El evangelista san Juan nos presenta una situación curiosa. Mientras el otro Juan, el Bautista, continúa bautizando a orillas del Jordán (aún no había sido encarcelado), Jesús acude con sus discípulos a la otra orilla del Jordán y comienza a bautizar, como si quisiera hacerle la competencia al Bautista. Esto genera una cierta confusión y una discusión acerca de la eficacia purificadora de los bautismos de uno y otro; hasta tal punto que los discípulos de Juan estiman que a su maestro le ha salido un contrincante que les está pisando el terreno; por eso se dirigen a él con tono de preocupación: Oye, Rabí –le dicen-, el que estaba contigo en la otra orilla del Jordán, de quién tú has dado testimonio, ése está bautizando y todo el mundo acude a él.
Se trata de aquel de quien Juan había dado testimonio, señalándole como el Cordero de Dios o como el Ungido del Espíritu, como el que habría de bautizar no sólo con agua, sino con Espíritu Santo. Por eso no extraña la respuesta que Juan da a sus discípulos preocupados por esta presunta injerencia: Nadie –les dice, tranquilizándoles- puede tomarse algo para sí si no se lo dan desde el cielo. Si él predica y bautiza es porque ha sido designado (desde el cielo) por Dios para realizar esta labor; si ahora ha salido otro que hace una tarea similar es porque Dios lo quiere así, no porque él se arrogue una potestad que no le compete. Además, Juan es consciente de la realidad. Él sabe bien que no es el Mesías, sino un simple precursor del mismo: la voz que clama en el desierto: allanad el camino al Señor. Y lo ha dicho públicamente: Yo no soy el Mesías, sino que me han enviado delante de él. Es sólo eso: un precursor. Y porque es consciente de esto, y de su indignidad frente al Mesías, puede alegrarse con el esposo, como se alegra el amigo del esposocuando le oye. Él no es el Esposo, pero sí el amigo del Esposo. Y entre amigos no hay envidias ni rivalidades. Por eso puede compartir sus éxitos; por eso puede alegrarse con la notoriedad que va adquiriendo Jesús a la otra orilla del Jordán.
Aunque haga lo mismo, Jesús no será para él ningún contrincante, sino aquel para quien él ha salido al desierto a predicar y a bautizar. Ambos están para cumplir el designio de Dios, cada uno en su papel. Pero mientras que Jesús tiene que crecer, él tendrá que menguar. Juan tiene muy claro el papel que le corresponde hacer y no le incomoda en absoluto la presencia en la misma región de aquel que él mismo ha señalado como Mesías. Forman parte del mismo plan divino y su función de precursor está llegando a su fin. Debe dejar paso al que viene detrás de él, pero que está llamado a crecer en el desempeño de su misión. Por eso a Juan no le importa que sus discípulos le abandonen y se vayan tras Jesús. Él mismo propicia esta deriva con su testimonio y su sincera confesión: Yo no soy el (Mesías) esperado.
¡Cuánto tendríamos que aprender de la actitud de Juan el Bautista, de su sinceridad y humildad! Sí, aprender a congratularnos con los éxitos de nuestros colegas o compañeros de trabajo, de los que comparten con nosotros oficio, misión, religión. Pero es frecuente que en vez de esta alegría compartida surjan las envidias y las rivalidades al ver prosperar a otro en sus empresas. Y, sin embargo, puede que el éxito de aquel que comparte intereses y proyectos con nosotros sea nuestro propio éxito o el de la institución en la que ponemos todas nuestras energías. El éxito de un apóstol de nuestra Iglesia tendría que ser visto como propio por todos los que formamos parte de esa Iglesia. Si no resulta así es que no nos sentimos Iglesia una, miembros del mismo Cuerpo. Estaríamos poniendo en cuestión nuestro grado de comunión eclesial. Porque semejante rivalidad no suele surgir entre una madre y un hijo, ni siquiera entre amigos. Sólo una unión, como la que existe en la auténtica amistad, puede impedir los perturbadores brotes de la envidia. Y si el Esposo une realmente a sus amigos, podremos compartir los éxitos y fracasos de los demás con relativa normalidad.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística