9.- Al pan, pan; y al vino, vino

«Y les decía: Vosotros sois de abajo; yo soy de arriba.
Vosotros sois de este mundo; yo no soy de este mundo.
Por esto os dije que moriréis en vuestros pecados,
porque si no creyereis que soy el Cristo
moriréis en vuestro pecado» (Jn 8, 23-25).

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Tú siempre eres el mismo, pero la gente cambia.

Unas veces te trataban bien, como un gran profeta; otras veces te rechazaban y atacaban.
Tuviste la vida de un luchador que conoce días de aplauso y gloria, y conoce días de rebeldía, de oposición.

Tuviste amigos y enemigos, gente que aceptaba tu verdad y gente que escupía al suelo cuando hablabas.

Defendiste al necesitado si necesitaba justicia, y atacaste al poderoso cuando era injusto.

Te hemos visto el más manso y humilde de todos los hombres cuando encontrabas a un pecador arrepentido, y a la vez hemos visto tus ojos arrebatados por la ira e indignación cuando algunos convertían el templo de Dios en mercado público. 

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Tú nunca cambiaste tu doctrina para halagar los oídos de los oyentes. A cada uno has hablado según lo que necesitaba y merecía. Nadie te puede decir que has sido mercader de la verdad, comprador de adictos o votantes, vendedor de tus ideas a bajo precio.

Todos oyeron tu palabra, que defendía o atacaba, siempre fiel a la sabiduría del Padre que te envió.

Te aceptaron y quisieron los humildes, los limpios de corazón y los hombres de buena voluntad.
Te rechazaron y odiaron los orgullosos, los hombres que conquistaron injustamente el poder, los sucios y malos de corazón.

Pero tú no cambiaste, fuiste siempre fuerte ante los hombres del mundo. 

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Muchos oyeron tus palabras, pero encontraron excusas fáciles en su corazón.

Decían: «¿No es éste acaso el hijo de José… Y cómo siendo así viene a querer enseñarnos?». Por esto, saliendo al paso de sus pensamientos, les contestaste que «nadie es profeta en su país», que «se ayuda a una viuda porque lo merece, se ayuda a los leprosos que buscan y necesitan de Dios».
Pero muchos no creían necesitarte, no te buscaban, y por esto no merecían ayuda. 

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Nunca mostraste temor ante tus adversarios, ni ante los más furiosos y violentos.

Te sentías fuerte en tu verdad, y conocías que la violencia injusta viene siempre de gentes débiles que no son capaces de dialogar con la verdad de por medio.
Por esto cuando, en más de una ocasión, intentaron apedrearte y, furiosos, trataron de ponerte las manos encima, tú, tranquilamente, te abriste paso entre ellos y te alejaste.

Como un gran vencedor que es dueño de sí mismo y de los demás, que no acepta la violencia como arbitro que decide de qué parte está la verdad.

Debió ser impresionante y admirable el poder de tu fortaleza. 

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Espanta ver hasta dónde llegaste para hacerte oír y comprender de aquellos que tenían su corazón cerrado a la verdad.

Sufriste que te empujaran, que estuvieran a punto de despeñarte y matarte tantas veces durante tu vida.

Aceptaste contestar con benevolencia sus impertinencias e insultos, para ver si cambiabas su corazón.

Pero no entraba la luz en su corazón de piedra. 

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Una cosa es clara: los que no quieren oír, no oyen; los que no quieren aprender, no aprenden; los que tienen el pecado en su corazón, no pueden aceptar tu verdad.

Y no queda más remedio que alejarse de ellos, como tú hiciste, y dejarles la semilla de la verdad plantada dentro.
Otra cosa es perder el tiempo y provocar violencias inútiles.

Sólo cabe esperar que el corazón de la gente algún día acepte humildemente su pecado. 

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Debía lastimarte el corazón, encontrar que quienes más necesitaban de ti rechazaban tu doctrina de salvación y tu ayuda.

Debía entristecer tu corazón el tener que alejarte porque era inútil cualquier esfuerzo más en su favor.

Pensarías en el misterio de la libertad humana, que puede aceptar o rechazar ver la luz. Pensarías en el poder del pecado, que es capaz de endurecer tanto los corazones y oscurecer tanto la mentes. 

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El ejemplo de tu fortaleza puede fortalecer la debilidad de nuestro espíritu, cuando también nosotros queremos llevar tu luz y tu ayuda a las gentes y somos rechazados.

Como tú, hemos intentado enseñar al que no sabe, iluminar las dudas y sombras que abundan tanto a nuestro alrededor.

Y hemos vuelto del trabajo, con desánimo, sintiendo el fracaso y la debilidad de nuestras fuerzas.
También, a veces, después de intentar forzar pacíficamente nuestra salida, para alejarnos de la gente. 

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Sabemos que ésta es la herencia de todo cristiano.

Recordando a Jeremías, sabemos que todos los cristianos somos elegidos y consagrados por ti como profetas de tu verdad.

Y que tu misión de propagar la verdad del Padre es también nuestra misión como cristianos. Por boca de Jeremías nos decías: «Yo te convierto hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce… yo estoy contigo para librarte…»

Y en otro lugar, con palabras del mismo profeta: «No tengas miedo a la gente… No has de tener miedo cuando el Señor está contigo». 

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Lo único que necesitamos para ser fuertes es que tú estés con nosotros y que nosotros estemos contigo.
Lo primero nos lo prometiste al decirnos: «Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos». Lo segundo, esperamos alcanzarlo por la fe y con tu gracia.

Miguel Beltrán