Hay una palabra en este pasaje evangélico que se repite como una melodía: No tengáis miedo. La palabra se dirige a personas atemorizadas por los peligros de la vida, por el rumbo de los acontecimientos, por las acechanzas o amenazas de otros hombres, y quiere llevar la confianza a esos corazones temerosos o angustiados.
La vida (con sus inseguridades y peligros) ofrece sin duda muchos motivos para tener miedo. Además, están los miedos patológicos (imaginarios), irracionales, que carecen de motivo racional. Son nuestros fantasmas. La lista de nuestros miedos sería seguramente interminable. Tenemos miedo a lo desconocido (o a los desconocidos), a un asalto con riesgo para la propiedad o para la vida, a la oscuridad, a una amenaza seria, a la ruina económica, a un accidente que nos deje minusválidos, a la traición de un amigo, a la separación o abandono del esposo, a la marcha de un hijo, a la soledad, al fracaso, al desprestigio, a la difamación, al juicio de otros, a la marginación, al dolor, a la muerte, al juicio final. Son nuestros miedos, y pocos pueden decir con sinceridad que no tienen miedo a estas cosas. Parece imposible vivir con tranquilidad en medio de tantos peligros y acechanzas.
Pues bien, Jesús nos dice: No tengáis miedo a los hombres. Pero es precisamente de los hombres de quienes podemos temer las mayores acechanzas: un robo, un asesinato, una calumnia, una agresión, una negligencia. No tengáis miedo, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Jesús parece referirse aquí al poder del hombre para ocultar o disfrazar la realidad. De nada les servirá este empeño encubridor, porque todo acabará sabiéndose, porque la verdad acabará saliendo a la luz y poniendo al descubierto la falsedad de la mentira. Tal vez haya que sufrir por algún tiempo los efectos de la calumnia, la difamación o la maledicencia; pero al final prevalecerá la verdad. Sólo los enemigos de la verdad, sólo los que tienen cosas vergonzantes que ocultar, temen el desvelamiento de lo oculto.
Es verdad que hay una zona de intimidad en nuestras vidas que no tiene por qué estar expuesta a las miradas de todos; pero lo deseable es que siempre y en todas las cosas resplandezca la verdad. Jesús considera que lo que él dice en privado, o de noche, puede y debe ser dicho en pleno día, y lo que él dice al oído puede ser pregonado desde la azotea. Y si quiere que se dé publicidad a sus palabras y acciones (salvo casos excepcionales) es porque tales palabras son verdaderas, porque no tiene nada que ocultar; por eso no teme la maledicencia, aunque también de él, el íntegro, se habló mal. Ni siquiera Jesús se libró de las habladurías, pero él sabe que nada hay cubierto que no llegue a descubrirse.
Pero él les dice más: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. ¿Qué es esa alma que no está al alcance de las espadas ni de las hogueras? Cuando matan a los mártires les quitan la vida, pero no les quitan su fe en Dios, ni su integridad moral, ni su esperanza de vida eterna; no les quitan lo que es patrimonio del alma. Estas convicciones son las que les permiten vencer su miedo al dolor y a la pérdida de la propia vida. Habría que temer más bien, dice Jesús, al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿Qué fuego es ése que puede destruir el alma?
Jesús parece aludir con esta expresión a la gehenna o fuego del infierno, que atormentaría al alma, pero sin aniquilarla. En realidad, lo que destruye al alma, esto es, su rectitud, su honestidad, su esperanza, su paz, su salud, etc., es el pecado. A éste es al que hay que temer. Pero hasta el pecado está sujeto al fuego purificador de Dios, que puede disolver el pecado con la llama de su misericordia; pero para que se produzca ese efecto, el responsable del pecado tiene que dejarse quemar por este fuego del amor divino. No hay que olvidar que la maldad también es obstinada, y el alma puede morir enquistada en su propia obstinación; y ante ese muro Dios se detiene: no puede hacer más de lo que ha hecho y hace.
Y si hay que temer a lo que puede destruir el alma, es porque la vida del alma es más valiosa que la del cuerpo, o mejor, porque la vida del hombre, a la vez del alma y del cuerpo (psicosomática), es más que la simple vida corporal o terrena. En cualquier caso, no temamos porque no hay comparación entre nosotros y los gorriones; y si ninguno de ellos cae al suelo sin que Dios lo permita (o disponga), mucho menos nosotros que somos inconmensurablemente más valiosos a sus ojos. Confiemos, pues, en su providencia amorosa.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística