Hoy es 25 de febrero.
Hay una soledad que me duele, porque no hay nadie. Y hay otra que me da vida. Es la soledad en la que estás tú, Señor. Hoy quiero dejarte entrar en ese espacio de mi soledad y que tú acompañes mi vida. Quiero abrirte la puerta en este momento de oración y que seas tú mi dulce huésped del alma. Tú sabrás cómo entrar. Cuando lo hagas, avísame, porque deseo verte y no siempre me doy cuenta de que estás a mi lado. Y ábreme tu corazón. Yo intentaré no esconderte el mío.
En momentos así te siento tan cerca,
tan cerca de mí.
Tu ternura me sana y acaricia
todo cuanto hay en mí.
Te doy gracias, Señor,
por tu misericordia, bondad, por tu amor.
Tú rehaces mi vida.
Curas mis heridas,
mi buen pastor.
Ven interpretado por Alberto y Emilia, «Canciones para la esperanza y la desesperanza»
La lectura de hoy es del evangelio de Marcos (Mc 9, 14-29):
Cuando Jesús y los tres discípulos bajaron de la montaña, al llegar adonde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor, y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió, y corrió a saludarlo. Él les preguntó: “¿De qué discutís?” Uno le contestó: “Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no le deja hablar y, cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda tieso. He pedido a tus discípulos que lo echen, y no han sido capaces”.
Él les contestó: “¡Gente sin fe! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo”. Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; cayó por tierra y se revolcaba, echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: “¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?” Contestó él: “Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua, para acabar con él. Si algo puedes, ten lástima de nosotros y ayúdanos”. Jesús replicó: “¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe”. Entonces el padre del muchacho gritó: “Tengo fe, pero dudo. Ayúdame”. Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: “Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: Vete y no vuelvas a entrar en él”. Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que la multitud decía que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó, tomándolo de la mano, y el niño se puso en pie.
Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: “¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?” Él les respondió: “Esta especie sólo puede salir con oración”.
El camino de Jesús es bajar. Bajar donde está la gente, a su encuentro. Busca al enfermo doliente para sanar sus enfermedades, para aplacar sus miedos y para levantarlo del suelo. Intento mirar con los ojos de ese Jesús que baja. Y pienso en todos los descensos que hay que hacer en mi mundo.
Yo también quiero que Jesús baje, a mi enfermedad o a la de alguna persona que amo. Esa enfermedad del cuerpo o del alma que necesita curación, que necesita la mano tendida a Dios, que incorpora y rescata. Hago mías las palabras del padre del muchacho enfermo. Si algo puedes, ayúdanos.
Jesús dice que el mal sólo puede salir con la oración. ¿Cuántas veces en la oración busco la paz, busco aislarme de los mil asuntos que me pesan y consumen y dejarlo todo atrás. Y a veces encuentro el don de esa paz que busco y el regalo de ese silencio que me conforta y ayuda. Entonces vuelven todas esas cosas que me preocupaban. Pero es distinto, ya no me molesto, ya no hay ruido. Sólo las cosas sin su ruido y así entiendo que en la oración tú me das fuerzas para llevar la cruz de cada día y que puedo caminar haciendo frente a esos demonios que sólo se van con la oración.
Intenta ahora asistir a los diálogos de esta escena, casi como si fueras testigo. Como si estuvieras escuchando lo que ocurre. Imagina a Jesús que acaba de llegar y ve a los discípulos discutiendo con un hombre.
Finalizo la oración imaginándome que yo soy ese niño curado que está dando la mano a Jesús y sostenido por su presencia y brota un corazón de alabanza.
Salmo 103
Bendice, alma mía, al Señor
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor
y no olvides sus beneficios.
Él perdona todas tus culpas,
cura todas tus dolencias.
Él rescata tu vida de la fosa
y te corona con su bondad y compasión.
Como un padre se enternece con sus hijos,
así se enternece el Señor con sus fieles.
Él conoce nuestra condición
y se acuerda de que somos barro.
Bendecid al Señor y todas sus obras,
en todos los lugares del mundo.
Bendice, alma mía, al Señor.