Vísperas – Lunes XXIX de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS
(Oración de la tarde)

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R. Señor, date prisa en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

Himno: LIBRA MIS OJOS DE LA MUERTE.

Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz, que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva,
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Haz que mi pie vaya ligero.
Da de tu pan y de tu vaso
al que te sigue, paso a paso,
por lo más duro del sendero.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

Guarda mi fe del enemigo.
¡Tantos me dicen que estás muerto!
Y entre la sombra y el desierto
dame tu mano y ven conmigo. Amén

SALMODIA

Ant 1. El Señor se complace en los justos.

Salmo 10 – EL SEÑOR ESPERANZA DEL JUSTO

Al Señor me acojo, ¿por qué me decís:
«escapa como un pájaro al monte,
porque los malvados tensan el arco,
ajustan las saetas a la cuerda,
para disparar en la sombra contra los buenos?
Cuando fallan los cimientos,
¿qué podrá hacer el justo?»

Pero el Señor está en su templo santo,
el Señor tiene su trono en el cielo;
sus ojos están observando,
sus pupilas examinan a los hombres.

El Señor examina a inocentes y culpables,
y al que ama la violencia él lo detesta.
Hará llover sobre los malvados ascuas y azufre,
les tocará en suerte un viento huracanado.

Porque el Señor es justo y ama la justicia:
los buenos verán su rostro.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El Señor se complace en los justos.

Ant 2. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Salmo 14 – ¿QUIÉN ES JUSTO ANTE EL SEÑOR?

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua,

el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,

el que no retracta lo que juró
aún en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.

El que así obra nunca fallará.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Ant 3. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Cántico: EL PLAN DIVINO DE SALVACIÓN – Ef 1, 3-10

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

El nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos consagrados
e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Éste es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
hacer que todas las cosas tuviesen a Cristo por cabeza,
las del cielo y las de la tierra.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA BREVE   Col 1, 9b-11

Llegad a la plenitud en el conocimiento de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual. Así caminaréis según el Señor se merece y le agradaréis enteramente, dando fruto en toda clase de obras buenas y creciendo en el conocimiento de Dios. Fortalecidos en toda fortaleza, según el poder de su gloria, podréis resistir y perseverar en todo con alegría.

RESPONSORIO BREVE

V. Sáname, porque he pecado contra ti.
R. Sáname, porque he pecado contra ti.

V. Yo dije: «Señor, ten misericordia.»
R. Porque he pecado contra ti.

V. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
R. Sáname, porque he pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

PRECES

Demos gracias a Dios, nuestro Padre, que recordando siempre su santa alianza, no cesa de bendecirnos, y digámosle con ánimo confiado:

Favorece a tu pueblo, Señor.

Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice a tu heredad.

Congrega en la unidad a todos los cristianos:
para que el mundo crea en Cristo, tu enviado.

Derrama tu gracia sobre nuestros familiares y amigos:
que encuentren en ti, Señor, su verdadera felicidad.

Muestra tu amor a los agonizantes:
que puedan contemplar tu salvación.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

Ten piedad de los que han muerto
y acógelos en el descanso de Cristo.

Terminemos nuestra oración con las palabras que nos enseñó Cristo:

Padre nuestro…

ORACION

Nuestro humilde servicio, Señor, proclame tu grandeza, y ya que por nuestra salvación te dignaste mirar la humillación de la Virgen María, te rogamos nos enaltezcas llevándonos a la plenitud de la salvación. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos. Amén.

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R. Amén.

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Lectio Divina – 22 de octubre

Lectio: Lunes, 22 Octubre, 2018

1) Oración inicial

Dios todopoderoso y eterno, te pedimos entregarnos a ti con fidelidad y servirte con sincero corazón. Por nuestro Señor.

2) Lectura

Del Evangelio según Lucas 12,13-21
Uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.» Él le respondió: «¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?» Y les dijo: «Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida.» Les dijo una parábola: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: `¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mi cosecha?’ Y dijo: `Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, reuniré allí todo mi trigo y mis bienes y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea.’ Pero Dios le dijo: `¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’ Así es el que atesora riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios.»

3) Reflexión

● El relato del evangelio de hoy se encuentra sólo en el Evangelio de Lucas y no tiene paralelo en otros evangelios. Forma parte de la descripción del camino de Jesús, desde Galilea hasta Jerusalén (Lc 9,51 a 19,28), en el que Lucas coloca la mayor parte de las informaciones que consigue recoger respecto de Jesús y que no se encuentran en los otros tres evangelios (cf. Lc 1,2-3). El evangelio de hoy nos trae la respuesta de Jesús a la persona que le pidió que mediara en el reparto de una herencia.
● Lucas 12,13: Un pedido para repartir la herencia. “Uno de la gente le dijo: «Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo.” Hasta hoy, la distribución de la herencia entre los familiares es siempre una cuestión delicada y, muchas veces, ocasiona infinitas discusiones y tensiones. En aquel tiempo, la herencia tenía que ver también con la identidad de las personas (1Re 21,1-3) y con su supervivencia (Núm 27,1-11; 36,1-12). El mayor problema era la distribución de las tierras entre los hijos del fallecido padre. Siendo una familia grande, se corría el peligro de que la herencia se desmenuzara en pequeños pedazos de tierra que no podrían garantizar la supervivencia de todos. Por esto, para evitar la desintegración o pulverización de la herencia y mantener vivo el nombre de familia, el mayor de los hijos recibía el doble de la herencia (Dt 21,17. cf. 2Re 2,11).
● Lucas 12,14-15: Respuesta de Jesús: cuidado con la ganancia. “Jesús respondió: «¿Hombre, ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?” En la respuesta de Jesús se ve la conciencia que tenía de su misión. Jesús no se siente enviado por Dios para atender el pedido de arbitrar entre los parientes que se pelean entre sí por el reparto de la herencia. Pero el pedido despierta en él la misión de orientar a las personas, pues: “Les dijo: Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida.” Formaba parte de su misión el esclarecer a las personas respecto del sentido de la vida. El valor de una vida no consiste en tener muchas cosas, sino en ser rico para Dios (Lc 12,21). Pues, cuando la ganancia ocupa el corazón, no se llega a repartir la herencia con equidad y con paz.
● Lucas 12,16-19: La parábola que hace pensar en el sentido de la vida. Inmediatamente después Jesús cuenta una parábola para ayudar a las personas a reflexionar sobre el sentido de la vida: «Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y pensaba entre sí, diciendo: ¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mi cosecha” El hombre rico está totalmente encerrado en la preocupación de sus bienes que aumentarán de repente por causa de una cosecha abundante. Piensa sólo en acumular para garantizarse una vida despreocupada. Dice: Y dijo: Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, reuniré allí todo mi trigo y mis bienes y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea.’
● Lucas 12,20: Primera conclusión de la parábola. “Pero Dios le dijo: ¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?’ La muerte es una llave importante para redescubrir el sentido verdadero de la vida. Relativiza todo, pues muestra lo que perece y lo que permanece. Quien sólo busca tener y olvida el ser pierde todo en la hora de la muerte. Aquí se evidencia un pensamiento muy frecuente en los libros sapienciales: para qué acumular bienes en esta vida, si no sabes dónde poner los bienes que acumulas, ni sabes lo que el heredero va a hacer con aquello que tu le dejas (Ecl 2,12.18-19.21).

● Lucas 12,21: Segunda conclusión de la parábola. “Así es el que atesora riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios.”. ¿Cómo volverse rico para Dios? Jesús dio diversas sugerencias y consejos: quien quiere ser el primero, que sea el último (Mt 20,27; Mc 9,35; 10,44); es mejor dar que recibir (At 20,35); el mayor es el menor (Mt 18,4; 23,11; Lc 9,48) guarda su vida aquel que la pierde (Mt 10,39; 16,25; Mc 8,35; Lc 9,24).

4) Para la reflexión personal

● El hombre pide a Jesús que le ayude en el reparto de la herencia. Y tú ¿qué pides a Dios en tus oraciones?
● El consumismo crea necesidades y despierta en nosotros el deseo de acumular. ¿Qué haces tú para no ser víctima de la sociedad de consumo?

5) Oración final

¡Aclama a Yahvé, tierra entera,
servid a Yahvé con alegría,
llegaos a él con júbilo! (Sal 100,1-2)

Campeones

Título original: Campeones.
Intérpretes: Javier Gutiérrez, Athenea Mata, Juan Margallo.
Género: comedia social.
Director: Javier Fesser.
Producción: España, 2018.

Marco, segundo entrenador de un equipo profesional de baloncesto, riñe violentamente con su superior deportivo, y le expulsan del banquillo. Para rematar el despropósito, choca borracho con un patrullero de la policía. El juez le da a elegir entre dos años de cárcel o servicios en favor de la comunidad. Marco elige esto último.

Lo destinan a un centro municipal de deportes donde hay una asociación de discapacitados psíquicos, «los Amigos», que conforman un muy singular equipo de baloncesto y que pretende participar en un campeonato de deporte paraolímpico. El «broncas» de Marco tendrá que echar mano de todas sus dotes de paciencia, ternura y picardía para hacer de estas personas un equipo capaz de jugar conjuntadamente.

El aprendizaje de cómo tratar a esas personas, de respetar su dignidad, de adaptarse a sus limitaciones de inteligencia y coordinación, de lograr que no actúen a su arbitrio sino mirando al equipo, se convierte además en remedio para su carácter fuerte y testarudo, que alcanza también el ámbito de las relaciones con su esposa.

Lo que ha hecho a esta película tan taquillera es su doble condición de comedia, por una parte, y de contenido social, por otra. El equilibrio entre lo cómico y lo dramático es realmente sorprendente y laudable. En ningún momento el espectador se ríe de las carencias de estos discapacitados, de sus salidas de tono, de su comportamiento poco previsible, sino de Marco, quien cae en la trampa de dar órdenes y actuar como si estuviera dirigiendo un equipo de profesionales.

El film es muy apropiado para desterrar prejuicios y hasta el miedo a los discapacitados intelectuales o funcionales. Y, de paso, tira de las orejas a esos que creen que las personas con carencias son una carga para la sociedad.

Dios primerea

Dios es el Padre bueno que se entusiasma cuando recupera al hijo que vuelve, el pastor contento que se echa a los hombros a la oveja perdida, la mujer alegre por recuperar la moneda; Dios es el hermano amoroso que cura las heridas con solicitud, como el buen samaritano, el juez benigno que absuelve a la mujer adúltera, el médico que cura cuerpos y almas, lepra y pecado. Dios es el Maestro interior que mueve a las almas a obras mayores que las de Cristo (cfr. Jn 14, 12) y a proclamar las maravillas de su misericordia. Vivir, por tanto, a la escucha de Dios es vivir siendo partícipes de la alegría de Dios.
El Papa Francisco trató de hacer particularmente conscientes a la comunidad cristiana de la alegría del evangelio, en su exhortación Evangelii Gaudium. Allí, el Sumo Pontífice fundamenta la alegría de los hombres en el amor de un Diso que se adelanta. «Nosotros amemos a Dios, porque Él nos amó primero», reza el discípulo amado (1 Jn 4, 19). Haciendo uso de un neologismo, el Papa Francisco habla de que Dios primerea en el amor. Va por delante, y ese es el fundamento de toda confianza y de cualquier alegría.
Primerear es el fundamento de la acción del discípulo: se sale al encuentro del otro porque antes Dios me buscó a mí. «La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cfr1Jn 4, 10); y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, sair al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear!» (EG 24).
La tarea del acompañamiento espiritual consiste en dejar resonar la voz de Dios en el alma, y está muy centrada en todo aquello que habla de la relación del hombre concreto con Dios mismo: oración, vida de sacramentos, recogimiento, consideraciones interiores, lecturas espirituales, trabajo y quehacer profesional.
Con todo, eso no basta. Como subraya el Papa Francisco, la genuina experiencia del encuentro con el amor primero mueve a ser primeros al modo de Dios: primeros en el servicio, en la caridad, en los más pobres, en el apostolado. De todo esto también ha de hablar en el coloquio espiritual: de otro modo, puede quedar reducido al estrecho marco de nuestras metas, y no llegará a ser verdaderamente de Dios.
En el acompañamiento espiritual, es necesario hablar de la extensión del reino de Dios y del apostolado, como si se tratara de un anticipo de la conversación final. «Cuando, en el ocaso de la vida, se nos pregunte si hemos dado de comer al hambriento y de beber al sediento», afirma el Papa Francisco con ocasión de la reunión plentaria de la Doctrina de la Fe, «también se nos preguntará si hemos ayudado a las personas a salir de sus dudas, si nos hemos comprometido a acoger a los pecadores, amonestándolos o corrigiéndolos, si hemos sido capaces de luchar contra la ignorancia, especialmente la relativa a la fe cristiana y a la vida buena».
La suma de estas consideraciones pone en evidencia el carácter antecedente, consecuente y subsiguiente de la gracia de Dios. El Dios tres veces Persona nos amó primero y continúa amándonos. Los dones de su gracia nos abren a la victoria de Dios, aun en medio del fracaso má saparente. El futuro, como todo lod emás, está en sus manos. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo lo dibujarán en nuestras vidas según los trazos de su infinito amor. Tratar de preverlo no es tarea humana; es solo divina, y se forja en el trato directo amoroso con él.
Cuenta conmigo, Fulgencio Espa

Gaudete et exsultate (Francisco I)

115. También los cristianos pueden formar parte de redes de violencia verbal a través de internet y de los diversos foros o espacios de intercambio digital. Aun en medios católicos se pueden perder los límites, se suelen naturalizar la difamación y la calumnia, y parece quedar fuera toda ética y respeto por la fama ajena. Así se produce un peligroso dualismo, porque en estas redes se dicen cosas que no serían tolerables en la vida pública, y se busca compensar las propias insatisfacciones descargando con furia los deseos de venganza. Es llamativo que a veces, pretendiendo defender otros mandamientos, se pasa por alto completamente el octavo: «No levantar falso testimonio ni mentir», y se destroza la imagen ajena sin piedad. Allí se manifiesta con descontrol que la lengua «es un mundo de maldad» y «encendida por el mismo infierno, hace arder todo el ciclo de la vida» (St 3,6).

Homilía (Domingo XXX de Tiempo Ordinario)

EMPRENDER DE NUEVO EL CAMINO

1.- Un tiempo de esperanza.

Estamos en octubre. Nueva etapa en nuestra vida. Otra vez el trabajo programado, la meta a conseguir, el compromiso a realizar. El otoño está lleno de esperanzas, proyectos, empresas, ilusiones y empeños. Intentamos, después del paso regenerador del verano, tomar otra vez todo en serio: lo que acontece en nosotros y a nuestro alrededor, el compromiso social y político, el progreso de nuestra persona, la profundización en la fe, una mayor cohesión y participación como miembros de la Iglesia.

Cada otoño, como ley de la naturaleza, trae su simiente a punto, queremos dar pasos adelante, preparamos la cosecha futura, aunque incierta.

En nuestra vida, apunta, entre nubes, un rayo de esperanza.

2.- Dificultades:

Sin embargo, todo esto no es fácil llevarlo a cabo, ni conservarlo.

Nos vemos como el pueblo de Israel (Jer 31, 7-9), en un amargo destierro individual, comunitario y de otros muchos órdenes. La reconstrucción, cuando se da, es muy lenta; las más de las veces, defectuosa. Tenemos prisa. Nos ponemos nerviosos. Queremos todo a la vez o nada.

Nos encontramos desorientados al borde del camino de Jericó, tirados en la cuneta. Vemos que un gran movimiento se avecina, lo sentimos. Una marcha ambiciosa se emprende a nuestro lado. Todo nuestro ser se conmueve (Mc 10, 46-52).

Hay algo y alguien que grita la alegría, que nos llena de gozo; una luz nueva para nuestros ojos, un camino que nace bajo los pies, la esperanza, el futuro mejor, nuevas fronteras y nueva tierra. El profeta no calla a nuestro lado; Jesús de Nazaret pasa una vez más. La oportunidad está en nuestras manos: un tiempo nuevo se nos abre.

A pesar de todo, nos debatimos entre la decisión y la incertidumbre; no sabemos si dar pasos hacia adelante o descansar en la marcha. Tenemos miedo al fracaso, a empezar otra vez con la incertidumbre de lo que vamos a conseguir. Por eso, queremos dejar atrás lo emprendido antes, acallar lo que nos inquieta, apagar el nuevo fuego prendido, anochecer el día, borrar el camino, sembrar las tinieblas, abrigar el temor, refugiarnos en la debilidad.

<

p style=»text-align:justify;»>3.-Causas de ellas.


Es que para emprender este camino nuevo, con decisión, tenemos graves dificultades.

— Unas son nuestras, personales; hay algo que nos ciega; impedimentos que mantenemos: estamos como cojos, cargados de peso y molestias, como las mujeres encinta, o con graves preocupaciones, como una madre recién dada a luz. Tenemos la tendencia a mantener lo establecido, a huir de las complicaciones, a esquivar encontrarnos en situaciones difíciles. Preferimos vivir muertos, a llevar una vida rica, a pesar de los riesgos. No sabemos perder la vida para ganarla; ni dejarnos arrancar u n ojo, para ver más; ni sufrir la amputación de una pierna, presentar la cara, jugarse el tipo, renunciar a la comodidad o a la libertad, para poder recorrer de prisa un camino nuevo.

— Encontramos también dificultades externas: las de «aquellos que nos engañan para que callemos». Gentes que hasta dicen ir acompañan- do a Jesús y defender su causa, pero tratan de ocultarlo, no quieren que nadie lo vea, para que nada se renueve, para que ningún ciego empiece a ver y emprenda el camino y moleste.

Aquellos que prefieren que Cristo sea una reliquia para venerar, en lugar de creer que es una fuerza eficaz de liberación, progreso, éxodo, de esperanza y futuro.

4.-Motivos de confianza

A pesar de todo esto nos encontramos hoy con el paso impetuoso de Jesús, como un vendaval que ilumina el camino: La esperanza de un nuevo curso no es inútil ni vana. Para hacerla realidad contamos con la fuerza de la salvación de Dios: «El Señor ha salvado a su pueblo» (Jer 31, 7). La fe engendra en nosotros una confianza grande: nos cura, nos hace recobrar la vista y el camino. «Anda, tu fe te ha curado. Recobró la vista y le seguía por el camino» (Mc 10, 52).

Por ello, podemos trocar el miedo en arrojo; la tristeza en gozo; el desierto y la sed en tierra de aguas vivas, torrentes abundantes, por la presencia del Espíritu de Dios en nosotros.

Lo que queremos es posible, pues Dios nos mira como a su Primogénito, y está empeñado, con Alianza eterna, en que no se malogre su semilla. «El será un Padre para nosotros, y nosotros su Primogénito» (Jer 31, 9).

 Jesús Burgaleta

Mc 10, 46-52 (Evangelio Domingo XXX de Tiempo Ordinario)

El Evangelio de este Domingo nos presenta la última etapa del camino (geográfico pero, también, espiritual) que Jesús inició con los discípulos en Galilea y que le conducirá a Jerusalén, al encuentro de la pasión, muerte y resurrección.

Es la última escena de un recorrido que no ha sido fácil y en el cual los discípulos se aferran a sus ideas y proyectos propios, como aquellos que no ven, no queriendo entender y aceptar que el camino del Reino debe pasar por la cruz y por la entrega de la vida.

El episodio que hoy se nos propone, nos sitúa a la salida de la ciudad de Jericó. Jericó, la “ciudad de las Palmeras”, es un oasis situado a orillas del Jordán, al norte del Mar Muerto, y que dista unos 30 kilómetros de Jerusalén.

En la época de Jesús, era una ciudad relativamente importante, donde Herodes el Grande, había edificado un lujoso palacio de Invierno.

Además de Jesús, Marcos sitúa en el centro de la escena a un mendigo ciego con el nombre de Bartimeo (“hijo de Timeo”). Este nombre, medio arameo (“bar”) y medio griego (“timaios”), es un nombre muy inusual en el ambiente hebreo palestinense donde se sitúa la historia (nunca aparece entre los cerca de 2.000 nombres propios que se mencionan en el Antiguo Testamento); a los lectores romanos de Marcos, con todo, el nombre debía evocarles a “Timeo”, uno de los más conocidos “diálogos” de Platón. Algunos autores piensan que, más que un personaje histórico, el ciego Bartimeo sería una figura simbólica.

Los “ciegos” formaban parte del grupo de los excluidos de la sociedad palestina de entonces. Las deficiencias físicas eran consideradas, por la teología oficial, como resultado del pecado. Según la concepción de la época, Dios castigaba de acuerdo con la gravedad de la culpa. La ceguera era considerada el resultado de un pecado especialmente grave: una dolencia que impidiese al hombre estudiar la Ley, era considerada como la maldición de Dios por excelencia. Por su condición de impureza notoria, los ciegos estaban impedidos para servir de testigos en un tribunal y para participar en las ceremonias religiosas del Templo.

Es natural que Jesús encontrara, cuando salía de Jericó, a un ciego que mendigaba junto a la puerta de entrada de la ciudad. Parece claro que, alrededor de ese acontecimiento, Marcos construye una catequesis para sus lectores.

¿Quién es, en la catequesis de Marcos, este “ciego” que Jesús encuentra al lado del camino, cuando se dirige a Jerusalén? Representa a todos esos a quienes la teología oficial consideraba pecadores, malditos, marginales, alejados de Dios y de su propuesta de salvación.

El ciego de nuestra historia está sentado a la vera del camino, probablemente pidiendo limosna. El estar sentado significa acomodado, instalado, conformado. Él está privado de la luz y de la libertad y está conforme con su triste situación, sabiendo que, por sí sólo, es incapaz de salir de ella. El pedir limosna (el texto refiere explícitamente su condición de mendigo, v. 46), indica la situación de esclavitud y de dependencia en la que el hombre se encuentra.

Con todo, el paso de Jesús de Nazaret descubre al ciego la conciencia de su situación de miseria, de dependencia, de esclavitud. Entonces, Bartimeo comprende el sin sentido de su situación y tiene la voluntad de apostar por otra experiencia.

El paso de Jesús por la vida de alguien es, siempre, un momento de toma de conciencia, de cuestionamiento, de desafío, que lleva a poner en crisis la antigua vida y a sentir el imperativo de ir más allá.

Sin embargo, Bartimeo es consciente de su debilidad y siente que, sin la ayuda de Jesús, continuará envuelto en las tinieblas de la dependencia, de la esclavitud, de la instalación. Por eso pide: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí” (v. 47). El título “Hijo de David” es un título mesiánico. Por tanto, Bartimeo ve en Jesús a ese Mesías liberador que, según la mentalidad judía, había de venir no sólo para salvar a Israel de los opresores, sino también para dar vida en plenitud a cada miembro del Pueblo de Dios.

Antes de referir la intervención de Jesús, Marcos describe la reacción de los que están alrededor de Jesús: reprendían al ciego y querían hacerlo callar (v. 48). Cuando alguien encuentra a Jesús y quiere dejar la vida antigua para unirse al Reino que Jesús vino a proponer, encuentra siempre resistencias (que vienen, a veces, de los familiares, de los amigos, de los compañeros).

Estos que reprenden y mandan callar al ciego representan, por tanto, a todos aquellos que ponen obstáculos a quien quiere dejar su situación de miseria y de esclavitud para adherirse a la propuesta liberadora que hace Cristo. No obstante, la oposición no sólo no desanima al ciego, sino que le lleva a gritar todavía más fuerte: “Hijo de David, ten compasión de mí”. La incomprensión o la oposición de los hombres nunca hacen desistir a aquellos que ven pasar a Jesús y que ven en él una propuesta de vida y libertad.

Jesús se paró y mandó llamar al ciego. La escena nos recuerda los relatos de llamada de los discípulos (cf. Mc 1,16-20; 2,14; 3,13). Los mediadores que transmiten al ciego las palabras de Jesús le dicen: “Ánimo, levántate, que te llama” (v. 49). O sea, deja tu situación de miseria, de esclavitud y de dependencia, porque Jesús te llama. La llamada es siempre, en estos casos, a hacerse discípulo, a seguir a Jesús por el camino del amor y de la donación de la vida.

Como respuesta, el ciego tiró la capa, dio un salto y fue a donde estaba Jesús (v. 50). La capa estaría colocada debajo del ciego, como manta, o delante para recoger las monedas que le echaban; en cualquier caso, la capa es todo lo que un mendigo posee, la única cosa de la que podría desprenderse (otros dejarán la barca, las redes o la mesa donde recogían impuestos). El echar fuera la capa significa, por tanto, el dejar todo lo que se posee para ir al encuentro de Jesús. Es un corte radical con el pasado, con la vida vieja, con la anterior situación, con todo aquello en lo que se apostó anteriormente, a fin de comenzar una vida nueva al lado de Jesús.

Jesús preguntó al ciego: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Es la misma pregunta que, poco antes, Jesús hiciera a Juan y a Santiago (cf. Mc 10,36). La identidad de la pregunta acentúa, con todo, la diferencia en la respuesta. Los dos hermanos querían sentarse al lado de Jesús y ver concretados sus sueños de grandeza y de poder; el ciego Bartimeo, al contrario, cansado de estar sentado en una vida de esclavitud y de ceguera, quiere encontrar la luz para seguir a Jesús (v. 51).

Jesús responde a Bartimeo: “Anda, tu fe te ha curado” (v. 52). La fe no es la simple adhesión a determinadas verdades abstractas, que el creyente acepta acríticamente; sino que, en el contexto neotestamentario, la fe es la adhesión a la persona de Jesús y a su propuesta de salvación. Por eso, Marcos termina su historia diciendo que el ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, esto es, se hizo discípulo de Jesús.

Al adherirse a Jesús y a su propuesta de salvación, al aceptar seguir a Jesús por el camino del amor y de la entrega de la vida (Jesús se prepara para entrar en Jerusalén, donde va a hacer entrega de su vida en favor de los hombres), Bartimeo encontró la salvación: dejó la vida de oscuridad, de esclavitud, de dependencia en la que estaba y nació a esa vida verdadera y eterna que, a través de Jesús, Dios ofrece a los hombres.

El ciego Bartimeo al que encontramos mendigando, sentado a la vera del camino, a la salida de Jericó representaba, inicialmente, a los pecadores que vivían lejos de Dios y al margen de la salvación. Después de encontrar a Jesús, Bartimeo se transforma y se convierte en el prototipo del verdadero discípulo. Destinatario privilegiado de la propuesta de salvación que Jesús trae, acoge sin vacilaciones la llamada que se le hace, se libera de la vida vieja y, con alegría, decisión y entusiasmo, acepta, sin condiciones, seguir a Jesús por el camino del amor y de la donación de la vida. Igual que Bartimeo los discípulos de Jesús son invitados a identificarse con él.

La situación inicial del ciego Bartimeo (que yace en la oscuridad, dependiente, acomodado, conforme con su situación), evoca una realidad que conocemos bien. Evoca la condición del hombre esclavo, prisionero del egoísmo, del orgullo, de los bienes materiales, de la pereza, de la vanidad, del éxito; evoca la condición de aquellos que están acomodados en su situación de miseria, instalados en sus prejuicios y proyectos personales, conformes con una vida de horizontes limitados; evoca la condición de aquel que se siente rehén de sus vicios, hábitos y pasiones y que siente su incapacidad para romper, por sí mismo, las cadenas que le impiden ser libre.

¿Esta situación será una situación insuperable, a la que el hombre está condenado de forma permanente?

La Palabra de Dios que se nos propone nos garantiza que la situación del hombre ciego, prisionero de la oscuridad, no es una situación irresoluble, obligatoria, sin remedio. Jesús vino al mundo, enviado por el Padre, con una propuesta de liberación destinada a todos aquellos que buscan la luz y la vida verdadera.

Ese Jesús de Nazaret que se cruzó con el ciego a la salida de Jericó, continúa cruzándose hoy, de forma continuada, con cada hombre y con cada mujer en los caminos de la vida y les ofrece, sin cesar, la propuesta liberadora de Dios. Es necesario, sin embargo, que no nos cerremos en nuestro egoísmo y en nuestra autosuficiencia, sordos y ciegos a las llamadas de Dios; es necesario que nuestra preocupación por los valores efímeros no nos distraiga de lo esencial; es preciso que aprendamos a reconocer los retos de Dios en esos acontecimientos cotidianos con los que, tantas veces, Dios nos interpela y cuestiona.

¿Qué implica el aceptar la propuesta que Jesús realiza?
Fundamentalmente implica, como sucedió con Bartimeo, hacerse discípulo. Ser discípulo de Jesús, es adherirse a su persona, acoger sus valores, vivir en obediencia a los proyectos del Padre, hacer de la vida un don de amor a los hermanos; es solidarizarse con los pequeños, con los pobres, con los perseguidos, con los marginados y luchar por un mundo donde todos sean acogidos como hijos de Dios, iguales en derechos y en dignidad; es luchar contra las estructuras que generan injusticia, opresión y muerte; es ser testigo, con palabras y con gestos, de verdad, de justicia, de paz, de reconciliación.
Quien acepta seguir el camino del discípulo, elige vivir en la luz y está contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo.

Cuando oímos la “llamada” de Dios, ¿cuál debe ser nuestra respuesta? Bartimeo, después de oír decir que Jesús le llamaba, tiró fuera su capa y corrió al encuentro de Jesús.
El gesto de Bartimeo representa, aquí, la renuncia inmediata a la vida antigua, al egoísmo, a la comodidad, a la esclavitud, a los comportamientos incompatibles con la adhesión a Cristo y a ese camino nuevo que Jesús invita a recorrer. Eso es, también, lo que pide Jesús a todos aquellos a quienes llama a la vida nueva

En la historia del encuentro de Bartimeo con Cristo, aparecen otros personajes, con papeles varios. Unos, constituyen un obstáculo para la adhesión de Bartimeo a Cristo, otros se presentan como intermediarios entre Cristo y Bartimeo y transmiten al ciego las palabras de Jesús.

Este hecho sirve para que nos hagamos conscientes del papel de aquellos que nos rodean en nuestro camino de fe. A lo largo de nuestro caminar, encontramos siempre personas que nos ayudan a ir al encuentro de Cristo y personas que (muchas veces con buenas intenciones) intentan impedirnos que nos encontremos con Cristo.

Necesitamos aprender a discernir entre las distintas opiniones que se nos proponen y dar la debida importancia a quienes nos ayudan a descubrir el camino que lleva a la vida verdadera.

Quien encuentra a Cristo y acepta el reto de vivir como discípulo ¿tiene, a partir de ahí, un camino fácil? De ninguna forma.
Tiene que abandonar la vida cómoda e instalada en la que vivía y enfrentarse a una nueva realidad, en un desafío permanente, en un cuestionamiento constante; tiene que aprender a enfrentarse a las críticas, a las incomprensiones, a los enfrentamientos con aquellos que no comprenden su opción; tiene que recorrer, día a día, el difícil camino del amor, del servicio, de la entrega, de la donación de la vida. Es necesario, sin embargo, que el discípulo sea consciente de que el camino de Jesús no es un camino que lleva a la muerte, sino que es un camino que lleva a la resurrección, a la vida verdadera y eterna.

Heb 5, 1-6 (2ª lectura Domingo XXX de Tiempo Ordinario)

Continuamos, en este Domingo 30 del Tiempo Ordinario, leyendo la Carta a los Hebreos, una reflexión destinada a comunidades cristianas en situación difícil, expuestas a peligros varios y que, por eso mismo, están en una situación de fragilidad, de cansancio y de desaliento. El objetivo del autor de la Carta es ayudarles a reanimar su entusiasmo inicial, a revitalizar su compromiso con Cristo y a empeñarse en una fe más coherente y más comprometida.

En ese sentido, el autor de esta reflexión invita a los creyentes a apreciar el misterio de Cristo, el sacerdote por excelencia, que el Padre envió al mundo con la misión de invitar a todos los hombres a formar parte de la comunidad del Pueblo sacerdotal.

Una vez comprometidos con Cristo, los creyentes, miembros de ese Pueblo sacerdotal, deben hacer de su vida un continuo sacrificio de alabanza, de entrega y de amor.

Al recordar a los creyentes su compromiso con Cristo y con la comunidad del Pueblo sacerdotal, el autor ofrece a los cristianos la base para revitalizar su experiencia de fe, debilitada por la hostilidad del ambiente, por la acomodación por la monotonía.

El texto que se nos propone, está incluido en la segunda parte de la Carta a los Hebreos (cf. Heb 3,1-5,10). Ahí, el autor presenta a Jesús como el sacerdote fiel y misericordioso que el Padre envió al mundo para cambiar los corazones de los hombres y para aproximarlos a Dios. A los creyentes les pide que “crean” en Jesús, esto es, que escuchen atentamente las propuestas que Cristo vino a hacer, que las acojan en el corazón y que las transformen en gestos concretos de vida.

En el universo religioso judío, el sumo sacerdote ocupaba el lugar más elevado en la jerarquía del clero del Templo y, de alguna manera, presidía la institución sacerdotal. Era el único en entrar, una vez al año, en el lugar más sagrado del Templo (“Debir”, o “Santo de los Santos”), en el solemne “Día de las Expiaciones” (“Yom Kippurim”), con la sangre de un animal inmolado, para asperjar el “propiciatorio” (“kapporet”) y conseguir el perdón de Dios para los pecados del Pueblo. De esa forma, el sumo sacerdote se hacía el intermediario por excelencia de la relación entre los hombres y Dios.

Para la mentalidad judía, hay tres elementos fundamentales ligados a la figura del sumo sacerdote.

En primer lugar, es un escogido de Dios: el sumo sacerdote no es alguien que, por su iniciativa personal, se propone para el cargo; sino que es alguien a quien Dios llama y a quien confía esta misión (fue Dios quien, por su iniciativa, llamó a Aarón y a toda su descendencia).

En segundo lugar, el sumo sacerdote es un hombre tomado de entre los hombres: su humanidad no le hace inepto para una misión tan sublime; al contrario, la fragilidad y debilidad que resultan de su humanidad, le hacen apto para comprender los errores y los pecados de los otros hombres por quienes intercede.

En tercer lugar, el sumo sacerdote tiene una función mediadora: su misión es “ofrecer dones y sacrificios por los pecados”, presentando ante Dios el arrepentimiento de los hombres y llevando a los hombres el perdón de Dios, de esa forma, él reconstruye la relación de los hombres con Dios.

En la perspectiva del autor de la Carta a los Hebreos, Jesús es el sumo sacerdote por excelencia.

En primer lugar, porque fue llamado y designado por Dios para esta misión (a pesar de no ser del linaje del sacerdote Aarón); el hecho de ser Hijo de Dios, da a su sumo sacerdocio una categoría, una dignidad y una cualidad suprema, una vez que lo pone en contacto personal e íntimo con el Padre, dando de esa forma una expresión más completa a esa mediación que él está llamado a realizar entre Dios y los hombres.

En segundo lugar, porque él también fue hombre. Al asumir nuestra humanidad, experimentó nuestra debilidad y fragilidad y se hizo capaz de entender nuestras flaquezas y nuestros pecados y de hacerse nuestro mediador e intercesor ante el Padre.

Su proximidad e intimidad con el Padre, por un lado, y su humanidad, por otro, hacen de él el perfecto mediador e intercesor, capaz de restablecer definitivamente la comunión entre Dios y los hombres. De hecho, él vino a nuestro encuentro, nos mostró el amor del Padre, nos invitó a eliminar el egoísmo y el pecado que nos apartaban de la comunión con Dios, nos llamó a formar parte de la familia de Dios y nos enseñó qué teníamos que hacer para ser hijos de Dios.

Al presentar a Jesús como el sumo sacerdote, llamado por el Padre y enviado al mundo para liberar a los hombres del egoísmo y del pecado y para conducirlos a la comunión con Dios, el autor de la Carta a los Hebreos nos invita (todos los textos que la liturgia de este Domingo nos proponen apuntan en esa misma dirección) a contemplar la grandeza del amor que Dios nos ofrece.

La contemplación de la encarnación de Jesús y de todo lo que él realizó mientras recorrió los caminos y las aldeas de Palestina nos habla de un amor sin límites, expresado en gestos concretos y que culmina en una entrega total, en la cruz. A nosotros nos queda contemplar a Jesús, escucharle, aceptar su propuesta, apartar de nuestra vida el egoísmo y el pecado, seguirle por ese camino de donación y entrega que irá llevándonos a formar parte de la familia de Dios y a poseer la vida verdadera.

Para el autor de nuestro texto, al asumir nuestra humanidad, Jesús experimentó nuestra fragilidad, nuestra debilidad, nuestra dependencia; se hizo, por tanto, capaz de comprender nuestros errores y faltas y de contemplar nuestras deficiencias con bondad y misericordia.

Hay dos consecuencias, para nuestra vida concreta, que surgen de aquí.
La primera, nos lleva a la confianza y a la esperanza: junto a Dios nuestro Padre, tenemos un intercesor que entiende nuestras dificultades y que, a pesar de nuestros fallos, sigue apostando por integrarnos en la familia de Dios.
La segunda, nos lleva al compromiso con los hermanos: la solidaridad de Cristo con nosotros nos invita a la solidaridad con los pequeños, con los últimos, con los pobres, con aquellos que el mundo rechaza y margina; nos invita a identificarnos con los sufrimientos y angustias, con las alegrías y esperanzas de cada hombre o mujer; nos invita a hacer lo que esté a nuestro alcance para promover a aquellos que son humillados, explotados, incomprendidos, situados al margen de la vida.

Los planes de Dios para salvar y liberar a los hombres se realizan porque Cristo, el Hijo, asumió los proyectos del Padre y vivió siempre en obediencia incondicional a las propuestas de Dios.
Hoy los proyectos de salvación y de liberación que Dios tiene para los hombres continúan realizándose a través de aquellos que se adhieren a Jesús y quieren, como él, vivir en la estricta obediencia a los planes de Dios.

¿Me siento, como Jesús, testigo de la salvación de Dios ante mis hermanos?
¿Mi egoísmo y mi comodidad alguna vez me desvían del cumplimiento de los proyectos de Dios?
¿Aquellos con los que me cruzo, a cada paso, por los caminos del mundo, han encontrado en mi una propuesta creíble de vida y de liberación?

Jer 31, 7-9 (1ª lectura Domingo XXX de Tiempo Ordinario)

Jeremías, el profeta nacido en Anatot alrededor del año 650 antes de Cristo, ejerció su misión profética entre el 627 y el 626 antes de Cristo, hasta después de la destrucción de Jerusalén por los babilonios, el 586. El escenario de la actividad del profeta es, en general, el reino de Judá (y sobre todo, la ciudad de Jerusalén).

La primera fase de la predicación de Jeremías, abarca parte del reinado de Josías. Este rey, preocupado por defender la identidad política y religiosa del Pueblo de Dios, lleva a cabo una impresionante reforma religiosa, destinada a expulsar del país los cultos a los dioses extranjeros. El mensaje de Jeremías, en este período, se traduce en una constante llamada a la conversión, a la fidelidad a Yahvé y a la alianza.

Sin embargo, en el 609, Josías murió, en combate contra los egipcios. Joaquín le sucede en el trono. La segunda fase de la actividad profética de Jeremías, abarca el tiempo del reinado de Joaquín (609-597).

El reinado de Joaquín es un tiempo de desgracia y de pecado para el Pueblo, y de incomprensión y sufrimiento para Jeremías. En esta fase, el profeta aparece criticando las injusticias sociales, (muchas veces fomentadas por el mismo rey) y la infidelidad religiosa (traducida, sobre todo, en la búsqueda de alianzas políticas: procurar la ayuda de los egipcios, significaba no confiar en Dios y, en contrapartida, poner la esperanza del Pueblo en los ejércitos extranjeros). Jeremías está convencido de que Judá ya sobrepasó todas las medidas y que es inminente una invasión babilónica que castigará los pecados del Pueblo de Dios. Es, sobre todo, eso lo que predica a los habitantes de Jerusalén. Las previsiones funestas de Jeremías se cumplen: en el 597 Nabucodonosor invade Judá y deporta a Babilonia a una parte de la población de Jerusalén.

En el trono de Judá queda, entonces, Sedecías (597-586). La tercera fase de la misión profética de Jeremías se desarrolla, precisamente, durante este reinado.

Después de algunos años de calma sumisa con Babilonia, Sedecías vuelve a experimentar la vieja política de las alianzas con Egipto. Jeremías no está de acuerdo conque se confíe en ejércitos extranjeros más que en Yahvé. Pero, ni el rey, ni los notables prestan ninguna atención a la opinión del profeta.

El año 587 Nabucodonosor pone cerco a Jerusalén; sin embargo, un ejército egipcio viene en socorro de Judá y los babilonios se retiran. En ese momento de euforia nacional Jeremías aparece anunciando la vuelta del cerco y la destrucción de Jerusalén (cf. Jer 32,2-5). Acusado de traición, el profeta es encarcelado (cf. Jer 37,11-16)e, incluso, corre peligro su vida (cf. Jer 38,11-13). Entretanto Jeremías continúa predicando la rendición, Nabucodonosor se apodera, de hecho, de Jerusalén, destruye la ciudad y deporta a su población a Babilonia (586).

Es imposible decir con seguridad el contexto en el que apareció el mensaje que presenta el texto que hoy se nos propone.

Para algunos comentaristas, se trata de un oráculo que podría situarse en la primera fase de la actividad profética de Jeremías (reinando Josías) y estar dirigido a los israelitas del Reino del Norte. Sería un mensaje de esperanza, destinado a animar a ese pueblo que hacía ya cerca de cien años que perdió su independencia y estaba bajo el dominio asirio.

Para otros, sin embargo, este texto sería de la época de Sedecías, en algún momento entre la primera y la segunda deportación del Pueblo a Babilonia (597-586). Es la época en la que Jeremías descubre perspectivas teológicas nuevas y comienza a reflexionar sobre un tiempo nuevo que Dios va a ofrecer a su Pueblo: después de la catástrofe, será posible reiniciar todo, pues Dios tiene en mente realizar una nueva Alianza con Judá.

El texto que se nos propone comienza con una invitación a la alegría y a la alabanza (v. 7). ¿Por qué? Porque Yahvé va a reunir a su Pueblo (¿Disperso en Asiria? ¿En Babilonia?), va a conducirlo a través del desierto y va a hacerle volver a su patria. Reunir, conducir y hacer volver a la patria, son los tres verbos que, tradicionalmente, definen la acción de Dios en favor de su Pueblo, durante el Éxodo.

Después de la afirmación general, el profeta presenta algunos pormenores de este Nuevo Éxodo. De la comitiva formarán parte “ciegos y cojos, preñadas y paridas”(v. 8b). El ciego y el cojo son figuras tradicionales ligadas al tema del Éxodo (cf. Is 35,5), que recuerdan la situación de necesidad y de carencia en la que los exiliados yacían y, al mismo tiempo, evocan la acción extraordinaria de Dios en el sentido de liberar a su Pueblo de esa carencia y de esa necesidad. Con la imagen de la mujer preñada y de la mujer parida, el profeta representa el dolor y el sufrimiento, pero también la fecundidad, la alegría, la esperanza en un futuro nuevo y lleno de vida.

En el último versículo de nuestro texto (v. 9), Yahvé se presenta como un padre lleno de amor por su hijo/Pueblo. Ese amor se traducirá en el fin del Exilio y en el regreso de los exiliados a su tierra “entre consuelos”, por un “camino llano” y fácil. Al final de ese Éxodo triunfal, Yahvé ofrecerá a su Pueblo vida abundante y fecunda (“los llevaré a torrentes de agua”).

El texto da cuenta de la preocupación de Dios por la vida, la felicidad y la realización plena de su Pueblo. Incluso en los momentos más dramáticos de Israel en su camino por la historia, cuando el Pueblo parecía privado definitivamente de luz y de libertad (“ciego” y “cojo”), Dios estaba allí, preocupándose por liberarlo y por llevarlo de la mano, con amor de padre, al encuentro de la libertad y de la vida plena.

Lo que este texto nos dice, antes de nada, es que el Dios en quien creemos no es un Dios insensible y alejado de los dolores y dificultades de los hombres, sino que es un Dios sensible y atento, que cuida de sus hijos con amor padre.
A lo largo del camino que vamos recorriendo por la historia, también hacemos, como los antiguos israelitas, la experiencia de la esclavitud, de la dependencia, del miedo, de la desesperación, de la decepción.

La Palabra de Dios que hoy se nos ofrece nos garantiza que no estamos solos frente a los dramas y sufrimientos; Dios va a nuestro lado y, con amor de padre, cuida de nosotros, nos da la mano, nos conduce al encuentro de la vida eterna y verdadera. A nosotros nos queda reconocer su presencia (a veces tan discreta que no la notamos) y, con humildad y sencillez, aceptar su amor.

En la perspectiva del profeta, la acción salvadora y liberadora de Dios se extiende a todos, incluso a los “ciegos” y a los “cojos”. Los “cojos” y los “ciegos” representan aquí a aquellos que están en una situación de fragilidad, de debilidad, de dependencia y que son incapaces, por sí solos, de dejar esa condición. También con esos, o especialmente con esos, Dios quiere caminar.

En verdad, Dios no margina a nadie, ni sitúa a nadie al margen de su propuesta de salvación. Los débiles, los limitados, los marginados ocupan un lugar especial en el corazón de Dios y son objeto privilegiado de su amor y de su misericordia. En nuestra sociedad, los pequeños, los pobres, los enfermos, los ancianos, los extranjeros sin papeles son, frecuentemente, marginados y superados por el tren de la historia. La sociedad se edifica sin ellos o, al menos, sin tener en cuenta sus necesidades y carencias.

Nosotros, los creyentes, formados en la escuela de Dios, necesitamos mirarles con el mismo mirar de Dios, descubrir que también ellos son hijos queridos y amados de Dios, denunciar las estructuras que los marginan, crear mecanismos de inclusión y de integración. Es preciso ver en cada hombre o mujer, en el “cojo”, en el “ciego”, en el anciano, en el enfermo, en el marginal, a un hermano al que Dios ama y a quien quiere ofrecer, por nuestro medio, la vida plena, la salvación definitiva.

Hay, en todo el capítulo 31 del profeta Jeremías (de donde está sacado el texto que hoy se nos propone) una impresionante llamada a la esperanza, a la confianza en Dios. A veces, estamos tentados de mirar nuestra vida y la historia de nuestro mundo, con ojos de pesimismo, de miedo y de desesperación. El terrorismo, los crímenes contra el medio ambiente, las dificultades económicas, las enfermedades incurables, el hambre, la miseria, los valores efímeros, parecen pintar de negro nuestro futuro y el futuro de nuestro planeta. Sin embargo, la Palabra de Dios que hoy se nos propone nos da confianza: no tengáis miedo, pues Dios camina con vosotros por la historia y, como un padre lleno de bondad que enseña a su hijo a caminar, os conducirá de la mano al encuentro de la vida verdadera. Hay, ciertamente, un futuro para nosotros, pues Dios nos ama y camina con nosotros.

Comentario al evangelio – 22 de octubre

He sido testigo cercano de amargas batallas familiares a la hora de distribuir las partes de una herencia; si no se hace con un espíritu de libertad y de fraternidad, esta acción legal termina creando hondas heridas familiares y resentimientos de por vida. Jesús percibe que detrás del reclamo de uno de los hermanos que disputan una herencia familiar, podría anidar un mal mayor; por eso, aprovecha la ocasión para ir a la raíz del problema: la codicia que atrapa al corazón del hombre. El relato de una persona insensata que vive bajo el dominio del deseo de tener cada vez más le sirve al evangelista para dejar al descubierto la necedad de una vida cuyo objetivo central es acumular riquezas sin tener en cuenta a los demás. Es muy propio del evangelista Lucas resaltar que la riqueza puede llegar a absorber de tal forma al ser humano que le lleve a vivir sumergido en el egoísmo y en el vacío. Termina el texto con una afirmación de Jesús, que se convierte para nosotros en una máxima evangélica: “Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios”.

¿Qué significa “hacerse rico ante Dios”? Lo contrario es atesorar para sí mismo, es decir, vivir sólo pensando en uno mismo, olvidándose de los demás; llevar una vida encerrada e insolidaria. El que vive así pierde su vida porque deja de lado a sus hermanos y se aísla de la familia humana que nos ha dado el Padre Dios. “Hacerse rico ante Dios” supone, en primer lugar, vivir en plena confianza en el Abbà, abierto a su Providencia que nos cuida; segundo, vivir en libertad absoluta de todo ídolo que quiera apoderarse de nuestro corazón para convertirnos a nosotros mismos en el objeto de nuestra propia adoración y, tercero, vivir en generosa apertura a la solidaridad y al servicio, que se plasma en la preocupación por las necesidades de los demás.

En tiempos de tanto individualismo e indiferencia social es muy fácil caer en la tentación de pensar sólo en uno mismo y, a lo mucho, en los que pertenecen al propio núcleo familiar, sin tener en cuenta a los demás, especialmente a quienes más necesitan de nuestro apoyo. Más aún, en tiempo de crisis económica, como la que estamos atravesando a nivel mundial, nos vemos empujados a tener una mentalidad de sobrevivencia individualista: acumular para subsistir y protegernos de los peligros que puedan sobrevenir. El evangelio es claro: nos invita a “hacernos personas ricas ante Dios”, a vivir la confianza en Dios, que nos libera de toda codicia y nos lanza a compartir con los más necesitados; es decir, vivir en la misma clave con la que Jesús entregó su vida hasta el final, sin reservas ni exclusiones.

Carlos Sánchez Miranda, cmf.