hijo del Padre, por la vida de Jesús, el Hijo unigénito del Dios viviente, el Señor de la vida y de la muerte…entonces gritarás también tú como el apóstol Tomás en el estupor de la fe: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28), mi Dios y mi todo, y no tramontará más en el horizonte de tus días la belleza de la alegría.

4. Oración

Señor, nosotros te buscamos y deseamos tu rostro:
un día, quitado el velo, podremos contemplarte.

Te buscamos en las Escrituras que nos hablan de tí:
bajo el velo de la sabiduría acogemos la cruz, tu don a las gentes.

Te buscamos en los rostros radiantes de hermanos y hermanas:
te vemos en la impronta de tu pasión en sus cuerpos sufrientes.

No los ojos, sino el corazón tiene la visión de ti:
al resplandor de la esperanza, nosotros esperamos encontrarte para hablar contigo.

5. Contemplación

Señor, danos la tenacidad de caminar hacia las cumbres, a la luz de la única Palabra que salva. Como hermana de sangre, de aquella Sangre que nos hace a todos hermanos, yo me quedo aquí, junto a la tumba de toda muerte interior para dirigirme como un caminante por los senderos del no sentido y situarme en los senderos de la amistad y del encuentro. Quiero hoy compartir la maravilla del amor humano, el gozo de las personas maravillosas que viven junto a mi, no en la periferia de su existencia, sino en sus pasajes secretos, allí donde el corazón abraza el Absoluto de Dios. Gracias a Tí que me das tu rostro resucitado, por tu corazón enamorado de la Vida y besado del Eterno. Gracias por tu libertad de explorador que se sumerge en los abismos del Esencial. Dios del desierto que se hace jardín, que yo sea una pequeña llama encendida en la obscuridad de la búsqueda humana, un calor que se esparce allí donde el gélido viento del mal destruye y aparta del horizonte de la Verdad y de la Belleza, para narrar al mundo la estupenda aventura del amor humano resucitado, aquel amor que sabe morir para encarnar la sonrisa de Dios. Amén.

Leña seca y leña verde

Cuando el cura recita la lección

El domingo, Santiago, el amigo impertinente, me ha dado con el codo, susurrándome: «Esto se pone mal, hoy… prepárate».

El párroco estaba ausente, por motivos familiares, y la celebración, con la consiguiente homilía, ha tocado al curita coadjutor: brillante, desenvuelto, al día y también -pero es sólo una impresión mía- un poco presuntuoso.

Como ya había pasado otras veces, ha sido, más que una predicación como yo la entiendo, una lección según su estilo característico. Ha sacado los papeles como siempre y ha desarrollado su cometido intrépido. Impecable desde el punto de vista teológico, exegético, con alguna incursión rápida en el campo sociológico. Es inteligente, está preparado, y le gusta lucirlo.

Ha colocado las citas en su debido lugar (con los autores preferidos: Martín Luther King, Tagore, Gibran, Quoist, Turoldo, que son sus preferidos caballos de batalla y de desfile); ha sacado a la luz el adjetivo favorito «desusadas» a propósito de ciertas prácticas religiosas; ha hablado de una ciencia que se llama hermenéutica; ha hecho alusión al análisis estructural, que debe ser, si no precisamente el último, al menos el penúltimo grito en asuntos de estudios bíblicos; ha hecho un diagnóstico de la situación recurriendo a una fórmula brillante: en efecto, ha dicho que en lo que se refiere a la instrucción religiosa el pueblo de Dios padece de bulimia en cuanto a devocionalismos varios, y de anorexia en cuanto al pan de la palabra.

Todo perfecto, exacto. Quizás demasiado. Si tuviera que darle nota, le daría un seis alto por el deber escolástico (me daba en la nariz que no había copiado bien, aunque yo no estoy preparado para decir de dónde y de quién), pero no le concedería el aprobado por la precisión de la diana. Parecía que no tenía en cuenta al público que tenía delante y que hablaba no se sabe a quién.

Aula, iglesia y vida

Más que en la iglesia, daba la impresión de que estaba en una clase. Mis hijos lo defienden, no sé si por convicción o por solidaridad juvenil. Defienden que hay que tener en cuenta la «distancia generacional» que existe entre los sacerdotes. Sentencian que antes las predicaciones eran simplemente «reprimendas morales» sin ninguna base bíblica, y no educaban en la fe.

El abuelo y la abuela, que «antes» ya vivían, naturalmente no están de acuerdo y dicen que «antes» los curas eran capaces de sacar adelante buenos cristianos, con el temor de Dios.

Por mi parte, adopto una postura más conciliadora y defiendo que el coadjutor con el tiempo se irá haciendo, situándose modestamente en la escuela de la vida. Pero tiene que decidirse a salir fuera del aula escolástica, del capullo de un cierto narcisismo complacido de sí mismo, a abandonar esas fórmulas brillantes prefabricadas y encontrar las palabras adecuadas mirando a la cara a los individuos de carne y hueso que están en los bancos y no los folios que tiene escondidos entre las páginas del misal.

Tiene que caer en la cuenta de que ha de aprender algo también de nosotros «ignorantes».

Precisamente la palabra «ignorante» ha sido la que ha determinado el desarrollo de mis reflexiones personales.

«Sé que lo hicisteis por ignorancia…». Pedro, hablando al pueblo desde el pórtico del templo, da algo más que una circunstancia atenuante: da una absolución. Como si dijese: absuelto por haber cometido el hecho en estado de ignorancia. Muchos pecados nuestros se cometen, no por malicia, sino por ignorancia: en efecto, ignoramos cuál es nuestro verdadero bien.

Sin embargo la ignorancia no se puede convertir en pretexto para seguir cometiendo errores y estupideces varias:

«Arrepentíos y convertíos», dice también Pedro.

De todos modos, existe una certeza: nosotros «ignorantes» tenemos un abogado que nos defiende ante el tribunal de Dios. Me ha impresionado mucho lo que dice Juan: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo». ¡Qué feliz confusión e intercambio de partes! Precisamente el que, siendo inocente, tendría derecho para desempeñar el papel de público acusador, se sitúa de parte de los culpables.

Un maestro que no se dirige sólo a la inteligencia

El mismo Jesús, además de ser abogado, se hace también maestro. En efecto, después de la resurrección, apareciéndose a sus discípulos asustados «les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras».

En el fondo, es lo que también nuestro curita rebosante de cultura y modernidad ha intentado hacer ante nosotros. Sin embargo tengo motivo para sospechar que los dos métodos no coinciden. Jesús «abrió el entendimiento» de sus discípulos apuntando también al corazón («¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?», confesaron los dos discípulos de Emaús «necios y torpes»). Me atrevería a decir que el Maestro llega al cerebro pasando a través del corazón.

La mente resulta de verdad iluminada sólo cuando al corazón se le recalienta oportunamente. En una palabra: luz y fuego juntos. Libros (o mejor, Libro) y leña para que arda.

Son cosas, estoy seguro, que hasta nuestro inteligente curita terminará por aprender.

Por ahora, su leña está más bien verde, incapaz de producir una llama rojiza, aunque él se empeñe en quemar las páginas de muchos libros que ha leído y que desgraciadamente todavía no ha olvidado.

El resultado se da por descontado: mucho humo. Humo que él nos echa en los ojos, no cayendo en la cuenta de que el humo en los ojos termina por irritar. Y con el humo no se sale de la ignorancia.

Esperemos, pues, con paciencia, a que la leña se seque. Una última pulla nos llega precisamente a través de Juan: «Quien dice `yo le conozco’ y no guarda sus mandamientos es un mentiroso».

Existe una mentira que no tiene que ver con las palabras. Los hechos pueden ser mentirosos.

Aunque las palabras sean las precisas, aunque sepamos repetir perfectamente la lección, con o sin la ayuda de los apuntes, cuando la práctica de los mandamientos deja que desear, cuando la palabra se aprende, se comenta, pero no se practica, entonces nuestro diploma de cristianismo es falso.

A. Pronzato

Pero, ¿qué más queremos?

A veces pedimos explicaciones de algo y, cuando nos las dan, no nos quedamos satisfechos, y seguimos pidiendo más datos, más aclaraciones… hasta que al final la persona a la que se lo estamos pidiendo, con cierto hartazgo y desesperación, nos dice: “Pero, ¿qué más quieres?” Ya nos ha dicho todo lo que tenía que decir; si seguimos sin entenderlo, no es su responsabilidad, somos nosotros quienes deberemos aceptar y entender lo que se nos ha dicho.

Estamos ya en el tercer domingo de Pascua, y seguimos contemplando las apariciones de Jesús Resucitado a sus discípulos. Como escuchábamos en la Vigilia Pascual, María Magdalena y las otras mujeres ya habían contado a los discípulos el anuncio de la Resurrección que habían recibido al ir al sepulcro. Y el domingo pasado escuchamos que se había aparecido a los discípulos, que estaban en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. En esa ocasión, Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos; y por eso a los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos, llegó Jesús, estando cerradas las puertas y se puso en medio.

También se había aparecido a los dos discípulos que iban camino de Emaús, que como hemos escuchado hoy, contaban lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

Y estaban hablando de estas cosas, cuando se les presenta Jesús en medio de ellos. Podríamos pensar que ya no deberían sorprenderse, porque ya han tenido suficientes muestras de que Jesús había resucitado.

Sin embargo, hemos escuchado su reacción: Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Los discípulos no son personas crédulas, a pesar de que Jesús se lo anunció, y a pesar de las anteriores apariciones del Resucitado, ellos no acaban de creérselo.

Y ante su reacción, Jesús les dice: ¿Por qué os alarmáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? Parece que les esté diciendo: “Pero, ¿qué más queréis?” Una pregunta que también nos hace a nosotros.

Porque quizá en nosotros, a pesar de que afirmamos creer en la Resurrección, a pesar de haber celebrado la Pascua tantas veces… también pueden surgir dudas en nuestro interior, y no acabamos de creer de verdad que Jesús ha resucitado, incluso que todo esto son “fantasmas”, ilusiones.

Pero Jesús no deja por imposibles a sus discípulos, sino que continúa ayudándoles a que acepten su resurrección, con diferentes ejemplos:

Mirad mis manos y mis pies; soy yo en persona. Sus manos y pies muestran las señales de los clavos. ¿Sabemos reconocer a Jesús Resucitado en tantas personas que llevan en su cuerpo o en su espíritu las marcas de algún padecimiento, pero que siguen luchando y manteniendo la fe y la esperanza?

Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. ¿Sabemos reconocer la presencia del Resucitado en personas de carne y hueso, de nuestro entorno, pero que viven su fe de tal modo que con sus palabras y obras están transparentando al mismo Cristo?

Sin embargo, los discípulos no acababan de creer por la alegría y seguían atónitos, y le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Como siguen sus dudas, Jesús realiza un gesto cotidiano, ordinario: comer. También nosotros, a veces, nos movemos en ese “demasiado bonito para ser verdad”, no acabamos de creer. ¿Sabemos reconocer a Jesús hasta en lo más ordinario de nuestra vida?

Por último, les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Ahí podrán entender que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de Él se había cumplido. ¿Conocemos la Escritura, la leemos habitualmente, la comprendemos? 

¿Cómo estoy viviendo la Pascua? ¿Me está ayudando a creer más en Jesús Resucitado, o todavía surgen dudas en mi interior? ¿Creo que el Resucitado está presente en las personas de mi entorno, en mi vida ordinaria, en la Escritura? ¿Reconozco a Jesús al partir el Pan, en la Eucaristía?

Tenemos muchas razones para creer en Jesús: ¿qué más queremos? No necesitamos más. Como los discípulos, aprendamos a descubrir su presencia, para que, como Pedro en la 1ª lectura, podamos afirmar convencidos y sin miedo: Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos.

Testigos

Lucas describe el encuentro del Resucitado con sus discípulos como una experiencia fundante. El deseo de Jesús es claro. Su tarea no ha terminado en la cruz. Resucitado por Dios después de su ejecución, toma contacto con los suyos para poner en marcha un movimiento de «testigos» capaces de contagiar a todos los pueblos su Buena Noticia: «Vosotros sois mis testigos».

No es fácil convertir en testigos a aquellos hombres hundidos en el desconcierto y el miedo. A lo largo de toda la escena, los discípulos permanecen callados, en silencio total. El narrador solo describe su mundo interior: están llenos de terror; solo sienten turbación e incredulidad; todo aquello les parece demasiado hermoso para ser verdad.

Es Jesús quien va a regenerar su fe. Lo más importante es que no se sientan solos. Lo han de sentir lleno de vida en medio de ellos. Estas son las primeras palabras que han de escuchar del Resucitado: «Paz a vosotros… ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior?».

Cuando olvidamos la presencia viva de Jesús en medio de nosotros; cuando lo hacemos opaco e invisible con nuestros protagonismos y conflictos; cuando la tristeza nos impide sentir todo menos su paz; cuando nos contagiamos unos a otros pesimismo e incredulidad… estamos pecando contra el Resucitado. No es posible una Iglesia de testigos.

Para despertar su fe, Jesús no les pide que miren su rostro, sino sus manos y sus pies. Que vean sus heridas de crucificado. Que tengan siempre ante sus ojos su amor entregado hasta la muerte. No es un fantasma: «Soy yo en persona». El mismo que han conocido y amado por los caminos de Galilea.

Siempre que pretendemos fundamentar la fe en el Resucitado con nuestras elucubraciones, lo convertimos en un fantasma. Para encontrarnos con él, hemos de recorrer el relato de los evangelios: descubrir esas manos que bendecían a los enfermos y acariciaban a los niños, esos pies cansados de caminar al encuentro de los más olvidados; descubrir sus heridas y su pasión. Es ese Jesús el que ahora vive resucitado por el Padre.

A pesar de verlos llenos de miedo y de dudas, Jesús confía en sus discípulos. Él mismo les enviará el Espíritu que los sostendrá. Por eso les encomienda que prolonguen su presencia en el mundo: «Vosotros sois testigos de esto». No han de enseñar doctrinas sublimes, sino contagiar su experiencia. No han de predicar grandes teorías sobre Cristo sino irradiar su Espíritu. Han de hacerlo creíble con la vida, no solo con palabras. Este es siempre el verdadero problema de la Iglesia: la falta de testigos.

José Antonio Pagola