Vísperas – La Anunciación del Señor

VÍSPERAS

SOLEMNIDAD DE LA ANUNCIACIÓN DEL SEÑOR

INVOCACIÓN INICIAL

V.Dios mío, ven en mi auxilio
R.Señor, date prisa en socorrerme.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

HIMNO

Dios te salve, anunciación,
morena de maravilla,
tendrás un Hijo más bello
que los tallos de la brisa.

Mensaje de Dios te traigo.
Él te saluda, María,
pues Dios se prendó de ti,
y Dios es Dios de alegría.

Llena de gracia te llamo
porque la gracia te llena;
si más te pudiera dar,
mucha más gracia te diera.

El Señor está contigo
aún más que tú estás con Dios;
tu carne ya no es tu carne,
tu sangre ya es para dos.

Y bendita vas a ser
entre todas las mujeres,
pues, si eres madre de todos,
¿quién podría no quererte?

SALMO 109: EL MESÍAS, REY Y SACERDOTE

Ant. El ángel el Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo.

Oráculo del Señor a mi Señor:
«Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.»
Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

«Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.»

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
«Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec.»

El Señor a tu derecha, el día de su ira,
quebrantará a los reyes.
En su camino beberá del torrente,
por eso levantará la cabeza.

Señor, mis ojos están vueltos a ti,
en ti me refugio, no me dejes indefenso;
guárdame del lazo que me han tendido,
de la trampa de los malhechores.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. El ángel el Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo.

SALMO 129: DESDE LO HONDO A TI GRITO, SEÑOR

Ant. No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz, y se llamará Hijo del Altísimo.

Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a al voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela a la aurora.

Aguarde Israel al Señor,
como el centinela a la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a israel
de todos sus delitos.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás y darás a luz, y se llamará Hijo del Altísimo.

CÁNTICO de COLOSENSES: HIMNO A CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA

Ant. Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

Damos gracias a Dios Padre,
que nos ha hecho capaces de compartir
la herencia del pueblo santo en la luz.

Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.

Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque por medio de él
fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres, visibles e invisibles,
Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades;
todo fue creado por él y para él.

Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos,
y así es el primero en todo.

Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.

Gloria al Padre al Hijo y al Espíritu Santo
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos.

Ant. Aquí está la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.

LECTURA: 1Jn 1, 1-2

Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: la Palabra de la vida (pues la vida se hizo visible), nosotros la hemos visto, y os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre.

RESPONSORIO BREVE

R/ La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.
V/ La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

R/ La Palabra en principio estaba junto a Dios.
V/ Y acampó entre nosotros.

R/ Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
V/ La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.

CÁNTICO EVANGÉLICO

Ant. El ángel Gabriel habló a María, diciendo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres».

Cántico de María. ALEGRÍA DEL ALMA EN EL SEÑOR Lc 1, 46-55

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham y su descendencia por siempre.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.

Ant. El ángel Gabriel habló a María, diciendo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres».

PRECES

Oremos con confianza al eterno Padre, que, por medio del ángel, anunció hoy a María nuestra salvación, y digámosle:

Derrama, Señor, tu gracia sobre nosotros.

  • Tú que elegiste a la Virgen María para ser madre de tu Hijo,
    — ten piedad de todos los que esperan su redención.
  • Tú que por boca de Gabriel anunciaste a María el gozo y la paz,
    — otorga al mundo entero el gozo de la salvación y la paz verdadera.
  • Tú que, con la aceptación de tu esclava y con la acción del Espíritu Santo, hiciste que la palabra acampase entre nosotros.
    — dispón nuestros corazones para que reciban a Cristo como la Virgen María lo recibió.
  • Tú que miras a los humildes y colmas de bienes a los hambrientos,
    — da ánimos a los abatidos, socorre a los necesitados y ayuda a los moribundos.

Se pueden añadir algunas intenciones libres

  • Oh Dios, para quien nada hay imposible, el único que haces obras maravillosas,
    — sálvanos, cuando resucites a los muertos en el último día.

Fieles a la recomendación del Salvador, nos atrevemos a decir:
Padre nuestro…

ORACION

Señor, tú has querido que la Palabra se encarnase en el seno de la Virgen María; concédenos, en tu bondad, que cuantos confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a él en su naturaleza divina. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.

Amén.

CONCLUSIÓN

V.El Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna.
R.Amén.

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Lectio Divina – 25 de marzo

La alianza de Dios con el hombre
El sí de María y nuestro sí
Lucas 1,26-38

1. Oración inicial

Padre misericordioso, envíame también a mí, en este tiempo de oración y de escucha de tu Palabra, tu ángel santo, para yo pueda recibir el anuncio de la salvación y, abriendo el corazón, pueda ofrecer mi sí al Amor. Envía sobre mí, te ruego, tu Espíritu Santo, como sombra que me cubra, como potencia que me llene. Hasta ahora, oh Padre, yo no quiero decirte otra cosa que mi sí; decirte: “He aquí, que estoy aquí por ti. Haz de mí lo que quieras. “Amén.

2. Lectura

a) Para colocar el pasaje en su contexto:

El pasaje de la anunciación nos conduce del templo, espacio sagrado por excelencia, a la casa, a la intimidad del encuentro personal de Dios con su criatura; nos conduce dentro de nosotros mismos, al profundo de nuestro ser y de nuestra historia, allá donde Dios puede llegar y tocarnos. El anuncio del nacimiento de Juan el Bautista había abierto el seno estéril de Isabel, deshaciendo la absoluta impotencia del hombre y transformándola en capacidad de obrar junto con Dios. El anuncio del nacimiento de Jesús, por el contrario, llama a la puerta del seno fructífero de la “Llena de Gracia” y espera respuesta: es Dios que espera nuestro sí, para poder obrar todo.

b) Para ayudar en la lectura del pasaje:

vv.26-27: Estos dos primeros versículos nos colocan en el tiempo y el espacio sagrados del acontecimiento que meditamos y que reviven en nosotros: estamos en el sexto mes de la concepción de Juan Bautista y estamos en Nazaret, ciudad de Galilea, territorio de los alejados e impuros.. Aquí ha bajado Dios para hablarle a una virgen, para hablar a nuestro corazón.

Nos vienen presentados los personajes de este acontecimiento maravilloso: Gabriel, el enviado de Dios, una joven mujer de nombre María y su esposo José, de la casa real de David. También nosotros somos acogidos a esta presencia, estamos llamados a entrar en el misterio.

vv.28-29: Son las primerísimas frases del diálogo de Dios con su criatura. Pocas palabras, apenas un suspiro, pero palabras omnipotentes, que turban el corazón, que ponen profundamente en discusión la vida, los planes, las esperanzas humanas. El ángel anuncia el gozo, la gracia y la presencia de Dios; María queda turbada y se pregunta de dónde le pueda venir a ella todo esto. ¿De dónde un gozo tal? ¿Cómo una gracia tan grande que puede cambiar incluso el ser?

vv.30-33: Estos son los versículos centrales del pasaje: y la explosión del anuncio, la manifestación del don de Dios, de su omnipotencia en la vida del hombre. Gabriel. el fuerte, habla de Jesús: el rey eterno, el Salvador, el Dios hecho niño, el Omnipotente humilde. Habla de María, de su seno, de su vida que ha sido elegida para dar entrada y acogida a Dios en este mundo y en cualquier otra vida. Dios comienza, ya aquí, a hacerse vecino, a llamar. Está en pie, espera, junto a la puerta del corazón de María; pero también aquí, en nuestra casa, junto a nuestro corazón….

v.34: María ante la propuesta de Dios, se deja manejar por una completa disposición; revela su corazón, sus deseos. Sabe que para Dios lo imposible es realizable, no tiene la mínima duda, no endurece su corazón ni su mente, no hace cálculos; quiere solamente disponerse plenamente, abrirse, dejarse alcanzar de aquel toque humanamente imposible, pero ya escrito, ya realizado en Dios. Pone delante de Él, con un gesto de purísima pobreza, su virginidad, su no conocer varón; es una entrega plena, absoluta, desbordante de fe y abandono. Es la premisa del sí.

vv. 35-37: Dios, humildísimo responde; la omnipotencia se inclina sobre la fragilidad de esta mujer, que somos cada uno de nosotros. El diálogo continúa, la alianza crece y se refuerza. Dios revela el cómo, habla del Espíritu Santo, de su sombra fecundante, que no viola, no rompe, sino conserva intacta. Habla de la experiencia humana de Isabel, revela otro imposible convertido en posible; casi una garantía, una seguridad. Y después, la última palabra, ante la cual es necesario escoger: decir sí o decir no; creer o dudar, entregarse o endurecerse, abrir la puerta o cerrarla. “Nada es imposible para Dios”

v.38: Este último versículo parece encerrar el infinito. María dice su “He aquí” se abre, se ofrece a Dios y se realiza el encuentro, la unión por siempre. Dios entra en el hombre y el hombre se convierte en lugar de Dios: son las Bodas más sublimes que se puedan jamás realizar en esta tierra. Y sin embargo el evangelio se cierra con una palabra casi triste, dura: María queda sola, el ángel se va. Queda, sin embargo, el sí pronunciado por María a Dios y su Presencia; queda la verdadera Vida.

c) El texto:

Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y, entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por estas palabras y se preguntaba qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.» María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y este es ya el sexto mes de la que se decía que era estéril, porque no hay nada imposible para Dios.» Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel, dejándola, se fue.

3. Un momento de silencio orante

He leído y escuchado las palabras del evangelio. Estoy en silencio…Dios está aquí, a la puerta, y pide asilo, precisamente a mí, a mi pobre vida….

4. Algunas preguntas

a) El anuncio de Dios, su ángel, entra en mi vida, ante mí y me habla. ¿Estoy preparado para recibirlo, para dejarle espacio, para escucharlo con atención?

b) Enseguida recibo un anuncio desconcertante; Dios me habla de gozo, de gracia, de presencia. Precisamente las cosas que yo estoy buscando desde hace tanto tiempo, de siempre. ¿Quién me podrá hacer verdaderamente feliz?¿Quiero fiarme de su felicidad, de su presencia?

c) Ha bastado un poco, apenas un movimiento del corazón, del ser; Él ya se ha dado cuenta. Ya me está llenando de luz y amor. Me dice: “Has encontrado gracia a mis ojos”. ¿Agrado yo a Dios? ¿Él me encuentra amable? Sí, así es. ¿Por qué no lo hemos querido creer antes?¿Por qué no lo he escuchado?

d) El Señor Jesús quiere venir a este mundo también a través de mí; quiere acercarse a mis hermanos a través de los senderos de mi vida, de mi ser. ¿Podré estropearle la entrada?¿Podré rechazarlo, tenerlo lejano?¿Podré borrarlo de mi historia de mi vida?

5. Una clave de lectura

Algunas palabras importantes y fuertes que resuenan en este pasaje del evangelio

¡Alégrate!

Verdaderamente es extraño este saludo de Dios a su criatura; parece inexplicable y quizás sin sentido. Y sin embargo, ya desde siglos resonaba en las páginas de las divinas Escrituras y, por consiguiente, en los labios del pueblo hebreo. ¡Gózate, alégrate, exulta! Muchas veces los profetas habían repetido este soplo del respiro de Dios, habían gritado este silencioso latido de su corazón por su pueblo, su resto. Lo leo en Joel: “No temas, tierra, sino goza y alégrate, porque el Señor ha hecho cosas grandes….”(2,21-23); en Sofonías: “Gózate, hija de Sion, exulta, Israel, y alégrate con todo el corazón, hija de Jerusalén! El Señor ha revocado tu condena” (3,4); en Zacarías: “Gózate, exulta hija de Sion porque, he aquí, que yo vengo a morar en medio de ti, oráculo del Señor” (2,14). Lo leo y lo vuelvo a escuchar, hoy, pronunciado también sobre mi corazón, sobre mi vida; también a mí se me anuncia un gozo, una felicidad nueva, nunca antes vivida. Descubro las grandes cosas que el Señor ha hecho por mí; experimento la liberación que viene de su perdón, yo no estoy ya condenado, sino agraciado, para siempre; vivo la experiencia de la presencia del Señor junto a mí, en mí. Sí, Él ha venido a habitar entre nosotros; Él está de nuevo plantando su tienda en la tierra de mi corazón, de mi existencia. Señor, como dice el salmo, Tú te gozas con tus criaturas (Sal 104, 31) y también yo me gozo en ti; mi gozo está en ti (Sal 104, 34).

El Señor está contigo

Estas palabras tan simples, tan luminosas, dicha por el ángel a María, encierra una fuerza omnipotente; me doy cuenta que bastaría, por sí sola, a salvarme la vida, a levantarme de cualquier caída o fallo, de cualquier error. El hecho de que Él, mi Señor, está conmigo, me sostiene en vida, me vuelve animoso, me da confianza para continuar existiendo. Si yo existo, es porque Él está conmigo. Quizás pueda valer para mí la experiencia que la Escritura cuenta de Isaac, al cual le sucedió la cosa más bella que se puede desear a un hombre que cree en Dios y lo ama; un día se le acerca a él Abimelech con sus hombres, diciéndole; “Hemos visto que el Señor está contigo” (Gén 26, 28) y pidiendo que se hicieran amigos, que se hiciera un pacto. Quisiera que también de mí se dijera la misma cosa; quisiera poder manifestar que el Señor verdaderamente está en mí, dentro de mi vida, en mis deseos, mis afectos, mis gustos y acciones; quisiera que otros pudieran encontrarlo por mi mediación. Quizás, por esto, es necesario que yo absorba su presencia, que lo coma y lo beba.

Me voy a la escuela de la Escritura, leo y vuelvo a leer algunos pasajes en la que la voz del Señor me repite esta verdad y, mientras Él me habla, me voy cambiando, me siento más habitado. ”Permanece en este país y yo estaré contigo y te bendeciré” (Gén 26,3). “Después el Señor comunicó sus órdenes a Josué , hijo de Nun, y le dijo: “Sé fuerte y ten ánimo, porque tu introducirás a los Israelitas en el país que he jurado darles, y yo estaré contigo” (Dt 31,23). ”Lucharán contra ti pero no prevalecerán, porque yo estaré contigo para salvarte y liberarte” (Jer 15,20). “El ángel del Señor aparece a Gedeón y le dice: “¡El Señor es contigo, hombre fuerte y valeroso!” (Jue 6,12). “En aquella noche se le apareció el Señor y le dijo: Yo soy el Dios de Abrahán tu padre, no temas porque yo estoy contigo. Te bendeciré y multiplicaré tu descendencia por amor a Abrahán, mi siervo” (Gén 26,24). “He aquí que yo estoy contigo y te protegeré a donde quieras que vayas; luego te haré regresar a este país, porque no te abandonaré sin hacer todo lo que te he dicho” (Gén 28,15) “No temas porque yo estoy contigo; no te descarríes, porque yo soy tu Dios. Te hago fuerte y acudo en tu ayuda y te sostengo con la diestra victoriosa” (Is 41,10)

No temas

La Biblia se encuentra rebosante de este anuncio lleno de ternura; casi como un río de misericordia esta palabra recorre todos los libros sagrados, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Es el Padre que repite a sus hijos que no tengan miedo, porque Él está con ellos, no los abandona, no los olvida, no los deja en poder del enemigo. Es como si fuese una declaración de amor, de corazón a corazón, y llega hasta nosotros. Abrahán ha oído esta palabra y después de él su hijo Isaac, después los patriarcas, Moisés, Josué, David, Salomón y con ellos, Jeremías y todos los profetas. Ninguno está excluido de este abrazo de salvación que el Padre ofrece a sus hijos, también a los más alejados, los más rebeldes. María sabe escuchar profundamente esta palabra y se la cree con fe plena, con absoluto abandono; Ella escucha y cree, acoge y vive también para nosotros. Ella es la mujer fuerte y animosa que se abre a la llegada del Señor, dejando caer todos los miedos, las incredulidades, las negativas. Ella repite este anuncio de Dios dentro de nuestra vida y nos invita a creer con Ella.

Has encontrado gracia

“Señor, si he encontrado gracia a tus ojos…”. Esta es la plegaria que sale más veces del corazón de hombres y mujeres que buscan refugio en el Señor; de ellos habla la Escritura, los encontramos en las encrucijadas de nuestras calles, cuando no sabemos bien a donde ir, cuando nos sentimos golpeados por la soledad o la tentación, cuando vivimos los abandonos, las traiciones, las desconfianzas que pesan sobre nuestra existencia. Cuando no tenemos a nadie y no logramos ni siquiera encontrarnos a nosotros mismo, entonces también nosotros, como ellos, nos ponemos a rezar repitiendo aquellas palabras: “Señor, si he encontrado gracias a tus ojos…”. ¡Cuantas veces quizás las hemos repetido, también solo, en silencio! Pero hoy aquí, en este pasaje evangélico tan sencillo, se nos adelantaron, hemos estado escuchando con anterioridad; ya no necesitamos suplicar, porque ya hemos encontrado todo aquello que estábamos siempre buscando y mucho más. Hemos recibido gratuitamente, hemos sido colmados y ahora rebosamos.

Para Dios nada hay imposible

Hemos llegado casi al final de este recorrido fortísimo de gracia y de liberación; acaba de alcanzarme ahora una palabra que me sacude en lo más profundo. Mi fe está puesta al retortero; el Señor me prueba, me sondea, pone a prueba mi corazón. Lo que el ángel afirma aquí, delante de María, había sido ya proclamado muchas veces en el Antiguo Testamento; ahora alcanza la plenitud, ahora todos los imposibles se realizan; Dios se hace hombre; el Señor se convierte en amigo; el lejano está muy cerca. Y yo, también yo, pequeño y pobre, me hago partícipe de esta inmensidad de gracia; se me dice que también en mi vida lo imposible se convierte en posible. Sólo debo creer, sólo dar mi consentimiento. Pero esto significa dejarse sacudir por la potencia de Dios; entregarme a Él: que me cambia, me libera, me renueva. Nada de esto es imposible. Sí, yo puedo renacer hoy, en este momento, por gracia de su palabra que me ha hablado, que me ha alcanzado hasta el punto más profundo del corazón. Busco y transcribo los pasos de la Escrituras que me repiten esta verdad. Y mientras escribo, mientras las leo y las pronuncio despacio, masticando cada palabra, lo que ellas dicen se realizan en mí… Génesis 18,14; Job 42,2; Jeremías 32, 17; Jeremías 32, 27; Zacarías 8,6; Mateo 19,26; Lucas 18,27.

Heme aquí

Y ahora no puedo huir, ni evitar la conclusión. Sabía desde el principio que precisamente aquí, dentro de esta palabra, tan pequeña sin embargo, tan llena, tan definitiva, Dios me estaba aguardando. La cita del amor, de la alianza entre Él y yo se había señalado precisamente en esta palabra, apenas un suspiro de su voz. Permanezco aturdido por la riqueza de presencia que siento en este ¡“Heme aquí”!; no debo esforzarme mucho para recordar las innumerables veces que Dios mismo la ha pronunciado primero, la ha repetido. Él es el “Heme aquí” hecho persona, hecho fidelidad absoluta, insustituible. Debería ponerme solamente bajo su onda, sólo encontrar su impronta en los polvos de mi pobreza, de mi desierto; debería sólo acoger su amor infinito que no ha cesado jamás de buscarme, de estar junto a mi, de caminar conmigo, donde quiera que yo he ido. El “Heme aquí” está ya dicho y vivido, es ya verdad. ¡Cuántos, antes que yo y cuántos también hoy, junto a mi! No, no estoy solo. Hago una vez más silencio, me coloco una vez más a la escucha, antes de responder… “¡Heme aquí, heme aquí!” (Is 65,1) repite Dios; “Heme aquí, soy la sierva del Señor”, responde María; “Heme aquí, que yo vengo para hacer tu voluntad” (Sal 39,8) dice Cristo.

6. Un momento de oración: Salmo 138

Estribillo: Padre, en tus manos encomiendo mi vida

Tú me escrutas, Yahvé, y me conoces;
sabes cuándo me siento y me levanto,
mi pensamiento percibes desde lejos;
de camino o acostado, tú lo adviertes,
familiares te son todas mis sendas.
Aún no llega la palabra a mi lengua,
y tú, Yahvé, la conoces por entero;
me rodeas por detrás y por delante,
tienes puesta tu mano sobre mí.
Maravilla de ciencia que me supera,
tan alta que no puedo alcanzarla.
¿Adónde iré lejos de tu espíritu,
adónde podré huir de tu presencia?
Si subo hasta el cielo, allí estás tú,
si me acuesto en el Seol, allí estás.

Porque tú has formado mis riñones,
me has tejido en el vientre de mi madre;
te doy gracias por tantas maravillas:
prodigio soy, prodigios tus obras.
¡Qué arduos me resultan tus pensamientos,
oh Dios, qué incontable es su suma!
Si los cuento, son más que la arena;
al terminar, todavía estoy contigo.
Sondéame, oh Dios, conoce mi corazón,
examíname, conoce mis desvelos.
Que mi camino no acabe mal,
guíame por el camino eterno.

7. Oración final

Padre mío, tu has bajado hasta mí, me has tocado el corazón, me has hablado, prometiéndome gozo, presencia, salvación. En la gracia del Espíritu Santo, que me ha cubierto con su sombra, también yo junto a María, he podido decirte mi sí, el “Heme aquí” de mi vida por ti. Ahora no me queda nada más que la fuerza de tu promesa, tu verdad: “Concebirás y darás a la luz Jesús”. Señor, aquí tienes el seno abierto de mi vida, de mi ser, de todo lo que soy. Pongo todo en tu corazón. Tú, entra, ven, desciende te ruego a fecundarme, hazme generadora de Cristo en este mundo. El amor que yo recibo de ti, en medida desbordante, encuentre su plenitud y su verdad cuando alcance a los hermanos y hermanas que tú pones en mi camino. Nuestro encuentro, oh Padre, sea abierto, sea don para todos; sea Jesús, el Salvador. Amén.

Recursos – Domingo IV Cuaresma

1. La liturgia meditada a lo largo de la semana.

A lo largo de los días de la semana anterior al 4º Domingo de Cuaresma, procurad meditar la Palabra de Dios de este domingo. Meditadla personalmente, una lectura cada día, por ejemplo… Elegid un día de la semana para la meditación comunitaria de la Palabra: en un grupo parroquial, en un grupo de padres, en un grupo eclesial, en una comunidad religiosa…

2. Una letanía penitencial.

Estamos caminando hacia el final de la Cuaresma. Puede ser sugerente, en el momento penitencial, evocar las lecturas de la Cuaresma de este ciclo C en forma de letanía. Como ejemplo:

–  Jesús, atormentado por la tentación…

–  Jesús, transfigurado sobre la montaña…

–  Jesús, testigo del Dios de la paciencia…

–  Jesús, testigo del Dios de la misericordia…

–  Jesús, testigo del Dios del perdón…

3. Oración en la lectio divina.

En la meditación de la Palabra de Dios (lectio divina), se puede prolongar el momento de la acogida de las lecturas con una oración.

Al final de la primera lectura: Dios fiel, te damos gracias por la tierra prometida en la que nos acogiste desde nuestro bautismo; es tu Pueblo, el Cuerpo eclesial de tu Hijo, que tú alimentas con el soplo de tu Espíritu Santo. En esta Cuaresma, tiempo de compartir, te confiamos nuestras compromiso en favor del desarrollo y de un más justo reparto de los bienes de la tierra. Que tu Espíritu nos guíe y nos inspire.

Al final de la segunda lectura: Padre misericordioso y paciente, te damos gracias por la reconciliación que nos concediste por Cristo y por la misión de perdón y de reconciliación que nos confías. Te rogamos: por medio del Espíritu Santo, ilumina nuestros pensamientos, cambia nuestros corazones, inspira en nosotros iniciativas de perdón y de paz que busquen el bien de nuestras familias y de los que están a nuestro lado.

Al final de la segunda lectura: Padre misericordioso, te damos gracias por la gran fiesta que celebramos comunitariamente cada domingo. Prepáranos la mesa para acogernos, corrige nuestros pecados y llénanos con tu Espíritu. Con el hijo perdido y reencontrado te pedimos: Padre, hemos pecado contra ti, cura nuestros espíritus y nuestros corazones, danos tu Espíritu Santo.

4. Plegaria Eucarística.

Se sugiere la Plegaria Eucarística II para la Reconciliación.

5. Palabra para el camino.

La segunda parte de la parábola de este domingo es una crítica a la conducta del hijo mayor. Una crítica hacia nuestra propia conducta, de nosotros que estamos al servicio de Dios y que nunca hemos desobedecido gravemente a sus leyes. Somos observantes, hacemos lo que debemos hacer, pero a la vez podemos mostrarnos duros y con desprecio hacia los demás: cuando cerramos la puerta a nuestro hijo que…

cuando cortamos los puentes con un familiar …
cuando dejamos de lado a la divorciada…

¡Y, sin embargo, Dios no nos juzga! Es paciente, nos suplica para que comprendamos: “Hijo, tú siempre estás conmigo…”

Comentario del 25 de marzo

El evangelista nos sitúa a Jesús en la sinagoga de Nazaret, la localidad que le había visto crecer. Allí se había encontrado con la frialdad, e incluso con el rechazo, de sus paisanos que no eran capaces de abrirse a la novedad representada por la presencia profética del «hijo del Carpintero». En semejante situación no es extraño que Jesús sentencie: Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Si este rechazo experimentado por el profeta en su propia tierra es una realidad constatable en la historia, no debe extrañar que se repita una vez más en el caso de Jesús. También él ha pasado por esta experiencia; y ello le confirma en sus pretensiones proféticas. Y para reforzar esta afirmación recurre a algunos ejemplos que le ofrecía su propia historia, la historia de Israel.

En tiempos de Elías –como en otros tiempos- había en Israel muchas viudas. Se trata de ese período de tres años y medio de duración en el que el cielo estuvo cerrado y hubo, a consecuencia de ello, una gran hambre en todo el país. Pues bien, a ninguna de esas viudas fue enviado Elías, sino a una viuda extranjera, una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. También había en Israel muchos leprosos en tiempos de Eliseo, discípulo y sucesor de Elías, pero el profeta no fue enviado para curar a ninguno de estos leprosos, sino un extranjero, Naamán, el sirio. Se trata de casos narrados en los libros proféticos. ¿Por qué estas intervenciones proféticas llevadas a cabo en tierra extranjera? Primero, porque los no judíos también se encuentran entre los beneficiarios de los dones divinos; y en segundo lugar, porque el profeta se ha visto obligado a emigrar en razón de la persecución desatada contra él en su propia casa. Pero también fuera de su tierra han continuado ejerciendo su labor profética. Son casos históricos que vienen a refrendar la apreciación que saca Jesús de su experiencia particular: que ningún profeta es bien mirado en su tierra.

Pero aquel veredicto, que presentaba a los nazarenos como refractarios a los profetas patrios, les puso tan furiosos que, levantándose, empujaron a Jesús fuera del pueblo, hasta un barranco del monte, con la intención de despeñarlo. Pero Jesús sorteó la situación, se abrió paso entre ellos y se marchó. Así concluyó aquel incidente local que amenazaba con truncar su carrera profética casi en los comienzos. Estaba claro que aún no había llegado su hora; que tenía que cumplir la misión para la que había sido enviado. Esa hora no se retrasó en exceso; porque sólo tuvieron que transcurrir uno o dos años (aproximadamente) para que se hiciera presente. Pero no eran sus paisanos los que habrían de decidir el momento de la consumación, sino su Padre –por encima de todos- en connivencia con los hombres.

Una actitud tan reacia a la misión de Jesús en sus paisanos nos muestra las dificultades que han tenido todos los profetas para hacer valer su condición y oficio en medio del mundo. Los portadores de Dios siempre han encontrado mucha resistencia a ser reconocidos como tales, y mucho más por quienes les han conocido en sus oficios previos, como pastores, agricultores o pescadores. No se concibe la idea de que uno haya sido elegido por Dios para desempeñar esta tarea en un determinado momento de su vida, sin que los antecedentes tengan demasiada importancia. Jesús era conocido por sus paisanos como «el hijo del Carpintero». No parece que hubiese destacado por otra cosa durante esos años de su adolescencia y juventud, y sin embargo era el Hijo de Dios oculto tras la indumentaria de una existencia humana poco notoria. Por eso a quienes le habían conocido en esta existencia ordinaria, y hasta vulgar, les costaba tanto reconocerle ahora como el Mesías profetizado por Isaías.

Pero tales son las sorpresas de Dios que se dejan notar en determinados momentos de la historia. Aquí no hay criterios absolutos que nos permitan evaluar la veracidad del profeta; pero hay al menos «signos de credibilidad» que hacen posible y razonable el acto de fe en alguien que se presenta a nosotros como enviado de Dios para darnos a conocer sus planes. La tradición en la que hemos nacido y crecido refuerzan sin duda esas convicciones de fe. Y si la tradición condiciona nuestra libertad de elección, también nos ofrece posibilidades de realización y de crecimiento, como sucede con el idioma materno. Que el Señor guíe nuestros pasos por este mundo enigmático y azaroso para que no nos desviemos del camino de la verdad y de la vida.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Veritatis gaudium – Francisco I

Artículo 48. Nadie puede conseguir un grado académico si no se ha inscripto regularmente en la Facultad, y no ha terminado el plan de estudios prescritos por los planes de estudio y no ha superado positivamente los relativos exámenes y algunas otras eventuales modalidad de pruebas.

Homilía – Domingo IV de Cuaresma

DE CRIADO A HIJO

NO TE EXCLUYAS

Con imágenes muy gráficas Jesús nos revela en esta joya teológica y literaria el rostro de Dios como pura misericordia; nos describe el pecado como degradación, la conversión como rehabilitación, reconciliación y fiesta; y caricaturiza la religiosidad fría, cumplimentera, orgullosa y despectiva. Es muy posible que nos parezca que no estamos reflejados en los personajes de la parábola y que, por lo tanto, no tiene mucho que ver con nosotros.

A primera vista, no parece que tengamos nada que ver con el hijo pródigo; nosotros estamos en casa; ahora mismo estamos sentados a la mesa familiar de la Eucaristía. Tampoco parece que tengamos nada que ver con el hermano mayor; nosotros no nos negamos a participar en la fiesta con los perdidos que han retornado, ni los conocemos, ni sabemos si hay alguno. Sabemos que hay banquete eucarístico a esta hora, y hemos venido sin más. Con todo, no nos apresuremos a afirmar que no tenemos nada que ver con los dos hijos del padre misericordioso.

UNA FAMILIA-PARÁBOLA

Conozco bastante de cerca a una familia que constituye para mí una verdadera parábola de la familia de Dios, la Iglesia. «Padre, en casa tenemos de todo», me dice una pareja. Tienen 6 hijos: cuatro varones y dos mujeres. «Mi hijo mayor y la hija menor, me dice el padre, son un encanto. Estudian, ayudan, son buenos hijos y buenos hermanos; son los que nos proporcionan las grandes alegrías. El segundo de los hijos se nos metió en la droga y nos proporciona disgustos y grandes perjuicios económicos. Estuvo en Proyecto-Hombre. Ahora está rehabilitado y es cariñosísimo. Nos dice que, después de lo mucho que nos ha hecho sufrir y lo que hemos hecho por él,

se da cuenta de lo que son los padres y quiere compensarnos de tantas amarguras. Pero tenemos los otros tres, dos chicos y una chica, que nos amargan la vida. No es que sean malos. No nos han dado grandes disgustos. Pero son descontentadizos, desagradecidos; protestan por todo y contra todo; tenemos miedo de que la hija sufra anorexia; son exigentes a la hora de pedir dinero para los fines de semana; se pelean constantemente entre ellos; tienen celos del hermano rehabilitado de la droga, porque dicen que todos los cuidados son para él; andan a rastras con los estudios; no echan una mano… Para estos tres, la casa es una pensión gratuita, y nosotros empleados a sus órdenes. Aquel sueño de familia numerosa, unida y feliz, que teníamos al casarnos, se nos ha venido enteramente abajo».

En la familia de Dios hay también estas diversas clases de hijos. Están los santos, ¡muchos!, que sólo dan satisfacciones a Dios y a los hermanos. Son una indecible gracia para la familia eclesial. Están los hijos drogadictos-rehabilitados, los convertidos, y están los drogadictos que siguen en la droga del pecado. Existen también los hijos mediocres que están en casa, pero no son de casa, no viven el calor del hogar. Vienen a la Iglesia, pero no son Iglesia, son huéspedes en su propia casa. ¿A cuál de esta clase de hijos pertenezco? Los más frecuentes son los mediocres.

RASGOS DE LOS HIJOS MEDIOCRES

En realidad, los dos hijos de la parábola eran pródigos; estaban fuera de casa: uno físicamente y el otro psicológicamente. ¿Cuáles son los rasgos que caracterizan a los que viven como hijos en la casa del Padre?

Espíritu de familia. El hermano mayor era un jornalero más que un hijo y un hermano; y el hermano menor, un alocado al que no le importan más que sus juergas con los amiguetes. Su padre no es para él más que un amargavidas, un obstáculo para hacer su vida aventurera. Sufre la miseria de los dos hermanos el cristiano que no está integrado en comunidad, que va por libre, que vive «su» cristianismo. Las Eucaristías para él son comida de hotel, no comida de familia. Tiene como los dos hermanos de la parábola, amigos superficiales para encuentros sociales, pero no tiene hermanos en la fe para compartir profundamente su vida. Como consecuencia, falta la verdadera alegría en su espíritu, porque el verdadero lugar de la alegría es la comunidad.

Actuar desde la gratuidad. Los dos hermanos tienen espíritu interesado. El menor reclama la herencia que le corresponde para vivir desenfrenadamente; el mayor echa en cara a su padre que no ha tenido la delicadeza de darle un cabrito para una merendola con sus amigos. El padre tiene dos aprovechados. Son «hijos» interesados, que están en casa pero no son de casa, los que hacen consistir el culto religioso en un intercambio de votos, cumplimientos, rezos, ritos y obsequios humanos a cambio de favores divinos. Estos huéspedes en la casa de Dios se quejan como el hermano mayor: «Parece que los malos, los descreídos, tienen mejor suerte; les va mejor en la vida que a nosotros, que cumplimos». El verdadero hijo y hermano vive y actúa desde el amor. Y el amor, por definición, es gratuito.

Religiosidad de la generosidad. No es de casa, aunque esté en casa, el que se rige en ella por una especie de reglamento laboral. Es la espiritualidad farisaica del hijo mayor: «Jamás he desobedecido una orden tuya», le dice al padre como quien exhibe una factura. «Dame la herencia que me corresponde», exige el hijo menor. ¿A qué estoy obligado?, pregunta el cristiano mediocre. Eso no es un hogar. Eso es una empresa. La religiosidad cristiana es de amor y de generosidad. En un hogar no se pregunta: ¿Qué tengo obligación de hacer por ti?, sino ¿qué puedo hacer por ti?

Apetito y alegría. Uno vive la situación de pródigo si está desnutrido. Y uno puede estar desnutrido por dos motivos bien diferentes: a) Porque no tiene qué comer; es el caso del pródigo; no le daban ni las algarrobas que echaban a los cerdos; b) porque no tiene apetito, sufre anorexia y no quiere comer. La causa de nuestra flaqueza sería esta última, porque la verdad es que en la mesa de la casa no nos falta nada. El

efecto para el que no come porque no tiene y para el que no come porque no quiere es el mismo: la anemia, la desnutrición, la falta de vigor.

 

«ENTRANDO DENTRO DE SÍ»

La parábola del hijo pródigo o, mejor, del padre misericordioso, nos da a entender que el padre salía todas las tardes a otear los caminos para ver si el hijo llegaba; no explícita otro aspecto de su preocupación. Lucas expresa este aspecto del amor solícito de Dios en otras parábolas como la del «buen pastor» o de la «dracma perdida», en las que tanto el pastor como el ama de casa se desviven por encontrar lo que tanto aman. Las llamadas de Dios son múltiples y resuenan ininterrumpidamente; todo depende de nuestra atención y de nuestro silencio para poder escucharlas.

«Entrando dentro de sí mismo…», dice Lucas. Para entrar dentro de casa, primero hay que entrar dentro de sí, como el pródigo. Es preciso entrar dentro de uno mismo, pararse a pensar, revisarse, para reconocer la propia miseria. Se ha dicho: «La gran desgracia del hombre moderno es que no sabe detenerse, está fuera de sí». La salvación del hijo pródigo empezó cuando se vio solo frente a sí mismo, y esto le ayudó a entrar dentro de sí, a encontrarse y verse hecho una ruina. Entrar dentro de sí supone confrontar la propia vida con el proyecto de Dios, ponerse en parangón con los grandes creyentes, comparar, quizás, nuestras huecas carcajadas con su sonrisa profunda, tomar conciencia de los íntimos gemidos de angustia acallados por el bullicio de la juerga. Para entrar dentro de uno mismo es preciso reservar en la vida un espacio suficiente de tiempo para la oración, para un retiro, para poder reflexionar y contemplar con calma la Palabra de Dios.

Jesús revela a un Padre Dios que es de verdad desconcertante. Primeramente refiere que sale a nuestros caminos para vernos regresar. No puede ser feliz viendo a sus hijos arruinados e infelices. Cuando, caminando presurosamente, se encuentra con el hijo, que pretende pedirle mil perdones, no le pide explicaciones, simplemente le abraza y riega su cuello con sus lágrimas y da orden inmediata de que se prepare el mejor banquete de la casa. No cabe en sí; está loco de contento.

Completando este pensamiento afirma Jesús: «En el cielo se hace fiesta por un pecador que se convierte». Se trata de un gran acontecimiento no sólo para el convertido sino para toda la familia de Dios peregrinante y gloriosa. Se trata de una resurrección: «tu hermano estaba muerto y ha resucitado».

Atilano Alaiz

Lc 15, 1-3. 11-32 (Evangelio Domingo IV Cuaresma)

Continuamos en el “camino de Jerusalén”, ese camino espiritual que Jesús recorre con los discípulos, preparándonos para ser testigos del Reino ante de todos los hombres.

Todo el capítulo 15 está dedicado a la enseñanza sobre la misericordia: en tres parábolas, Lucas presenta una catequesis sobre la bondad y el amor de un Dios que quiere dar la mano a todos aquellos a los que la teología oficial excluía y marginaba.

El punto de partida es la murmuración de los fariseos y de los escribas que, ante la muchedumbre de publicanos y pecadores que escuchan a Jesús, comentam: “Ése acoge a los pecadores y come con ellos”. Acoger a los publicanos y pecadores es algo escandalosos, en la perspectiva de los fariseos; comer con ellos, establecer lazos de familiaridad y de hermandad con ellos alrededor de la mesa, era algo inaudito. La conclusión de los fariseos era obvia: Jesús no puede venir de Dios pues, en la perspectiva de la doctrina tradicional, los pecadores no podían aproximarse a Dios.

Es en este contexto donde Jesús presenta la “parábola del hijo pródigo”, una parábola que es exclusiva de Lucas (ni Marcos, ni Mateo, ni Juan la mencionan).

La parábola nos presenta a tres personajes de referencia: el padre, el hijo más joven y el hijo más mayor. Detengámonos un poco en estas figuras.

El personaje central es el padre. Se trata de un figura excepcional, que conjuga el respeto por las decisiones y por la libertad de los hijos, con un amor gratuito y sin limitación. Ese amor se manifieta en la emoción con la que abraza al hijo que vuelve, aun sin saber si ese hijo ha cambiado su actitud orgullosa y autosuficiente en relación con el padre y con la casa.

Se trata de un amor que permanece inalterable a pesar de la rebeldía del hijo; se trata de un padre que continúa amando, a pesar de la ausencia y de la infidelidad del hijo.

La consecuencia del amor del padre se muestra en el “anillo” que es símbolo de autoridad (cf. Gn 41,42; Est 3,10; 8,2) y en las “sandalias”, que son el calzado del hombre libre.

Después, vine el hijo pequeño. Es un hijo ingrato, insolente y obstinado, que exige del padre mucho más de lo que tiene derecho (la ley judía preveía que el hijo más joven recibiese únicamente un tercio de la fortuna del padre, cf. Dt 21,15-17; pero, aunque la división de las propiedades pudiese hacerse en vida del padre, los hijos no accedían a esa posesión sino después de la muerte de este, cf. Sir 33,10-14). Además de eso, abandona la casa y el amor del padre y disipa los bienes que el padre pone a su disposición.

Es una imagen de egoísmo, de orgullo de autosuficiencia, de frivolidad, de total irresponsabilidad. Acaba, sin embargo, percibiendo el vacío, el sin sentido, la desesperación de esa vida de egoísmo y de autosuficiencia y teniendo el corage de volver al encuentro del amor del padre.

Finalmente, tenemos al hijo mayor. Es el hijo que siempre hace lo que el padre manda, que cumple todas las reglas y que nunca ha pensado en dejar ese espacio cómodo y acogedor que es la casa del padre. Sin embargo, su lógica es la lógica de la “justicia” y no la lógica de la “misericordia”.

Él cree que tiene derechos superiores a los del hermano y no comprende ni acepta que el padre quiera ejercer su derecho a la misericordia y a acoger, feliz, al hijo rebelde.

Es la imagen de esos fariseos y escribas que interpelan a Jesús: porque cumplían al pie de la letra las exigencias de la Ley, despreciaban a los pecadores y pensaban que esa debía ser también la forma de pensar de Dios.

La “parábola de padre bondadoso y misericordioso” quiere mostrarnos el corazón y la forma de actuar de Dios.

Dios es el Padre bondadoso, que respeta absolutamente la libertad y las decisiones de sus hijos, aunque utilicen esa libertad para buscar la felicidad por caminos equivocados, y, suceda lo que suceda, continúa amando y esperando ansiosamente el regreso de los hijos rebeldes.

Cuando los recupera, los acoge con amor y los reintegra en su familia. Esa es la alegría de Dios. Ese es el Dios del amor, de la bondad, de la misericordia, que se alegra cuando el hijo regresa y que nosotros, a veces hijos rebeldes, tenemos la certeza de encontrar cuando regresamos.

La parábola pretende ser también una invitación a dejarnos arrastrar por esta dinámica de amor en el juicio que hacemos de nuestros hermanos. Más que por la “justicia”, debemos dejarnos guiar por la misericordia, a ejemplo de Dios.

Tened en cuenta los siguientes elementos en vuestra reflexión:

La primera llamada de atención viene del amor del Padre: un amor que respeta absolutamente las decisiones, incluso absurdas, de ese hijo que abandona la casa peterna; un amor que está siempre allí, fiel e inquebrantable, peraparado para abrazar al hijo que vuelve.

Incluso antes de que el hijo hable y muestre su arrepentimiento, el Padre le manifiesta su amor; es un amor que precede a la conversión y que se manifiesta antes de la conversión. Es un Dios que nos ama de esta forma con la que somos invitados a confiar en este tiempo de “conversión”.

Esta parábola nos alerta también sobre el sinsentido y la frustración de una vida vivida lejos del amor del “Padre”, en el egoísmo, en el materialismo, en la autosuficiencia.
Nos invita a reconocer que no es en los bienes de este mundo, sino que es en la comunión con el “Padre” donde encontraremos la felicidad, la serenidad y la paz.

Esta parábola nos invita, finalmente, a no dejarnos dominar por la lógica de lo que es “justo” a los ojos del mundo, sino por la “justicia de Dios”, que es misericordia, comprensión, tolerancia, amor.
¿Con qué criterios juzgamos a nuestros hermanos: con los criterios de la justicia del mundo, o con los criterios de la misericordia de Dios?

¿Nuestra comunidad es, verdaderamente, el espacio donde se manifiesta la misericordia de Dios?

2Cor 5, 17-21 (2ª lectura – Domingo IV Cuaresma)

Alrededor del año 56/57, llegan a Corinto misioneros itinerantes que se presentan como apóstoles y que critican a Pablo, llevando la confusión a la comunidad cristiana. Probablemente, se trata de esos “judaizantes” que querían imponer a los paganos convertidos las prácticas de la Ley de Moisés (aunque también pudieran ser cristianos que condenaran la severidad de Pablo y que apoyaban el laxismo de la vida de los corintios). De cualquier forma, Pablo es informado de que la validez de su ministerio estaba siendo puesta en entredicho y se dirige a toda prisa a Corinto, dispuesto a enfrentarse con el problema.

El enfrentamiento es violento y Pablo es gravemente injuriado por un miembro de la comunidad (cf. 2Cor 2,5-11;7,11). En consecuencia, Pablo abandona Corinto y se va a Éfeso. Pasado un tiempo, Pablo envía a Tito a Corinto, a fin de intentar la reconciliación. Cuando Tito regresa, trae buenas noticias: las diferencias han sido superadas y los corintios se sienten, otra vez, en comunión con Pablo. Es en este momento en el que Pablo, aliviado y con el corazón en paz, escribe esta carta a los corintios, haciendo una tranquila apología de su apostolado.

El texto que se nos propone está incluido en la primera parte de la carta (2 Cor 1,3-7,16), donde Pablo analiza sus relaciones con los cristianos de Corinto. En este texto, en concreto, se transparenta esa necesidad permanente de reconciliación que encontramos en el corazón de Pablo.

La palabra clave de esta lectura es “reonciliación” (de las diez veces que Pablo utiliza el verbo “reconciliar” y el sustantivo “reconciliación”, cinco corresponden a este pasaje). Se transparenta, por tanto, aquí, la angustia de Pablo por el “distanciamiento” de sus queridos hijos de Corinto y su voluntad de rehacer la comunión con ellos.

Pero, más allá de la reconciliación entre los corintios y Pablo, es necesaria la reconciliación de los corintios y Dios. De ahí la ardorosa llamada del apóstol a que los corintios se dejen reconciliar con Dios.

“En Cristo”, Dios ofreció a los hombres la reconciliación; adherirse a la propuesta de Cristo es acoger la oferta de reconciliación que Dios hace. Ser cristiano implica, por tanto, estar reconciliado con Dios (esto es, aceptar vivir con él una relación de auténtica comunión, de intimidad, de amor) y con los otros hombres. Esto significa, en la práctica, ser una criatura nueva, un hombre renovado.

Desde esta reconciliación es desde donde Pablo se hace “embajador” y heraldo; el ministerio de Pablo pasa por pedir a los corintios que se reconcilien con Dios y que nazcan, así, a la vida nueva de Dios. Es evidente que esta llamada no es sólo válida para los cristianos de Corinto, sino que sirve para los cristianos de todos los tiempos y lugares: los hombres tienen necesidad de vivir en paz unos con los otros; pero difícilmente lo conseguirán si no viven en paz con Dios.

El texto termina (v. 21) con una referencia a la eficacia reconciliadora de la muerte de Cristo: por la cruz, Dios nos arrancó del dominio del pecado y nos transformó en hombres nuevos. ¿Qué quiere decir esto? Al morir en la cruz por la Ley, Cristo mostró cómo la Ley sólo produce muerte, la descalificó y nos apartó de ella, facilitándonos el verdadero encuentro con Dios; y por la cruz, Jesús nos enseñó el amor total, el amor que se da, liberándonos del egoísmo que nos impide la reconciliación con Dios y con los hermanos.

Para reflexionar y actualizar la Palabra, considerad las siguientes cuestiones:

Ser cristiano es, antes de nada, aceptar esa propuesta de reconciliación que Dios nos hace en Jesús. Significa que Dios, a pesar de nuestras infidelidades, continua ofreciéndonos un proyecto de comunión y de amor.
¿Cómo respondo yo a esa oferta de Dios: con una vida de obediencia a sus proyectos y de entrega confiada en sus manos, o con egoísmo, autosuficiencia y cerrazón ante el Dios de la comunión?

Es “en Cristo”, y, de forma privilegiada, en la cruz de Cristo, como somos reconciliados con Dios. En la cruz, Cristo nos enseñó la obediencia total al Padre, la entrega confiada a los proyectos del Padre y el amor total a los hombres, nuestros hermanos. De esa lección decisiva debe nacer el Hombre Nuevo, el hombre que vive en obediencia a los proyectos de Dios y en amor a los otros.

¿Procuro vivir de esta forma?

La comunión con Dios exige la reconciliación con los otros, mis hermanos. No es una conclusión a la que Pablo de un relieve explícito en este texto, pero es una perspectiva que se encuentra implícita en todo el discurso.
¿Cómo me sitúo yo ante esta obligación, para el cristiano, de reconciliarse con los que le rodean?

Jos 5, 9a. 10-12 (1ª lectura – Domingo IV Cuaresma)

El libro de Josué narra la entrada y la instalación del Pueblo de Dios en la Tierra Prometida. Recurriendo al género épico (relatos muy expresivos, exagerados, maravillosos) y presentando idealmente la conquista de la Tierra como un paseo triunfal del Pueblo, con Dios al frente, los autores deuteronomistas van a subrayar la acción maravillosa de Yahvé que, a través de su poder, cumple las promesas hechas a los antepasados y la entrega de la Tierra Prometida a su Pueblo.

No es un libro muy preciso desde el punto de vista histórico; pero es una extraordinaria catequesis sobre el amor de Dios a su Pueblo.

En el texto que la liturgia de hoy nos propone, los israelitas, llegados del desierto, acaban de atravesar el río Jordán. Están en Guilgal, un lugar que todavía no ha sido localizado pero que debía situarse en la orilla del Jordán, al nordeste de Jericó.

Se acerca la celebración de la primera Pascua en la Tierra Prometida y sólo los circuncidados pueden celebrarla (cf. Ex 12,44.48); por eso Josué hace pasar al Pueblo por el rito de la circuncisión, signo de la alianza de Dios con Abrahán y, por tanto, signo de la pertenencia al Pueblo elegido de Yahvé (cf. Gn 17,10-11). Este es el contexto que subyace en las palabras de Dios a Josué referidas en la primera lectura.

El rito de la circuncisión, destinado a todos “los que nacieran en el desierto, durante el viaje, después del éxodo” (Jos 5,5) terminó y todos forman, ahora, parte del Pueblo de Dios. Es un Pueblo renovado, que de esa forma reafirmó su ligazón al Dios de la alianza.

El rito llevado a cabo por Josué nos hace pensar en una especie de “conversión” colectiva, que pone punto y final al “oprobio de Egipto” y marca un “tiempo nuevo” para el Pueblo de Dios.

La cuestión centrál de este texto gira en torno a la vida nueva que comienza para el Pueblo de Dios.

La Pascua, celebrada en esa tierra libre, marca el inicio de esa nueva etapa. Israel es ahora un Pueblo nuevo, el Pueblo elegido, comprometido con Yahvé, definitivamente libre de la esclavitud, que inicia una nueva vida en esa Tierra de Dios que “mana leche y miel”.

Reflexionad a partir de las siguientes cuestiones:

Estamos invitados, en este tiempo de Cuaresma, a una experiencia semejante a la que realizó el Pueblo de Dios y de la que habla la primera lectura: es necesario acabar con la etapa de la esclavitud y del desierto, para poder pasar, definitivamente, a una vida nueva, la vida de la libertad y de la paz.

¿Esto es la circuncisión? La circuncisión física es un rito externo, que nada significa… Lo que necesitamos es aquello a lo que los profetas llamaban la “circuncisión del corazón” (Dt 10,16; Jr 4,4; cf. Jr 9,25): se trata de la adhesión plena de la persona a Dios y a sus propuestas; se trata de una verdadera transformación interior que se llama “conversión”.

¿Qué tengo que “cortar” en mi vida o en la vida de mi comunidad cristiana (o religiosa) para que comience esa nueva era?
¿Qué es lo que todavía nos impide celebrar un verdadero compromiso con nuestro Dios?

A partir de esa “circuncisión del corazón”, podremos celebrar con verdad la vida nueva, la resurrección.
La celebración de la Pascua será, de esa forma, el anuncio y la preparación de la Pascua definitiva (la Pascua escatológica), que nos traerá la vida plena.

Comentario al evangelio – 25 de marzo

Situamos la escena que nos narra el evangelio en Nazaret, donde hoy se alza la basílica de la Anunciación, la más grande de las iglesias católicas construidas en Tierra Santa. Dentro de esa iglesia se conserva la llamada casita de Maria donde ella vivía con sus padres y donde recibió la visita del Ángel.

En medio de este tiempo de Cuaresma el calendario cristiano nos propone la figura de la Madre de Jesús, la Virgen Maria, en el misterio de la Anunciación del ángel Gabriel. En aquel momento María era una joven muchacha en edad de casarse, pues estaba prometida en matrimonio a José. El matrimonio estaba previsto, pero aún no habían convivido juntos, por eso María le dice al ángel que todavía no convive con su futuro marido.

En esta narración del evangelio hay dos protagonistas, la Virgen María y la Palabra de Dios que transmite el ángel Gabriel. María en su sencillez está abierta a la voluntad de Dios. Y es la Palabra de Dios la que transforma, da seguridad y, sin forzar la libertad de María, la lleva a una aceptación gozosa de la voluntad divina. María responde que se cumpla en mí tu Palabra.

De hoy en adelante la historia del mundo será de otra manera. Dios se hace hombre y la joven Maria será su madre. Por eso ella ocupa un puesto tan especial, único, en los designios de Dios sobre la humanidad. El “sí” de María en su humana pequeñez inaugura todos los “síes”  que los seres humanos somos invitados a dar a las llamadas de Dios.

María después de escuchar, acoge. Las palabras dan fruto en su interior, no pasan como el viento, sino que se quedan y echan raíces en su corazón. Aprendamos de María a vivir una acogida humilde del Plan de Dios en nuestra vida. Que ella nos enseñe a aceptar con amor los designios divinos y a no alejarnos de su presencia.
La aportación de María como madre de Jesús no consiste solamente en haberle dado un cuerpo, sino también en formarlo y educarlo, igual que hace toda buena madre y esa es su mayor alegría.

Sabemos que en su Hijo Jesús ella nos abraza a todos los que somos sus discípulos. A ella acudimos cuando nos sentimos tentados, tristes o en peligro. Y como nos enseña el Papa Francisco:

“Ella es la que se estremecía de gozo en la presencia de Dios, la que conservaba todo en su corazón y se dejó atravesar por la espada. Es la santa entre los santos, la más bendita, la que nos enseña el camino de la santidad y nos acompaña. Ella no acepta que nos quedemos caídos y, a veces, nos lleva en sus brazos sin juzgarnos. Conversar con ella nos consuela, nos libera y nos santifica. La Madre no necesita de muchas palabras, no le hace falta que nos esforcemos demasiado para explicarle lo que nos pasa. Basta musitar una y otra vez: «Dios te salve, María…»”.

Acompañados por la Santísima Virgen María madre de Jesús y madre nuestra vivamos este tiempo de Cuaresma con el corazón fijo en la Pascua, fiesta de Resurrección.

Carlos Latorre, cmf