Gal 2, 16. 19-21 (2ª lectura Domingo XI de Tiempo Ordinario)

Las comunidades cristianas de Galacia (centro de Asia Menor) conocerán, por los años 56/57, un ambiente de alguna inestabilidad. La culpa era de ciertos predicadores cristianos de origen judío que, llegados a la zona, querían imponer a los gálatas la práctica de la Ley de Moisés (cf. Gal 3,2;4,21;5,4) y, en particular, la circuncisión (cf. Gal 2,3-4;5,2;6,12). Son, otra vez, esos “judaizantes” que, en las primeras décadas del cristianismo, tanta confusión llevaron a las comunidades cristianas de origen pagano.

Pablo no está dispuesto a pactar con estas exigencias. Para él, esta cuestión no es secundaria, sino algo que toca en lo esencial de la fe: si las obras de la Ley son fundamentales, es porque Cristo, por sí solo, no puede salvar. ¿Esto será verdad? En cuanto a esta cuestión, Pablo tiene ideas claras: Cristo basta; la Ley de Moisés no es importante para la salvación.

Es en este ambiente en el que Pablo escribe a los gálatas. Les dice que los ritos judaizantes únicamente les atarán a una esclavitud de la cual Cristo ya les había librado. El tono general de la carta es firme y vehemente: era lo esencial de la fe lo que estaba en juego.

Después de analizar la situación (cf. Gal 1,6-10), de decir que tiene un mandato de Cristo para anunciar el evangelio a los paganos (cf. Gal 1,11-24) y de defenderse de la acusación de predicar un evangelio propio, diferente del predicado por los otros apóstoles (cf. Gal 2,1-10), Pablo va a anunciar “su” evangelio (que es el evangelio de la Iglesia, el mismo que es anunciado por los otros apóstoles): no es la Ley y las obras las que salvan, sino la fe.

En este texto que se nos propone, Pablo presenta una especie de síntesis de aquello que él considera el auténtico Evangelio.

En la primera parte (v. 16), Pablo sostiene que la salvación viene, única y exclusivamente, por Cristo. Es por Cristo por quien somos “justificados” y no por las obras de la Ley. “Justificación” es, aquí, sinónimo de “salvación”. Significa que la “justicia de Dios” (que no es la estricta aplicación de las leyes, como en el tribunal, sino que es la fidelidad de Dios a los compromisos que él asumió para con su Pueblo, en el sentido de salvarlo) derrama gratuitamente sobre el hombre el amor y la misericordia, también cuando el hombre pecador no la merece. Ahora, Dios “salva” al hombre pecador, no por cumplir la Ley de Moisés, sino por creer en Jesús (“creer” significa adherirse a él, seguirle).

En la segunda parte (vv. 19-21), la reflexión de Pablo gira en torno a la acción de Cristo y a la acción de la Ley, en el sentido de “salvar” al hombre. ¿La Ley salva? No. Al crucificar a Jesús, la Ley demostró que no genera vida, sino muerte; se descalificó, así, y demostró su fracaso par conducir a la vida plena al hombre que estaba bajo su jurisdicción. Después de ser responsable de la muerte de Cristo, la Ley no tendrá ya ninguna legitimidad para imponerse y ya no será vista por nadie como generadora de vida.

Cristo, por su parte, con su vida y, sobre todo, con su muerte (provocada por la Ley), mostró a todos la insolvencia de la Ley y liberó a los hombres de un régimen que únicamente generaba esclavitud y muerte.

En cuanto a él, Pablo se identifica plenamente con Cristo. Siendo uno con Cristo, Pablo también fue crucificado por la Ley y descubrió, con Cristo, que la Ley no generaba vida, sino muerte. Así, él aprendió que sólo Cristo da vida y que sólo Cristo libera. Es en la identificación con ese Cristo del amor y de la entrega total (“que me amo y se entregó por mi”) y no en la Ley, donde Paulo descubre la vida plena, la vida del Hombre Nuevo.

Conclusión: la Ley genera muerte; sólo Cristo salva. Esta es la convicción profunda que Pablo intenta traspasar a los gálatas.

La reflexión puede hacerse teniendo en cuenta los siguientes elementos:

El texto pone de relieve, en primer lugar, la actitud de Dios para con el hombre. Nuestro Dios no es el Dios que aplica rigurosamente las leyes (en ese caso el hombre pecador no tendría acceso a la salvación), sino que es el Dios que de forma gratuita “justifica” al hombre. El acceso a la vida en plenitud no es una conquista humana, sino un don gratuito, que brota de la bondad de Dios. De Dios no podemos exigir nada, aunque nos hayamos “portado bien” y cumplido las reglas: de Dios, podemos únicamente esperar la gracia de la salvación como don gratuito e incondicional. Esto nos quita cualquier legitimidad para asumir actitudes de arrogancia y autosuficiencia, ya sea en la relación con Dios, ya en la relación con nuestros hermanos.

Es preciso tener conciencia de que “Cristo basta”. Muchas veces nuestro proceso religioso se basa en aspectos folclóricos, que son absolutizados y considerados esenciales. Inventamos comportamientos “religiosamente correctos” e intentamos imponerlos, discutimos leyes, afligimos a las personas por causa de preceptos legal, marginamos y catalogamos por causa de los principios de un código legal y olvidamos que Cristo es lo único esencial. Entonces, la comunidad cristiana deja de ser verdaderamente la comunidad de los que se adhieren a Cristo. ¿Qué sentido tiene hacer esto, a la luz de la catequesis de Pablo?

Pablo llama, también, la atención sobre nuestra identificación con Cristo. El cristiano es aquel que se identifica con Cristo en su amor y en su entrega y que, en ese camino, encuentra la verdadera vida, la vida en plenitud. ¿Es ese el camino que intento seguir? ¿Mi vida se desarrolla de tal forma que puedo decir, con Pablo, “ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mi”? ¿La vida de Cristo circula por mis venas y aparece, a los ojos de mis hermanos, en mis gestos, en mis palabras, en mi amor?

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