Domingo IV de Pascua

Hoy es 22 de abril, domingo de la IV semana de Pascua.

El Señor me ha citado de nuevo y yo estoy aquí. Me sitúo conscientemente en su presencia acogedora. Ante su mirada amorosa, voy notando que todo se serena. Lo que está agitado, tembloroso o turbio dentro de mí, se aclara, se deposita, se libera. Quiero, confiadamente dejarme hacer, Espíritu Santo, ven.

La lectura de hoy es del evangelio de Juan ( Jn 10, 11-18):

En aquel tiempo, dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estrago y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»

Un aire de libertad flota en este fragmento del evangelio. Una bocanada de vida fresca se me regala. Una serie de palabras se encadenan para invitarme a vivir en plenitud. Escuchar una voz, conocer y ser conocido. Traer a los que están fuera, recibir vida y entregarla. Quizás noto que se ensancha mi alma y brota en mí el deseo de pedir un corazón de discípulo. Concédeme Padre, conocimiento interno de Cristo, para más amarle y seguirle.

En este momento, quiero estar a su lado sin más. Aprender a reconocer su voz internamente. Compartir con él su jornada, después podré ser su apóstol y en esto se notará que el Señor es mi pastor.

Descansando muy cerca de él, que me cuida, tal vez ahora me ayude preguntarme en confianza: ¿Realmente, a quién va perteneciendo mi vida? ¿Qué voz dejo que llegue a mí con más fuerza? ¿A quién siguen cada día mis pies? ¿A dónde se dirigen? Y dejo que sea el mismo Jesús, que me conoce, quien me dé la respuesta.

De nuevo me dispongo a escuchar su palabra. Sintonizo con esa nostalgia tal que me habita. Necesito la voz de Cristo, su silbo amoroso que me repita dónde está su presencia. A veces se me hace lejana e incluso ausente, su voz, que al pronunciar mi nombre recrea mi existencia. Su voz, que al escucharla me inunda de vida nueva, su misma, vida en mí. Escucho atentamente y dejo que resuene esa voz. Y al final me quedo en silencio, comprometidamente en silencio.

Para ir despidiendo este tiempo de oración, acojo la sensación, el sentimiento que me ha movido. De su mano, doy gracias a mi buen pastor, suavemente. Gracias Señor, por dedicarme este rato de la jornada, por tu voz, por tu vida, por permitirme ser tu discípulo. Y quizás, justo ahora, escucho más fuerte que hay otros fuera y siento el envío a ser tu apóstol, altavoz de tu mensaje cauce de tu vida.

Convierte esta oración en un mantra. Una frase que te pueda acompañar a lo largo de esta semana. Repitiendo en tu interior, una y otra vez, este anhelo: Llevaré tu alegría a mis hermanos, llevaré tu alegría a mis hermanos…

Anuncio publicitario