La actividad profética de Jeremías comienza alrededor de los años 627-626 antes de Cristo (cuando el profeta tenía poco más de veinte años) y se prolonga hasta después de la caída de Jerusalén en manos de los babilonios (586). El escenario de esa actividad es, en general, el reino de Judá (y sobre todo la ciudad de Jerusalén).
Es una época muy revuelta, tanto en el ámbito político como en el religioso. Judá acababa de salir de los reinados de Manasés (698-643 a.C.) y de Amón (643-640 a.C.), reyes impíos que multiplicaron por el país los altares dedicados a los dioses extranjeros y empujaron al Pueblo a apartarse de Yahvé.
En la época en que Jeremías comienza su ministerio profético, el rey de Judá es Josías (640.609 a. C.): se trata de un rey bueno, que intenta eliminar el culto a los dioses extranjeros y realizar la vida litúrgica de Judá en un único lugar, el Templo de Jerusalén.
Sin embargo, la reforma religiosa llevada a cabo por Josías provoca algunas resistencias; por otro lado, es una reforma que es más aparente que real: no se puede, por decreto y de repente, corregir el corazón del Pueblo y eliminar hábitos religiosos cultivados a lo largo de algunas decenas de años.
Es en este ambiente en el que Jeremías es llamado por Dios y enviado en misión.
El texto que se nos propone presenta el relato que Jeremías hace de la llamada que Dios le hace. Más que de un reportaje del “momento” en el que Dios llamó al profeta, se trata de una reflexión y de una catequesis sobre ese misterio siempre antiguo y siempre nuevo al que llamamos “vocación”.
La vocación profética, en la perspectiva de Jeremías, es, en primer lugar, un encuentro con Dios y con su Palabra (“recibí esta palabra del Señor…”, v. 4). La Palabra marca, a partir de ese momento, la vida del profeta y pasa a ser, para él, lo único decisivo.
En segundo lugar, la vocación es un designio divino: fue Dios quien escogió, consagró y constituyó a Jeremías profeta. Decir que Dios “escogió” al profeta (literalmente “conoció”, del verbo “yada”), es decir que Dios, por su iniciativa, estableció desde siempre con él una relación estrecha e íntima, de forma que el profeta, viviendo en la órbita de Dios, aprendiese a discernir los planes que Dios tenía para los hombres y para el mundo.
Decir que Dios “consagró” al profeta significa que Dios lo “reservó”, que lo “puso a parte” para su servicio. Decir que Dios “constituyó” al profeta “para las naciones” significa que Dios le confió una misión, misión que tiene un alcance universal. Todo esto, sin embargo, surge de la acción y de la elección de Dios, es iniciativa de Dios, no elección del hombre.
En la segunda parte del texto, tenemos el envío formal del profeta. Él debe ir a “dicirles lo que Dios le manda”, sin miedo ni servilismo, enfrentándose con los grandes de la tierra armado únicamente con la fuerza de Dios. Es la definición del “camino profético”, recorrido en el sufrimiento, en el riesgo, en la soledad, en el conflicto con todos los que se oponen a la propuesta de Dios. La lectura de hoy termina con una invitación a la confianza: “no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte”, v. 19).
Jeremías realizó en su vida, íntegramente, el proyecto de Dios. A tiempo y a destiempo, Jeremías denunció, criticó, demolió y destruyó, edificó y plantó. No tuvo mucho éxito: la familia, los amigos, el pueblo de Jerusalén, las autoridades, los sacerdotes, le darán la espalda, marginándolo, persiguiéndolo y maltratándolo.
Sin embargo, Jeremías nunca renunció a su misión: Dios le llenó de tal forma la vida, y la pasión por la Palabra de Dios “lo agarró” de tal forma, que el profeta vivió su misión, hasta el final, con la máxima intensidad.
Considerad, para la reflexión, las siguientes cuestiones:
Los “profetas” no son de una clase especial de personas, extinguidas hace ya muchos siglos, sino que son una realidad con la que Dios continúa contando para intervenir en el mundo y para recrear la historia.
¿Quiénes son, hoy, los profetas? ¿Dónde están?
En el bautismo, fuimos ungidos como profetas, a imagen de Cristo. ¿Somos conscientes de esa vocación a la que Dios nos ha convocado? ¿Tenemos noción de que somos la “boca” a través de la cual la Palabra de Dios se dirige a los hombres?
El profeta es el hombre que vive con los ojos puestos en Dios y en el mundo (en una mano la Biblia, en la otra el periódico). Viviendo en comunión con Dios e intuyendo el proyecto que él tiene para el mundo, y confrontando ese proyecto con la realidad humana, el profeta percibe la distancia que va desde el sueño de Dios a la realidad de los hombres. Es ahí donde él interviene, en nombre de Dios, para denunciar, para avisar, para corregir.
¿Somos este tipo de personas, que están simultáneamente en comunión con Dios y a la vez atentas a las realidades que afean nuestro mundo?
La denuncia profética implica, tantas veces, persecución, sufrimiento, marginación y, en tantos momentos, la propia muerte (Oscar Romero, Luther King, Gandhi…). ¿Cómo nos enfrentamos con la injusticia y con todo aquello que quita la dignidad a los hombres? ¿El miedo, la comodidad, la pereza, alguna vez nos impiden ser profetas?
En concreto, ¿en qué situaciones me siento llamado, en el día a día, a ejercer mi vocación profética?