Comentario del 19 de agosto

En cierta ocasión, nos dice el evangelista, se acercó a Jesús uno y le preguntó: Maestro, ¿qué tengo que hacer de bueno para obtener la vida eterna? La formulación de la pregunta denota estima y respeto. Su palabra es, para él, tan digna de aprecio que la espera como una enseñanza aplicable de inmediato a la propia vida, pues se sitúa en el nivel del hacer: ¿Qué tengo que hacer para alcanzar esa meta u obtener esa herencia? Lo que aquel interlocutor espera es una directriz práctica, una doctrina moral. Jesús así lo entiende también, pues le responde: Mira, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. El interlocutor solicita una mayor concreción: ¿Cuáles? Y Jesús se la ofrece: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y ama a tu prójimo como a ti mismo.

El Maestro le indica, por tanto, el camino de esos mandamientos que integran la Ley de Dios. Los que aquí se enuncian hacen referencia al prójimo, al respeto que debe merecernos la vida, los bienes, la mujer, la fama del prójimo, incluyendo al padre y a la madre y la honra que se les debe. Tales mandamientos son voluntad de Dios, y el que los cumple, cumple la voluntad de Dios y se hace merecedor de la herencia eterna.

Aquel muchacho le respondió: Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta? Si era realmente así, no había más que añadir: se había hecho merecedor de la herencia prometida a los cumplidores. Pero Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres –así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego vente conmigo.

Le muestra, por tanto, un camino complementario, un camino que aspira a llegar hasta el final, que mira a la perfección. Cumplir los mandamientos no lo es todo. Hay una conducta superior al hecho de no matar, no robar o no adulterar; y es entregar lo que uno tiene en bien de los demás, vender las propias posesiones y con el dinero obtenido socorrer a los pobres; al tiempo que les hacemos un bien a ellos, nos liberamos nosotros y nos hacemos más aptos para el seguimiento de Jesús. Pero la acción de desprenderse no es fácil cuando uno está atado o apegado a esos bienes en los que pone su «siempre insegura» seguridad. Y, al parecer, ésta era la situación anímica de aquel joven rico, porque, a las palabras de Jesús, el muchacho frunció el ceño y se marchó pesaroso. Y es que era muy rico, y además no estaba dispuesto a renunciar a sus riquezas, es decir, a su bienestar y a sus seguridades.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística