Homilía – Domingo XI de Tiempo Ordinario

DEJARSE QUERER POR DIOS

RELATO TEOLÓGICO

Con la acogida a la pecadora y con la parábola que narra a este propósito, Jesús ofrece un grávido mensaje teológico. Para Lucas y para las comunidades cristianas a las que dirige su evangelio lo importante no es el hecho narrado en sí, sino la visión del Dios misericordioso anunciado y encarnado en Jesús de Nazaret. Es la misma lección que se nos brinda en la parábola del fariseo y el publicano y en la del hijo pródigo. Se trata de una teología «escandalosa» para escribas y fariseos que todo lo miran desde la justicia legal y desde el mérito. El

relato se centra en tres personajes: Simón el fariseo, la prostituta y Jesús. Simón encarna la espiritualidad de los escribas y fariseos, autosuficiente, confiada en los propios méritos; los ejecutores serviles de la ley creen que con sus observancias convierten al mismísimo Dios en acreedor. Le confunden con un empresario. Esa frialdad funcionaria se manifiesta en la falta de atenciones de Simón con el huésped Jesús, para con el cual no ha tenido ni las muestras comunes de hospitalidad, como el mismo Jesús le echa en cara.

Por otra parte, está la prostituta, un desastre de mujer, que se ha metido en todos los fangos. Pero ha entendido bien el talante de Jesús. Le ha visto, sin duda, en algunas de las aglomeraciones; ha quedado cautivada por sus ojos limpios y el tono cálido de su voz. Se ha dicho: «Él comprende y acoge a personas como yo; no nos desprecia como los santos del pueblo». Por eso ha decidido venir a verse personalmente con él.

No le importa el qué dirán; irrumpe en la escena en medio de aquella gente tan puritana, provocando la impureza legal, pero no le importa; necesita una palabra de acogida y de perdón del profeta Jesús. Ella quiere regenerar su vida. Ni a Jesús le importa tampoco caer en impureza legal por dejarse tocar por una mujer impura.

LAS DOS TEOLOGÍAS

El fariseo Simón cree que Jesús acepta el homenaje, un ritual propio del oficio, porque no se ha percatado de la condición de aquella mujer y, por lo tanto, bien poco tiene de profeta. Pero, por el contrario, Jesús consiente porque sabe que es pecadora, y «él no ha venido a salvar justos sino pecadores» (Mt 9,13). La defensa plena de respeto, y por eso liberadora, que Jesús hace de la mujer pecadora y arrepentida ante el fariseo Simón, nos dice tal vez más sobre la identidad de Jesús y el perdón de Dios que todas las hermosas parábolas sobre la misericordia que encontramos en el mismo Lucas.

Aquí se enfrenta la comprensión teológica de Jesús con la comprensión farisea. Según esta última, para que Dios acoja a los pecadores, éstos tienen que cambiar. Dios les ama porque se han convertido. El encuentro con Dios se verifica gracias al acercamiento y al cambio de vida del pecador. Dios sería como el padre que exige, para otorgar su perdón y acoger al hijo, que éste le pida perdón, repare el daño y se rehabilite. Es decir que Dios ama a sus hijos «porque son buenos».

Según Jesús, el movimiento de acercamiento parte de Dios, que sale al encuentro del pecador para pedirle el retorno y testimoniarle que, se arrepienta o no, él sigue amándole entrañablemente. Así es como aman los padres al hijo que se fue de casa, que les ha hecho una mala jugada, que se ha comportado bellacamente con ellos y con sus otros hijos. Es precisamente en el perdón donde se revela todo el amor de unos padres. Amar a un hijo adorable, intachable, cariñoso, agradecido, no supone demasiada grandeza de corazón. Ésta se manifiesta, ante todo, en el amor al hijo mezquino, desgraciado. Simón el fariseo es llevado por Jesús a pronunciar un juicio aparentemente impersonal: amará más «aquél a quien (se) le perdonó más» (v. 43). Con esta premisa Jesús ya puede explicarle que ante Dios las situaciones humanas de justos y pecadores quedan profundamente alteradas.

Varias cosas deja claras la respuesta de Jesús. El perdón viene de Dios gratuitamente, de su amor misericordioso, que se adelanta y es motivo de arrepentimiento humano. El amor mostrado por la mujer expresa la acogida del perdón.

Es el amor gratuito de Jesús, ese amarle «porque sí», lo que trastorna a Zaqueo. Que el rabí de Nazaret, sin que él haya hecho nada para ganar su amistad, siendo un «perdido», un usurero, le ofrezca la amistad, le honre con hospedarse en su casa, a pesar de jugarse su reputación, esto es lo que le deshila totalmente el corazón y le convierte apasionadamente a Jesús.

Dios perdona a todos sus hijos pródigos antes de que ellos se arrepientan. Lo que ocurre es que no son capaces de recibir el perdón si no se arrepienten. Dios no nos ama «porque» somos buenos; Dios nos ama «para que» seamos buenos.

Contrapuesto a la mujer pecadora, está Simón, que no siente demasiado entusiasmo ni por Dios ni por Jesús. Y ello porque cree que Dios, propiamente, no tiene nada que perdonarle y, en todo caso, sí agradecerle. Tiene el virus del orgullo de la clase farisea. Es un hombre correcto; cumple minuciosamente con las prescripciones de la Ley. ¿Qué más le puede pedir Dios? Simón, intachable, pero autosuficiente y frío, es el símbolo de la persona correcta, cumplidora, pero apagada, del cristiano que ama poco porque se le ha perdonado poco (cree que se le ha perdonado poco). Afirman los obispos vascos: «La fidelidad a la ley, cuando se vive con autosuficiencia y sin amor, se convierte en una coraza que impide la conversión».

He ahí el riesgo de los cristianos cumplidores y de vida socialmente honrada y ordenada. También nosotros tenemos el expediente limpio. No hemos tenido grandes tropezones en la vida; no hemos cometido pecados ruidosos; llevamos una vida ordenada. ¡Ojalá ascendiéramos desde la inocencia a la santidad, como tantos santos; pero si para nosotros no hubiera otro camino que el del escarmiento, el del pecado, habría que decir como san Agustín, a propósito del pecado original: «\Feliz pecado, que nosha proporcionado tanta salvación!».

Son incontables los cristianos, los santos, que han descubierto el rostro paterno de Dios precisamente en su perdón incondicional y en su mano tendida. Creo que muchos decentes, pero mediocres, necesitarían un tropezón, caer de bruces en un charco del camino, para que conocieran de una vez para siempre su fragilidad, para que comprendieran a los demás y para saber todo el amor que hay en el perdón total de Dios. Conocí a un cristiano muy puritano que se cebaba en la crítica a los demás, sobre todo en lo referente a las fragilidades sexuales; cayó estruendosamente, cuando era ya mayor… Aquello le curó para siempre de su dureza para con los demás.

 

EL GRAN PECADO DEL DESAMOR

Si fuéramos inocentes e inmaculados como María, tendríamos que estar doblemente agradecidos al Señor, porque le deberíamos un don mayor que el perdón, que es la inocencia. María estuvo inmensamente agradecida a Dios porque su misericordia la preservó del pecado.

Pero, por lo demás, no es necesario que caigamos de bruces en el lodazar ni en estruendosos pecados para necesitar el perdón, «para amar más porque se nos ha perdonado mucho». A veces, a las quejas de desamor de uno de los esposos, contesta el otro, el acusado: «Pero, ¿de qué te quejas?, ¿te falta algo?, ¿te he sido infiel?, ¿no cumplo puntualmente con mis obligaciones? El acusador, naturalmente, contesta: «No, pero te noto indiferente. No es que tenga nada concreto contra ti; pero es que noto que no me quieres».

Algo de esto puede ocurrimos con respecto al Señor y a los hermanos. No hemos armado ningún escándalo, no hemos cometido nada grave contra Dios ni contra los demás, pero, con todo, hemos cometido un pecado muy grave: «el pecado de no amar», el pecado de la frialdad, de la indiferencia, de la tibieza. Esto es lo que le echa en cara Jesús a su anfitrión: No ha tenido ninguna delicadeza con él; le ha hecho un recibimiento cortés, pero frío, en contraposición al homenaje cálido de la mujer pecadora. Guy de Larígaudie describía magistralmente esta situación: «Muchos viven casi sin pecado. Pero su existencia parece vulgar, fría, sin luz, les falta amor de Dios. Son como fogones bien construidos, pero sin fuego. De poco sirve mucha corrección si hay poco amor.

Atilano Alaiz

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