Comentario del 26 de marzo

El perdón es nuclear en el mensaje de Jesús. La reconciliación no se concibe sin el perdón. Jesús se había referido al perdón en las parábolas de la misericordia y lo había concedido a ciertas personas aquejadas de enfermedades o necesitadas de una palabra liberadora que les permitiese experimentar la salvación, como la mujer sorprendida en adulterio y sometida al angustioso trance de ser apedreada. Los apóstoles sabían que había que perdonar la ofensa del hermano, pero ¿hasta cuándo?, ¿hasta dónde? ¿Acaso el perdón exigido era ilimitado?

Así se expresa el apóstol Pedro a propósito de este perdón: Si mi hermano me ofende –le pregunta a Jesús-, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces? Pedro considera que el perdón otorgado al ofensor tiene que tener un límite; de lo contrario podría favorecerse el incremento de las ofensas o el padecimiento del ofendido. Entiende que siete veces es un número razonable en la concesión del perdón al hermano reincidente. Pero la respuesta de Jesús no se atiene a esos límites racionales en los que Pedro quiere encerrar el perdón solicitado por el ofensor: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. «Setenta veces siete» no es un numerus clausus, aunque más abultado; es un circunloquio para significar «siempre». Uno tiene que estar dispuesto a perdonar a su hermano siempre. El amor –dirá san Pablo- disculpa sin límites.

Y para explicar el concepto, Jesús les propone una parábola. El Reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Uno le debía diez mil talentos: una verdadera fortuna. Como no disponía de este dinero para saldar la deuda con su acreedor –Jesús plantea el tema en términos de deuda, no de ofensa-, el rey manda que lo vendan a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones. La medida resulta drástica, pero al parecer aplicable en una sociedad donde los acreedores poderosos podían exigir tales compensaciones.

Ante un futuro tan incierto, el empleado suplica compasión a su señor: Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo. Y el señor se deja mover por la súplica y le concede el perdón solicitado, dejándole marchar sin exigirle la devolución del dinero adeudado. Con la condonación de la deuda, ésta desaparece. Ya está libre de gravámenes. Ya no está en deuda con nadie. Pero la historia no acaba aquí. Resulta que aquel empleado tenía un compañero que le debía una pequeña cantidad de dinero, apenas cien denarios. Pues bien, se lo encuentra y le agarra hasta casi estrangularlo, exigiéndole la devolución de la deuda: Págame lo que me debes –le decía-. El otro le rogaba, imitando a su acreedor airado, que tuviera paciencia con él, ya que estaba dispuesto a pagarle lo debido. Pero el liberado poco tiempo antes de una enorme deuda no tuvo paciencia ni compasión de aquel compañero que le debía una pequeña cantidad. Y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

La noticia provoca consternación en los demás empleados que acuden a su señor a contarle lo sucedido. Y cuando éste se entera, manda llamar de nuevo al empleado de la deuda condonada y, tras otorgarle el calificativo de malvado, le dice con indignación: Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti? La justicia conmutativa parece reclamar este comportamiento. Si han tenido compasión de ti, lo suyo es que tú tengas compasión del que te la pide. Si te han perdonado una deuda, tras haber solicitado un aplazamiento para pagarla, perdona tú también al que te solicita ese mismo margen para una deuda inferior. Esto es lo que se espera en justicia de aquel que ha recibido ese trato de favor. Pero, dado que aquel empleado no actuó según este criterio de equidad, fue finalmente entregado a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. El señor revocó, pues, el indulto, obligándole a pagar la deuda contraída.

La conclusión viene dictada por el mismo desenlace de la parábola: Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano. Se trata de un Padre que nos ha perdonado y nos sigue perdonando ofensas, deudas, desprecios, ingratitudes, negligencias, traiciones, infidelidades; un Padre con el que hemos contraído una enorme deuda a consecuencia de nuestros pecados acumulados, una deuda saldada con un acto de amor infinito, que es la entrega de su propio Hijo a la muerte por nosotros –así se expresa san Pablo aludiendo a la muerte redentora de Cristo y a su sangre derramada-. ¿Qué puede esperar de nosotros ese Padre, que no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado a la muerte por nosotros, sino que extendamos el perdón recibido a nuestros hermanos?

Por eso, Jesús nos invita a pedir en el «Padre nuestro»: perdónanos nuestras ofensas (o deudas), como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Hay una correspondencia tal entre el perdón recibido (de Dios) y el perdón donado (a los hermanos), que no son separables, como si Dios supeditase aquél a éste. Y el perdón exigido es, además, un perdón de corazón. Dios nos perdona de corazón y espera que nosotros también lo hagamos. Al parecer no basta con querer perdonar (acto volitivo); es preciso perdonar en acto y de corazón. Para ello hay que hacer desaparecer el rencor o el resentimiento que lo invade. Quizá no podamos restañar la herida provocada por la ofensa. En este caso habrá que tener paciencia y dejar pasar el tiempo, que todo lo cicatriza. Pero el perdón, para que sea real, tiene que ser de corazón. De no ser así, estará siempre falto de algo. Y si carecemos de fuerzas para perdonar de este modo, habrá que acudir a la fuente de la gracia para adquirir el impulso necesario.

Sólo así, perdonando de corazón podrá tornar la paz a ese corazón herido o torturado por la ofensa o la agresión sufridas. Sucede que el perdón de Dios resulta improductivo si no logra transformar nuestro corazón, es decir, si no le confiere la capacidad de perdonar al hermano. Por eso, el perdón de Dios no se hace realidad factual en nuestras vidas hasta que no provoca en nosotros ese saludable efecto de tener que perdonar a nuestros ofensores o deudores. La ofensa tiene siempre una connotación más hiriente que la deuda, a no ser que entendamos la ofensa como una deuda (afectiva) contraída con el ofendido. En cualquier caso, ambas deben ser perdonadas si el deudor u ofensor suplican el perdón porque no tienen con qué pagar o con qué reparar el daño. Dios puede esperar esto de nosotros, porque Él nos ha perdonado primero.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

Anuncio publicitario