Comentario del 4 de junio

El capítulo 17 del evangelio de san Juan nos ofrece la llamada oración sacerdotal de Jesús, una oración en la que éste ruega por los que le han sido dados, de modo que han pasado a ser suyos. El destinatario de esta oración no puede ser otro que el Padre. Es a Él a quien dirige Jesús estas sentidas palabras: Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Se trata de la hora de la consumación, la hora que pone punto final a su existencia terrena; hora, por tanto, de muerte, pero también de glorificación: la muerte clausura una existencia, pero no toda existencia; la muerte es pasaje que le traslada de esta vida mortal a la vida eterna, introduciéndole en la gloria que ya compartía con el Padre antes de la creación del mundo.

Este ingreso en la gloria del Crucificado, una vez cumplida su misión, es glorificación del Hijo por parte del Padre; pero en este acto de glorificación recibe gloria el mismo Padre, que ve cómo se cumple su designio de salvación por obra de su Hijo. Las palabras de Jesús expresan con exactitud lo que acaece: Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo de glorifique. La gloria que recibe el Hijo del Padre es gloria que redunda en el Padre mismo. En ambos actos de glorificación se manifiesta la gloria de Dios; pero no acaba todo en este círculo trinitario en el que tiene que estar también presente el Espíritu Santo, pues las personas divinas son relativas (las unas a las otras) e inseparables. La Trinidad divina ya se ha abierto al mundo y el mundo no puede quedar al margen de este doble acto de glorificación. El Hijo es glorificado para que, con el poder que le ha sido dado sobre toda carne –hasta hacer de ella carne gloriosadé la vida eterna a quienes le han sido confiados. Tal es el poder del Hijo glorificado, es decir, del Hijo en posesión de la vida eterna: poder de dar esta misma vida que, en cuanto glorificado, posee, a los que carecen de ella, porque sólo poseen vida temporal.

Y no hay vida eterna sin conocimiento del Eterno, sin conocimiento y sin comunión con el Eterno, pues se trata de un conocimiento intuitivo, experiencial, que implica comunión. Esta es la vida eterna –dice Jesús como queriendo precisar-: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Sólo Dios es eterno; y entrar en la eternidad es entrar en Dios mismo. Poseer la vida eterna en modo consciente –y sin consciencia es imposible hablar de vida humana- ha de implicar necesariamente el conocimiento del Eterno, no sólo en sus propiedades esenciales, sino también en sus distinciones personales. La vida eterna es vida vivida por personas, vida interpersonal o interrelacional; el acceso a esta vida, por tanto, no anula las relaciones interpersonales; al contrario, las lleva a su grado máximo de expresión y de plenitud. Aquí, conocimiento no puede ser sino comunión con el Dios único y verdadero, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Próxima ya la consumación de su vida, Jesús puede decir que ha glorificado al Padre sobre la tierra, y lo ha hecho sobre todo coronando la obra que le encomendó. Éste es el modo en el que el Hijo glorifica al Padre: llevando a término la obra encomendada, cumpliendo su voluntad, tal como él mismo explicita en momentos críticos como el de Getsemaní. Y tras la coronación de la obra, ya no queda otra cosa que recibir la recompensa merecida: Padre, glorifícame cerca de ti con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese.

El mismo Jesús describe la obra con la que ha glorificado al Padre sobre la tierra y que consiste fundamentalmente en darlo a conocer a los que le habían sido dados por Aquel a quien pertenecían, el Dios y Padre del universo: He manifestado tu Nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. En cuanto criaturas, todos los hombres somos de Dios, y Dios puede hacer de nosotros y con nosotros lo que quiera, si bien su querer no podrá entrar en conflicto con su bondad y con su amor, es decir, que será siempre un querer benevolente.

Jesús entiende que todos aquellos que se han adherido a él por la fe, le han sido entregados por su Padre, pues a él le pertenecen. Jesús ha gastado sus energías y su tiempo en darle a conocer al Padre, comunicándoles las palabras que él mismo ha recibido de Él; en virtud de esta comunicación han conocido que él es el Hijo, porque ha salido (por generación) del Padre, y han creído que está en el mundo como su enviado. Jesús ruega especialmente por estos que han dado fe a su testimonio, que han creído en él, acogiéndole como Hijo y enviado del Padre; tales son los que le han sido entregados por Aquel a quien pertenecen como su Creador y Señor. Pero esta entrega es tan natural como la que se realiza entre personas que comparten la misma propiedad: todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío; como si dijera: si son tus amigos, son también mis amigos; si son tus hijos, son también míos; todo lo tuyo es mío; pero también lo mío es tuyo, también mis amigos y discípulos, lo son tuyos. En ellos es glorificado Jesús. También lo será por ellos, cuando le reconozcan como Señor resucitado y ascendido a los cielos. ¡Ojala que también nosotros podamos ser contados entre los amigos de Jesús porque hemos dado fe a su palabra, pues si lo somos, lo seremos también del Padre que está en los cielos!

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística