Vísperas – Lunes V de Tiempo Ordinario

VÍSPERAS

LUNES V TIEMPO ORDINARIO

INVOCACIÓN INICIAL

V. Dios mío, ven en mi auxilio
R.Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén. Aleluya.

HIMNO

Hora de la tarde,
fin de las labores.
Amo de las viñas,
paga los trabajos de tus viñadores.

Al romper el día,
nos apalabraste.
Cuidamos tu viña
del alba a la tarde.
Ahora que nos pagas,
nos lo das de balde,
que a jornal de gloria
no hay trabajo grande.

Das al vespertino
lo que al mañanero.
Son tuyas las horas
y tuyo el viñedo.
A lo que sembramos
dale crecimiento.
Tú que eres la viña,
cuida los sarmientos

SALMO 10: EL SEÑOR, ESPERANZA DEL JUSTO

Ant. El Señor se complace en el pobre.

Al Señor me acojo, ¿por qué me decís:
«Escapa como un pájaro al monte,
porque los malvados tensan el arco,
ajustan las saetas a la cuerda,
para disparar en la sombra contra los buenos?
Cuando fallan los cimientos,
¿qué podrá hacer el justo?

Pero el Señor está en su templo santo,
el Señor tiene su trono en el cielo;
sus ojos están observando,
sus pupilas examinan a los hombres.

El Señor examina a inocentes y culpables,
y al que ama la violencia él lo odia.
Hará llover sobre los malvados ascuas y azufre,
les tocará en suerte un viento huracanado.

Porque el Señor es justo y ama la justicia:
los buenos verán su rostro.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El Señor se complace en el pobre.

SALMO 14: ¿QUIÉN ES JUSTO ANTE EL SEÑOR?

Ant. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo?

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua,

el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino,
el que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor,

el que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.

El que así obra nunca fallará.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

CÁNTICO de EFESIOS: EL DIOS SALVADOR

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

Bendito sea Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,
antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos
e irreprochables ante Él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo
por pura iniciativa suya,
a ser sus hijos,
para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido
en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.

Por este Hijo, por su sangre,
hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia
ha sido un derroche para con nosotros,
dándonos a conocer el misterio de su voluntad.

Este es el plan
que había proyectado realizar por Cristo
cuando llegase el momento culminante:
recapitular en Cristo todas las cosas
del cielo y de la tierra.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Dios nos ha destinado en la persona de Cristo a ser sus hijos.

LECTURA: Col 1, 9b-11

Conseguid un conocimiento perfecto de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual. De esta manera, vuestra conducta será digna del Señor, agradándole en todo; fructificaréis en toda clase de obras buenas y aumentará vuestro conocimiento de Dios. El poder de su gloria os dará fuerza para soportar todo con paciencia y magnanimidad, con alegría.

RESPONSORIO BREVE

R/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

R/ Yo dije: Señor, ten misericordia.
V/ Porque he pecado contra ti.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ Sáname, Señor, porque he pecado contra ti.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque Dios ha mirado mi humillación.

PRECES

Demos gracias a Dios, nuestro Padre, que, recordando siempre su santa alianza, no cesa de bendecirnos, y digámosle con ánimo confiado:

Trata con bondad a tu pueblo, Señor

  • Salva a tu pueblo, Señor,
    — y bendice tu heredad.
  • Congrega en la unidad a todos los cristianos,
    — para que el mundo crea en Cristo, tu enviado.
  • Derrama tu gracia sobre nuestros familiares y amigos:
    — que difundan en todas partes la fragancia de Cristo.
  • Muestra tu amor a los agonizantes:
    — que puedan contemplar tu salvación.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

  • Ten piedad de los que han muerto
    — y acógelos en el descanso de Cristo.

Terminemos nuestra oración con las palabras que nos enseñó el Señor:
Padre nuestro…

ORACION

Nuestro humilde servicio, Señor, proclame tu grandeza, y, ya que por nuestra salvación te dignaste mirar la humillación de la Virgen María, te rogamos nos enaltezcas llevándonos a la plenitud de la salvación. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V. El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R.Amén.

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Lectio Divina – 11 de febrero

Lectio: Lunes, 11 Febrero, 2019
1) Oración
Vela, Señor, con amor continuo sobre tu familia; protégela y defiéndela siempre, ya que sólo en ti ha puesto su esperanza. Por nuestro Señor.
2) Lectura
Del Evangelio según Marcos 6,53-56

Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcaron, le reconocieron en seguida, recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que él estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaban salvados.
3) Reflexión
• El texto del Evangelio de hoy es la parte final del conjunto más amplio de Marcos 6,45-56 que comprende tres asuntos diferentes: a) Jesús sube solo a la montaña para rezar (Mc 6,45-46). b) Enseguida, al ir sobre las aguas, va al encuentro de los discípulos que luchan contra las olas del mar (Mc 6,47-52). c) Ahora, en el evangelio de hoy, estando ya en tierra la gente busca a Jesús para que sane sus enfermedades (Mc 6,53-56).

• Marcos 6,53-56. La gente le busca. “Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret y atracaron. Apenas desembarcaron, le reconocieron en seguida, recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que él estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaban salvados”.
La gente busca a Jesús y acude numerosa. Viene de todos los lados, cargando a los enfermos. Lo que llama la atención es el entusiasmo de la gente que reconoce a Jesús y le va detrás. Lo que impulsa a esta búsqueda de Jesús no es sólo el deseo de encontrarse con él, de estar con él, sino también el deseo de que él sane sus enfermedades. “recorrieron toda aquella región y comenzaron a traer a los enfermos en camillas adonde oían que él estaba. Y dondequiera que entraba, en pueblos, ciudades o aldeas, colocaban a los enfermos en las plazas y le pedían que tocaran siquiera la orla de su manto; y cuantos la tocaron quedaban salvados”. El evangelio de Mateos comenta e ilumina este hecho citando la figura del Siervo de Yahvé, del cual Isaías dice: “Cargó sobre sí todas nuestras enfermedades” (Is 53,4 y Mt 8,16-17).
• Enseñar y curar, curar y enseñar. Desde el comienzo de su actividad apostólica, Jesús anda por todos los poblados de Galilea para hablar a la gente sobre el Reino de Dios que está por llegar (Mc 1,14-15). Allí donde no encuentra gente para escucharle, habla y transmite la Buena Nueva de Dios, y acoge y sana a los enfermos, en cualquier lugar: en las sinagogas durante la celebración de la Palabra los sábados (Mc 1,21; 3,1; 6,2); en reuniones informales en casas de amigos (Mc 2,1.15; 7,17; 9,28; 10,10); andando por el camino con los discípulos (Mc 2,23); a lo largo del mar en la playa, sentado en un barco (Mc 4,1); en el desierto donde se refugia y donde la gente le busca (Mc 1,45; 6,32-34); en la montaña, de donde proclama las bienaventuranzas (Mt 5,1); en las plazas de las aldeas y ciudades, donde la gente carga a los enfermos (Mc 6,55-56); en el Templo de Jerusalén, en ocasión de las romerías, diariamente, ¡sin miedo (Mc 14,49)! Curar y enseñar, enseñar y curar era lo que Jesús más hacía (Mc 2,13; 4,1-2; 6,34). Era lo que siempre hacía (Mc 10,1). La gente quedaba admirada (Mc 12,37; 1,22.27; 11,18) y le buscaba.
• En la raíz de este gran entusiasmo de la gente estaba, por un lado, la persona de Jesús, que llamaba y atraía, y, por el otro, el abandono de la gente que era como oveja sin pastor (cf. Mc 6,34). En Jesús, ¡todo era revelación de aquello que lo animaba por dentro! El no solamente hablaba sobre Dios, sino que más bien lo revelaba. Comunicaba algo de lo que el mismo vivía y experimentaba. No sólo anunciaba la Buena Nueva del Reino. El mismo era una prueba, un testimonio vivo del Reino. En él aparece aquello que acontece cuando un ser humano deja que Dios reine en su vida. Lo que vale no son sólo sus palabras, sino sobre todo el testimonio, el gesto concreto. ¡Esta es la Buena Nueva del Reino que atrae!
4) Para la reflexión personal
• El entusiasmo de la gente en busca de Jesús, en busca de un sentido de la vida y una solución para sus males. ¿Dónde hay esto hoy? ¿Lo hay en ti, en mí?

• Lo que llama la atención es la actitud cariñosa de Jesús hacia los pobres y los abandonados. Y yo ¿cómo me comporto con las personas excluidas de la sociedad?
5) Oración final
¡Cuán numerosas tus obras, Yahvé!

Todas las hiciste con sabiduría,
de tus creaturas se llena la tierra.
¡Bendice, alma mía, a Yahvé! (Sal 104,24.35)

Recursos – Domingo VI de Tiempo Ordinario

1. La liturgia meditada a lo largo de la semana.

A lo largo de la semana anterior a este domingo, intenta meditar la Palabra de Dios. Medítala personalmente, un lectura cada día, por ejemplo. Elige un día de la semana para la meditación comunitaria de la Palabra: en un grupo de la parroquia, en un grupo de padres, en un grupo de un movimiento eclesial, en una comunidad religiosa.

2. Destacad el Evangeliario y concretadlo en la Oración Universal.

En este domingo en el que comienza la lectura del “sermón del llano”, se puede hacer resaltar la importancia del Evangelio, llevándolo al frente en la procesión del inicio de la celebración o situándolo en el centro del altar, y rodeándolo con cuatro velas o lámparas (en referencia a la cuatro bienaventuranzas de Lucas).

Las “actividades caritativas” son iniciativas que pretenden llevar la felicidad a los desheredados y marginados. Hacer un inventario de las actividades caritativas en la comunidad puede permitirnos, en este domingo, hacer una oración universal más enraizada en nuestra propia realidad.

3. Oración en la lectio divina.

En la meditación de la Palabra de Dios (lectio divina), se puede prolongar el momento de la acogida de las lecturas con una oración.

Al final de la primera lectura: “Señor, Tú eres nuestra esperanza, en ti ponemos nuestra confianza; bendito seas. Tu Espíritu es como el agua que vuelve verde la hierva y hace crecer a los árboles; él nos irriga con tu vida y nos hace producir los frutos que Tú esperas. Te confiamos a nuestros hermanos cuya fe se ha marchitado. No permitas que nuestros corazones se aparten de ti”.

Al final de la segunda lectura: “Dios de la vida, proclamamos que Jesucristo, tu Hijo, resucitó de entre los muertos, para ser entre los muertos el primer resucitado. Te damos gracias por la firme esperanza que nos das de resucitar con Él. Te confiamos a nuestros hermanos que dudan y desconocen aún la luz de la resurrección en Jesús”.

Al finalizar el Evangelio: “Padre de los pobres, Dios de la misericordia, bendito seas por la esperanza que revelas a los pobres, a los pequeños y a todos los heridos del mundo, aquellos a los que la sociedad desprecia y olvida. Tú les ofreces la felicidad de tu Reino. Tantos hermanos nuestros a nuestro alrededor andan buscando la felicidad y no sabemos cómo ayudarles. Ilumínales con tu Espíritu”.

4. Oración Eucarística.

Se puede elegir la Plegaria Eucarística III de la Misa de Niños, por las distintas expresiones que posee relacionadas con la Liturgia de la Palabra de hoy.

5. Palabra para el camino.

Llevad a vuestras vidas las palabras de felicidad escuchadas en este domingo y transformadlas en actitudes de alegría y de encuentro con los otros, transmitiendo felicidad a aquellos que a vuestro lado viven infelices…

Haced que la vida de esta semana que empezamos tenga muchos momentos de alegría y de felicidad… que sólo los tendrá si compartimos lo vivido y celebrado con el prójimo, comenzando por los que están en nuestra casa, en nuestro trabajo, en nuestro centro de estudio.

Comentario del 11 de febrero

El texto de Marcos nos trae a la memoria escenas ya narradas. Apenas desembarcados –cuenta el evangelista-, algunos lo reconocieron y se pusieron a recorrer toda la comarca; cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermosen camillas. En la aldea o pueblo o caserío donde llegaba, colocaban a los enfermos en la plaza, y le rogaban que les dejase tocar al menos el borde de su manto; y los que lo tocaban se ponían sanos. Todos los detalles de la narración ponen de manifiesto el impacto magnético que Jesús ejercía. Allí donde se encontrase, congregaba a su alrededor a mucha gente, atraída por lo que se decía de él, especialmente por su fama de taumaturgo. Había enfermos que podían acudir por su propio pie, pero otros necesitaban ser transportados. En este pasaje se menciona sobre todo a los enfermos llevados en camillas y colocados en la plaza por donde Jesús había de pasar con la expresa intención de poder tocarlo, porque de él emanaba una fuerza curativa. Buscaban la curación por medio de un simple contacto. Era tan sencillo obtener la salud que la gente no ahorraba esfuerzos de desplazamiento con tal de acceder a esta fuente de sanación que era la persona misma de Jesús.

Imaginemos que hoy se propagase el rumor de que en un determinado lugar de Europa o de América hay alguien capaz de curar el cáncer con sólo tocar exteriormente la zona en la que se encuentra localizado, y que además lo hace gratuitamente. Se produciría una verdadera conmoción social y generaría una enorme peregrinación de enfermos y acompañantes en busca de curación. Habría incluso quienes quisieran recompensarlo con verdaderas sumas de dinero. Sería la noticia del mes o del año. Pero la actividad taumatúrgica de Jesús se circunscribió a esas aldeas y pueblos visitados por él y a los habitantes de la comarca y tuvo una duración muy limitada.

A Jesús los enfermos le rogaban que se dejase tocar, porque ese tacto les reportaba salud. ¿Para qué se había encarnado el Verbo sino para dejarse tocar? No sólo para dejarse ver, sino para dejarse tocar. Todavía hoy entendemos que la salvación nos llega por la vía del contacto con la humanidad de Cristo. En todo sacramento hay no sólo visibilización, sino también contacto: el contacto de una mano desnuda sobre la cabeza del pecador arrepentido, el contacto de otra mano que derrama agua sobre la cabeza del bautizando, el contacto de una mano untada que unge la frente del confirmando o del que es consagrado en el sacramento del Orden, el contacto con el pan de la eucaristía, verdadero Cuerpo de Cristo. Hoy entramos en contacto con Jesús a través de los sacramentos celebrados en su Iglesia. Hasta su palabra escrita o proclamada es una suerte de sacramento que nos pone en contacto con el mismo Jesús en su condición humana, pues tales palabras se suponen recogidas de la misma boca, del testimonio mismo del Maestro.

Pero quizá el momento, físicamente hablando, de mayor contacto con Jesús sea el momento de la recepción eucarística, el momento de la comunión con su Cuerpo. Nuestra fe católica nos dice que disponemos de su propio Cuerpo, el Cuerpo de Cristo, para ser tocado. Pero ¿tenemos el mismo deseo de tocarlo que tenían aquellos enfermos de Palestina? ¿Nos acercamos a él con la misma fe? ¿Esperamos realmente obtener de él, en virtud de este contacto, el beneficio de nuestra salud material o espiritual? Quizá su condición actual, su presencia mistérica y sacramentada, nos infunda más dudas o exija de nosotros un mayor acto de fe; pero en su condición gloriosa le ha sido dada toda potestad, la potestad del mismo Dios. Confiemos, por tanto, porque para Dios nada es imposible. Pero no debemos olvidar que si queremos obtener el beneficio de Dios, tenemos que presentarle como ofrenda el obsequio de nuestra fe. La incredulidad cierra el camino a todo posible don de origen divino.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Veritatis gaudium – Francisco I

Artículo 5. La erección canónica o la aprobación canónica de las Universidades y de las Facultades eclesiásticas están reservada a la Congregación para la Educación Católica, que las gobierna conforme a derecho[72].


[72] Cf. Constitución Apostólica Regimini Ecclesiae universae, 78: AAS 59 (1967), pág. 914; can. 816, § 1 CIC; can. 649 CCEO; Juan Pablo II, Constitución Apostólica Pastor bonus, art. 116, § 2: AAS 80 [1988] pág. 889.

Homilía – Domingo VI de Tiempo Ordinario

UNA FELICIDAD COMO DIOS MANDA

LA FELICIDAD, UN IMPERATIVO VITAL

Aunque no siempre ni todos los cristianos lo hayan entendido con claridad, lo cierto es que estamos hechos para la dicha. Si hemos sido llamados a la vida, hemos sido llamados a la felicidad aquí y ahora. Lo contrario sería un absurdo. La dicha tiene sentido en sí misma. Señala el gran creyente y sabio Teilhard de Chardin: «Vive feliz. Te lo suplico. Vive en paz. Que nada te altere. Que nada sea capaz de quitarte la paz… Recuerda: Cuanto te reprima o inquiete es falso. Te lo aseguro en nombre de las leyes de la vida y de las promesas de Dios».

Las bienaventuranzas afrontan precisamente este tema, un tema vital, porque estamos ante la clave con la que hemos de interpretar toda la vida. Para muchos «cristianos», todavía la fe es algo que tiene que ver con la salvación eterna después de la muerte, pero no con la felicidad concreta de cada día, que es la que ahora mismo interesa a las personas. Parece que lo cristiano no es preocuparse de la felicidad, sino saber vivir sacrificadamente. El grado de gloria estaría en proporción directa con los sufrimientos de esta vida. Las alegrías del cielo estarían, según ellos, en proporción con la cantidad de lágrimas acumuladas. «Aquí cruz y en el más allá felicidad», afirma un dicho conocido. Las bienaventuranzas, según ellos, pueden ser un camino para alcanzar la vida eterna, pero no tienen ninguna influencia para la felicidad que pueden experimentar ahora las personas. Jesús ofrece la felicidad eterna, pero, ¿qué puede aportar su mensaje para una vida dichosa ahora? Me cuentan muchos amigos que, cuando en su trabajo sacan el tema religioso, la mayoría de los compañeros les ataja: «Mira, no me saques ese tema que yo quiero ser feliz»…

Ante una lectura tan fúnebre que, tal vez, nosotros mismos hemos hecho y que muchos hacen, uno se pregunta: ¿Qué evangelio se lee o cómo se lee el Evangelio para sacar una conclusión tan contraria a él? Evangelio, etimológicamente, significa «buena noticia», también para este peregrinar terreno. El mensaje central es una invitación a la alegría. Porque el que ha descubierto el Reino, ha descubierto un tesoro, y por eso se desprende de todo lo demás loco de contento (Mt 13,44).

 

JERARQUÍA DE VALORES

Ortega y Gasset decía muy atinadamente que hemos de tener mucha «seriedad»; pero seriedad no tiene nada que ver con la tristeza. «Seriedad» proviene de «serie». Y, por lo tanto, «ser serio» significa saber poner las cosas en serie, por su justo orden. La cuestión decisiva está en saber jerarquizar los valores y optar según esa jerarquización cuando hay conflicto entre ellos. Esto es lo que determina la verdadera y la falsa felicidad. La falsa felicidad, el autoengaño, se produce cuando se opta primordialmente por valores secundarios, superponiéndolos a los primarios. Entonces se genera la insatisfacción de las ansias más profundas del hombre. Es lo que le ocurría a la Samaritana: tenía una sed aguda, pero la quería saciar con agua salada. Eso mismo le ocurría a Agustín; por eso confesaba después de su conversión: «Nos hiciste, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Es el vacío que experimentaba el famoso editor Mondadori dando testimonio de su conversión: «Yo me decía: Soy un hombre de éxito; no me falta nada. En cambio, me falta todo». Es la felicidad barata, bullanguera y superficial del que vive con el lema, quizás inconsciente, al que hace referencia Pablo: «Comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1Co 15,32). Las bienaventuranzas son una alerta contra el culto a los ídolos, que inexorablemente producen dolor y muerte.

Está claro que estamos ante un tema clave que determina el sentido de la vida. Por eso es imprescindible tener ideas muy claras. Si para mí la fuente de la verdadera felicidad está en poseer bienes económicos, me entregaré apasionadamente a acumular. Si para mí la fuente de la felicidad está en el éxito social, me agotaré en mi esfuerzo por triunfar. Si pongo la fuente de mi felicidad en vivir cómodamente, sin preocupaciones, y consumir con abundancia, organizaré mi vida para gozar lo más posible. Si lo que más me llena es convivir con una familia unida, gozar de la amistad, me entregaré a ello. Si estoy convencido de que la felicidad está en sentirme útil, en hacer felices a los demás, mi pasión será servir, ayudar, alegrar a los demás. Por eso es imprescindible clarificarse. Equivocarse en esto es equivocar la vida. La suerte que gozamos los cristianos es que tenemos un Maestro infalible que nos ofrece una jerarquía de valores garantizada por su propio éxito. Pablo daba gracias al Señor Jesús con profundo júbilo porque «sé de quién me he fiado y sé que no me defraudará» (2Tm 1,12).

Exclama Jesús: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios… Dichosos los que ahora tenéis hambre… Dichosos los que lloráis… Con ello, deja bien claro que la verdadera felicidad no está en «tener» éxito, poder, dinero, influencia, medios… sino en «ser» sano, en llevar hábitos generosos en la psicología. La felicidad, según Jesús, está en «ser» misericordioso, comprensivo, pacífico, abierto, libre… un buen amigo. Apostar por las bienaventuranzas es apostar por el ser antes que por el tener, por la verdadera sabiduría de la vida, por las experiencias más humanas, profundas y sabrosas: el amor, la libertad, la honradez, el perdón, la comunión con Dios y con los hombres, la esperanza, la gratuidad… las grandes experiencias que llenaron la vida de Jesús. Se trata de «otra» felicidad, la verdadera.

 

LA PUERTA DE LA FELICIDAD SE ABRE HACIA FUERA

¿No afirma Jesús que su única consigna es el amor: «Amaos como yo os he amado?» (Jn 13,34). Entonces, ¿cómo proclama ahora estas otras consignas como condiciones de pertenencia al pueblo de la nueva Alianza?

Jesús no se contradice. Las bienaventuranzas no son más que formas de vivir su gran consigna del amor. Jesús viene a decir: Bienaventurado el que es capaz de amar en serio a los demás como hermanos. Bienaventurado el que hace suyos los sufrimientos y las alegrías de los demás, «el que ríe con los que ríen y llora con los que lloran» (Rm 12,15). No es éste el estilo del mundo. El refrán dice: «Ríe y reirán todos contigo; llora y te dejarán solo». Bienaventurados los que tienen un corazón comprensivo y compasivo. Bienaventurados aquéllos a los que les queman las injusticias y la opresión de sus hermanos. Bienaventurados los que luchan, hacen algo para que se haga justicia, aunque reciban bofetones de los aprovechados y explotadores. Bienaventurado todo el que hace algo para «dejar la sociedad un poco mejor que la encontró», como decía Robert Badén Powell. Pero, ¡ay! del que se encierra en su paraíso particular, con la mesa bien abastecida, con todas las necesidades cubiertas y con una vida cómoda y satisfecha, desinteresándose de los Lázaros que están a la puerta de su casa llenos de frío y miseria; ¡ay! de los que dicen: «ése es su problema», «que cada uno se las arregle como pueda», «que luchen como yo he luchado».

San Francisco en su conocida oración interpreta de modo magistral el pensamiento de Jesús: «Es dando como se recibe; es muriendo como se resucita a la vida verdadera». Dentro de esta serie de paradojas, hay que decir: La felicidad se tiene cuando se regala. La felicidad que proclama Jesús es una felicidad cara. Para apostar por ella se necesita fe y esperanza. Está claro que en una tarde soleada atrae más un paseo por el campo que unas horas de retiro y oración, atrae mucho más una tertulia con los amigos que velar al pie de la cama de un enfermo o recluirse para una reunión de trabajo. Esta felicidad exige renuncia. Es la felicidad de la madre que sufre los dolores de parto del hijo soñado (Jn 16,21). Es la alegría y la paz que tiene lugar en el mismo sufrimiento. Es la que experimentaron Pedro y Juan al recibir el castigo de los azotes (Hch 5,41). Es la que experimentaba Pablo que confesaba: «Desbordo de gozo en toda tribulación» (2Co 7,4). Estoy hablando, naturalmente, de la felicidad para hoy, no sólo para el más allá. Lo que nos hará felices en el más allá nos hace felices en el más acá. S. Kierkegaard resume expresivamente el mensaje de las bienaventuranzas de Jesús: La puerta de la felicidad se abre hacia fuera; y es inútil lanzarse contra ella para forzarla.

Atilano Alaiz

Lc 6, 17. 20-26 (Evangelio Domingo VI de Tiempo Ordinario)

Para que entendamos todo el alcance y el significado de este texto, debemos recordar que está situado en la primera parte del Evangelio de Lucas (“actividad de Jesús en Galilea”, Lc 4,1-9,50).

En esta primera parte del Evangelio, Lucas intenta presentar un primer anuncio sobre Jesús (“kerigma”) y definir el programa libertador que el mesías va a cumplir en favor de los oprimidos.

Dicho de otra forma, la primera parte del tercer evangelio está dominada por el episodio de la sinagoga de Nazaret, donde Jesús anuncia su programa: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad” (Lc 4,18-19).

Las bienaventuranzas de Lucas se insertan en este ambiente: la liberación ha llegado con Jesús y está destinada a los pobres y a los débiles. En una planicie (Mateo sitúa el discurso de las bienaventuranzas en una montaña), rodeado por sus discípulos y por una multitud “que acudían para oírle y ser curados de sus males” (Lc 6,18), Jesús pronuncia el discurso que el Evangelio de hoy nos propone.

Lucas inicia este “discurso del llano” con cuatro bienaventuranzas (que equivalen a las nueve de Mateo). Los destinatarios de estas bienaventuranzas son los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son perseguidos.

La palabra griega utilizada por Lucas para “pobres” (ptôchos”) traduce ciertos términos hebreos (anawim, dallim, ebionim) que, en el Antiguo Testamento, definen a una clase de personas privadas de bienes y a merced de la prepotencia y de la violencia de los ricos y poderosos. Son los desprotegidos, los explotados, los pequeños y sin voz, las víctimas de la injusticia, que con frecuencia son privados de sus derechos y de su dignidad por la arbitrariedad de los poderosos. Por eso, tienen hambre, lloran, son perseguidos. Pero, ellos serán, precisamente, los primeros destinatarios de la salvación de Dios. ¿Por qué? ¿Porque la propuesta liberadora de Dios es para una clase social, en exclusiva? No. Sino porque ellos están en una situación intolerable de debilidad y Dios, en su bondad, quiere derramar sobre ellos su bondad, su misericordia, su salvación. Después, la salvación de Dios se dirige primordialmente a estos porque ellos, en su sencillez, humildad, disponibilidad y despojamiento, están abiertos para acoger la propuesta que Dios les hace en Jesús.

Las bienaventuranzas manifiestan, en uno u otro lenguaje, lo que Jesús ya había dicho en el inicio de su actividad en la sinagoga de Nazaret: él es enviado por el Padre al mundo, con la misión de liberar a los oprimidos. A los pequeños, a los privados de derechos y de dignidad, a los sencillos y humildes, Jesús les dice que Dios les ama de una forma especial y que quiere ofrecerles la vida y la libertad plenas. Por eso son “bienaventurados”.

Las “maldiciones” (o los cuatro “ayes”) a los ricos que presenta la segunda parte del Evangelio de hoy son el reverso de la medalla. Denuncian la lógica de los opresores, de los instalados, de los poderosos, de los que pisan a los otros, de los que tienen el corazón lleno de orgullo y de autosuficiencia y no están dispuestos a acoger la novedad revolucionaria del “Reino”.

Las advertencias a los ricos no significan que Dios no tenga para ellos la misma propuesta salvadora que ofrece a los pobres y a los débiles; sino que significa que, si persisten en esa lógica de egoísmo, de prepotencia, de injusticia, de autosuficiencia, no hay lugar para ellos en ese “Reino” que Jesús vino a ofrecer.

Reflexionad sobre las siguientes cuestiones:
La propuesta de Jesús presenta una nueva comprensión de la existencia, muy distinta de la que predomina en nuestro mundo.
La lógica del mundo proclama “felices” a los que tienen dinero (aunque ese dinero sea fruto de la explotación de los más pobres), a los que tienen poder (aunque ese poder sea ejercido con prepotencia y arbitrariedad), a los que tienen influencia (aunque esa influencia sea obtenida a costa de corrupción y por medios ilícitos); sin embargo la lógica de Dios exalta a los pobres, a los desfavorecidos, a los débiles: es a esos a quienes Dios se dirige con una propuesta liberadora y a quienes invita a formar parte de su familia.
El anuncio libertador que Jesús trae es, por tanto, una Buena Nueva que llena de alegría los corazones amargados, marginados, oprimidos.
Con el “Reino” que Jesús propone a los hombres, se anuncia un mundo nuevo, un mundo de hermanos, de donde la prepotencia, el egoísmo, la explotación y la miseria serán definitivamente borrados y donde los pobres y marginados tendrán un lugar como hijos iguales y amados de Dios.

Veintiún siglos después del nacimiento de Jesús, ¿qué se ha hecho con su propuesta? ¿Ha cambiado en algo el mundo?
A veces, contemplando el mundo que nos rodea, nos sentimos tentados de creer que la propuesta de Jesús ha fallado; pero tal vez sea más correcto situar el problema en otros términos:

¿nosotros, testigos de Jesús, hemos conseguido contagiar a los pobres, a los marginados, ese proyecto libertador?
¿Hemos sido testigos de ese proyecto, con suficiente convicción y radicalidad, de forma que haya tenido un impacto real en la historia de los hombres?

1Cor 15, 12. 16-20 (2ª lectura Domingo VI de Tiempo Ordinario)

Este texto es la continuación de la catequesis sobre la resurrección que Pablo presenta en la Primera Carta a los Corintios y que ya comenzamos a leer el pasado domingo.

Después de haber asentado la resurrección de Cristo (cf. 1 Cor 15,1-11), Pablo afirma la realidad de nuestra propia resurrección.

Es necesario recordar, en este contexto, aquello que dijimos la semana pasada: la resurrección de los muertos, en general, constituía un serio problema para la mentalidad griega, habituada a ver en el cuerpo una realidad negativa, que aprisionaba al alma en el mundo material; siendo así, el cuerpo, realidad carnal, sensual, no podía seguir al alma en esa búsqueda de la vida plena, de la vida divina. Habiendo en el hombre una realidad negativa, que no podía ascender a la vida plena, ¿cómo admitir la resurrección del hombre integral?.

Esta es la cuestión a la que Pablo va a continuar respondiendo en la lectura que se nos propone hoy.

Para Pablo, una vez admitida la resurrección de Cristo, la resurrección de los creyentes se impone como algo perfectamente evidente.

La fe en Cristo resucitado desemboca inexorablemente en la inquebrantable esperanza de que también los cristianos resucitarán. Lo contrario también es verdadero: el no esperar en la resurrección de los muertos equivale a no creer en la resurrección de Cristo. No es posible desvincular una cosa de la otra.

Pablo pasa, entonces, a enumerar las consecuencias fatales que sobrevendrían, para la vida cristiana, si Cristo no hubiese resucitado: la vivencia de la fe y la creencia en las propuestas de Jesús no tendrían ningún sentido y los cristianos serían gente engañada “los hombres más desgraciados” (v. 19). Pero Pablo tiene la certeza de que los cristianos no son un rebaño de gente ilusa. A partir de la resurrección de Cristo, podemos creer en esa vida plena que Dios reserva a todos los que lo aman. Esa perspectiva es la que da sentido al camino que el cristiano recorre en este mundo.

Llegados aquí, Pablo se detiene para lanzar un grito jubiloso de fe y de esperanza: “Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos” (v. 20). Jesús resucitó no como el único, como un caso excepcional, sino como el primero de una larga cadena de la cual todos formamos parte. Este “primero” no debe ser entendido en el sentido cronológico, sino en sentido de que Cristo es el principio activo de nuestra resurrección, el principio que genera esa nueva humanidad sobre la cual las fuerzas de la muerte no tienen ningún poder. Él arrastra tras de sí a la humanidad solidaria con él, hasta la realización plena, la vida definitiva, la salvación total.

Considerad, para la reflexión, las siguientes líneas:

La certeza de la resurrección nos garantiza que Dios tiene un proyecto de salvación y de vida para cada hombre; y que ese proyecto está realizándose continuamente en nosotros, hasta su realización plena, cuando nos encontremos definitivamente con Dios.

Nuestra vida presente no es, pues, un drama absurdo, sin sentido y sin finalidad; es un caminar tranquilo, confiado, aunque a veces lo realicemos con sufrimiento y con dolor, en dirección a ese amanecer pleno, a esa vida total en la que se revelará el Hombre Nuevo.

Eso no quiere decir que debamos ignorar las cosas buenas de este mundo, viviendo únicamente a la espera de la recompensa futura, en el cielo; sino que quiere decir que nuestra existencia debe ser, ya en este mundo, una búsqueda de la vida y de la felicidad; eso implicará un no conformarse con todo aquello que nos roba la vida y que nos impide alcanzar la felicidad plena, la perfección última (para nosotros y para todos los hombres, nuestros hermanos).

No es posible vivir con miedo, después de este descubrimiento: podemos comprometernos en la lucha por la justicia y por la paz, con la certeza de que la injusticia y la opresión no pueden poner fin a la vida que nos anima; y es en la medida en la que nos comprometemos con ese mundo nuevo y lo construimos con hechos concretos, como estamos anunciando la resurrección plena del mundo, de los hombres y de las cosas.

Jer 17, 5-8 (1ª lectura Domingo VI de Tiempo Ordinario)

Los versículos que leemos en esta lectura forman parte de un bloque de dichos de Jeremías (cf. Jr 17,5-13), presentados al estilo de las máximas sapienciales. Ahí el profeta, recurriendo a la antítesis, va desarrollando el tema de la confianza/esperanza.

Estas palabras de Jeremías no nos dan elementos suficientes para situarnos, inequívocamente, en un contexto histórico concreto. Sin embargo, es posible que el profeta las haya pronunciado en el reinado de Joaquín (609-597 a. de C.): es una época en la que el rey desarrolla una política arriesgada de alianzas con las potencias extranjeras y confía la seguridad de la nación, no en Yahvé, sino en los ejércitos egipcios (aliados de Joaquín).

El profeta ataca esa política, considerándola un grave síntoma de infidelidad al Dios de la Alianza: Judá ya no pone su confianza y esperanza en Dios, sino que la pone en los hombres.

El tema fundamental es, por tanto, el de la confianza/esperanza.

La primera parte de las antítesis (vv. 5-6) denuncia al hombre que se apoya en otro hombre y prescinde de Dios. No se trata de decir que no debemos confiar en los que nos rodean y apoyarnos en ellos; se trata de denunciar esa autosuficiencia de una humanidad que ya no necesita de Dios, ni ve en él esa roca segura que todo lo sostiene. Prescindir de Dios y no contar con él significa construir una existencia limitada, efímera, raquítica, a la que le falta lo esencial, como un arbusto plantado en el desierto, condenado precozmente a la muerte.

La segunda parte de la antítesis (vv. 7-8) presenta, en imagen, la vida de aquel que confía en Dios y en él pone su esperanza: es como un arbusto plantado a la vera del agua, que puede echar sus raíces bien hondo y que encuentra vida en plenitud. La imagen subraya, sobre todo, la seguridad, la solidez, la paz, la fecundidad, la abundancia de vida.

La oposición entre desierto y vega puede aludir a la oposición entre desierto y Tierra Prometida: si Israel confiase únicamente en Dios, hincaría sus raíces de forma permanente en la Tierra Prometida y no experimentaría la aventura del exilio.

En la reflexión y en la aplicación a la vida de la Palabra, tened en cuenta los siguientes elementos:

Todos conocemos la desilusión y la frustración que surgen de la confianza traicionada. Es una experiencia muy dolorosa: confiar/esperar y recibir traición/ingratitud.
En ciertos momentos límite, parece que todo se desmorona a nuestro alrededor y que perdemos la voluntad de continuar construyendo nuestra vida.

La lectura de hoy nos pone sobre aviso: todo lo que es humano es efímero, limitado, finito; sólo en Dios encontramos la roca segura que no falla y que no nos decepciona.

Nuestro mundo conoce asombrosas construcciones en el dominio del arte y de la técnica. Profundizando en los progresos de la medicina, en los avances tecnológicos, con la parafernalia inmensa de los instrumentos que nos facilitan la vida y nos permiten alcanzar fronteras nunca antes soñadas (sea en el dominio del espacio, sea en el dominio de las nuevas técnicas de manipulación de la vida… ).

No obstante, ¿qué decimos de Dios?
¿Continúa siendo nuestro guía fundamental?
¿Ponemos en él nuestra esperanza?
Las conquistas de la vida moderna, por más impresionantes que nos puedan parecer, son algo efímero, árido, vacío y, muchas veces, monstruoso, si prescindimos de esa dimensión fundamental que es Dios.

¿Cuáles son las referencias fundamentales alrededor de las cuales se construye nuestra vida?
¿Dónde situamos nuestra seguridad y nuestra esperanza?:

¿En nuestra cuenta bancaria?
¿En amistades influyentes?
¿En la importancia de nuestra posición social o profesional?
¿En las conquistas científicas o técnicas?
¿En ese Dios que se compromete con nosotros y encuentra mil formas de demostrar, día a día, su fidelidad?

Comentario al evangelio – 11 de febrero

Ningún paleontólogo actual aceptaría la descripción del origen del universo que nos parece encontrar hoy en el Génesis. El autor no sabía de big-bang, ni del enfriamiento de la corteza terrestre, ni del darwinismo; ni lo sabía ni le interesaba. Él solo entendía de una cosa: que Dios es el creador y el mundo es la criatura, y que Dios hace las cosas bien y para el bien. Esto se preocupó de saberlo y de que todos lo supiéramos. En el siglo XVI varios sabios (Copérnico, Képler, Galileo…) se devanaron los sesos estudiando los movimientos de los astros, con discusiones acaloradas, condenas por supuestas herejías, etc. Mezclaban lo que no se debe. No habían leído suficientemente a un sabio cristiano del Norte de África, Agustín de Hipona, que ya por el lejano siglo IV hacía un ingenioso juego de palabras: “la Biblia no enseña cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo”.    

El autor del Génesis ha hecho un hermoso poema, lleno de paralelismos y también de segundas intenciones. Los tres primeros días toca separar: luz-tinieblas, aguas superiores-aguas inferiores, zona húmeda-zona seca; y los días siguientes toca decorar: la bóveda celeste con astros, los aires y las aguas con aves y peces, la tierra firme con vegetales y animales, y el hombre en el centro, como administrador de todo ello. Y el autor, con toda su secularidad, capta el sentido religioso de lo creado: la bóveda del cielo debe de imaginársela a semejanza de la del templo de Jerusalén; y la función de los astros es señalar las fiestas… (nótese que al sol y la luna no les da nombre, quizá porque había que luchar contra cultos astrales del paganismo circundantes…).  

El judaísmo y cristianismo son las religiones más seculares y al mismo tiempo las más sacralizantes. Veneran al universo por ser obra de Dios y amado por Dios; pero saben que solo Dios es Dios, y que lo demás pertenece al dominio humano: “el cielo pertenece al Señor, la tierra se la has dado a los hombres”, dice el Salmo 115. La fe es incompatible con fetichismos: ninguna criatura tiene poderes o propiedades divinas; hay que mirar con ojo crítico los renovados cultos a la “pacha mama” y movimientos semejantes.

Según el Génesis, Dios iba contemplando su creación y veía que era buena. A veces el cristianismo ha quedado “tocado” por las religiones o filosofías dualistas, que valoraban el espíritu y despreciaban la materia. Afortunadamente ya no se suele predicar sobre la “salvación de las almas”, sino de las personas. En el evangelio de hoy Jesús aparece “curando cuerpos”, o sea, personas; no “tenemos” cuerpo, “somos” cuerpo. Nuestra fe no es en la inmortalidad del alma, sino en la resurrección de la persona.

Dejamos para otro día los deberes de la ecología o cuidado del planeta. Recordemos hoy sencillamente que Dios creó todo para el bien, para la gloria. La esperanza cristiana cuenta con la glorificación de cuanto existe; es preciso que “esto corruptible se revista de incorruptibilidad y esto mortal de inmortalidad” (1Co 15,54). La creación entera suspira por la glorificación del ser humano, para “participar también ella de la libertad de los hijos de Dios” (Rom 8, 21).

Fijémonos hoy en Francisco de Asís y oigamos su canto a las criaturas. Él percibía la bondad y belleza de Dios en todo lo existente. Pongámonos gafas de poeta, es decir, de creyente, y miremos con esperanza agradecida cuanto nos rodea y a cuantos nos rodean.

Severiano Blanco cmf