Comentario del 26 de abril

El evangelio nos presenta una nueva aparición de Jesús resucitado a sus discípulos, ésta vez no en Jerusalén y sus alrededores, sino en Galilea. Al parecer, Jesús había mostrado interés por encontrarse con ellos en Galilea. Galilea había sido el lugar de los inicios de la misión: el lugar del primer encuentro; el lugar de la vocación al seguimiento; el lugar de los orígenes. Quizá quería mantenerles en estos momentos lejos de Jerusalén, el lugar del sacrificio. Quizá quería simplemente hacerles volver a los orígenes. El caso es que Jesús se les aparece junto al lago de Tiberíades, ese lago que había sido testigo de tantos discursos y actuaciones milagrosas del Maestro. El escenario parecía ideal para revivir aquellos momentos iniciales y entusiastas de la misión. Y lo hace tras haber visto cómo sus discípulos salían a pescar durante la noche sin haber logrado siquiera una presa. Se presenta en la orilla y, después de haber intercambiado un saludo, les dice: Echad las redes a la derecha de la barca y encontraréis.

Ellos siguen el consejo, la echan y hacen una redada tal de peces que no tienen fuerzas ni para sacarla. Es en ese preciso instante cuando uno de aquellos discípulos pescadores, Juan, le dice a Pedro: Es el Señor. Tampoco esta vez parecen reconocerle por la vista, aunque estuviesen a cierta distancia, sino por otra cosa, por su atinada palabra o por su precisión para rentabilizar el esfuerzo de los marineros. Además, es sólo Juan, el amado del Señor, el que lo reconoce y así se lo hace saber a Pedro que, atándose la túnica, se arrojó al agua para llegar el primero a la orilla. Luego se acercarían los demás, remolcando la red con los peces. Mientras tanto, Jesús les espera ya asando el pescado e invitándoles al almuerzo. De nuevo la comida y la invitación a compartirla con él.

El evangelista concluye su relato diciendo: Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. No se atreven a preguntarle quién era, porque no lo reconocen por el aspecto o la apariencia; pero tenían la certeza de que era el Señor. El gesto de tomar el pan y repartirlo viene a convertirse en una seña de identidad. Reproduce el memorial de la última Cena y pasa a ser símbolo de la eucaristía, lugar por excelencia del encuentro con Cristo.

Algunos autores antiguos han puesto de relieve la correlación existente entre el discípulo amado y el reconocimiento de Jesús resucitado. El primero en reconocerle, el que dice: es el Señor, es precisamente el amado. Y es que el amor facilita tanto el reconocimiento como el conocimiento de la persona amada. El amante es muy sensible a los signos de la presencia del amado; nada tiene de extraño que sea el primero en percibir esta presencia. En la medida en que amemos a Jesús seremos más capaces de percibir su presencia en todos esos sacramentos (= signos) en los que se deja «ver» o se hace sentir.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística