1.- LA SOMBRA DE PEDRO. – Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos. Eso les había prometido el Señor. Por unos momentos, en tres días, habían pensado que todo había sido un sueño, la ilusión de un hombre maravilloso que había terminado sus días en una cruz. Pero aquella pesadilla se acabó y al tercer día Jesús había vuelto de la región tenebrosa de la muerte. Cristo había resucitado. Su promesa se había cumplido.
Por eso caminan seguros por todos los caminos de la tierra, por los intrincados vericuetos de todos los tiempos. Van decididos, hablando con libertad y audacia, con parresía (“la franqueza intrépida de la fe”). Refrendando sus palabras con prodigios, hechos contundentes, indiscutibles. Su mensaje es insólito, una doctrina jamás oída, unas exigencias insospechadas, unas promesas inéditas, unos horizontes infinitos.
La pequeña semilla del grano de mostaza agarró muy bien en la tierra, nació la planta, creció y se hizo árbol frondoso, refugio de miles, millones de almas sedientas de amor y de verdad… Hoy también, a pesar de los pesares, los apóstoles marchan decididos, generosos, intrépidos y audaces. Rematando sus palabras con una vida íntegra. Sí, Cristo sigue vivo, fuerte, influyendo, arrastrando, quemando con el fuego de su amor a este nuestro frío mundo. Y nosotros hemos de estar también encendidos, incandescentes. Ser brasas vivas que siguen expandiendo la contagiosa locura de la fe.
Pedro fue el primero, el cabeza, el vicario de Cristo. Pedro, el pescador de Galilea, el hombre de mar, el del corazón abierto, el de la espontaneidad desbordante. Pedro, la piedra base, el fundamento de la Iglesia. Cristo se había fijado en él, había rogado por él, para que estuviera finalmente firme en la fe, para ser apoyo sólido de los demás.
Pedro asume esa misión con toda la generosidad de su grande y sencillo corazón. Dios está cerca, Dios le acompaña, cumple su palabra, aquella que les había dicho afirmando que harían prodigios, más grandes aunque los que él mismo hiciera. Efectivamente, sólo la sombra de Pedro era suficiente para aliviar a los enfermos.
Pedro, piedra viva que sigue firme e inconmovible. El vicario de Cristo continúa hablando con audacia, proclamando a todos los vientos el mensaje extraordinario, divino, que Cristo trajo a los hombres… Jesús, Señor, vencedor de la muerte, mi Dios vivo, prosigue junto a Pedro, el pobre Pedro que forcejea a brazo partido contra viento y marea, intentando con denuedo llevar la barca, tu Iglesia, a buen puerto.
2.- DICHOSOS LOS QUE CREEN. – Era al anochecer, en esos momentos en los que es más fácil el ataque de los enemigos, cuando la luz comienza a huir y las tinieblas avanzan medrosas, propicias a la emboscada. Los discípulos seguían asustados, reunidos todos en aquella casa, con las puertas cerradas, atentos al menor ruido que pudiera anunciar la proximidad de los que habían crucificado al Maestro. La aventura se había terminado, las locas ilusiones de un reino mesiánico, en el que ellos ocuparan los primeros puestos se habían desvanecido en poco tiempo. Ahora sólo quedaba esperar el momento propicio para iniciar la dispersión, huyendo cada uno por su lado, sin llamar la atención; marcharse como si nunca hubieran tenido nada que ver con aquel Rabí que se llamó Jesús de Nazaret.
Y de pronto el silencio temeroso queda roto. Allí, junto a ellos, estaba el Maestro, radiante, vivo, más fascinante aún que antes. Se quedaron atónitos, sin dar crédito a lo que sus ojos estaban viendo, pensando en el fondo de sus corazones, sin decir nada, que eran presa de una alucinación. Pero la voz de Jesús resuena con la misma entrañable cordialidad de siempre, les saluda deseándoles la paz. Sin embargo, no acaban de reaccionar, de salir de su asombro. El Señor les enseña la huella de sus heridas, sus manos traspasadas, su costado abierto. Entonces comenzaron a comprender que era verdad, Jesús había vuelto de las regiones tenebrosas del sepulcro, y la gozosa aventura del Reino de Dios no había terminado, todo comenzaba de nuevo con perspectivas inusitadas y gloriosas.
Paz a vosotros –repite el Maestro-. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Sí, era él, eran sus palabras. Les hablaba del Padre y de una misión excelsa, la de marchar por todos los caminos del mundo proclamando las maravillas de un Dios que es Padre de todos los hombres, que ama hasta el perdón sin límites, hasta entregar por amor al Hijo Unigénito. También les habla, como tantas otras veces, del Espíritu Santo, esa fuerza divina que sopla donde quiere y quema y purifica y transforma y eleva y hace renacer de nuevo al hombre con una vida distinta, divina.
Ya es de noche y, sin embargo, en aquellos corazones luce la más esplendente luminosidad. Cuando llega Tomás, todos le cuentan, atropellándose, que el Señor ha resucitado, que está vivo, que lo han visto y oído, que les ha vuelto a decir cosas magníficas e inefables. Pero Tomás no les cree, piensa que están medio locos, poseídos por el deseo de lo imposible. Sólo luego, cuando Jesús vuelve y le toma de la mano, sólo entonces, se rendirá el apóstol incrédulo. Pero gracias a él, Jesús pensó en nosotros y exclamó: Dichosos los que crean sin haber visto.
Antonio García-Moreno