Hace algunos años se daba en nuestras pantallas un film muy controvertido, con el título de “La última tentación de Cristo”, que provocó muy vivas reacciones por parte de no pocos Cristianos. Yo no pude ver dicho film, pero lo que por la lectura de algunas de las críticas entonces aparecidas me sorprendió en gran manera fue que hubiera Cristianos que pudieran considerar como algo totalmente escandaloso la idea misma de que Cristo haya podido ser tentado. Ahora bien, el Evangelio nos dice con toda claridad que de hecho lo fue.
Ya desde el punto mismo de partida nos menciona cada uno de los tres Evangelios Sinópticos que Jesús fue tentado por el demonio; y las tres tentaciones que nos narran representan simbólicamente todas las tentaciones a las que nosotros, humanos, podemos vernos sometidos: tentaciones de orgullo, de codicia, de egoísmo. Otros textos de Pablo y de la Carta a los Hebreos dicen claramente que Jesús no cometió jamás pecado alguno pero que se vio tentado con toda suerte de tentaciones, lo mismo que podemos serlo nosotros. En esa victoria sin fallo alguno sobre sus tentaciones, es donde podemos nosotros hallar el fundamento y la esperanza de nuestra propia victoria final sobre nuestras tentaciones, por encima de nuestras caídas y de todos nuestros pecados.
Todos los años, al comienzo de la Cuaresma, escuchamos la narración de las tentaciones a que se vio sometido Jesús en el desierto tras su Bautismo. Utilizamos cada año conforme a un ciclo de tres años, la descripción de uno de los tres evangelistas sinópticos, junto con tres lecturas diferentes de Antiguo y del Nuevo Testamento en cada caso, que nos procuran una nueva luz sobre esta descripción.
Este año nos corresponde leer el Evangelio de Lucas. La segunda lectura, tomada de la Carta de San Pablo a los fieles de Roma, nos recuerda que si es verdad que todos somos pecadores, somos también “uno” en el plan salvífico de Dios: en Cristo, nos dice él, no hay distinción entre Judío y Griego. Esta distinción, lo mismo que todas las demás distinciones que puedan separarnos pierden en Él toda importancia. Sea cual fuere nuestro origen, nuestra vocación particular, nuestra educación, nuestra profesión, etc., en Cristo Jesús no formamos más que una única familia.
La primera lectura tomada del libro del Deuteronomio, describe los lazos tan fuertes de amor y de unidad que mantienen unida una familia, en comunión con la gran comunidad. Esta lectura describe la celebración litúrgica, o el sacrificio, que había de ser celebrado al comienzo de la estación de la cosecha. Habida cuenta de que se ofrecían a Dios las primicias de la tierra, una parte de los alimentos eran consumidos por el fuego sobre el altar, con lo que se quería dar a entender que todo viene de Dios y a Dios vuelve. Otra parte era entregada al sacerdote para el mantenimiento de su familia, y la mayor parte era entregada de nuevo a quien había ofrecido el sacrificio, a fin de que pudiera celebrar un banquete con su familia. Pero se exhortaba al cabeza de familia a que invitase a Levitas y extranjeros que vivían entre ellos, de manera que pudiesen todos gustar de los bienes que recibían de su Dios.
Lo cual se nos presenta como un modelo de vida familiar y de vida comunitaria – una vida en la no había lugar para el orgullo, la codicia y el egoísmo. Los Levitas que no tenían propiedad alguna en Israel, así como los extranjeros que no contaban con derecho alguno, participaban lo mismo que los demás en la alegría de la familia.
Por lo que a la Cuaresma de este año se refiere, es posible que cada uno tenga una resolución especial. Pero la liturgia de este día parece invitarnos a una resolución colectiva: la de purificar, a ejemplo de Jesús, nuestra vida comunitaria o familiar de los demonios del orgullo, de la codicia y del egoísmo.
A. Veilleux