La fe con la que celebramos la eucaristía; la fe con la que rezamos; la fe con la que vivimos en la esperanza de la vida eterna, depende en gran medida de testimonios como el del apóstol Santiago. En cuanto creyentes somos hijos de una tradición de fe que se remonta al testimonio apostólico, que es el primer eslabón de esta cadena de transmisión que tiene su origen histórico en el testimonio del mismo Cristo.
Los apóstoles no se limitan, sin embargo, a transmitir el testimonio que Cristo dio de sí mismo y del Padre; también dan testimonio –como nos recuerda el libro de los Hechos– de lo que el Padre hizo con Jesús, resucitándolo de entre los muertos. Los apóstoles se presentan ante el mundo sobre todo como testigos de la resurrección del Señor. Por eso nuestra fe es esencialmente fe en la resurrección o fe en la victoria sobre la muerte. Esto es lo que se nos pide que creamos en cualquier situación y circunstancia. Podremos vernos –como san Pablo- apretados, apurados, acosados, derribados; podemos llevar en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, pero sin perder la convicción de que también la vida de Jesús se manifestará en nuestro cuerpo mortal. Esta fe (asociada a la esperanza) nos permitirá vivir esperanzados(no desesperados) en medio de los aprietos y acosos.
El testimonio apostólico brota de la experiencia (los encuentros con el Resucitado); pero de una experiencia en la que está presente la fe, pues para ver a Cristo en el Resucitado se requiere una mirada de fe. Creí –decía san Pablo-, por eso hablé: Su hablar, su testimonio oral y escrito, brota de la fe. La fe en Cristo, Hijo de Dios, es la razón última de su hablar, de su predicar, de su lanzarse al mundo con la intención de comunicarle la buena noticia de la resurrección de Jesús: sabiendo que quien resucitó al Señor Jesús, también con Jesús nos resucitará a nosotros. Así, la fe engendra saber: doctrina que ilumina la vida del hombre.
El testimonio de Santiago no es distinto del testimonio de Pablo. También él daba testimonio de la resurrección del Señor; y lo hacía con mucho valor, con un valor propio de mártires o de testigos: exponiéndose a interrogatorios, desafiando prohibiciones, soportando amenazas, sufriendo torturas y encarcelamiento, y finalmente la muerte cruenta. A este valor añadía los muchos signos y prodigios que tenían al pueblo como testigo. Su testimonio resonó en Jerusalén. Él estaba a la cabeza de esta comunidad. Allí fue juzgado por las autoridades judías que se sentían acusadas por sus palabras; allí se le prohibió seguir enseñando en nombre de Jesús; allí se vio obligado a esgrimir su objeción de conciencia: Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres; allí, finalmente, fue mandado decapitar por el rey Herodes, convirtiéndose en el primer apóstol mártir. Era el, año cuarenta y dos, apenas una decena de años después de la muerte de su Maestro. Más tarde, en la década de los sesenta, vendrán los martirios de Pedro, de Pablo y de otros apóstoles.
Eran testimonios sellados con sangre; y no hay mejor firma para un testimonio que el derramamiento de la propia sangre. Realmente el Señor consagró los primeros trabajos de los apóstoles con la sangre de Santiago, pues él fue el primero entre los apóstoles en derramar su sangre. La sangre de los mártires siempre reviste a la Iglesia de una fortaleza muy especial, de la misma fortaleza con la que el mártir afronta el martirio. Es la fortaleza que le proporciona su fe en la resurrección. Pero al parecer Santiago dio testimonio no sólo en Jerusalén, sino también en España, y esto antes que san Pablo. Así lo atestigua una tradición (quizá tardía: siglo VIII) que se ha mantenido durante siglos. Y de ello ha quedado constancia en el sepulcro donde se veneran sus restos, en Santiago de Compostela. De ahí ha surgido una larga tradición de peregrinaje que se sigue consolidando con el paso del tiempo. Por eso, porque le reconocemos un papel predominante en nuestra fe cristiana nos hemos puesto bajo su patrocinio y pedimos por su mediación la fidelidad de los pueblos de España a Cristo hasta el final de los tiempos.
Santiago, hijo de Zebedeo, realmente bebió el cáliz que Cristo les habría de dar a beber después de haberlo bebido él mismo: el cáliz del sufrimiento y de la muerte, tal como había pronosticado: Mi cáliz lo beberéis. Y aunque el puesto a derecha e izquierda del Señor está reservado por el Padre, a los que hayan consumido el cáliz del martirio, Dios les tiene reservado un puesto de privilegio en su Reino. Así lo ha reconocido la tradición eclesial ensalzando a sus mártires como miembros más excelentes de su Cuerpo.
Finalmente Santiago, el testigo de Cristo, aprendió a ser grande (o primero) en el Reino de los cielos dando su vida en rescate por muchos, a imitación de su Maestro, el Hijo del hombre, que no vino para que le sirvieran, sino para dar la vida en rescate por todos. Su testimonio de fe fue realmente un testimonio coherente: porque creía en la resurrección dio la vida. Como indica él mismo en su carta: sólo la fe acompañada de obras es consecuente. Se trata de obras de caridad, que son las únicas obras que guardan conformidad con esta fe. La fe sin obras, en cambio, revela que está muerta o, al menos, carente de vitalidad, porque no mueve a nada, porque no produce nada. Vivamos de esta fe y pidamos, por intercesión de Santiago, el don de la perseverancia en ella hasta el final de nuestros días.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística