Comentario del 2 de julio

    El lago de Galilea es uno de esos escenarios geográficos en los que se desenvuelve la actividad de Jesús. Aquí le vemos sobre la barca y en compañía de sus discípulos. De pronto, narra el evangelista, se levantó un temporal tan fuerte que la barca zozobraba entre las olas. Mientras tanto Jesús, aparentemente ajeno al peligro que se cernía sobre ellos, dormía. Entonces, sus discípulos, alarmados y temerosos, se acercaron a él y lo despertaron, gritándole: ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! Él, incorporándose, les dijo: ¡Cobardes! ¡Qué poca fe! E hizo regresar la calma al lago con su sola palabra. Increpó a los vientos y estos se sometieron al imperio de su mandato, cesando de soplar sobre las aguas.

           Semejante acción no podía sino producir asombro en los testigos del hecho, que se limitaban a decir sobrecogidos: ¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y el agua le obedecen! Podían esperar obediencia de hombres o de animales, incluso de espíritus inmundos; lo que no podían imaginar es que hasta el viento y el agua se le sometieran como corderitos. No es extraño que ante tamaña magnificencia se preguntaran: ¿Quién es éste? No podía ser otro que el Creador de esa naturaleza que acataba sus dictados con extraordinaria prontitud. Sólo al Creador le puede obedecer de esta manera su creatura.

           La imagen de la tormenta es sumamente sugerente. Se nos presenta cargada de simbolismo. No es inusual que en nuestra vida cotidiana se desate una tormenta de tales proporciones que amenace con derribar los muros de nuestras fortalezas y seguridades. Son momentos en los que podemos vernos sobrepasados por las circunstancias, incapaces de hacer frente al empuje y a la fuerza arrolladora de los acontecimientos, sin saber a quién recurrir, sin encontrar lugar donde refugiarnos o espacio adonde huir, con la extraña sensación de que ni siquiera Dios, el Dios en el que creemos, puede hacer nada, porque o bien duerme, o calla, o está inactivo. Podemos pensar incluso que ha abandonado al mundo a su suerte, como si no le importara demasiado lo que en él sucede o lo que nosotros hagamos en nuestra propia casa.

           Pero ¿puede Dios, nuestro Dios, el Dios de Jesús permanecer ajeno a nuestras angustias o ser indiferente a nuestros miedos y penalidades? ¿Puede el Dios que nos lo ha dado todo con su Hijo crucificado no compadecerse y acudir en nuestro auxilio al vernos en aprietos? Sospechamos, al menos, que no. Por eso, puede que cuando ya nos veamos al límite de nuestras fuerzas y al borde de la desesperación, dejemos escapar de nuestro pecho un grito de socorro con la oculta esperanza de ser escuchados por el que está en condiciones de ofrecernos una mano salvadora. Sí, gritaremos con el deseo contenido de despertar a ese Dios que parece dormir plácidamente en su lecho celeste, totalmente ajeno a nuestras luchas a brazo partido con vientos huracanados y aguas embravecidas.

           Y acudiremos a Él, y le diremos clamando vacilantes, desde nuestra barca zarandeada por las olas: ¿Señor, no te importa que nos hundamos? ¿No te importa que tu Iglesia naufrague en el mar tenebroso de este mundo? ¿No te importa que ya no haya nadie que escuche tu llamada o que tu palabra deje de oírse por falta de predicadores? ¿No te importa que nuestros templos se queden vacíos de fieles para llenarse de turistas, y que pasen a formar parte de un patrimonio artístico que remita únicamente al pasado floreciente de su historia? ¿No te importa que agonice la fe de tantos creyentes? ¡Señor, sálvanos, que nos hundimos! ¿No es éste el grito desesperado de unos hombres que se ven al borde del abismo, que ya no pueden hacer pie, y a quienes no les queda otro recurso que gritar al único que puede salvarlos? Ante esta situación no cabe sino esperar que Él, finalmente, se levante y calme la tempestad desatada con su imperiosa palabra creadora y apaciguadora.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística