Vísperas – Lunes XIX de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: LANGUIDECE, SEÑOR, LA LUZ DEL DÍA.

Languidece, Señor, la luz del día
que alumbra la tarea de los hombres;
mantén, Señor, mi lámpara encendida,
claridad de mis días y mis noches.

Confío en ti, Señor, alcázar mío,
me guíen en la noche tus estrellas,
alejas con su luz mis enemigos,
yo sé que mientras duermo no me dejas.

Dichosos los que viven en tu casa
gozando de tu amor ya para siempre,
dichosos los que llevan la esperanza
de llegar a tu casa para verte.

Que sea de tu Día luz y prenda
este día en el trabajo ya vivido,
recibe amablemente mi tarea,
protégeme en la noche del camino.

Acoge, Padre nuestro, la alabanza
de nuestro sacrificio vespertino,
que todo de tu amor es don y gracia
en el Hijo Señor y el Santo Espíritu. Amén.

SALMODIA

Ant 1. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

Salmo 122 – EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO

A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.
Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,

como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

Ant 2. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Salmo 123 – NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR

Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
-que lo diga Israel-,
si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
cuando nos asaltaban los hombres,
nos habrían tragado vivos:
tanto ardía su ira contra nosotros.

Nos habrían arrollado las aguas,
llegándonos el torrente hasta el cuello;
nos habrían llegado hasta el cuello
las aguas espumantes.

Bendito el Señor, que no nos entregó
como presa a sus dientes;
hemos salvado la vida como un pájaro
de la trampa del cazador:
la trampa se rompió y escapamos.

Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

Ant 3. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Cántico: EL PLAN DIVINO DE SALVACIÓN – Ef 1, 3-10

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

El nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos consagrados
e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza,
las del cielo y las de la tierra.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA BREVE   St 4, 11-13a

No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano, o juzga a un hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley. Y si juzgas a la ley no eres cumplidor de la ley, sino su juez. Uno es el legislador y juez: el que puede salvar o perder. Pero tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?

RESPONSORIO BREVE

V. Sáname, porque he pecado contra ti.
R. Sáname, porque he pecado contra ti.

V. Yo dije: «Señor, ten misericordia.»
R. Porque he pecado contra ti.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Sáname, porque he pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

PRECES

Cristo quiere que todos los hombres alcancen la salvación. Digámosle, pues, confiadamente:

Atrae, Señor, a todos hacia ti.

Te bendecimos, Señor, porque nos has redimido con tu preciosa sangre de la esclavitud del pecado;
haz que participemos en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

Ayuda con tu gracia a nuestro obispo N. y a todos los obispos de la Iglesia,
para que con gozo y fervor sirvan a tu pueblo.

Que todos los que consagran su vida a la investigación de la verdad logren encontrarla
y que, habiéndola encontrado, se esfuercen por difundirla entre sus hermanos.

Atiende, Señor, a los huérfanos, a las viudas y a los que viven abandonados;
ayúdalos en sus necesidades para que experimenten tu solicitud hacia ellos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Acoge a nuestros hermanos difuntos en la ciudad santa de la Jerusalén celestial,
allí donde tú, con el Padre y el Espíritu Santo, serás todo en todos.

Adoctrinados por el mismo Señor, nos atrevemos a decir:

Padre nuestro…

ORACION

Señor, tú que con razón eres llamado luz indeficiente, ilumina nuestro espíritu en esta hora vespertina, y dígnate perdonar benignamente nuestras faltas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 13 de agosto

Lectio: Lunes, 13 Agosto, 2018

Tiempo Ordinario

1) Oración inicial

Dios todopoderoso y eterno, a quien podemos llamar Padre; aumenta en nuestros corazones el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida. Por nuestro Señor.

2) Lectura del Evangelio

Del Evangelio según Mateo 17,22-27
Yendo un día juntos por Galilea, les dijo Jesús: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará.» Y se entristecieron mucho.
Cuando entraron en Cafarnaún, se acercaron a Pedro los que cobraban las didracmas y le dijeron: «¿No paga vuestro Maestro las didracmas?» Dice él: «Sí.» Y cuando llegó a casa, se anticipó Jesús a decirle: «¿Qué te parece, Simón?; los reyes de la tierra, ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus hijos o de los extraños?» Al contestar él: «De los extraños», Jesús le dijo: «Por tanto, libres están los hijos. Sin embargo, para que no les sirvamos de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estáter. Tómalo y dáselo por mí y por ti.»

3) Reflexión

• Los cinco versículos del evangelio de hoy hablan de dos asuntos bien diferentes el uno del otro: (a) Traen el segundo anuncio de la pasión, muerte y resurrección de Jesús (Mt 17,22-23): (b) Informan sobre la conversación de Jesús con Pedro sobre el pago de los impuestos y de las tasas al templo (Mt 17,24-27).
• Mateo 17,22-23: El anuncio de la muerte y resurrección de Jesús. El primer anuncio (Mt 16,21) había provocado una fuerte reacción de parte de Pedro que no quiso saber nada del sufrimiento de la cruz. Jesús había respondido con la misma fuerza: “¡Lejos de mí, satanás!” (Mt 16,23) Aquí, en el segundo anuncio, la reacción de los discípulos es más blanda, menos agresiva. El anuncio provoca tristeza. Parece que empiezan a comprender que la cruz forma parte del camino. La proximidad de la muerte y del sufrimiento pesa en ellos, generando desánimo. Aunque Jesús procurara ayudarlos, la resistencia de siglos contra la idea de un mesías crucificado era mayor.
• Mateo 17,24-25a: La pregunta a Pedro, de los recaudadores de impuestos. Cuando llegan a Cafarnaún, los recaudadores del impuesto del Templo preguntan a Pedro: «¿No paga vuestro maestro las didracmas?» Pedro responde: “¡Sí!” Desde los tiempos de Nehemías, (Sig V aC), los judíos que habían vuelto de la esclavitud de Babilonia, se comprometieron solemnemente en la asamblea a pagar diversos impuestos y tasas para que el culto en el Templo pudiera seguir funcionando y para cuidar la manutención tanto del servicio sacerdotal como del edificio del Templo (Ne 10,33-40). Por lo que se ve en la respuesta de Pedro, Jesús pagaba este impuesto como lo hacían todos los demás judíos.
• Mateo 17,25b-26: La pregunta de Jesús a Pedro sobre el impuesto. Es curiosa la conversación entre Jesús y Pedro. Cuando llegan a casa, Jesús pregunta: «Qué te parece, Simón?; los reyes de la tierra, ¿de quién cobran tasas o tributo, de sus hijos o de los extraños?» Pedro respondió: «¡De los extraños!»Entonces Jesús dice: «¡Por tanto, libres están los hijos!” Probablemente, aquí se refleja una discusión entre los judíos cristianos antes de la destrucción del Templo en el año 70. Ellos se preguntaban si debían o no seguir pagando el impuesto del Templo, como hacían antes. Por la respuesta de Jesús, descubren que no hay obligación de pagar ese impuesto: “Libres están los hijos”. Los hijos son los cristianos. Pero aún sin tener obligación, la recomendación de Jesús es pagar para no provocar escándalo.
• Mateo 17,27: La conclusión de la conversación sobre el pago del impuesto. Más curiosa que la conversación es la solución que Jesús da a la cuestión. Dice a Pedro: “Sin embargo, para que no les sirvamos de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás un estáter. Tómalo y dáselo por mí y por ti «. ¡Milagro curioso! Tan curioso como aquel de los 2000 puercos que se precipitaron en la mar (Mc 5,13). Cualquiera que sea la interpretación de este hecho milagroso, esta manera de solucionar el problema sugiere que se trata de un asunto que no tiene mucha importancia para Jesús.

4) Para la reflexión personal

• El sufrimiento y la cruz desaniman y entristecen a los discípulos. ¿Ha ocurrido también en tu vida?
• ¿Cómo entiendes el episodio de la moneda encontrada en la boca del pez?

5) Oración final

¡Alabad a Yahvé desde el cielo, alabadlo en las alturas,
alabadlo, todos sus ángeles, todas sus huestes, alabadlo! (Sal 148,1-2)

Jesucristo me dejó inquieto

Jesucristo me dejó inquieto

P. Zezinho

Ed. Paulinas

Todos quieren un profeta que diga lo que a ellos les gusta oír, pero que ellos mismos no tienen el valor de decir. ¡Yo no tengo madera de profeta! No sé hablar en nombre de los cobardes que piden un profeta para no asumir ellos mismos su propio papel.

Estas páginas parten de Jesucristo. Y han sido escritas para despertar del letargo, para vencer la vulgaridad, para suscitar inquietudes e interrogantes en la gente joven. Nos hablan de los extraños caminos por los que Jesús conduce a los suyos, y del comportamiento de éstos, que deja mucho que desear.

Profecía segunda: Me gustan los jóvenes

Me gustan los jóvenes.
Me gustan los jóvenes porque no consiguen ser adultos ni siquiera cuando quieren mostrar que ya crecieron.
Me gustan los jóvenes porque no se sienten personas cuando perciben que han vuelto al tiempo de la niñez.
Me gustan los jóvenes porque hablan con fe cuando dicen haberla perdido.
Me gustan los jóvenes porque lloran de amor cuando dicen que no lo necesitan.
Me gustan los jóvenes porque se sienten huérfanos cuando dicen que ya no tienen necesidad de sus padres.
Me gustan los jóvenes porque están locos por un niño, mientras dicen que no hace falta ser castos.
Me gustan los jóvenes porque siempre disponen de tiempo, aun cuando dicen que van siempre con prisa.
Me gustan los jóvenes porque lloran apoyados en el hombro de otra persona, y dicen que no la están ni siquiera tocando.
Me gustan los jóvenes porque desprenden ingenuidad cuando se dan aires maliciosos.
Me gustan los jóvenes porque viven perdonando a quienes dicen que no deberían ser perdonados.
Me gustan los jóvenes porque cuando se enfadan con la sociedad acaban por agredirse a sí mismos para no empeorar las cosas.
Me gustan los jóvenes porque cuando dicen que odian están buscando una forma de amar mejor.
Me gustan los jóvenes porque cuando dicen que no les va la religión y que ésta no tiene importancia, inventan una nueva para ellos solos y para quienes piensan como ellos…
Me gustan los jóvenes porque se apuntan a la ola del momento, y después hacen lo imposible para mostrar la propia individualidad.
Me gustan los jóvenes porque cuando sueñan quieren probar que están despiertos, y cuando están despiertos procuran dar a entender que andan con sueños.
Me gustan los jóvenes porque creen que la utopía no existe.
Me gustan los jóvenes porque encuentran que vale la pena intentar valorar lo que dicen que no vale la pena.
Me gustan los jóvenes porque están convencidos de que el mundo necesita unos buenos retoques y unos cuantos volteos para quedar más redondo.
Me gustan los jóvenes porque no confían en sí mismos, ni en el mundo, ni en la humanidad; pero actúan como si todo dependiese de ellos para que el hombre sea más persona, para que el mundo sea más límpido y la humanidad más humana.
Me gustan los jóvenes porque condenan a los perfeccionistas, y viven con hambre de Dios y con sed de lo que a él conduce.
Me gustan los jóvenes porque son libres y quieren comprometerse.
Me gustan los jóvenes porque fui uno de ellos y me gustó ser lo que era.
No sé por qué me gustan los jóvenes; sólo sé que me gusta que me gusten.
P. Zezinho

Gaudete et exsultate (Francisco I)

44. En realidad, la doctrina, o mejor, nuestra comprensión y expresión de ella, «no es un sistema cerrado, privado de dinámicas capaces de generar interrogantes, dudas, cuestionamientos», y «las preguntas de nuestro pueblo, sus angustias, sus peleas, sus sueños, sus luchas, sus preocupaciones, poseen valor hermenéutico que no podemos ignorar si queremos tomar en serio el principio de encarnación. Sus preguntas nos ayudan a preguntarnos, sus cuestionamientos nos cuestionan»[40].


[40] Videomensaje al Congreso internacional de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina (1-3 septiembre 2015): AAS 107 (2015), 980.

Homilía – Domingo XX de Tiempo Ordinario

LA EUCARISTÍA, VERDADERA COMIDA

El gesto eucarístico está tan deteriorado, que nos cuesta mucho descubrir que la Eucaristía es un Sacramento cuyo signo fundamental es la comida en común. La mesa de la comida se ha convertido en altar, la reunión tiene más característica de acto desarrollado en un teatro que de banquete celebrado en un restaurante. El gesto de comer ha sido reducido al mínimo: consiste en tragar la forma. Y los elementos de la comida son insignificantes, cuesta reconocer que la hostia es un trozo de pan. Por desgracia, la bebida ha desaparecido, excepto para el ministro. Con toda esta escandalosa pobreza de medios celebramos el banquete de la Eucaristía. Sin embargo ella es una comida. Digámoslo sin descanso, aunque no sea sino para tener conciencia de ello.

 

1.- El signo de la Eucaristía: una comida.

Pero es que el signo de la comida, para el hombre, es importantísimo. Evoca la amistad, la fraternidad, la familiaridad, la intimidad. En la comida se comparte y se departe. Sobre una mesa corre con mucha

más facilidad la comunicación, el amor, se disipan las tensiones. ¿Cuántas personas no nos hemos reconciliado con una comida? Cuando una persona le ofrece a otra su mesa y no se entablan relaciones abiertas, hemos de pensar que algo funciona mal sicológicamente. La traición más grave es la que se comete en la mesa.

La comida, además, recupera las fuerzas de la vida; da energía, poder. Por eso, el comer llena al hombre de optimismo y alegría; no en vano, el comer produce un placer y un gozo enormes.

Este gesto humano de la comida, acompañado de la acción de gracias, y con un contenido explícitamente cristiano, ha sido instituido por Cristo como el sacramento de la Eucaristía.

 

2.- La Eucaristía es una comida.

El realismo de San Juan es alarmante. Se habla de pan, de comer, y de beber. Pero se trata aquí de una comida original. El pan es el Cuerpo de Cristo, la Carne de Jesús. El vino es su propia Sangre. Este pan no es un pan cualquiera, sino que «ha bajado del cielo» (Jn 6, 51). Esto nos indica que Juan está habiéndonos de algo muy profundo: se trata de la Palabra de Dios que es Jesús (Jn 1, 14). Jesús, la Palabra, que marca el camino de nuestros pies, es el verdadero alimento del hombre: nos descubre cuáles son las fuentes de nuestra propia vida. Jesús es, en el mundo, la encarnación de esta Palabra. Comer a Jesús, es decir, interiorizarle hasta hacerlo vida de nuestra vida, es vivir de la Palabra de Dios.

Es un pan «vivo» (v. 51). Es comida que nos da la vida verdadera. La Palabra de Dios, en Cristo, se nos manifiesta como Palabra ofrecida para que el mundo alcance la vida. «El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (v. 51). Se nos ofrece la misma Palabra encarnada, entregada hasta la muerte, lo cual nos manifiesta el amor incondicional con que se nos entrega. Esta Palabra de Dios es el alimento definitivo de la vida: «el que coma de este pan vivirá para siempre» (v. 51). Cuando el hombre vive según el plan de Dios manifestado en Cristo, se edifica de tal manera, que vence a la muerte, porque ya está viviendo la vida definitiva. «El que beba mi Sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (v. 54).

3.- Esta comida eucarística es una comunión con Dios y con Cristo.

El alimento tiene la característica de entrar dentro del hombre y hacerse con él, por la asimilación, una sola cosa. Cuando nosotros comemos con los demás decimos que estamos en comunión con ellos. Aunque esta comunión sea muy rica, nunca llega a la identificación que adquiere el alimento con nosotros mismos. Cuando celebramos la Eucaristía no sólo comemos con Cristo, sino que El mismo es alimento. Con ello se nos sugiere el indescriptible misterio de nuestra comunión con El. Jesús entra dentro de nosotros, para ser nuestra vida, a fin de que asimilemos interiormente el principio de la salvación. «El que come mi Carne y bebe mi Sangre, habita en mí y yo en él» (v. 56). De esta manera, se nos posibilita el poder vivir la Palabra de Dios, no como una ley o un yugo externo que nos esclaviza, sino como un espíritu, un principio vital, una realidad que anida en nuestro propio corazón. Esta comunión con Cristo en la Eucaristía, nos adentra en la vida misma de Dios, sin que seamos capaces ni de explicárnoslo: «el Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí» (v. 51).

Los hondos misterios de la vida no podemos explicarlos. Hay que vivirlos. Para ello Cristo, la Sabiduría, la Palabra, ha preparado para nosotros un banquete y ya ha aderezado su mesa… «Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado» (Sab 9, 1-6). Dejémonos vivir por el misterio de la Palabra de Dios, para que lleguemos a vivir como hombres de verdad. Vivamos en silencio la vida que el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos ofrecen en esta comida eucarística.

 

Jesús Burgaleta

Jn 6, 51-58 (Evangelio Domingo XX de Tiempo Ordinario)

El texto que se nos propone en este Domingo como Evangelio nos sitúa, todavía, en la sinagoga de Cafarnaúm (cf. Jn 6,59) y en el contexto del discurso sobre el “pan que bajó del cielo para dar vida al mundo”. En este extracto, sin embargo, Jesús va un poco más allá: invita a sus interlocutores a comer su carne y a beber su sangre.

Algunos biblistas piensan que esta parte del discurso es una reflexión de la primitiva comunidad cristiana que reinterpretó la primera parte del discurso, explicándolo a partir de la celebración eucarística posterior; otros piensan que Juan reelaboró una serie de materiales que estarían, inicialmente, incluidos en el relato de la última cena y que fueron trasladados aquí por conveniencias teológicas (en su versión de la última cena, Juan prefirió dar relevancia al lavatorio de los pies; con todo, no quiso omitir el discurso eucarístico de Jesús, un dato tan importante para la tradición cristiana. Siendo así, lo trasladó a otro lugar; y el lugar más indicado para situarlo le pareció, precisamente, el de la continuación del discurso sobre el “pan bajado del cielo para dar vida al mundo”).

En cualquier caso, esta parte del discurso (cf. Jn 6,51-58) no debe haber sido pronunciado en la sinagoga de Cafarnaúm. Sólo tiene sentido tras la institución de la Eucaristía, en la última cena.

El discurso sobre el “pan de vida” (cf. Jn 6,22-58) quedó por tanto, en el esquema de Juan, con el siguiente cuadro lógico: los hombres buscan el pan material; Jesús les trae el “pan del cielo que da vida al mundo”; y el pan eucarístico realiza, de forma plena, la misión de Jesús en el sentido de dar la vida al hombre.

Después de presentarse como “el pan vivo que bajó del cielo” para dar a los hombres la vida definitiva (v. 51a), Jesús identifica ese “pan” con su “carne” (v. 51b).

La palabra “carne” (en griego: “sarx”) designa la realidad física del hombre, en su condición débil, transitoria y caduca. Ahora bien, fue precisamente en la “carne” de Jesús, esto es, en su cuerpo físico, donde se manifestó, en gestos concretos, su donación y su amor hasta el extremo. En la realidad física de Jesús, Dios se hace presente y visible en medio de los hombres, muestra su voluntad de comunicación con los hombres y les manifiesta su amor. Es esta “carne” (esto es, su vida física, el “lugar” donde Dios se manifiesta a los hombres y les muestra su amor) la que Jesús va a dar a “comer” para que el mundo tenga vida.

Los judíos no entienden las palabras de Jesús (v. 51). Cuando Jesús se presentó como “pan vivo bajado del cielo para dar la vida al mundo”, ellos entendieron que Jesús pretendía ser una especie de “maestro de sabiduría” que traía a los hombres palabras de Dios (también eso tenían dificultad para aceptar, pero, por lo menos, entendían a dónde les quería llevar). Pero ahora Jesús habla de “comer” su carne. ¿Qué significan estas palabras suyas?

Son palabras difíciles de entender, si no nos ponemos en la perspectiva eucarística; y, por eso, los judíos no las entendieron. Para la comunidad de Juan, sin embargo, las palabras de Jesús son claras, pues las entienden teniendo en cuenta la celebración y el significado de la eucaristía.

En la secuencia, Jesús reitera su afirmación, en esta ocasión con más argumentos: él no sólo va a dar de “comer” de su carne, sino también de beber de su sangre; y quienes crean en él, recibirán la vida definitiva (vv. 53-54).

La referencia a la “sangre” nos sitúa en el contexto de la pasión y de la muerte. Decir que Jesús es “carne”, significa que él se hizo uno de nosotros, asumió nuestra condición de debilidad, aceptó pasar, incluso, por la experiencia de muerte. Decir que el pan que él nos dará es su “carne para la vida del mundo” significa que Jesús hace de su vida un don, una “entrega” por amor a los hombres; y que el momento culminante de esa vida hecha “don” y “entrega”, es la muerte en cruz. En la cruz, se manifestó, a través de la “carne” de Jesús, esto es, a través de su realidad física, su amor, su donación, su entrega. Ahora bien, esa realidad que se manifestó en la cruz, realidad de amor, de donación, de entrega, es la que los discípulos están invitados a “comer” y a “beber”. “Comer” y “beber” significa, en este contexto, “adherirse”, “acoger”, “interiorizar”, “asimilar”.

La cuestión es, por tanto, esta: Jesús no está hablando de su “carne” física y de su “sangre” física… Está pidiendo, simplemente, que sus discípulos acojan y asimilen esa vida de amor, de donación, de entrega, que él manifestó en su persona (esto es, en sus gestos, en su amor, en su donación a los hombres) y que tuvo su expresión más radical en la cruz, cuando Jesús, por amor, ofreció totalmente su vida, hasta la última gota de sangre. Quien “acoge” y “asimila” esta vida acepta vivir de la misma forma, en amor y en donación total de la vida, hasta la muerte, y tendrá la vida plena y definitiva

La Eucaristía actualiza esta realidad en la comunidad cristiana y en la vida de los creyentes. Ese mismo Jesús que amó hasta las últimas consecuencias, que pone su vida al servicio de los hombres, que se entrega en la cruz, se ofrece como alimento a los suyos. El discípulo que “come” y “bebe” su “carne” y su “sangre” asimila esta propuesta y se compromete a vivir y a dar la vida como él (v. 55).

Uno de los efectos de “comer la carne” y “beber la sangre” de Jesús, es quedar en unión íntima, en comunión de vida con Jesús. El discípulo que interioriza la propuesta de Jesús, se identifica con él y se convierte en uno como él (v. 56). El cristiano es, antes de nada, alguien que recibe la vida de Jesús y vive en unión con él.

Otro efecto de “comer la carne” y “beber la sangre” de Jesús, es comprometerse con el mismo proyecto de Jesús. Jesucristo fue enviado por el Padre al mundo para dar la vida al mundo y su plan consiste en hacer realidad ese proyecto: el cristiano asume ese mismo proyecto y dedica toda su existencia a hacerlo realidad en medio de los hombres (v. 57)

Es por este camino como se llega a esa vida plena y definitiva que Jesús vino a proponer a los hombres. Del “comer la carne” y del “beber la sangre” de Jesús, nacerá una nueva humanidad de gente libre, que vence a la muerte y que vive para siempre (v. 58).

El discurso que Juan pone en boca de Jesús, no se dirige a los judíos (pues los judíos no eran capaces de entender las palabras de Jesús), sino que se dirige a los discípulos. Su objetivo es explicar el programa de Jesús, pedir a los discípulos que asimilen ese programa y lo testimonien en medio de los hombres.

La Eucaristía cristiana (“comer la carne” y “beber la sangre”) es, así, una forma privilegiada de “actualizar” en la vida de los creyentes la vida y el amor de Jesús, de estar en comunión con Jesús, de “actualizar” el proyecto de Jesús y de hacerlo realidad en el mundo.

En las semanas anteriores, la liturgia nos decía, repetidamente, que Jesús era el “pan bajado del cielo para dar vida al mundo”. El Evangelio de este Domingo une esta afirmación con la Eucaristía. Una de las formas privilegiadas que Jesús tiene para seguir presente, en el tiempo, y de “dar vida” al mundo, es a través del “pan” que distribuye en la mesa de la Eucaristía.

La Eucaristía que las comunidades cristianas celebran cada Domingo (y cada día), no es un rito tradicional al que “asistimos” por obligación, para calmar la conciencia o para cumplir las reglas de lo “religiosamente correcto”, sino que es un encuentro con ese Cristo que se hace “don” y que viene a nuestro encuentro para ofrecernos la vida plena y definitiva.

¿Cómo “siento” yo la Eucaristía? ¿Qué importancia tiene en mi vida y en mi existencia cristiana?

Participar en el encuentro eucarístico, “comer la carne” y “beber la sangre” de Jesús es encontrarse, hoy, con ese Cristo que viene al encuentro de los hombres y que se hace presenten en su “carne” (en su persona física) como una vida hecha amor, hecha solidaria, hecha entrega, hasta la donación total de sí mismo en la cruz (“sangre”).

Participar en el encuentro eucarístico, “comer la carne” y “beber la sangre” de Jesús, es acoger, asimilar e interiorizar esa propuesta de vida, aceptar que es un camino para la felicidad, para la realización plena del hombre, para la vida definitiva.

Sentarse a la mesa de la Eucaristía es, también, identificarse con Jesús, vivir en unión con él. En la Eucaristía, el alimento servido es el mismo Cristo. Por eso, es la propia vida de Cristo la que pasa a circular por las venas de los creyentes. Quien acoge esa vida que Jesús ofrece se convierte, por tanto, en uno como él. Comer cada Domingo (o cada día) a la mesa con Jesús de ese alimento que él mismo nos da y que es su persona, lleva a los creyentes a una comunión total de vida con él y a formar parte de su familia.

Conviene que nos hagamos conscientes de esa realidad: celebrar la Eucaristía es profundizar los lazos familiares que nos unen a Jesús, identificarnos con él, dejar que su vida circule por nosotros. El creyente, identificado con Cristo, se hace una persona nueva, a imagen de Cristo.

En la concepción judía, compartir el mismo alimento alrededor de la mesa genera entre los convidados familiaridad y comunión. Así, los creyentes que comparten la Eucaristía pasan a ser hermanos: por todos circula la misma vida, la vida de Cristo, vida de amor total. De esa forma, la participación en la Eucaristía tiene como resultado el reforzamiento de la comunión entre los hermanos.

Una comunidad que celebra la Eucaristía y que vive, después, en la división, en la envidia, en el conflicto, en el orgullo, en la autosuficiencia, en la indiferencia para con los dolores y las necesidades de los hermanos, es una comunidad que no es coherente con aquello que celebra; y, en ese caso, la celebración eucarística es una incoherencia y una mentira.

Finalmente, el “comer la carne” y el “beber la sangre” de Jesús, implica un compromiso con ese mismo proyecto que Jesús buscó realizar a lo largo de su vida, en todos sus gestos, en todas sus palabras. Como Jesús, el creyente que celebra la Eucaristía tiene que llevar al mundo y a los hombres esa vida que ahí descubre.

Tiene que luchar, como Jesús, contra la injusticia, el egoísmo, la opresión, el pecado;
tiene que esforzarse, como Jesús, por eliminar todo lo que afea el mundo y causa sufrimiento y muerte;
tiene que construir, como Jesús, un mundo de libertad, de amor y de paz;
tiene que ser testigo, como Jesús, de que la vida verdadera es aquella que se hace amor, servicio, donación hasta las últimas consecuencias.
Si la Eucaristía fuera, de hecho, una experiencia profunda y sentida de adhesión a Cristo y a su proyecto, de ella surgiría el imperativo para una entrega semejante a la de Cristo en favor de los hermanos y de la construcción de un mundo nuevo.

Ef 5, 15-20 (2ª lectura Domingo XX de Tiempo Ordinario)

La segunda lectura de este Domingo nos presenta, una vez más, un texto de esa carta que Pablo envió desde la prisión (¿de Roma?) a diversas comunidades cristianas de la zona occidental de Asia Menor (entre las cuales se encontraba la comunidad cristiana de Éfeso).

Nuestro texto pertenece a la segunda parte de la carta (cf. Ef 4,1-6,20). En esa “exhortación a los bautizados”, Pablo retoma alguno de los temas tradicionales del catecismo primitivo e invita a los cristianos a dejar la antigua forma de vivir para asumir la nueva, revistiéndose de Cristo (cf. Ef 4,17-31), imitando a Dios (cf. Ef 4,32-5,2), pasando de las tinieblas a la luz (cf. Ef 5,3-20). Como escenario de fondo de la reflexión paulina está siempre la necesidad de los cristianos de dejar la vida del hombre viejo, para asumir la vida del Hombre Nuevo. Este es el sentido en el que deben ser entendidas esas normas prácticas de conducta que Pablo presenta a sus cristianos en el texto que se nos propone.

Estamos al inicio de la década de los 60. Pasó ya el entusiasmo inicial que llevó a muchos creyentes (a los de Éfeso también) a una adhesión entusiasta a Jesús y a su propuesta de vida. Ahora, la monotonía, la instalación, la comodidad son las realidades que están presentes en muchas comunidades y en la vida de muchos cristianos. Todavía preso, Pablo continúa preocupándose por la vida de los cristianos y de las comunidades que acompañó; por eso, va a exhortar a los creyentes a una vida de coherencia con los compromisos un día asumidos ante Cristo y ante los hermanos de la comunidad.

Nuestro texto está antecedido por el fragmento de un antiguo himno cristiano que invita a los creyentes a despertar del sueño en el que yacen y a redescubrir la luz de Cristo (cf. Ef 5,149).

¿Qué significa, en la perspectiva de Pablo, despertar de nuevo a la luz, o vivir como “hijos de la luz”?

Los cristianos, definitivamente comprometidos con Cristo desde el día de su Bautismo, no pueden estúpidamente (como “insensatos”, v. 15), volver a los valores del hombre viejo. Es verdad que los tiempos no son favorables y no ayudan a que se viva con coherencia la propia fe y los valores de Jesús; pero es precisamente en esos ambientes más difíciles y adversos en los que se hace necesario dar testimonio de los proyectos de Dios y cumplir la voluntad del Señor (v. 16-17).

“No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje, sino dejaos llenar del Espíritu” (v. 18), aconseja Pablo. El “vino” representa aquí, probablemente, a todos esos valores materiales que seducen a los hombres, que los llevan al libertinaje y que los hacen olvidar sus compromisos; el Espíritu, significa la vida de Dios, esa vida que los creyentes recibieron en el día de su Bautismo, que debe llenar sus corazones y que debe transformarse en gestos de amor y de donación a Dios y a los hermanos.

Nuestro texto termina con una invitación a la oración, a la alabanza, a la acción de gracias al Señor. Los creyentes no pueden olvidar su ligación con el Señor y su diálogo con él, pues es ese diálogo el que los mantendrá atentos y vigilantes, comprometidos con el proyecto de Dios.

Cuando la oración se hace en comunidad, se convierte en compartir mutuo y en un caminar común en el descubrimiento de los plantes de Dios para los hombres y para el mundo (v. 19-20).

La tentación de la comodidad, de la instalación, del “dejar correr”, del vivir el seguimiento de Cristo de forma “tibia” y poco comprometida, del dejarnos envolver por comportamientos y valores poco conforme con nuestro compromiso con Cristo, es una tentación real y que todos nosotros conocemos bien. Como dice Pablo, es una estupidez haber descubierto la vida verdadera y dejar que el hombre viejo de egoísmo y de pecado nos domine de nuevo.

El texto de la carta a los Efesios que se nos propone, es una invitación a no dormirnos, a repensar continuamente nuestras opciones y nuestros compromisos, a no dejarnos llevar por el camino de la facilidad y de la comodidad, a que vivamos con empeño y entusiasmo el seguimiento de Cristo, a empeñarnos en el testimonio de los valores en los que creemos. La opción que hicimos en el día de nuestro Bautismo tiene que ser confirmada y revitalizada por una infinidad de nuevas opciones, todos los días de nuestra vida.

Pablo recomienda a sus cristianos que no se embriaguen “con vino, que lleva al libertinaje”. Decíamos antes que embriagarse con “vino” representa, en estas circunstancias, el dejarse seducir por esos valores materiales que apartan a los hombres de los valores eternos, de los valores del Reino.

Personalmente, ¿cuáles son los valores a los que yo doy más importancia? ¿Algunos de esos valores constituyen un obstáculo para que yo viva, de forma verdaderamente comprometida, los valores de Jesús y del Evangelio?

Vivir como “hijos de la luz” implica también, en la perspectiva de Pablo, la oración, la alabanza, la acción de gracias. Un creyente que tiene a Dios como la coordenada fundamental de su existencia y que se siente llamado a formar parte de la familia de Dios, es un creyente que vive en diálogo continuo con Dios. Y en ese diálogo percibe los planes y los proyectos de Dios para sí y para el mundo y encuentra la fuerza para recorrer el camino de la fidelidad y del compromiso.

¿Consigo encontrar tiempo y disponibilidad para hablar con Dios, para escuchar las propuestas que él me presenta?
¿Soy consciente de los dones de Dios y le respondo con mi alabanza y mi acción de gracias?

Prov. 9, 1-6 (1ª lectura Domingo XX de Tiempo Ordinario)

El “Libro de los Proverbios” presenta varias colecciones de dichos, de sentencias, de máximas, de proverbios (“mashal”) donde se cristaliza el resultado de reflexión y de experiencia (“sabiduría”) de varias generaciones de “sabios” antiguos (israelitas y algunos no israelitas).

El objetivo de esos proverbios es definir una especie de “orden” del mundo y de la sociedad que, una vez aprendida y aceptada por el individuo, le lleva a una integración plena en el medio en el que está inserto. De esa forma, el individuo podrá vivir sin traumas ni sobresaltos que destruyan su armonía interior y lo incapaciten para ofrecer su contribución a la comunidad. Quedará, así, como clave para vivir en armonía consigo mismo y con los otros, y seguridad para una vida feliz, tranquila y próspera.

El libro se presenta como compuesto por Salomón (cf. Prov. 1,1), el rey “sabio”, conocido por sus dotes de gobierno, por sus dones literarios, por numerosas sentencias sabias (cf. 1 Re 3,16-28; 5,7; 10,1-9.23) y que se convirtió en una especie de “patrón” de la tradición sapiencial. En realidad, no podemos aceptar, de forma acrítica, esa versión: la lectura atenta del libro revela que estamos ante unas colecciones de proveniencia diversa, compuestas en épocas diversas. Algunos de los materiales presentados en el libro pueden ser del siglo X antes de Cristo (época de Salomón; sin embargo, esto no implica que procedan del mismo Salomón); otros, además, son todavía más recientes.

Nuestro texto, forma parte de una sección que podríamos llamar, genéricamente, “intrusiones y advertencias” (cf. Prov. 1,8-9,16). Se trata de un conjunto de exhortaciones y de instrucciones de un padre/educador, invitando al hijo a adquirir la “sabiduría”. Dentro de esta sección es donde aparece la antítesis entre la “señora sabiduría” y la “señora locura” (cf. Prov. 9,1-6.13-18), uno de los textos emblemáticos del “Libro de los Proverbios”. La primera lectura de este Domingo es, precisamente, la primera parte de la antítesis (la presentación de la “señora sabiduría”).

Según los especialistas, esta sección es la parte más reciente del “Libro de los Proverbios” y no puede ser anterior al siglo IV o III antes de Cristo. Probablemente fue escrita como introducción al “Libro de los Proverbios” cuando todas las otras secciones ya estaban organizadas.

Lo que está en juego, en esta reflexión de los “sabios” de Israel, es la cuestión de las opciones de vida. Los hombres pueden elegir entre la “señora sabiduría” y la “señora locura” (que es presentada, también, en la secuencia, cf. Prov 9,13-18); y esa opción va a dictar, naturalmente, el éxito, la realización, la felicidad, la vida, o el fracaso, la desgracia, la muerte.

El texto que se nos propone, es una especie de programa de la “señora Sabiduría”; su finalidad es llevar a los destinatarios del mensaje a que realicen la opción correcta, la opción que les asegure la vida y la felicidad. A través de una parábola, el “sabio” autor de este texto presenta a la “señora sabiduría” y le invitación que ella dirige a todos los que quieren descubrirla.

La “señora sabiduría” es presentada como una dama fina, de la alta sociedad, que construye una “casa” (v. 1). Esa “casa” tiene, naturalmente, “siete columnas”, pues el número siete es, en el universo cultural judío, el número de la plenitud, de la perfección. La “casa” de “la señora sabiduría” es, por tanto, una “casa” donde se puede encontrar la perfección, la plenitud.

En su “casa”, la “señora sabiduría” organiza un “banquete”. Prepara comida y vino en abundancia y pone la mesa (v. 2); después, envía a sus siervas para que lleven a toda la ciudad la invitación para participar en la fiesta (v. 3). Probablemente, esta “casa” a la que la “señora sabiduría” invita, es la escuela regida por los “sabios” de Israel y donde se enseñaba la “sabiduría”.

La “comida” y el “vino” deben referirse al “alimento sapiencial” allí servido (quiere decir, a esas reglas prácticas enseñadas por los “sabios” en las escuelas sapienciales, y destinadas a “armar” a los alumnos para enfrentarse a los problemas diarios, de forma que puedan tener éxito en sus empresas y que sean felices).

¿Quiénes son los destinatarios de la invitación echa por la “señora sabiduría”? Son los “sencillos” (en la traducción que se nos propone, se habla de los “inexpertos”) y los “insensatos” (v. 4-6). Estos últimos, sin embargo, deben previamente de estar dispuestos a dejar la insensatez y a seguir el “camino de la prudencia”.

Los “sencillos” equivalen a los “pobres” de la literatura bíblica: son los pequeños, los humildes, aquellos que no viven instalados en esquemas de orgullo y de autosuficiencia y que siempre tienen el corazón abierto a Dios y a sus propuestas. Los “insensatos” que quieren seguir el camino de la prudencia, son aquellos que no se conforman con su fragilidad y debilidad y están dispuestos a hacer un esfuerzo en el sentido de replantear su vida. Unos y otros tienen el corazón abierto a la invitación de la “sabiduría” y están dispuestos a acoger sus dones.

De lo que aquí se habla es, por tanto, de la cuestión de las opciones de vida. Optar por la “señora sabiduría” significa acoger la vida, la felicidad, la realización; optar por la “señora locura”, significa escoger la muerte, la infelicidad, el fracaso. El problema de las elecciones correctas es el problema que más nos angustia e inquieta, a lo largo de nuestro caminar por la vida.

La Palabra de Dios que se nos propone contiene una invitación incuestionable a participar en el banquete de la “señora sabiduría”, alimentándonos con sus dones, a abrir el corazón a sus propuestas. Ese es el camino de la verdadera realización y de verdadera felicidad.

La “sabiduría” enseñada en Israel (así como en los países circundantes), es un conjunto de normas prácticas, deducidas de la experiencia y de la reflexión, destinadas a formar hombres íntegros, justos, leales, prudentes, capaces de saber cómo actuar en cada circunstancia y de cumplir su misión, sin violar el orden cósmico y social.

¿Se trata, solamente, de una “sabiduría” profana, de un humanismo, de un conjunto de reglas para orientar el comportamiento y las relaciones sociales, sin ninguna referencia al mundo transcendente? ¿Qué lugar es el que ocupa Dios en esta reflexión?

¿Dios es necesario para el hombre que quiere ser “sabio”? El “sabio” israelita es, también, un creyente, con todo lo que ello implica. A lo largo del Libro de los Proverbios, los “sabios” de Israel afirman repetidamente que el verdadero fundamento de la “sabiduría” es el “temor de Dios” » (cf. Prov 10,27; 14,26; 15,16.33; 16,6; 19,23; 22,4; 23,17; 24,21; 31,30), como si considerasen que Dios no puede ser excluido de la vida del hombre que quiera tener éxito y ser feliz.

El término “temor” no acentúa (como en las lenguas modernas) la dimensión de “miedo”; sino que indica una actitud del creyente ante Dios caracterizada por la reverencia, por el respeto, por la obediencia, por la confianza. Pero, de acuerdo con los “sabios” del “Libro de los Proverbios”, esa actitud religiosa frente a Dios es condición indispensable para la adquisición de una “sabiduría” genuina, de un verdadero conocimiento. No hay, pues, “sabiduría” auténtica sin una apertura decidida a la transcendencia.

Todos nosotros queremos, naturalmente, aceptar la invitación de la “señora sabiduría”, saborear los alimentos que ella nos ofrece y equiparnos con los instrumentos necesarios para triunfar en la vida, para alcanzar la realización y la felicidad; sin embargo, con frecuencia buscamos nuestra realización plena y nuestra felicidad contra Dios o, por lo menos, al margen de Dios y de sus valores.

Para nosotros, creyentes, el encuentro con la “señora sabiduría” pasa por la escucha de Dios y de sus planes, por la entrega confiada en sus manos, por la obediencia radical a su propuesta de vida. No podemos llegar a nuestra realización plena ignorando a Dios y a sus propuestas.

Es por eso por lo que sólo los “sencillos” y los “ inexpertos que quieren dejar la insensatez y seguir el camino de la prudencia” son admitidos a la mesa de la “señora sabiduría”.

Los “sencillos” son aquellos que no tienen el corazón demasiado lleno de sí mismos, que no se cierran en el orgullo y en la autosuficiencia, que reconocen su pequeñez e infinitud y que se entregan con humildad y confianza en las manos de Dios; los “inexpertos que buscan el camino de la prudencia”, son aquellos que están dispuestos a cambiar, que no se conforman con la vida del hombre viejo y quieren ir más allá. Unos y otros son el paradigma de una determinada actitud: la actitud de apertura a los dones de Dios, de disponibilidad para acoger la vida de Dios. Son aquellos que reconocen que necesitan de Dios y de sus dones pues, por sí solos, son incapaces de encontrar el camino para la realización, para la felicidad, para la vida plena.