Tras la curación, acaecida en la sinagoga el sábado, de un enfermo con parálisis en un brazo y el desafiante interrogatorio lanzado por su sanador a los fariseos allí presentes con propósitos inquisitoriales, se produce la maquinación contra él. Al salir del lugar, refiere el evangelista, aquellos fariseos, incapaces de responder a los argumentos de Jesús, resuelven acabar con él, planificando el modo concreto de llevar a cabo estos propósitos asesinos.
Ante esta seria amenaza, Jesús decide marcharse del lugar, arrastrando tras de sí a muchos, a todos esos que buscaban remedio para sus dolencias y enfermedades. Se aparta, por tanto, prudencialmente del peligro más inmediato, pero sin renunciar a su labor habitual y al contacto con todos esos enfermos para los que había venido como médico. Muchos le siguieron y él los curó a todos, aunque insistiéndoles en que no lo descubrieran, pues esa publicidad podía serle muy perjudicial en esos momentos en que parecían haber puesto precio a su vida. No sabemos si en esta ocasión le hicieron caso o no; pero quedaban advertidos de la situación de riesgo en que podían colocar a su sanador.
Jesús seguía cumpliendo lo predicho por el profeta Isaías. Realmente con él y en su día se cumplía esta Escritura profética. Y Mateo tiene especial interés en subrayar este cumplimiento, precisamente para mostrar al mundo que Jesús era realmente el Mesías profetizado desde antiguo, el único Mesías que cabía esperar. Él es, en verdad, el siervo, el elegido, el amado, el predilecto de Dios del que habla Isaías: aquel sobre el que ha puesto su Espíritu para anunciar el derecho a las naciones; una acción que llevará a cabo sin porfiar, sin gritar, sin vocear por las calles, sin quebrar la caña cascada ni apagar el pábilo vacilante, de la manera más pacífica y serena, como cordero manso entre lobos.
Pero no parará hasta ver implantado ese derecho que no es cualquier derecho humano, sino el derecho mismo de Dios: no parará, porque empeñará su propia vida en este asunto, y con ella embarcará a sus seguidores y enviados para que sigan en su empeño y prolonguen su misión en el tiempo, con la esperanza de que algún día se haga realidad. Esta esperanza es la que nos tiene que mantener trabajando por el Reino de Dios y su justicia, o también, por la implantación del derecho (divino) en y entre las naciones, que son los pueblos más diversos de la tierra. Alcanzado este objetivo, todos podrán esperar en su nombre, que es también esperar gracias a él.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística