Lc 7, 36-8, 3 (Evangelio Domingo XI de Tiempo Ordinario)

El texto nos sitúa en la primera parte del Evangelio según Lucas. Conviene recordar que esta primera parte se desarrolla en Galilea, sobre todo alrededor del Lago de Tiberíades. Durante esa fase, Jesús aparece realizando su programa: llevar a los hombres, sobre todo a los pobres y marginados, la libertad y la salvación de Dios. Toda esta primera parte está, además, dominada por el anuncio programático de la sinagoga de Nazaret, en donde Jesús define su misión como “anunciar la Buena Nueva a los pobres, proclamar la liberación a los cautivos y liberar a los oprimidos” (cf. Lc 4,16- 30). Este episodio pone en evidencia un tema querido para Lucas: la misericordia de Jesús frente a aquellos que necesitan de liberación. El episodio anterior terminó con una descripción de Jesús como amigo de los pecadores (cf. Lc 7,34); ahora, este principio va a ser iluminado con un hecho real.

El episodio nos sitúa en el ambiente de un banquete, en casa de un fariseo llamado Simón (el “banquete” es, en este contexto, el espacio de la familiaridad, de la hermandad, donde los lazos entre las personas se establecen y se consolidan). Lucas es el único evangelista que muestra a los fariseos tan cercanos a Jesús que hasta aceptan sentarse a la mesa con él (cf. Lc 11,37; 14,1) y prevenirlo en relación a la amenaza de Herodes (cf. Lc 13,31). Lucas está, en lo que dice respecto a esta cuestión, más cerca de la realidad histórica que Marcos y, sobre todo, que Mateo (que, influenciado por las polémicas de la Iglesia primitiva con los fariseos, presenta sistemáticamente a los fariseos como adversarios de Jesús).

La perspectiva fundamental de este episodio tiene que ver con la definición de la actitud de Jesús (y, por tanto, de Dios) para con los pecadores.

El personaje central es la mujer a quien Lucas presenta como “una mujer de la ciudad que era pecadora”. No hay ninguna indicación acerca de anteriores contactos entre Jesús y esta mujer, aunque podamos suponer que la mujer ya se había encontrado con Jesús y había percibido en él una actitud diferente de la de los maestros de la época, siempre preocupados en no “mancharse” con los pecadores públicos y en condenarlos.

La acción de la mujer (el lloro, las lagrimas derramadas sobre los pies de Jesús, el enjugar los pies con sus cabellos, el besar los pies y ungirlos con perfume) es descrita como una respuesta de gratitud, como consecuencia del perdón recibido (v. 47). La parábola que Jesús cuenta, a este propósito (vv. 41-42), parece significar, no que el perdón es fruto del mucho amor manifestado por la mujer, sino que el mucho amor de la mujer es el resultado del corazón agradecido de alguien que no se ha sentido excluido ni marginado, además, que por los gestos de Jesús tomó conciencia de la bondad y de la misericordia de Dios.

La otra figura central de este episodio es Simón, el fariseo. Él representa a aquellos celosos defensores de la Ley que evitaban todo contacto con los pecadores y que suponían que el mismo Dios no podía acoger ni dejarse tocar por los transgresores públicos de la Ley y de la moral. Jesús intenta hacerle comprender que sólo la lógica de Dios, una lógica de amor y de misericordia, puede generar amor y, por tanto, la conversión y la vida nueva. Jesús se empeña en mostrar a Simón que no es marginando y segregando como se puede obtener una nueva actitud del pecador, sino que es amando y acogiendo como se puede transformar los corazones y despertar en ellos el amor: esa es la perspectiva de Dios. El perdón no se da a cambio del amor, se da, sencillamente, sin esperar nada a cambio. Esta reacción de Jesús no es un caso aislado, es fruto de la misión de la que él se siente investido por Dios, actitud que él procurará manifestar en tantas situaciones semejantes a esta: decid a los proscritos, a los moralmente fracasados, que Dios no le condena ni margina, sino que viene a su encuentro para liberarlos, para darles dignidad, para convocarlos al banquete escatológico del Reino. Esta es la actitud de Dios, la que genera amor y la voluntad de comenzar una vida nueva, inserta en la lógica del Reino.

El texto que se nos propone termina con una referencia al grupo que acompaña a Jesús: los Doce y algunas mujeres. El hecho de que el “maestro” se haga acompañar por mujeres (Lucas es el único evangelista que refiere la incorporación de mujeres al grupo itinerante de los discípulos) era algo insólito, en una sociedad en la que la mujer desempeñaba un papel social y religioso marginal. Con ello, manifiesta la lógica de Dios que no excluye a nadie, sino que integra a todos, sin excepción, en la comunidad del Reino. Las mujeres, grupo con un estatuto subalterno, cuyos derechos sociales y religiosos eran limitados por la organización social de la época, también son integradas en esa comunidad de hermanos que es la comunidad del Reino: Dios no excluye ni margina a nadie, sino que llama a todos a formar parte de su familia.

Considerad, en la reflexión, las siguientes cuestiones:

En primer lugar, nuestro texto pone de relieve la actitud de Dios, que ama siempre (incluso antes de la conversión y del arrepentimiento) y que no se siente mancillado por ser tocado por los pecadores y por los marginados. Es el Dios de la bondad y de la misericordia, que ama a todos como hijos y que a todos invita a formar parte de su familia. Ese es el Dios que tenemos que proponer a nuestros hermanos y que, de forma especial, tenemos que presentar a quienes la sociedad trata como marginales.

La figura de Simón, el fariseo, presenta a aquellos que, instalados en sus certezas y en una práctica religiosa hecha de ritos y obligaciones bien definidos y rigurosamente cumplidos, se hayan en regla con Dios y con los otros. Se consideran con el derecho de exigir de Dios la salvación y desprecian a aquellos que no cumplen escrupulosamente las reglas y que no tienen comportamientos social y religiosamente correctos.

Es posible que ninguno de nosotros nos identifiquemos totalmente con esta figura; pero, ¿no tenemos, de cuando en cuando, actitudes de orgullo y de autosuficiencia que nos llevan a considerarnos más o menos “perfectos” y a despreciar a aquellos que nos parecen pecadores, imperfectos, marginales?

La exclusión y la marginación no generan vida nueva; sólo el amor y la misericordia interpelan el corazón y provocan una respuesta de amor. Frecuentemente se habla entre nosotros, del agravamiento de las penas previstas para quien infringe las reglas sociales, como si estuviese ahí la solución mágica para el cambio de comportamientos. La lógica de Dios nos garantiza que sólo el amor y la misericordia conducen a la vida nueva.

En la línea de lo que la Palabra de Dios nos propone hoy, ¿cómo debemos tratar a esos excluidos, que todos los días llaman a la puerta de la “fortaleza europea” buscando unas condiciones mínimas para vivir con dignidad?
¿Y, los moralmente fracasados, qué testimonio de amor y de misericordia encuentran en nuestras comunidades?

Últimamente se habla mucho del papel y del estatuto de las mujeres en la comunidad cristiana. Este texto nos dice que, al contrario de lo que era costumbre en la época, las mujeres formaban parte del grupo de Jesús.
¿Qué significa esto: que deben tener acceso a los ministerios en la comunidad cristiana? Sea cual sea la respuesta, lo que es importante es que no hagamos de esto una lucha por el poder, o una reivindicación de derechos, sino una cuestión de amor y de servicio.

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