Ex 16, 2-4. 12-15 (1ª lectura Domingo XVIII Tiempo Ordinario)

La sección de Ex 15,22-18,27 desarrolla una de los grandes temas del Pentateuco: la marcha por el desierto. Aquí estamos, todavía, en la primera etapa de esa marcha, la que va desde el paso del mar hasta el Sinaí.

Tres de los episodios presentados en esta sección, tratan el tema de la murmuración del Pueblo (cf. Ex 15,22-27; 16,1-21; 17,1-7).

El esquema es sencillo y siempre el mismo: el Pueblo desconfía y murmura ante las dificultades, se subleva contra Moisés y llega a echar en cara a Dios por las incomodidades del camino; cuando están a punto de sufrir el castigo por su rebelión, Moisés intercede ante Yahvé y el Señor perdona el pecado del Pueblo; finalmente, a pesar del pecado, Yahvé concede al Pueblo los bienes de los que éste siente necesidad.

Los relatos se presentan siempre de una forma dramática, creciendo en intensidad hasta el desenlace final, que se presenta siempre en forma de una intervención prodigiosa de Dios en beneficio de su Pueblo.

Probablemente, estos relatos tienen en su base elementos de carácter histórico (dificultades reales sentidas por los hebreos que salieron de Egipto con Moisés, en su camino hacia la Tierra Prometida, a través del desierto del Sinaí) y que quedaron en la memoria colectiva del Pueblo; sin embargo, los catequistas bíblicos están más interesados en hacer una catequesis que en presentar un reportaje periodístico del viaje (el episodio mezcla una catequesis “yahvista”, del siglo X antes de Cristo, con una catequesis “sacerdotal”, del siglo VI antes de Cristo).

La catequesis presentada pretende siempre prevenir al Pueblo contra la tentación de buscar refugio y seguridad fuera de Yahvé. Aquí, Israel habla de regresar a Egipto, donde eran esclavos, pero tenían pan y carne en abundancia: Egipto representa la tentación que el Pueblo sintió, en tantas situaciones de su historia, de volver atrás, de abandonar los valores y la vida de Dios, de instalarse cómodamente en esquemas al margen de Dios. El catequista yahvista asegura a su Pueblo que Dios lo acompaña siempre a lo largo de su caminar y que sólo él ofrece a Israel vida en abundancia.

El episodio que hoy se nos propone, el episodio de las codornices y del maná, está situado en el desierto de Sin, “que está entre Elim y el Sinaí, en el decimoquinto día del segundo mes después de la salida de la tierra de Egipto” (Ex 16,1). El desierto de Sin se extiende desde Jadesh-Barnea hacia el occidente.

La historia de las codornices tiene por base un fenómeno que se observa, a veces, en la Península del Sinaí: la migración en masa de codornices que, después de atravesar el mar, llegan al Sinaí muy cansadas del viaje, y se posan junto a las tiendas de los beduinos dejándose prender con facilidad.

La historia del maná debe tener por base a un arbusto (“tamarix mannifera”) existente en ciertas zonas del Sinaí que, después de ser picado por un insecto, segrega una sustancia resinosa y espesa que luego se coagula; lo beduinos recogen, todavía hoy, esa sustancia (que llaman “man”), la derriten al calor del sol y la extienden sobre el pan.

Va a ser con estos elementos, elementos que el Pueblo conoció y que le impresionaron, como después de la marcha por el desierto, los catequistas bíblicos van a “amasar” la catequesis que nos transmiten en el texto que se nos propone.

El episodio comienza con la murmuración del Pueblo “contra Moisés y contra Aarón” (v. 2). Por extraño que parezca, Israel siente añoranza del tiempo que pasó en Egipto pues, a pesar de la esclavitud, se sentaban “junto a la olla de carne y comían pan hasta hartarse” (v. 3).

A lo largo del camino, aparecen las limitaciones y las deficiencias de un grupo humano que todavía tiene mentalidad de esclavo, demasiado “verde” y sin madurar, atado a mezquindades, al egoísmo, a la comodidad, que prefiere la esclavitud a la libertad.

Por otro lado, es un Pueblo que aún no ha aprendido a confiar en su Dios, a seguirlo con los ojos cerrados, a responder sin dudas a sus propuestas, a seguirle incondicionalmente por el camino de la fe.

La respuesta de Dios es “hacer llover pan del cielo” (v. 4) y dar al Pueblo carne en abundancia (v. 12).

El objetivo de Dios es, no sólo satisfacer las necesidades materiales del Pueblo, sino también revelarse como el Dios de la bondad y del amor, que cuida de su Pueblo, que está siempre a su lado a lo largo de su caminar, que milagrosamente da a Israel la posibilidad de satisfacer sus necesidades más básicas y de vencer a las fuerzas de la muerte que se ocultan en las arenas del desierto.

De esa forma, el Pueblo puede hacer una experiencia de encuentro y de comunión con Dios, que se traducirá en confianza, en amor, en entrega. El cuidado, la solicitud y el amor de Dios experimentados en esta “crisis”, no sólo ayudarán al Pueblo a sobrevivir, sino que le permitirán, también, superar mentalidades estrechas y egoístas, ayudándole a ver más allá, a alargar los horizontes, convertirse en adulto, más consciente, más responsable y más santo.

Israel aprende, así, a confiar en Dios, a ponerse en sus manos, a no dudar de su amor y fidelidad. Israel aprende, en este proceso, que Yahvé es la roca segura en la que se puede poner la confianza en las crisis y dramas de la vida.

El hecho de que se diga que Dios daba al Pueblo únicamente la cantidad de maná necesaria “para cada día” (v. 4), es una bonita lección sobre el desprendimiento y la confianza en Dios. Enseña al Pueblo a no acumular bienes, a no vivir para el “tener”, a liberar el corazón de la ganancia y del deseo de poseer siempre más, a no vivir angustiado por el futuro y por el día de mañana; enseña, también, a confiar en Dios, a entregarse serenamente en sus manos, a verlo como la verdadera fuente de vida.

Más de una vez, la Palabra de Dios que se nos propone nos muestra la preocupación de Dios por ofrecer a su Pueblo, con solicitud y amor, el alimento que da vida. La acción de Dios no se dirige, solamente, a satisfacer el hambre física de su Pueblo, sino que también pretende (y principalmente), ayudar al Pueblo a crecer, a madurar, a superar mentalidades estrechas y egoístas, a salir de su cerrazón y a tomar conciencia de otros valores. Para Dios, “alimentar” al Pueblo es ayudarle a descubrir los caminos que conducen a la felicidad y a la vida verdadera.

El Dios en quien nosotros creemos, es el mismo Dios que, en el desierto, ofreció a Israel la posibilidad de liberarse de su mentalidad de esclavo y de descubrir el camino hacia la vida nueva de la libertad y de la felicidad. Él va con nosotros a lo largo de nuestro caminar por el desierto de la vida, conoce nuestras necesidades y nuestros límites, percibe nuestra tendencia hacia el egoísmo y hacia la comodidad y, cada día, nos muestra caminos nuevos, invitándonos a ir más allá, mostrándonos cómo podemos llegar a la tierra de la libertad y de la vida verdadera.

Este texto nos habla de la solicitud y del amor con el que Dios acompaña nuestro caminar durante todos los días; invitándonos, también, a escuchar a ese Dios, a aceptar las propuestas de vida que él hace y a confiar incondicionalmente en él.

La “añoranza” que los israelitas sienten de Egipto donde estaban “sentados juntos a las ollas de carne” y tenían “pan hasta hartarse”, revela la realidad de un Pueblo acomodado en la esclavitud, instalado tranquilamente en una vida sin perspectivas y sin salida, incapaz de arriesgar, de enfrentarse a la novedad, de aspirar a más, de aceptar la libertad que se construye en la lucha y en el riesgo. Esta mentalidad de esclavitud continúa, muy viva, en nuestro mundo.

Es la mentalidad de aquellos que viven obcecados por el “tener” y que son capaces de renunciar a su dignidad por acumular bienes materiales;
y es la mentalidad de aquellos que cambian valores importantes por los “cinco minutos de fama” y de exposición mediática;

es la mentalidad de aquellos que tienen como único objetivo en la vida la satisfacción de sus necesidades más básicas;

es la mentalidad de aquellos que se instalan en sus esquemas cómodos, en sus prejuicios y rechazan ir más allá, dejarse interpelar por la novedad y por los desafíos de Dios; es la mentalidad de aquellos que viven volcados hacia el pasado, que lo idealizan, rechazando enfrentarse a los retos de la historia y descubrir lo que hay de positivo y de desafiante en los tiempos nuevos;

es la mentalidad de aquellos que se resignan en la mediocridad y que no hacen ningún esfuerzo para que su vida tenga sentido.

La Palabra de Dios que nos es propuesta hoy nos dice: nuestro Dios no se conforma con la resignación, la comodidad, la instalación, la mediocridad que hacen de nosotros esclavos y que nos impiden llegar a la vida verdadera, plenamente vivida y asumida; él viene a nuestro encuentro, desafiándonos para ir más allá, señalándonos caminos, invitándonos a crecer y a dar pasos firmes y seguros en la dirección de la libertad y de la vida nueva. Y, durante el camino, nunca estaremos solos, pues él va a nuestro lado.

La idea de que Dios da a su Pueblo, día a día, el pan necesario para la subsistencia, (prohibiendo “acumular” más de lo necesario para cada día), pretende ayudar al Pueblo a liberarse de la tentación del “tener”, de la ganancia, de la ambición desmedida.

Es una invitación, también a nosotros, a no dejarnos dominar por el deseo descontrolado de poseer bienes, a liberarnos el corazón de la ganancia que nos hace esclavos de las cosas materiales, a que no vivamos obcecados y angustiados por el futuro, para que no pongamos en la cuenta bancaria nuestra seguridad y nuestra esperanza.

Sólo Dios es nuestra seguridad, sólo en él debemos confiar, pues sólo él (y no los bienes materiales) nos libera y nos lleva al encuentro de la vida definitiva.