Fiesta de la Santísima Trinidad

El ministerio público de Jesús comienza con su Bautismo en las aguas del Jordán. Y, en su última aparición a sus discípulos, tras su resurrección, les manda que vayan a a enseñar a todas las naciones, que hagan discípulos suyos de ellas y que las bauticen “en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”.

El Bautismo de Jesús en el Jordán fue el momento de la primera – y clara – manifestación – en el Nuevo Testamento y por consiguiente en la revelación toda – de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu.

Cuando bajó Jesús a las aguas del río, para ser en él bautizado por Juan, como lo hacían las muchedumbres que bajaban de Jerusalén, descendió sobre Él el Espíritu en forma de paloma, y oyó la voz del Padre que decía: “Tú eres mi hijo muy amado, en quien he depositado mis complacencias”.

Y en el Evangelio de hoy, en el momento en que se separaba de sus discípulos, les dijo que bautizaran a las naciones y que lo hicieran “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.

A través de toda su enseñanza nos atestigua Jesús el hecho de que Dios es su Padre y que todo su ser queda expresado en esta relación de Hijo a Padre. El Padre se dice plenamente en su Verbo; y cuando el Verbo encarnado dice “Abba, Padre”, expresa en esta tan sencilla expresión todo su ser de Hijo. Eso es Él y nada más. Jesús nos enseña asimismo a todo lo largo del Evangelio que su Padre y Él son uno, unidos por el Espíritu de amor les es común. Y finalmente nos revela que también nosotros somos llamados a vivir esa misma relación. Este llamamiento se hace realidad a través del bautismo que hemos recibido.

Se da por consiguiente una relación esencial entre el misterio de la Trinidad, que hoy celebramos y el Bautismo. Por el Bautismo llegamos a ser hijos (hijas) del Padre, en el Hijo, por el Espíritu de amor que nos ha sido dado. El Espíritu desciende entonces sobre nosotros y la oz del Padre nos dice también a nosotros: “Tú eres mi hijo (hija) bien amado-(a) en quien he puesto yo todas mis complacencias”.

La práctica del Bautismo era un elemento importante de la cultura religiosa en la época de Jesús, en el Oriente Medio, y no sólo en el Judaísmo. En la línea de la Encarnación ha asumido Jesús esta costumbre y la ha transformado en el Sacramento del Bautismo, de la misma manera que ha asumido el rito de la Cena pascual para transformarla en el Sacramento de la Eucaristía.

Ahora bien, el Bautismo no era una rito aislado. La persona que bautizaba tenía siempre un mensaje, una enseñanza que transmitir. Y la que recibía el Bautismo aceptaba vivir en conformidad con esta enseñanza. Es decir, aceptaba llevar a cabo una conversión. Jesús ha conservado esta dimensión del Bautismo. De ahí que cuando ordena a sus discípulos que bauticen a las naciones, les ordene asimismo que les enseñen “a guardar todos los mandamientos” que les ha dado.

Más aún. En la época de Juan Bautista y de Jesús, el Bautismo se hallaba asimismo unido a una tradición de vida monástica. Se daba normalmente una comunidad que vivía con el bautista, es decir con la persona que bautizaba, practicando con ella una vida ascética. Muchos de los primitivos Cristianos, una vez que recibieron el Bautismo, adoptaron una forma de vida semejante, esforzándose por poner también ellos en práctica los llamamientos de Jesús a diversas formas de renuncia radical. Y es esta tradición de vida ascética, asumida gradualmente en el Cristianismo, la que, una vez transcurridos algunos siglos de purificación y de integración, dio origen a lo que más tarde se llamó “vida monástica”, vida que tratamos de vivir en Scourmont.

Como toda forma de vida cristiana, la vida monástica se halla esencialmente unida al Bautismo, y por esta razón se halla asimismo unida esencialmente a la Trinidad. Constituye un esfuerzo por responder al llamamiento de Jesús a la renuncia y a la conversión, a fin de que pueda el Espíritu reposar sobre nosotros y podamos escuchar la voz del Padre que nos dice: “Tú eres mi hijo (hija) muy amado (-a), en quien he puesto mis complacencias.”

Si conservamos esa palabra de amor que nos sido dada, se realizará en nosotros la promesa de Jesús a sus discípulos: “Y yo, estoy con vosotros… hasta el final de los tiempos”.

Penetremos, pues, cada día más fondo en ese bautismo que es nuestra vida cristiana y nuestra vida monástica, para de esta manera experimentar cada vez más intensamente y de manera cada vez más constante la experiencia de la presencia del Padre, del Hijo y del Espíritu. Entonces llegará a ser nuestra vida una oración continua, ya que, como lo hemos oído de San Pablo en la segunda lectura (tomada de la Carta a los Romanos), el espíritu de Dios se unirá a nuestro espíritu para decir “Abba”, palabra afectuosa en la que se expresa toda la naturaleza del Hijo. Es la oración de que habla Pablo en ese mismo capítulo 8 de la Carta a los Romanos: ”No sabemos orar, pero es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos inenarrables”.

A. Veilleux

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