El día de san Juan Bautista nos recuerda a todos el momento en que se inicia uno de los cambios más decisivos en la historia de la humanidad. Juan Bautista es el único santo del que la Iglesia celebra su nacimiento. Aparte de las razones que tuvieran, quienes instituyeron esta fiesta, para conmemorar hoy, no su muerte sino su nacimiento, lo que debe retener la atención del creyente es que, con la llegada de Juan Bautista a este mundo, se cierra una etapa en la historia de las tradiciones religiosas, y se abre otra: «La Ley y los Profetas llegaron hasta Juan Bautista; desde entonces se anuncia el Reino de Dios» (Lc 16, 16; Mt 11, 13). Con Juan se cierra la etapa marcada por la ley religiosa y se abre la etapa del Reino, que es vida para pobres, enfermos y pecadores. Dicho más claramente: la presencia de Juan Bautista en este mundo nos anuncia a todos que el «hecho religioso» se desplaza. El centro de ese hecho deja de estar en el templo y pasa a la calle, al campo, al desierto. Lo central ya no será «lo sagrado», sino «lo profano». Así de fuerte es esto.
Juan representó una innovación importante en su tiempo. Era hijo de un sacerdote (Zacarías) y su madre (Isabel) era de la familia de Aarón (Lc 1, 5). O sea, Juan era de familia sacerdotal en sentido pleno. Lo lógico es que él hiciera lo que le correspondía, integrarse en el Templo y vivir como sacerdote. Pero no lo hizo así. Juan fue un hombre del desierto, lugar de peligro y marginación social, donde vivían gentes que no tenían buena relación con el Templo, como era el caso de los monjes de Qumrán.
Pero Juan fue solo el primer paso de un desplazamiento decisivo. El paso de la etapa de la Ley y el Templo, a la etapa del Reino de Dios. Pero hay diferencias entre Juan y Jesús. Reduciendo estas diferencias a lo central, es seguro que el centro de las preocupaciones de Juan fue la conversión de los pecadores, en tanto que el centro de las preocupaciones de Jesús fue la salud de los enfermos y la alimentación de todos, especialmente de los pobres y excluidos sociales. El fondo de todo estuvo en que Juan creía en un Dios justiciero y castigador (Mt 3, 12; Lc 3, 17), mientras que Jesús creyó siempre en un Padre absolutamente bueno con todos (Lc 15, 11-32).
José María Castillo