Vísperas – Lunes XXVII de Tiempo Ordinario

LUNES DE LA SEMANA XXVII
De la Feria. Salterio III

 

8 de octubre

  1. Dios mío, ven en mi auxilio
    R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
    Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

    Himno: LANGUIDECE, SEÑOR, LA LUZ DEL DÍA.

    Languidece, Señor, la luz del día
    que alumbra la tarea de los hombres;
    mantén, Señor, mi lámpara encendida,
    claridad de mis días y mis noches.

    Confío en ti, Señor, alcázar mío,
    me guíen en la noche tus estrellas,
    alejas con su luz mis enemigos,
    yo sé que mientras duermo no me dejas.

    Dichosos los que viven en tu casa
    gozando de tu amor ya para siempre,
    dichosos los que llevan la esperanza
    de llegar a tu casa para verte.

    Que sea de tu Día luz y prenda
    este día en el trabajo ya vivido,
    recibe amablemente mi tarea,
    protégeme en la noche del camino.

    Acoge, Padre nuestro, la alabanza
    de nuestro sacrificio vespertino,
    que todo de tu amor es don y gracia
    en el Hijo Señor y el Santo Espíritu. Amén.

    SALMODIA

    Ant 1. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

    Salmo 122 – EL SEÑOR, ESPERANZA DEL PUEBLO

    A ti levanto mis ojos,
    a ti que habitas en el cielo.
    Como están los ojos de los esclavos
    fijos en las manos de sus señores,

    como están los ojos de la esclava
    fijos en las manos de su señora,
    así están nuestros ojos
    en el Señor, Dios nuestro,
    esperando su misericordia.

    Misericordia, Señor, misericordia,
    que estamos saciados de desprecios;
    nuestra alma está saciada
    del sarcasmo de los satisfechos,
    del desprecio de los orgullosos.

    Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
    Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

    Ant. Nuestros ojos están fijos en el Señor, esperando su misericordia.

    Ant 2. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

    Salmo 123 – NUESTRO AUXILIO ES EL NOMBRE DEL SEÑOR

    Si el Señor no hubiera estado de nuestra parte
    -que lo diga Israel-,
    si el Señor no hubiera estado de nuestra parte,
    cuando nos asaltaban los hombres,
    nos habrían tragado vivos:
    tanto ardía su ira contra nosotros.

    Nos habrían arrollado las aguas,
    llegándonos el torrente hasta el cuello;
    nos habrían llegado hasta el cuello
    las aguas espumantes.

    Bendito el Señor, que no nos entregó
    como presa a sus dientes;
    hemos salvado la vida como un pájaro
    de la trampa del cazador:
    la trampa se rompió y escapamos.

    Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
    que hizo el cielo y la tierra.

    Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
    Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

    Ant. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.

    Ant 3. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

    Cántico: EL PLAN DIVINO DE SALVACIÓN – Ef 1, 3-10

    Bendito sea Dios,
    Padre de nuestro Señor Jesucristo,
    que nos ha bendecido en la persona de Cristo
    con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

    El nos eligió en la persona de Cristo,
    antes de crear el mundo,
    para que fuésemos consagrados
    e irreprochables ante él por el amor.

    Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
    por pura iniciativa suya,
    a ser sus hijos,
    para que la gloria de su gracia,
    que tan generosamente nos ha concedido
    en su querido Hijo,
    redunde en alabanza suya.

    Por este Hijo, por su sangre,
    hemos recibido la redención,
    el perdón de los pecados.
    El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
    ha sido un derroche para con nosotros,
    dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

    Éste es el plan
    que había proyectado realizar por Cristo
    cuando llegase el momento culminante:
    hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza,
    las del cielo y las de la tierra.

    Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
    Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

    Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

    LECTURA BREVE   St 4, 11-13a

    No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano, o juzga a un hermano, habla mal de la ley y juzga a la ley. Y si juzgas a la ley no eres cumplidor de la ley, sino su juez. Uno es el legislador y juez: el que puede salvar o perder. Pero tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?

    RESPONSORIO BREVE

    V. Sáname, porque he pecado contra ti.
    R. Sáname, porque he pecado contra ti.

    V. Yo dije: «Señor, ten misericordia.»
    R. Porque he pecado contra ti.

    V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
    R. Sáname, porque he pecado contra ti.

    CÁNTICO EVANGÉLICO

    Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

    Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

    Proclama mi alma la grandeza del Señor,
    se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
    porque ha mirado la humillación de su esclava.

    Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
    porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
    su nombre es santo,
    y su misericordia llega a sus fieles
    de generación en generación.

    El hace proezas con su brazo:
    dispersa a los soberbios de corazón,
    derriba del trono a los poderosos
    y enaltece a los humildes,
    a los hambrientos los colma de bienes
    y a los ricos los despide vacíos.

    Auxilia a Israel, su siervo,
    acordándose de su misericordia
    -como lo había prometido a nuestros padres-
    en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

    Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
    Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

    Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

    PRECES

    Cristo quiere que todos los hombres alcancen la salvación. Digámosle, pues, confiadamente:

    Atrae, Señor, a todos hacia ti.

    Te bendecimos, Señor, porque nos has redimido con tu preciosa sangre de la esclavitud del pecado;
    haz que participemos en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

    Ayuda con tu gracia a nuestro obispo N. y a todos los obispos de la Iglesia,
    para que con gozo y fervor sirvan a tu pueblo.

    Que todos los que consagran su vida a la investigación de la verdad logren encontrarla
    y que, habiéndola encontrado, se esfuercen por difundirla entre sus hermanos.

    Atiende, Señor, a los huérfanos, a las viudas y a los que viven abandonados;
    ayúdalos en sus necesidades para que experimenten tu solicitud hacia ellos.

    Se pueden añadir algunas intenciones libres

    Acoge a nuestros hermanos difuntos en la ciudad santa de la Jerusalén celestial,
    allí donde tú, con el Padre y el Espíritu Santo, serás todo en todos.

    Adoctrinados por el mismo Señor, nos atrevemos a decir:

    Padre nuestro…

    ORACION

    Señor, tú que con razón eres llamado luz indeficiente, ilumina nuestro espíritu en esta hora vespertina, y dígnate perdonar benignamente nuestras faltas. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

    CONCLUSIÓN

    V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
    R. Amén.

 

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Lectio Divina – 8 de octubre

Lectio: Lunes, 8 Octubre, 2018
Tiempo Ordinario
1) Oración inicial
Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican; derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir. Por nuestro Señor.
2) Lectura
Del Evangelio según Lucas 10,25-37
Se levantó un legista y dijo, para ponerle a prueba: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Él le dijo: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?» Respondió: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» Díjole entonces: «Bien has respondido. Haz eso y vivirás.» Pero él, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «Y ¿quién es mi prójimo?» Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: `Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.’ ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo.»
3) Reflexión
• El evangelio de hoy nos presenta la parábola del Buen Samaritano. Meditar una parábola es lo mismo que profundizar en la vida, para descubrir en ella los llamados de Dios. Al descubrir el largo viaje de Jesús hacia Jerusalén (Lc 9,51 a 19,28), Lucas ayuda a las comunidades a comprender mejor en qué consiste la Buena Nueva del Reino. Lo hace presentando a personas que vienen a hablar con Jesús y le plantean preguntas. Eran preguntas reales de la gente al tiempo de Jesús y eran también preguntas reales de las comunidades del tiempo de Lucas. Así, en el evangelio de hoy, un doctor de la ley pregunta: «¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» La respuesta, tanto del doctor como de Jesús, ayuda a comprender mejor el objetivo de la Ley de Dios.
• Lucas 10,25-26: «¿Qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Un doctor, conocedor de la ley, quiere provocar la pregunta: «¿Qué he de hacer para tener en heredad vida eterna?» El doctor piensa que tiene que hacer algo para poder heredar. El quiere garantizarse la herencia por su propio esfuerzo. Pero una herencia no se merece. La herencia la recibimos simplemente por ser hijo o hija. ”Así, pues, ya no eres esclavo, sino hijo, y tuya es la herencia por gracia de Dios”. (Gal 4,7). Como hijos y hijas no podemos hacer nada para merecer la herencia. ¡Podemos perderla!
• Lucas 10,27-28: La respuesta del doctor. Jesús responde con una nueva pregunta: “¿Qué está escrito en la Ley?» El doctor responde correctamente. Juntando dos frases de la Ley, él dice: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.» La frase viene del Deuteronomio (Dt 6,5) y del Levítico (Lev 19,18). Jesús aprueba la respuesta y dice: «¡Haz esto y vivirás!» Lo importante, lo principal, ¡es amar a Dios! Pero Dios viene hasta mí, en el prójimo. El prójimo es la revelación de Dios para conmigo. Por esto, he de amar también a mi prójimo con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi fuerza y con todo mi entendimiento.
• Lucas 10,29: «¿Y quién es mi prójimo?» Queriendo justificarse, el doctor pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?» El quiere saber para él:»¿En qué prójimo Dios viene hasta mi?» Es decir, ¿cuál es la persona humana prójima a mí que es revelación de Dios para mi? Para los judíos, la expresión prójimo iba ligada al clan. Aquel que no pertenecía al clan, no era prójimo. Según el Deuteronomio, podían explotar al “extranjero”, pero no al “prójimo” (Dt 15,1-3). La proximidad se basaba en lazos de raza y de sangre. Jesús tiene otra forma de ver, que expresa en la parábola del Buen Samaritano.
• Lucas 10,30-36: La parábola:
a) Lucas 10,30: El asalto por el camino de Jerusalén hacia Jericó. Entre Jerusalén y Jericó se encuentra el desierto de Judá, refugio de revoltosos, marginados y asaltantes. Jesús cuenta un caso real, que debe haber ocurrido muchas veces. “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto.”
b) Lucas 10,31-32: Pasa un sacerdote, pasa un levita. Casualmente, pasa un sacerdote y, acto seguido, un levita. Son funcionarios del Templo, de la religión oficial. Los dos vieron al hombre asaltado, pero pasaron adelante. ¿Por qué no hicieron nada? Jesús no lo dice. Deja que nosotros supongamos o nos identifiquemos. Tiene que haber ocurrido varias veces, tanto en tiempo de Jesús, como en tiempo de Lucas. Hoy también acontece: una persona de Iglesia pasa cerca de un hombre sin darle ayuda. Puede que el sacerdote y el levita tengan una justificación: «¡No es mi prójimo!» o: «El es impuro y si lo toco, ¡yo también quedo impuro!» Y hoy: «¡Si ayudo, pierdo la misa del domingo, y peco mortalmente!»
c) Lucas 10,33-35: Pasa un samaritano. Enseguida, llega un samaritano que estaba de viaje. Ve, es movido a compasión, se acerca, cuida las llagas, le monta sobre su cabalgadura, le lleva a la hospedería, da al dueño de la hospedería dos denarios, el sueldo de dos días, diciendo: «Cuida de él y si gastas algo más te lo pagaré cuando vuelva.» Es la acción concreta y eficaz. Es la acción progresiva: llevar, ver, moverse a compasión, acercarse y salir para la acción. La parábola dice «un samaritano que estaba de viaje». Jesús también iba de viaje hacia Jerusalén. Jesús es el buen samaritano. Las comunidades deben ser el buen samaritano.
• Lucas 10,36-37: ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” Él dijo: “El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo.” Al comienzo el doctor había preguntado: “¿Quién es mi prójimo?” Por detrás de la pregunta estaba la preocupación consigo mismo. El quería saber: «¿A quién Dios me manda amar, para que yo pueda tener paz en mi conciencia y decir: Hizo todo lo que Dios me pide: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» La condición del prójimo no depende de la raza, del parentesco, de la simpatía, de la cercanía o de la religión. La humanidad no está dividida en prójimo y no prójimo. Para que tu sepas quién es tu prójimo, esto depende de que tu llegues, veas, te muevas a compasión y te acerques. Si tu te aproxima, te acercas, el otro será tu prójimo! Depende de ti y no del otro! Jesús invierte todo y quita la seguridad que la observancia de la ley podría dar al doctor.
• Los Samaritanos. La palabra samaritano viene de Samaría, capital del reino de Israel en el Norte. Después de la muerte de Salomón, en el 931 antes de Cristo, las diez tribus del Norte se separaron del reino de Judá en el Sur y formaron un reino independiente (1 Re 12,1-33). El Reino del Norte sobrevivió durante unos 200 años. En el 722, su territorio fue invadido por Asiria. Gran parte de su población fue deportada (2 Re 17,5-6) y gente de otros pueblos fue traída hacia Samaria (2 Rs 17,24). Hubo mezcla de raza y de religión (2 Re 17,25-33). De esta mezcla nacieron los samaritanos. Los judíos del Sur despreciaban a los samaritanos considerándolos infieles y adoradores de falsos dioses (2 Re 17,34-41). Había muchas ideas preconcebidas contra los samaritanos. Eran mal vistos. De ellos se decía que tenían una doctrina equivocada y que no formaban parte del pueblo de Dios. Algunos llegaban hasta el punto de decir que ser samaritano era cosa del diablo (Jn 8,48). Muy probablemente, la causa de este odio no era sólo la raza y la religión. Era también un problema político y económico, enlazado con la posesión de la tierra. Esta rivalidad perduró hasta el tiempo de Jesús. Sin embargo Jesús los pone como modelo para los demás.
4) Para la reflexión personal
• El samaritano de la parábola no pertenecía al pueblo judío, pero hacía lo que Jesús pedía. ¿Hoy acontece lo mismo? ¿Conoces a gente que no va a la Iglesia pero que vive lo que el evangelio pide? ¿Quién es hoy el sacerdote, el levita y el samaritano?
• El doctor pregunta: “¿Quién es mi prójimo?” Jesús pregunta: “¿Quién fue prójimo del hombre asaltado?” Son dos perspectivas diferentes: el doctor pregunta desde sí. Jesús pregunta desde las necesidades del otro. Mi perspectiva ¿cuál es?
5) Oración final
Doy gracias a Yahvé de todo corazón,
en la reunión de los justos y en la comunidad.
Grandes son las obras de Yahvé,
meditadas por todos que las aman. (Sal 111,1-2)

Celebración de comienzo de catequesis para niños

Canto de entrada

Niño: Hace más de un mes que estrenamos el nuevo curso. Y hoy nos toca estrenar catequesis. A los niños nos gusta estrenar. Nos gusta acercar la nariz para sentir el olorcico de los libros nuevos; nos gusta abrir el paquete de un juguete; nos gusta enseñar a los amigos el calzado nuevo que nos han comprado… Y siempre que estrenamos, tenemos caras sonrientes. Pues aquí estamos. Estrenando catequesis. Aquí estamos rodeados de nuestros amigos, de nuestros catequistas y… con Jesús, el gran amigo que nos acompaña toda la vida.

Vamos a comenzar, saludándole con cariño. Lo haremos con este canto.

Canto:

Catequista 1: En representación de todos los catequistas, queremos deciros que estamos muy contentos de que vengáis a catequesis. Quisiéramos que este curso aprendáis muchas cosas buenas y que Jesús fuera nuestro mejor amigo. Intentaremos acompañaros en todo a lo largo del curso, para que vuestra catequesis de mucho fruto.

Catequista 2: Vamos a colocar sobre el altar una luz, la luz de la ilusión. Nuestra ilusión consiste en que vengamos todos cada día con más ilusión, para conocer mejor a Jesús y vaya creciendo la luz de vuestra fe. Cuando nuestra luz de la fe crezca, juntando todas nuestras luces podremos entre todos alumbrar mejor el mundo entero.

Llevan una luz al altar

Celebrante: A todos los que estamos aquí, Jesús nos conoce de sobra. Aunque no lo veamos con nuestros ojos, Él no nos pierde de vista ni un segundo.

Pero a pesar de que nos conoce de sobra, vamos a tener un detalle bonito con Él.: nos vamos a presentar ante Él. Todos: catequistas y niños. Nos adelantaremos ante su imagen, le diremos nuestro nombre y besaremos su imagen. Es una forma de decirle: aquí estamos y cuenta con nosotros a lo largo de todo el curso de catequesis. Comenzamos pues, grupo por grupo, cada uno con su catequista.

Van pasando ante la imagen y regresan a su sitio

Celebrante (Invitación a medio minuto de oración en silencio): Ahora, en silencio, poniéndonos bien para rezar, le diremos a Jesús que cuente con nosotros como amigo. Y que nosotros contamos con Él.

Oración compartida (Proyectar la oración para ser leída por todos)

Te pedimos, Señor, que enciendas en nuestro corazón la luz de la ilusión. Que brille todo el curso y nos guíe por el buen camino.

Señor: danos también la luz de la fe. Con ella, siempre seremos amigos tuyos y nos ayudará a ser buenos amigos con todos.

Ayúdanos a llenar entre todos nuestro planeta de luz y de amistad. Amén.

Proyección: “El avión de la vida” (https:// http://www.youtube.com/watch?v=OXx3EiDy150).

Comentario (a gusto de los catequistas)

Oración a María

Sacerdote: Estamos en la parroquia de la Virgen de … (O “tenemos en la parroquia una imagen de la Virgen en…”). Y si antes nos hemos presentado ante Jesús, no está bien que terminemos este acto sin presentarnos ante nuestra madre María. Por eso, como final, nos presentamos ante la Virgen rezando juntos ese saludo tan bonito que es el Ave María

Todos: – Dios te salve María…

Despedida

El Señor esté con vosotros… etc.

Alberto Pérez Pastor, S.J.

Influjo

La realización positiva de uno mismo en la sociedad de la (alta) eficiencia no es tarea fácil. Dicho de otra manera, no es fácil salir con éxito de un ambiente tan crítico. Es como intentar circular a sesenta en un circuito de Fórmula uno: lo más probable es que acabes siendo expulsado de la carrera. En el mejor de los casos -en los otros resultarás arrollado-, el jurado afirmará que no vales, y recomendará con vehemencia la conveniencia de dedicarse al cricket o a deportes de menor riesgo.
Hay quien pinesa que este veloz escenario -así lo he venido a llamar- no influye en los actores. Están convencidos de que se puede estar al margen de estos síntomas, como mónadas absolutamente autónomas e independientes.
Es cierto que se pueden crear entornos sociales y afectivos que protejan a los niños y a los jóvenes (e incluso a los adultos) de esa sensación general de prisa y agobio. Sin embargo, todos en Occidente disfrutan el uso del móvil, y son urgidos a ser mutitarea. Desde pequeños, son forjados en la cultura de lo más. La conectividad es total, y la presencia en las redes sociales, omnipresente. Así pues, pensar que uno puede navegar en todo ese mundo, virtual o no, sin verse afectado por él, contradice cualquier lógica de pertenencia social. Por mucho que un miembro esté sano, si un cáncer ataca a otro miembro y causa enfermedad y muerte, eso perturba al todo y a cada parte. Del mismo modo, el influjo de esta sociedad tan evidentemente afectada por estos síntomas, acaba por tocarnos, de un modo u otro, a todos y a cada uno de nosotros.
En ningún caso, por el contrario, la percepción de esat influencia objetiva debe decepcionar a quien trata de desenvolverse en medio del mundo. Es falta de mesura juzgarlo todo con negatividad (cfr. A. Rodríguez Luño, p. 6). Tal modo de mirar suele estar salpicado, no pocas veces, por generalizaciones, exageraciones y frustraciones personales. Del mismo modo que existen las debilidades descritas -y otras muchas-, también hay elementos luminosos en la sociedad actual que hablan de tolerancia, solidaridad y preocupación global por quien pasa necesidad.
En definitiva, es perfectamente compatible armonizar los riesgos a los que estamos sometidos en la sociedad de la fibra óptica, con el sosiego, la cordialidad y la comprensión. Es más, conocer con exactitud cada uno de esos síntomas puede ser la base para emplear nuestras fuerzas en un proyecto positivo que busque más construir que destruir, edificar que demoler.
Fulgencio Espa. Cuenta conmigo

Gaudete et exsultate (Francisco I)

101. También es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden. La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte[84]. No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente.


[84] Cf. La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, según el magisterio constante de la Iglesia, ha enseñado que el ser humano «es siempre sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de su existencia, hasta su muerte natural y después de la muerte», y que su vida debe ser cuidada «desde la concepción, en todas sus etapas, y hasta la muerte natural» (Documento de Aparecida, 29 junio 2007, 388,464).

Homilía (Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

LA PALABRA VIVA

1.-Lo que entendemos por Palabra.

La Palabra da Dios no está muerta, ni encadenada. La riqueza de la comunidad cristiana es descubrir la presencia de esta Palabra y su quehacer «dar testimonio de ella».

Cuando hablamos de Palabra de Dios no nos referimos sólo ni exclusivamente a palabras habladas o escritas. Dios no tiene labios, ni sonidos humanos y, por tanto, no tiene nuestro lenguaje.

Con la expresión «Palabra de Dios» queremos decir: Que en el mundo está presente toda la dinámica del poder creador y salvador de Dios. Que este poder se comunica a todos nosotros por un acto libre, generoso, de Dios, por amor. Esta comunicación, captada por el hombre, da sentido a su vida, le salva.

Como la palabra humana es signo de una presencia, de la comunicación entre las personas y fuente de conocimiento, podemos expresar esta realidad con el término: Palabra de Dios.

Toda esta realidad de la Palabra ha sido captada por las generaciones de creyentes, los cuales han narrado su experiencia en libros y acciones, en las páginas de la Sagrada Escritura. La Biblia es la narración fidedigna y normativa de la experiencia de las generaciones anteriores, que nos descubre el camino, suscita la inquietud, nos despierta el deseo de llegar a la Palabra viva, a la fuente inagotable, a la raíz misma de una Palabra de Dios que nunca se extingue.

2.- La Palabra de Dios es vida.

No matemos la Palabra, no lo archivemos en letras de molde. Hoy Dios habla entre nosotros. Su Palabra no es una tradición conservada por generaciones. Todo creyente ha debido sentir el estremecimiento de la Palabra, ese encuentro indescriptible con el poder de Dios, el aleteo vivificante de la comunicación divina. ¿Quién no ha sido ilumina- do por la Palabra? ¿Acaso no hemos sido apoyados una y mil veces por un poder que nos acoge, nos ama, nos da fuerza? ¿Quién no se ha sentido herido en lo más profundo de su yo por la penetrante espada de la Palabra, que es capaz de distinguir la verdad de la mentira, el fondo más recógnito de la persona? (Hebr 4, 12-13.)

La Palabra es viva, porque hoy se pronuncia también para nosotros. Que la revelación haya acabado con el último apóstol quiere decir que Dios en Cristo ya ha manifestado todo; pero después de Cristo, Dios no se ha dado al descanso; la Palabra, el poder revelador en la vida de Jesús de Nazaret, permanece en el mundo para siempre, para cada hombre y generación.

Es necesario encontrar esta Palabra viva. Esto quiere decir:

  • Que la Palabra es vida: ella es vida y resurrección. 

  • Que la Palabra se encuentra en la vida: no es que la Palabra de Dios esté vagando por la estratosfera y de vez en cuando la captamos. La Palabra de Dios, es vida, mundo nuevo, hombre nuevo, nueva creatura: es encarnación. La Palabra de Dios, aun viniendo de El, es intramundana, historia con sentido, tiempo salvado de la fugacidad y lo caduco, vida liberadora del desgaste y la muerte. No hay vida sin palabra, ni Palabra de Dios sin vida. ¿A qué se debe el que los cristianos 
tengamos tanta dificultad en empalmar la vida con la fe, el quehacer cotidiano con la Palabra de Dios? ¿No será que no nos hemos encontrado aún con la Palabra viva de Dios? ¿No seguimos manteniendo un dualismo entre la Palabra y el mundo, entre la vida y el evangelio? 
De aquí nace, en el encuentro de la vida y la Palabra, la eficacia de ésta. El hombre que encuentra hoy la Palabra de Dios y la descubre en su vida, como sentido de ella se transforma, se cristifica: emprende el camino por el que Jesús llegó a ser el hombre nuevo. La eficacia de la Palabra, una vez acogida, es parecida a la de la simiente—crece—y a la de la levadura—todo lo transforma—. Aquel que no se transforma no ha descubierto, por la fe, la Palabra o no la quiere aceptar en su 
vida ( M t 13, 31-33; Is 55, 10-11). 


Pero la Palabra de Dios no es una ley (Me 10, 17-30).

<

p style=»text-align:justify;»>Tenemos el peligro de acercarnos a la Palabra para que se nos diga «lo que tenemos que hacer». «¿Qué haré para heredar la vida eterna?» La Palabra es más que un código, más que una lista de diez modos de comportamiento frente a diversas situaciones. Vivir la Palabra no es sólo cumplir los mandamientos. «Al que sabe los mandamientos y los ha cumplido desde pequeño aún le falta una cosa.» El hombre es más que lo que él hace; la Palabra va dirigida a la totalidad del hombre, al núcleo de la persona que es el origen de toda acción buena o mala.
La Palabra pronuncia una llamada total: «Sígueme». Deja todo, las redes, los muertos, el arado, la familia. Todo hombre tiene que ser renovado: no sólo la cabeza, el corazón, o los actos. Todo el ser. «Sígueme.» La Palabra es exigente, llama sin condiciones; convoca a la conversión; supera la moral, es más que un comportamiento, ya que mira directamente al hombre.
No es, pues, la Palabra un mero conocimiento—teológico, ni un comportamiento—moral, es una sabiduría: nos descubre lo que somos y el mundo. Esta sabiduría está por encima «de los cetros y de los tronos» —del poder humano—«en su comparación hace tener en nada la riqueza», «el oro junto a la sabiduría, vale lo que el barro». Por eso, uno puede dejar riquezas, superar egoísmos, luchar por la justicia, compro- meterse hasta poner en peligro la libertad, porque la Palabra, la sabiduría, el sentido de mi vida, los valores descubiertos por el creyente valen más que todo (Sab 7, 7-11).

Jesús Burgaleta

Mc 10, 17-30 (Evangelio Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

Después de dejar “la casa” (cf. Mc 10,10), Jesús continúa su camino a través de Judea y de Transjordania, en dirección a Jericó (cf. Mc 10,46), realizando un recorrido geográfico que constituye la penúltima etapa de su viaje hacia Jerusalén. Con todo, el camino que Jesús realiza con los discípulos, es también un camino espiritual, durante el cual Jesús va completando su catequesis a los discípulos sobre las exigencias del Reino y las condiciones para formar parte de la comunidad mesiánica. En esta ocasión, la pregunta realizada por un hombre rico acerca de las condiciones para alcanzar la vida eterna, da a Jesús la oportunidad para avisar a los discípulos acerca de la incompatibilidad entre el Reino y el apego a las riquezas.

En la perspectiva de los teólogos de Israel, las riquezas son una bendición de Dios (cf. Dt 28,3-8); pero la catequesis tradicional también es consciente de que poner la confianza y la esperanza en los bienes materiales envenena el corazón del hombre, lo hace orgulloso y autosuficiente y le aparta de Dios y de sus propuestas (cf. Sal 49,7-8; 62,11). Jesús va a retomar la catequesis tradicional, pero esta vez en la perspectiva del Reino.

La primera parte de nuestro texto (vv. 17-27) es una catequesis sobre las exigencias del Reino y del seguimiento de Jesús.

Un hombre se acerca a Jesús y le pregunta qué tiene que hacer para “alcanzar la vida eterna” (v. 17). No se trata, esta vez, de alguien que viene a probar a Jesús: la postura del hombre, su actitud de respeto, nos lo presentan como alguien sincero y bien intencionado, realmente preocupado por esa cuestión vital que es la vida eterna.

En el Antiguo Testamento, la idea de la vida eterna aparece, por primera vez en Dn 12,2 y es retomada en otros textos tardíos… Para algunos teólogos de la época del judaísmo helenístico, los justos que se mantuvieran fieles a Dios y a la Ley no serían condenados al sheol (donde los espíritus de los muertos llevan una existencia oscura, en el reino de las sombras), sino que resucitarían a una vida nueva, de alegría y de felicidad sin fin, con Dios (cf. 2 M 7,9.14.36). La vida eterna de la que hablan los teólogos de esta época, parece ya incluir la idea de inmortalidad (cf. Sb 3,4;15,3). Es probablemente esto lo que inquieta a este hombre que se encuentra con Jesús: ¿qué es necesario hacer para tener acceso a esa vida inmortal que Dios reserva a los justos?

La primera respuesta de Jesús no aporta nada nuevo y remite al hombre a los mandamientos de la Torah: “no mates; no cometas adulterio; no robes; no levantes falso testimonio; no cometas fraudes; honra padre y madre” (v. 19). De acuerdo con la catequesis hecha por los maestros de Israel, quien viviese de acuerdo con los mandamientos de la Ley, recibiría de Dios la vida eterna. El vivir de acuerdo con las propuestas de Dios es, también en la perspectiva de Jesús, un primer paso para llegar a la vida eterna.

El joven indica, por su parte, que desde siempre ha vivido en consonancia con los mandamientos de la Ley (v. 20). Es una afirmación segura y serena, que el propio Jesús no contradice. El hombre no es un hipócrita, sino un creyente religiosamente comprometido y sincero. No hay aquí, por parte de este hombre, ninguna señal de orgullo y de autosuficiencia, sino que su actitud y las cuestiones que plantea muestran su inquietud, su búsqueda, su deseo de encontrar el verdadero camino hacia la vida eterna. Jesús reconoce la sinceridad, la honestidad, la verdad de la búsqueda de este hombre; por es, le mira “con cariño” (v. 21) y decide invitarle a dar un paso adelante en el camino hacia la vida eterna: le invita a formar parte de la comunidad del Reino.

Ahora, ese nuevo paso tiene otro grado de exigencia… Jesús apunta tres requisitos fundamentales que deben ser asumidos por quienes quieran formar parte de la comunidad del Reino: no centrar la propia vida en los bienes pasajeros de este mundo, asumir el compartir y la solidaridad para con los hermanos más pobres, seguir al mismo Jesús en su camino de amor y de entrega (v. 21). A pesar de su buena voluntad, el hombre no está preparado para la exigencia de este camino y se aleja triste. Marcos explica que estaba demasiado apegado a sus riquezas y no estaba dispuesto a renunciar a ellas (v. 22) El hombre del que se habla en esta escena, es un piadoso observante de la Ley, pero no tiene el coraje para renunciar a sus seguridades humanas, a sus esquemas hechos, a los bienes terrenos que le esclavizan el corazón. Su incapacidad para asumir la lógica del don, del compartir, del amor, de la entrega lo hacen no apto para el Reino. El Reino es incompatible con el egoísmo, con la cerrazón, con la lógica del “tener”, con la obsesión por los bienes de este mundo.

La historia del hombre rico que no está dispuesto a formar parte de la comunidad del Reino, pues no está preparado para vivir en el amor, en el compartir, en la entrega de la propia vida a los hermanos, sirve a Jesús para ofrecer a sus discípulos una catequesis sobre el Reino y sus exigencias. El “camino del Reino” es un camino de despojamiento de uno mismo, que tiene que ser recorrido en la donación de la vida, en el compartir con los hermanos, en la entrega por amor. Ahora, quien no sea capaz de renunciar a los bienes pasajeros de este mundo, al dinero, al prestigio, a los honores, a los privilegios, a todo eso que ata al hombre y le impide darse a los hermanos, no puede formar parte de la comunidad del Reino. No se trata solamente de una dificultad, sino de una verdadera imposibilidad (“Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”, v. 25): los bienes del mundo imponen a los hombres una lógica de egoísmo, de cerrazón, de esclavitud que son incompatibles con la adhesión plena al Reino y a sus valores. El discípulo que quiera formar parte de la comunidad del Reino, debe estar siempre en una actitud radical para compartir, para la solidaridad, para la donación.

Marcos nos ofrece, después, la reacción alarmada, ansiosa, desorientada, de los discípulos hacia esta exigencia de radicalidad: “¿Entonces, ¿quién puede salvarse?” (v. 26). Como respuesta, Jesús pronuncia palabras que confortan, presentando el poder de Dios como incomparablemente mayor que la debilidad humana (“Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”, v. 27). La acción de Dios, gratuita y misericordiosa, puede cambiar el corazón del hombre y hacerle acoger las exigencias del Reino. Es necesario, sin embargo, que el hombre esté dispuesto a escuchar a Dios y a dejarse retar por él.

En la segunda parte de nuestro texto (vv. 28-30) los discípulos, por la voz de Pedro, recuerdan a Jesús que lo dejaron todo para seguirle. La renuncia de los discípulos no es, con todo, una renuncia que se justifica por sí misma y que tiene valor por sí misma… Los discípulos de Jesús no eligen la pobreza porque la pobreza, en sí, es una cosa buena; ni dejan a personas que aman por el gusto de dejarlas… Cuando los discípulos de Jesús renuncian a determinados valores (muchas veces valores legítimos e importantes), es en vista de un bien mayor, el seguimiento de Jesús y el anuncio del Evangelio. Jesús confirma la validez de esta opción y asegura a los discípulos que el camino escogido por ellos no es un camino de pérdida, de soledad, de muerte, sino que es un camino de ganancia, de comunión, de vida.

Esta opción de los discípulos será siempre incomprendida y rechazada por el mundo. Por eso, los discípulos conocerán también la persecución y el sufrimiento. Las tribulaciones no son un drama imprevisto y sin sentido: los discípulos deben estar preparados para enfrentarlos, pues saben que tendrán siempre que vivir con la oposición del mundo, mientras se mantengan fieles a Jesús y al Evangelio.

Suceda lo que suceda, los discípulos deben ser conscientes de que la opción por el Reino y por sus valores les garantizará una vida plena y feliz en esta tierra y, en el mundo futuro, la vida eterna.

¿Que es necesario hacer para alcanzar la vida eterna? Se trata de una cuestión que inquieta a todos los creyentes y que ciertamente ya nos la hemos hecho, con estas o con otras palabras semejantes. Jesús responde: es necesario, antes de nada, vivir de acuerdo con las propuestas de Dios (mandamientos); y es preciso, también, asumir los valores del Reino y seguir a Jesús por el camino del amor a Dios y de la entrega a los hermanos.

Esto no significa, con todo, que la vida eterna sea algo que el hombre conquista, con su esfuerzo, o que es fruto de los méritos que el hombre adquiere al recorrer un camino religiosamente correcto.
La vida eterna es siempre un don gratuito de Dios, fruto de su bondad, de su misericordia, de su amor por el hombre; sin embargo, es un don que el hombre acepta, acoge y con el cual se compromete.

Cuando el hombre vive de acuerdo con los mandamientos de Dios y sigue a Jesús, no está conquistando la vida eterna; está, sí, respondiendo positivamente a la oferta de vida que Dios le hace y reconociendo que el camino que Dios le indica es un camino de vida y de felicidad.

Cuando hablamos de la vida eterna, no estamos hablando, únicamente, de la vida que nos espera en el cielo, sino que estamos hablando de una vida plena de calidad, de una vida que lleva al hombre a su plena realización, de una vida de paz y de felicidad.

Dios nos ofrece esa vida ya en este mundo y nos invita a acogerla y a escogerla cada día de nuestra vida; sin embargo, sabemos que sólo alcanzaremos la plenitud de la vida cuando nos liberemos de nuestra finitud, de nuestra debilidad, de las limitaciones que nuestra humanidad nos impone.

La vida eterna es una realidad que debe marcar cada paso de nuestra existencia terrena y que alcanzará la plenitud en la otra vida, en el cielo.

En la perspectiva de Jesús, la vida eterna pasa por la adhesión a ese Reino que él vino a anunciar. Jesús, con su vida, con sus propuestas, con sus valores, vino a proponer a los hombres el camino de la vida eterna. Quien quiera “heredar la vida eterna” tiene que mirar a Jesús, aprender con él, seguirle, hacer de la propia vida, como Jesús hace de su vida, una escucha atenta de las propuestas de Dios y un don de amor a los hermanos.

Todo nuestro caminar, todos nuestros esfuerzos, toda nuestra búsqueda pretende alcanzar la vida eterna. Muchas veces, la lógica del mundo sugiere que la vida eterna está en la acumulación de dinero, en la realización de nuestros sueños de “tener” más cosas, en la conquista del poder, en el reconocimiento social, en los privilegios que conquistamos, en los cinco minutos de exposición mediática que proporciona la televisión.

Nosotros los creyentes sabemos, con todo, que los bienes de este mundo, aunque nos proporcionen bienestar y seguridad, no nos ofrecen la vida eterna; esa vida eterna que buscamos ansiosamente está en ese camino de amor, de servicio, de donación de la vida que Cristo nos mostró.

La historia del hombre rico, que buscaba la vida eterna pero no estaba dispuesto a prescindir de su riqueza, nos alerta sobre la imposibilidad de conjugar la vida eterna con el amor a los bienes de este mundo.
La riqueza esclaviza el corazón del hombre, absorbe todas sus energías, hace crecer el egoísmo y la codicia, lleva al hombre a la injusticia, a la explotación, a la falta de honestidad, al abuso de los hermanos. Es, por tanto, incompatible con el “camino del Reino”, que es un camino que debe ser recorrido en amor, en solidaridad, en servicio, en verdad, en la donación de la vida por los hermanos. Podemos llevar vidas religiosamente correctas, frecuentar la Iglesia, dar nuestra contribución a la comunidad, ocupar lugares significativos en la estructura parroquial, pero, si nuestro corazón vive obcecado por los bienes de este mundo y cerrado al amor, al compartir, a la solidaridad, no podemos formar parte de la comunidad del Reino.

Jesús confirma, al final del texto que se nos propone, la validez de ese camino de renuncia y de desprendimiento que los discípulos han aceptado para sí. Pero: Jesús garantiza que no se trata de un camino de fracaso y de pérdida, sino de un camino que realiza plenamente los sueños y las necesidades de los hombres que lo elijan.

Seguir el “camino del Reino” no es, por tanto, aceptar vivir infeliz y sacrificado en esta tierra, con la esperanza de una recompensa en el mundo que ha de venir, sino que es, libre y confiadamente, elegir un camino de vida plena, de realización, de alegría, de felicidad.

El cristiano no es un pobre afligido condenado a pasar de largo por la vida y por la felicidad, sino que es una persona que renuncia a ciertas propuestas falibles y parciales de felicidad, pues sabe que la vida plena está en vivir de acuerdo con los valores eternos propuestos por Jesús.

Jesús avisa a los discípulos que “el camino del Reino” es un camino contra corriente, que generará inevitablemente el odio del mundo y que se traducirá en persecuciones e incomprensiones.
Es una realidad que conocemos bien. Cuántas veces nuestras opciones cristianas son criticadas, incomprendidas, presentadas como realidades incomprensibles y ya superadas por aquellos que representan a la ideología dominante, que forman la opinión pública, que defienden lo socialmente correcto.

Necesitamos, además, ser conscientes de que la persecución y la incomprensión son realidades inevitables, que no pueden desviarnos de las opciones que hemos realizado. Para nosotros, seguidores de Jesús, lo que es realmente importante es la certeza de que “el camino del Reino” es un camino de vida eterna.

Heb 4, 12-13 (2ª lectura Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

Ya vimos, el pasado Domingo, que la Carta a los Hebreos es un sermón destinado a comunidades cristianas instaladas en la monotonía y en la mediocridad, que se dejan contaminar por el desánimo y comienzan a ceder a la seducción de ciertas doctrinas no muy coherentes con la fe recibida de los apóstoles… El objetivo del autor de este “discurso” es estimular la vivencia del compromiso cristiano y llevar a los creyentes a vivir una fe más coherente y comprometida.

En este sentido, el autor presenta el misterio de Cristo, el sacerdote por excelencia, cuya misión es poner a los creyentes en relación con el Padre e insertarlos en ese Pueblo sacerdotal que es la comunidad cristiana. Una vez comprometidos con Cristo, los creyentes deben hacer de su vida un continuo sacrificio de alabanza, de entrega y de amor. De esta forma, el autor ofrece a los cristianos, una profundización y una ampliación en la fe primitiva, capaz de revitalizar su experiencia de fe, debilitada por la acomodación, por la monotonía y por el enfriamiento del entusiasmo inicial. El texto que se nos propone, esta incluido en la segunda parte de la Carta a los Hebreos (cf. Heb 3,1-5,10). Ahí, el autor presenta a Jesús como el sacerdote fiel y misericordioso que el Padre envió al mundo para cambiar los corazones de los hombres y para aproximarlos a Dios. A los creyentes se les pide que “crean” en Jesús, esto es, que escuchen atentamente las propuestas que Cristo vino a hacer, que las acojan en el corazón y que las transformen en gestos concretos de vida.

El texto que se nos proponen es una especie de himno a esa Palabra de Dios que Jesucristo vino a traer a los hombres. El objetivo del autor, con esta reflexión, es llevar a los creyentes a escuchar atentamente la Palabra propuesta por Jesús.

La Palabra de Dios transmitida a los hombres por Jesús no es un conjunto de frases huecas, vagas, estériles, que se derraman sobre los hombres pero que “entran por un oído y salen por el otro”, y que no tienen impacto en la vida de aquellos que las escuchan; más bien es una Palabra viva, actuante, transformadora y eficaz, que una vez escuchada, entra en el corazón del hombre como una espada afilada y transforma sus sentimientos, sus pensamientos, sus valores, sus opciones, sus actitudes.

Al entrar en los corazones, la Palabra de Dios se convierte también en juez de las acciones del hombre. Ahí, en el centro donde se forman los sentimientos, donde nacen los pensamientos, donde se definen los valores, donde se hacen las opciones (de acuerdo con la antropología judía, es en el corazón donde todo esto sucede), la Palabra de Dios se enfrenta con los deseos secretos del hombre, con sus verdaderas intenciones, con los valores a los que el hombre da prioridad, con la sinceridad de las opciones que el hombre asume en su relación con Dios, con el mundo y con los otros hombres… Y la Palabra de Dios aprecia, discierne, pesa y pronuncia su sentencia sobre el hombre.

La Palabra de Dios, aunque parezca frágil y débil, es una fuerza decisiva que llena la historia y que trae al hombre la vida y la salvación.

2.3. Actualización

El autor de nuestro texto pretende llevar a sus interlocutores a escuchar y a valorar la Palabra de Dios que llega a los hombres a través de Jesús, pues sólo esa Palabra es salvadora y liberadora; sólo ella indica al hombre el camino cierto para llegar a la vida plena y definitiva. ¿Cuál es el lugar y el papel que la Palabra de Dios asume en mi vida? ¿Soy capaz de encontrar tiempo para escuchar la Palabra de Dios, disponibilidad para discutir y compartir, voluntad para confrontar mi vida con sus exigencias?

La Palabra de Dios es viva, actuante, eficaz y renovadora, dice nuestro texto. Debería tener un impacto positivo y transformador en nuestras vidas, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en la sociedad a nuestro alrededor… Sin embargo, la Palabra de Dios es proclamada diariamente en nuestras liturgias y continuamos escogiendo valores equivocados, levantando barreras de separación entre personas, marcando nuestra relación comunitaria por la envidia, por los celos, por la discordia, perpetuando mecanismos de injusticia, de violencia, de explotación, de odio… ¿Será que la Palabra de Dios, después de dos mil años, ha perdido su eficacia y su fuerza transformadora? No. Lo que sucede es que escuchamos, acogemos y aprendemos otras “palabras” y pasamos con indiferencia al lado de la Palabra de Dios. Es necesario que volvamos a “escuchar” la Palabra de Dios, esto es, a oírla con nuestros oídos, a acogerla en nuestro corazón, a dejar que ella nos transforme y se exprese en gestos concretos de vida nueva. Sin nuestro “sí”, la Palabra de Dios no encuentra espacio en nuestro corazón y en nuestra vida.

La Palabra de Dios nos ayuda a discernir el bien y el mal y a realizar las opciones correctas. Ella resuena en nuestro corazón, nos enfrenta con nuestras infidelidades, critica nuestros falsos valores, denuncia nuestros esquemas de egoísmo y de comodidad, nos muestra el sin sentido de nuestras opciones equivocadas, nos grita que es necesario corregir nuestro camino, despierta nuestra conciencia, nos indica el camino hacia Dios. Para que esta Palabra sea eficaz es preciso que no nos cerremos en esa actitud de autosuficiencia que nos hace sordos hacia aquello que pone en cuestión nuestros esquemas personales; es preciso que, con humildad y sencillez, aceptemos cuestionarnos, transformarnos, convertirnos.

Nuestra vivencia de la fe se desarrolla, muchas veces, alrededor de fórmulas de oración repetitivas, de prácticas devocionales, de ritos fijos e inmutables, de tradiciones llenas de polvo, de grandes manifestaciones que, sin embargo, tienen poca profundidad… Y la Palabra de Dios es relegada, en la experiencia de fe de tantos creyentes, a un papel muy secundario. Es preciso que la Palabra de Dios sea el centro de nuestra experiencia de fe y de nuestro caminar existencial. Ella es la que nos cuestiona, la que nos transforma, la que nos indica caminos, la que nos permite discernir la voluntad de Dios para nosotros.

Sab 7, 7-11 (1ª lectura Domingo XXVIII de Tiempo Ordinario)

El “Libro de la Sabiduría” es el más reciente de todos los libros del Antiguo Testamento (aparece durante el siglo I antes de Cristo). Su autor, un judío de lengua griega, probablemente nacido y educado en la Diáspora (¿Alejandría?), expresándose en términos y conceptos del mundo helénico, hace el elogio de la “sabiduría” israelita, traza el cuadro de la suerte que le espera al “justo” y al “impío” en el más allá y describe (con ejemplos sacados de la historia del Éxodo) las suertes diversas que tuvieron los paganos (idólatras) y los hebreos (fieles a Yahvé).

Estamos en Alejandría (Egipto), en un medio fuertemente helenizado. Las otras culturas, sobre todo la judía, son desvalorizadas y hostigadas. La enorme colonia judía residente en la ciudad conoce de esta forma, sobre todo en los reinados de Ptolomeo Alejandro (106-88 antes de Cristo) y de Ptolomeo Dionisio (80-52 antes de Cristo), una dura persecución. Los sabios helénicos intentan demostrar, por un lado, la superioridad de la cultura griega y, por otro, la incongruencia del judaísmo y de su propuesta de vida… Los judíos son animados a dejar su fe, a “modernizarse” y a abrirse a los brillantes valores de la cultura helénica.

Es en este ambiente en el que el sabio autor del Libro de la Sabiduría decide defender los valores de la fe y de la cultura de su Pueblo. Su objetivo es doble: dirigiéndose a sus compatriotas judíos (sumergidos en el paganismo, la idolatría y la inmoralidad), les invita a redescubrir la fe de sus padres y los valores judíos; dirigiéndose a los paganos, les invita a constatar lo absurdo de la idolatría y a adherirse a Yahvé, el verdadero y único Dios… Para unos y para otros, el autor pretende dejar esta enseñanza fundamental: sólo Yahvé garantiza la verdadera “sabiduría” y la verdadera felicidad.

El texto que se nos propone forma parte de la segunda parte del libro (cf. Sab 6,1-9,18). Ahí, el autor presenta el “elogio de la sabiduría”. Este “elogio de la sabiduría” puede dividirse en tres apartados… En el primero (cf. Sab 6,1-21), hay una exhortación a los reyes en el sentido que se adquieran la “sabiduría”; en el segundo (cf. Sab 6,22-8,21) hay una descripción de la naturaleza y de las propiedades de la “sabiduría”, aquí presentada como el valor más importante entre todos los valores que el hombre puede adquirir; en el tercero (cf. Sab 9,1-18), aparece una larga oración del autor, implorando de Yahvé la “sabiduría”.

¿Qué es esta “sabiduría” de la que aquí se habla? Es, fundamentalmente, la capacidad de hacer las elecciones correctas, de tomar las decisiones ciertas, de elegir los valores verdaderos que conducen al hombre al éxito, a la realización, a la felicidad. En la perspectiva de los “sabios” de Israel, esta “sabiduría” viene de Dios y es un don que Dios ofrece a todos los hombres que tengan el corazón disponible para acogerle. Es necesario, por tanto, tener los oídos atentos para escuchar y el corazón disponible para acoger la “sabiduría” que Dios quiere ofrecer a todos los hombres.

El autor de este “elogio de la sabiduría” se presenta a sí mismo como el rey Salomón (aunque el nombre del rey nunca será mencionado explícitamente). En realidad, el “Libro de la Sabiduría” no viene de Salomón (ya hemos visto que es un texto escrito en el siglo I antes de Cristo, por un judío de la Diáspora, posiblemente de Alejandría); pero Salomón, el prototipo del rey sabio era, para los israelitas, la persona indicada para presentar la “sabiduría” y para aconsejar a todos los hombres. Utilizando una ficción literaria, el autor pone, pues, en boca de Salomón este discurso sapiencial.

Salomón pidió a Dios la “sabiduría” y le fue concedida (v. 7). Hay, aquí, una alusión discreta al episodio narrado en 1Re 3,5-15, que cuenta cómo Salomón, todavía un joven e inexperto rey, se dirigió a un santuario en Gabaón y pidió a Dios “un corazón lleno de entendimiento para gobernar al pueblo, para discernir entre el bien y el mal” (1 Re 3,9); y Dios, correspondiendo a esta petición, le concedió “un corazón sabio y perspicaz” (1 Re 3,12).

Para el rey, la “sabiduría” se convirtió en el valor más apreciado, superior al poder, a la riqueza, a la salud, a la belleza, a todos los bienes terrenos (vv. 8-10a). Ella es la “luz” que ilumina los caminos y que permite discernir las opciones correctas a tomar. Al contrario de los bienes terrenos, ella no se extingue ni pierde brillo (v. 10b): es un valor duradero, que viene de Dios y que conduce al hombre al encuentro con la vida verdadera, con la felicidad perenne.

Con todo, la “sabiduría” no apartó a este rey de los otros bienes… Al contrario, la opción por la “sabiduría” le hizo encontrar “todos los bienes” y “riquezas innumerables” (v. 11), pues la “sabiduría” está en la base de todos ellos. Es ella la que le permite gozar de los bienes terrenos con madurez y equilibrio, sin obsesiones y sin codicia, poniéndolos en su debido lugar y no dejando que sean ellos los que conduzcan su vida y dicten sus opciones.

La “sabiduría” es un don de Dios que el hombre debe acoger con humildad y disponibilidad. Ella no llega a quien se pone delante de Dios con una actitud de orgullo y de autosuficiencia; ella no alcanza a quien se cierra en sí mismo y construye su vida al margen de Dios; no tiene lugar en el corazón y en la vida de quien ignora a Dios, sus desafíos, sus propuestas. El “sabio” es aquel que, reconociendo su finitud y debilidad, se pone en las manos de Dios, escucha sus propuestas, acepta sus desafíos, sigue los caminos que le indica. Tal vez uno de los grandes dramas del hombre del siglo XXI sea el prescindir de Dios y de pasar con total indiferencia, al lado de sus propuestas. De esa forma, construimos con frecuencia esquemas de egoísmo, de violencia, de explotación, de odio, que desfiguran el mundo y ofenden a aquellos que caminan a nuestro lado. ¿En qué y en quien apuesto yo: en mi “sabiduría” (que tantas veces me lleva por caminos de injusticia, de división, de sufrimiento, de infidelidad) o en la “sabiduría” de Dios (que siempre me conduce al encuentro de la vida plena y de la felicidad sin fin)?

Todos nosotros tenemos determinados valores que dirigen y condicionan nuestras opciones, nuestras actitudes, nuestros comportamientos. A unos damos más importancia que a otros; a otros damos menos significado… Nuestro texto nos invita a tener cuidado con la forma como jerarquizamos los valores sobre los que construimos nuestra vida. Hay valores efímeros y pasajeros (el dinero, el poder, el éxito, la moda, el reconocimiento social)… que no pueden ser absolutizados. No son malos, por sí mismos; pero no podemos dejar que conduzcan nuestra vida, condicionen todas nuestras opciones, que nos esclavicen de tal modo que nos lleven a olvidar otros valores más importantes y más duraderos. Los valores efímeros no sirven para llenar completamente nuestra vida de significado y no nos garantizan la vida verdadera. Tienen su lugar en nuestra existencia, pero no pueden crecer de tal forma que acaparen todo el espacio libre de nuestro corazón y de nuestra vida.

El “sabio” autor de nuestro texto nos asegura que acoger la “sabiduría” no significa prescindir de otros valores materiales y efímeros. A veces, existe la idea de que acoger las propuestas de Dios y seguir sus caminos significa renunciar a todo aquello que nos puede hacer felices y realizados… No es verdad. Hay valores, incluso efímeros, que son perfectamente compatibles con nuestra opción por los valores de Dios y del Reino. No se trata de cerrarnos al mundo, de renunciar definitivamente a las cosas bellas que el mundo nos puede ofrecer y que nos dan seguridad y estabilidad; se trata de dar prioridad a aquello que es realmente importante y que nos asegura, no momentos efímeros, sino momentos eternos de felicidad y de vida plena.

Comentario al evangelio – 8 de octubre

A lo largo de esta semana iremos leyendo los fragmentos principales de la Carta de San Pablo a los Gálatas. Pablo, hoy, sale al paso de un problema: la situación de desconcierto creada por los que han predicado «otro» evangelio distinto del de Jesucristo. Este es un problema de siempre. Surge cada vez que nuestra predicación (o nuestro criterio, o nuestro punto de vista) nace más de nuestra particular manera de entender a Dios y de vivir la fe o de una mera proyección psicológica, que realmente de las fuentes comunes de revelación de Dios. A menudo, lo que consideramos evangélico no es más que un fruto de nuestra necesidad de imponernos a otros, o de ser aceptados, o de nuestras ideas, o de justificar nuestra mediocridad. Cada vez que enarbolamos frases rotundas como: «Esta clarísimo en el evangelio que» o «Hay que cortar por lo sano» es como para echarse a temblar solemos estar más frente a nuestra particular interpretación del Evangelio que del Evangelio mismo. Y es que el Evangelio  suele tener un tono exigente, pero al mismo tiempo es profundamente liberador. Apela a la inteligencia de las personas («¿Qué os parece?) y también a su libertad («Si quieres»). Jesús tiene toda la fuerza del mundo para «imponer» el evangelio por decreto ley, porque sí, porque yo soy el que mando, y, sin embargo, procede por la vía de la seducción. Lo comprobamos en el evangelio de hoy. Más que la parábola del buen samaritano en sí misma podemos fijar nuestra atención en las preguntas que Jesús hace al Maestro de la Ley: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella? ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos? Y también dos recomendaciones: «Haz esto y tendrás la vida», «Anda, haz tú lo mismo».

Jesús no cuenta la parábola para humillar al maestro de la ley, sino para conectar con lo mejor de este hombre, para abrirle un horizonte más amplio, para hacerle ver la buena noticia, con la que «tendrá vida».

¡De qué manera tan distinta sonaría el evangelio en nosotros si surgiese de este modo y no como un arma arrojadiza al servicio de nuestros intereses, por nobles que aparezcan, sino como un instrumento de liberación, una manifestación del amor de Dios que quiere llegar al corazón de cada uno, que quiere “que todos los hombres de salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. Nunca desde la imposición o el acorralamiento, sino desde la libertad y es descubrimiento personal.