En el mensaje de las Bienaventuranzas se concentra lo más genuino de la enseñanza de Jesús. Así lo han visto muchos exegetas y comentaristas del evangelio. Porque se trata de una enseñanza de carácter moral ligada a una promesa de felicidad, como reconoce el mismo evangelista cuando dice: y él se puso a hablar, enseñándoles: Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Si las bienaventuranzas recogen el pensamiento de Jesús sobre la actitud que hay que tener en la vida para ser felices, la primera sintetiza el mensaje de todas las demás; pues «pobres» son también los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed, los perseguidos por causa de la justicia, los insultados y calumniados, etc. Pues bien, Jesús declara ‘dichosos’ a los pobres.
La declaración, en su simplicidad, resulta paradójica. Nosotros no solemos poner la dicha en la pobreza, si por pobreza entendemos ‘carencia’ de bienes o de medios; más bien la ponemos en la ‘posesión’ de salud, de bienestar, de conocimientos, de afectos. Pero si leemos con detenimiento y en su integridad la formulación de la primera bienaventuranza, tampoco Jesús pone la dicha en la pobreza como simple carencia de bienes materiales o espirituales. Por eso Mateo, queriendo interpretar debidamente el pensamiento del Maestro, añade: «en el espíritu»: pobres en el espíritu o de espíritu, como dicen otras traducciones. Y la pobreza de espíritu no es un simple factum o un simple status social: una situación en la que uno ha nacido o en la que uno está porque las circunstancias de la vida le han llevado a ella, sino un estado anímico, una actitud de desprendimiento que le puede llevar a la pobreza efectiva en razón de la renuncia aplicada a sus bienes o del desprendimiento de los mismos a favor de los pobres.
Esta actitud es la que hizo de Francisco de Asís el poverello di Asisi o de Antonio el abad Antonio. Luego para merecer la bienaventuranza de Jesús no basta con ser o haber nacido simplemente ‘pobre’. Uno podría ser pobre en este sentido y al mismo tiempo vivir ambicionando las riquezas y el lujo de los ricos o, de no conseguirlo, en el resentimiento y la envidia hacia los que tienen aquello de lo que él no puede disponer. Este pobre sería más bien un ‘rico de espíritu’, pues su corazón estaría tan apegado a las riquezas que desea como el corazón de los ricos a las riquezas que poseen. Pero la bienaventuranza no se queda siquiera ahí, en los pobres de espíritu, pues no proclama dichosos a los pobres de espíritu porque son ‘de espíritu pobre’, sino porque de ellos es el Reino de los cielos.
Y aquí no se habla ya de carencia, sino de posesión. El Reino de los cielos es una posesión de incalculable valor en el pensamiento de Jesús: lo más valioso que se pueda tener en este mundo. La dicha de los pobres en el espíritu está en esta posesión, en que de ellos es el Reino de los cielos; y lo es ya, aunque no lo sea del todo o en su totalidad; pues del Reino de los cielos sólo se puede entrar en plena posesión traspasada la frontera de la muerte. Con la muerte en el horizonte de nuestra vida no se puede poseer plenamente el Reino de los cielos. Aun así, los que toman posesión de esta realidad, serán dichosos –no sin sufrimiento ni incertidumbres- en el presente. Pero se declara dichosos a los pobres, porque entre la pobreza de espíritu y la posesión del Reino hay una estrecha correlación. En realidad, sólo los pobres de espíritu, es decir, los desprendidos de este mundo y sus ofertas, están en disposición de acoger la oferta traída por Jesús.
Es verdad que la llamada pobreza de espíritu puede convertirse en una estratagema para encubrir un apego efectivo a los propios bienes o para soslayar la llamada a la solidaridad y al desprendimiento efectivo en bien de los miserables de este mundo. También lo es que hay muchos pobres en situación de miseria que no tienen opción para desprenderse de nada, porque no tienen nada. Bueno, esto nunca es del todo cierto. También entre los miserables de este mundo hay verdaderos actos de desprendimiento y de renuncia por el bien de otros que son aún más pobres o que están en situación de huéspedes o de peregrinos, actos que no se ven en el mundo de la abundancia. Aquí hay pobres que además son pobres de espíritu. Quizá su situación de pobreza material les hace más disponibles para adquirir la pobreza de espíritu.
Entre los ricos, en cambio, la pobreza de espíritu exige un mayor acto de desprendimiento: algo que puede conseguirse o por el camino del hastío provocado por el disfrute de los bienes materiales, o por la llamada imperiosa de la caridad en su contacto con las extremas necesidades de algunos de nuestros convecinos o contemporáneos que viven en la miseria y la marginación social. Puesto que lo que hace realmente dichosos es vivir en este Reino de paz, de justicia y de amor que anticipa el ‘cielo’ en la tierra, y dado que para acceder a él tenemos que vivir no sólo en la justicia, sino en el amor y la paz, habrá que adquirir esta actitud que nos permite compartir unos bienes que nos han sido dados para disfrute común y que hace posible esa vida de amor y paz de la que queremos gozar. Sin ella, ni pobres ni ricos podrán entrar en posesión del Reino; pues la ‘pobreza de espíritu’ es un requisito imprescindible para vivir en semejante situación de bienaventuranza; porque sin la pobreza de espíritu no hay libertad para compartir ni para amar; sin la pobreza de espíritu tampoco hay espacio para la paz en el sentido más profundo del término.
La dicha de los sufridos, y los que lloran, y los que tienen hambre y sed de la justicia, y de los misericordiosos, y de los limpios de corazón, y de los que trabajan por la paz, y de los perseguidos, insultados y calumniados, también radica en lo que obtendrán con su paciencia, su misericordia y su limpieza de corazón: la tierra, el consuelo, la saciedad, la misericordia, la filiación divina, la visión de Dios; en suma, el Reino de los cielos. Ésta es siempre la recompensa, una recompensa que no se completará hasta el final, pero de la que ya se puede disfrutar en esta vida; porque en esta vida ya hay consuelo para los que lloran, saciedad para los hambrientos y misericordia para los misericordiosos. También hay ‘visión’ o experiencia de Dios en forma de perdón, de protección o de consuelo. Es verdad que la saciedad nunca será completa en este mundo, ni la misericordia debidamente correspondida; y para ver a Dios cara a cara necesitamos un cuerpo con otra capacidad de visión, el cuerpo transformado de los resucitados. Pero, mientras tanto, ya podemos gozar de esta dicha que es realidad y promesa, presente y futuro, temporal y eterna.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística