El evangelio de la Natividad sigue resonando como un eco en nuestros oídos: En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios.
Por medio de esa Palabra que estaba junto a Dios y era Dios se hizo todo lo que ha llegado a la existencia. En esa Palabra primigenia y creadora había vida, y vida inteligente y libre, lo cual hace de ella un ser vivo dotado de inteligencia y libertad. Y la vida era la luz de los hombres. No parece posible la vida sin luz. ¿Qué sería de la tierra sin la luz del sol? Sin el sol, o una estrella semejante, la tierra sería un lugar helado, oscuro y desértico: un lugar inhabitable, sin vida. La luz, tanto como el agua, es un elemento imprescindible para la vida que nosotros conocemos en la tierra. Decir que la vida es la luz es hacer de esa vida fuente de vida, puesto que la luz engendra y sostiene la vida. Y la luz brilla, porque no puede no brillar si se mantiene luz. Pero la luz brilla no en la luz (quizá sí en una luz menos potente), sino en la tiniebla; y ésta, si es muy tenebrosa, puede oponer resistencia a la misma luz. La luz suele abrirse paso en la tiniebla, pero no siempre lo consigue. No lo consigue cuando la tiniebla es una nube muy densa, espesísima e infranqueable.
Cristo, venido como luz a este mundo, tuvo sus introductores; primero fueron los profetas del AT.; después será el Precursor, Juan el Bautista, que hizo su aparición para testificar de la luz, ya presente en nuestro mundo. Él, aunque también iluminaba con su palabra y con su vida, no era la luz, sino testigo de la luz; por tanto, alguien que señalaba dónde estaba la luz para que tornáramos nuestras miradas hacia ella y nos dejáramos iluminar por ella, de modo que viniéramos a la fe. Aquí, venir a la fe es dejarse iluminar por esta luz sobrevenida. Y, en cuanto testigo de la luz, Juan cumplía la función de señalar al que había venido al mundo como luz, siendo la Palabra que estaba en el principio junto a Dios y era Dios.
En el tiempo, llegaba detrás de él, pues Juan era su precursor, pero acabará sobrepasándole –como reconoce el mismo Juan- y estando por delante de él, puesto que, en cuanto Palabra que estaba en el principio, existía antes que él. El testigo va por delante de aquello de lo que testifica, pero acaba siendo sobrepasado por lo que es objeto de su testimonio, puesto que está al servicio de éste. Así sucede con Juan como testigo de Cristo, de cuya plenitud todos recibimos gracia tras gracia. Él es la plenitud de los dones divinos que nos vienen por su medio desde la fontalidad del Padre. Por eso se dice que por medio de él nos vinieron la gracia y la verdad, dones que proceden del Donante supremo, el Padre de todos los dones.
Se trata de la gracia y la verdad que salvan. No acoger estos dones que nos llegan con Jesucristo, luz del mundo, es privarse de bienes salvíficos y quedar, por tanto, excluidos de la salvación ofertada. Pero esto no es imposible. La densidad de la tiniebla puede impedir la penetración de la luz. De hecho se dice, confirmando esta posibilidad, que la Palabra, que era la luz verdadera (y única) que alumbra a todo hombre, y que vino al mundo, en el que en cierto modo ya estaba, porque el mundo se hizo por su medio, no fue recibida ni conocida por ese mundo que era su hechura.
Es el caso de una criatura (=hechura) consciente –con capacidad para el reconocimiento de la realidad- que no reconoce a su Hacedor, una criatura en la que la tiniebla se ha hecho tan densa que resiste a la luz, esa luz que alumbra a todo hombre. Es el caso de alguien que viene a su casa y los suyos no lo reciben. Algo muy grave tiene que acaecer para que esto suceda, para que se produzca este rechazo. Se trata de la casa construida por él, del mundo hecho por él; se trata de sus criaturas, más suyas aún que los propios hijos, pues estos son el fruto de su potencia engendradora, pero aquellas lo son de su potencia creadora, hechura suya por entero. Mas el simple hecho de haber sido dotados de voluntad nos hace capaces de cerrar la puerta al que viene a su casa o los ojos al que viene como luz, nos hace capaces de despreciar esa luz que viene a proporcionarnos vida y vida abundante. Pero el que desprecia la luz se cierra a la vida.
Esto es lo que nos da a conocer el que ha venido al mundo como luz, el Hijo único que está en el seno del Padre, que es el único exegeta fiable de ese Dios que permanece en la invisibilidad, ese Dios al que nadie ha visto jamás.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID,
Dr. en Teología Patrística