«Pero Dios lo resucitó de entre los muertos». Todo el cristianismo pende de esta adversativa paulina: o la mantenemos en pie o se nos cae toda la fe, por más coherente y honesta que sea. El tiempo de Pascua es un tiempo de Luz y de Alegría precisamente porque el Señor Jesús pasa por él para llegar a la Vida eterna y abrirnos a nosotros las puertas del cielo. Al ser resucitado por el Padre, Cristo pasa de la muerte a la vida, del furor a la paz, de la miseria a la plenitud, del grano al pan, de la noche a la mañana. El Señor pasa resucitado por este mundo nuestro, por esta historia nuestra, y lo hace invitándonos a dar con Él este pasodefinitivo hacia la vida que no acaba: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a preparos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo».
Al final, el único asidero que tenemos los que peregrinamos en este mundo es la confianza en que lo que Dios dice y hace llega a buen término. Y que ese término es el de la Vida eterna en, por y con Cristo. Es cierto que la resurrección tiene una incidencia tímida en nuestra historia -aunque decisiva- pero solo quien confía ciegamente en este misterio recibirá a raudales el don que hoy nos llega tan suavemente. Todo depende de esto: de que demos el paso de esperar en Dios, que nos ha prometido la felicidad completa en Jesucristo, aun cuando los que vivimos bajo el signo de Tomás no acertemos a describir cómo sucederá en nosotros este milagro de su bondad.
Señor, ¿a quién vamos a acudir? Pocos hablan hoy de la vida eterna, pero esta fue tu promesa final, tu bienaventuranza definitiva. La de la Pascua no es una felicidad ingenua o pasajera, sino la dicha de los que creen que vivirán en Dios para siempre. ¿Seremos nosotros capaces de derribar los muros del escepticismo y de abandonarnos a la confianza de que así será en nosotros como fue en Jesús, en María?
Adrián de Prado, cmf.