El resumen de las enseñanzas de este 5º Domingo de Cuaresma sería: Dios por medio del profeta Isaías (1ª lect. 433, 16-21) anuncia a su pueblo, cautivo de los babilónicos, que va a realizar algo nuevo para ellos.
San Pablo (2ª lect. Flp. 3, 8-14) les dice a los cristianos de Filipos que seguir a Jesús en eso nuevo que va a aparecer le compensa de todos los esfuerzos que ello le cuesten.
Jesús (3ª lect. Jn. 8, 1-11) exige, para que pueda aparecer eso nuevo sobre cada uno de nosotros, un serio y sincero conocimiento de sí mismo que evite toda falsedad e hipocresía.
Centrándonos en el Evangelio son múltiples las enseñanzas que podríamos sacar de él, por ejemplo, que Jesús es misericordioso con la pecadora, (yo tampoco te condeno) que sin embargo es rígido con el pecado (no peques más), que no debemos ser hipócritas como aquellos que querían apedrear a la adúltera, que debemos imitarle cuando tratemos con un pecador, que como Él debemos desenmascarar a los farsantes y defender a los débiles, etc. etc.
Pero hay una enseñanza especialmente subrayable dentro del esquema que seguimos. Estos dos últimos domingos hemos reflexionado sobre el punto de “llegada” de la conversión según se trate de una conversión radical: reencontrarnos con Dios, como el hijo pródigo o de una conversión “perfectiva”: acercarnos a la perfección, a la manera como una semilla se convierte poco a poco en árbol frondoso.
Jesús con su comportamiento ante la adúltera, nos indica la extraordinaria importancia que tiene, en el proceso de la conversión, poseer un conocimiento lo más exacto posible del punto de partida: conocernos de verdad, saber quiénes somos y dónde estamos en el campo de la moral.
La proposición de Jesús de que quien esté libre de pecado tire la primera piedra tiene muy mala idea aunque está hecha con una muy buena intención: Enfrentar a cada uno de aquellos siniestros jueces consigo mismo. Les obligó a mirarse a sí mismos a descubrir su intimidad, a reconocerse en su verdadera realidad.
Jesús nos ofrece en este pasaje uno de los más importantes consejos con los que trató de ayudarnos a ser personas maduras, coherentes y responsables de nuestros actos.
El conocimiento de uno mismo es imprescindible para comenzar cualquier tarea de perfeccionamiento personal
Si no sabemos cómo somos, con qué contamos como punto de partida jamás sabremos cuales son nuestras posibilidades reales de mejorar.
El conocimiento de uno mismo es tan importante que ya aparece como exhortación en el Templo de Delfos: “conócete a ti mismo”
Una expresión que fue muy utilizada en la filosofía moral de Sócrates, luego por su fiel discípulo Platón y más tarde en el Renacimiento sobre todo por influencia de Marsilio Ficino que instituyo la academia en Florencia. Es un consejo permanentemente válido. Quien es un desconocido para sí mismo jamás podrá hacer de él algo verdaderamente valioso.
También Jesús, al margen del campo filosófico, con su divina sabiduría, insistió en esa importancia en varias de sus actuaciones. Por ejemplo cuando dice que: Quien edifica una casa (Mateo 7, 24-27) debe saber sobre qué la va a edificar para prever su consistencia y duración.
En otra ocasión dijo (Lc. 14,31) ¿Qué rey, yendo a hacer guerra contra otro rey, no se sienta primero y consulta si con diez mil puede salir al encuentro del que viene contra él con veinte mil?
Antes de comenzar una tarea, sea la que sea, hay que saber exactamente con que elementos se cuenta para emprenderla.
En la construcción de nuestra personalidad tanto humana como religiosa es absolutamente imprescindible que dediquemos más de un esfuerzo en tratar de conocernos íntimamente, desnudándonos de las caretas, prejuicios, rutinas, de todo aquello que enmascara nuestra verdadera personalidad. Hemos de hacer como las radiografías: pasar los límites de la piel y de la carne para ver el esqueleto que realmente sustenta nuestra personalidad. Debemos saber, como en los análisis de sangre, nuestro nivel de egoísmo, malevolencia, susceptibilidad, violencia, hipocresía, pereza, debilidad, hedonismo, imprudencia, etc. para evitar tener una personalidad moralmente enferma. Nos hacemos análisis para evitar tener alto el colesterol, la glucosa, la creatinina, etc. y está bien porque cualquier exceso de ellos supone un factor serio de riesgo que nos puede minar la salud corporal pero igualmente deberíamos hacernos chequeos para conocer “cómo estamos” espiritualmente por dentro. En ello nos va la salud moral, ética, con su enorme influencia en nuestra vida social, familiar, profesional, lúdica, política, etc. etc.
En el intento por descubrir cómo somos realmente, es muy útil ayudarnos de las valoraciones que los demás hagan de nosotros.
Es muy lógico esto. Nadie es buen juez en causa propia. La tentación de “cocinar” a nuestro gusto los datos que vayamos adquiriendo sobre nosotros es muy grande. A nadie le gusta descubrir y aceptar sus limitaciones, sus defectos, sus malos hábitos. Los otros nos ven más asépticamente. No deberíamos echar en saco roto las críticas que, con el deseo de ayudarnos, nos hagan sobre todo las personas más próximas a nosotros.
Incluso también son utilizables las críticas que nos hagan personas que no nos tengan excesivo afecto y que nos las manifiesten más con el deseo de zaherirnos que de otra cosa. Con seguridad que aumentarán nuestros defectos pero podrán ayudarnos a descubrir zonas de nuestra personalidad que nos esforzamos por disimular o esconder.
Es un buen servicio que también nosotros debemos prestar con absoluta caridad a los que conviven con nosotros.
El autoconocimiento no solo nos vendrá bien para crecer nosotros en valores sino también para ser comprensivos, misericordiosos con los que conviven con nosotros. Sabernos deficientes nos ayudará a comprender las deficiencias de los demás. Fue precisamente con esa intención con la que sacó el tema Jesús.
También en esta materia fue un gran maestro. Nos enseñó a ser duros con el pecado pero comprensivos y misericordiosos con los pecadores. Al pecado hay que erradicarlo del mundo y en esa guerra los cristianos tenemos que ser fuertes, constantes y tajantes. A los pecadores, por el contrario, hay que recuperarlos para el bien, lo cual nos exige paciencia, comprensión y esfuerzo. Ser un buen pastor no es un “título” literario sino una tarea ardua y perseverante. Pero, así es Dios con nosotros, paciente y misericordioso, y así hemos de ser también nosotros con los demás. AMÉN.
Pedro Sáez