LA PUERTA ESTRECHA DE LA CONVERSIÓN
«DIOS QUIERE QUE TODOS LOS HOMBRES SE SALVEN»
«A mí me duelen todos los hijos, me preocupan todos por igual», decís los padres. Eso es lo que le sucede a Dios: «Quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4).
Dios es como el padre propietario de una empresa familiar que, como cuenta san Antonio María Claret del suyo, envía a uno de sus hijos a Barcelona, a especializarse en dibujo textil para modernizar la empresa familiar, para ayudar a sus hermanos a fin de que todos tuvieran trabajo. El padre favorece a uno de los hijos, pero no para su bien particular, sino para el de todos los hermanos. Nosotros somos de esos hijos de Dios especialmente agraciados por la fe, por la pertenencia a la comunidad cristiana, por la participación en los sacramentos; pero hemos sido agraciados no sólo en bien exclusivo nuestro, sino para que redunde en bien de nuestros hermanos. La Iglesia no es primordialmente la comunidad de los que se salvan, sino la comunidad de los que salvan.
La fe y la pertenencia a la Iglesia, más que un privilegio, es una responsabilidad ante los que nos rodean y una gracia para los demás; es un camino de humanización para nosotros y para los demás, pero no un salvoconducto mágico.
Ésta es la falsa seguridad que condena Jesús en muchos judíos de su tiempo. Creían que por la mera pertenencia genética al pueblo elegido y por la práctica formalística de los ritos religiosos ya tenían asegurada su salvación. Él recuerda que es imprescindible la conversión personal para poder experimentar la nueva vida.
Estremece pensar que se puede estar sociológicamente en la Iglesia sin Iglesia, sin ser pueblo de Dios. Es lo que viene a decir Juan Pablo II cuando habla con tanta insistencia de la nueva evangelización de los cristianos. ¡Qué contradicción evangelizar a los cristianos! Si ya somos cristianos, ¿por qué se nos ha de evangelizar? Y si no somos cristianos, ¿por qué nos lo llamamos con tanta facilidad? Recuerdo que un amigo, cuando le preguntaban si era cristiano, al entender que su vida estaba lejos del Evangelio, siempre respondía: «Intento serlo».
En nuestra parroquia hemos tenido una hermosa experiencia. Algunos cristianos nos contaron el proceso de su conversión. Se trata de cristianos que fueron toda su vida cumplidores, de misa dominical. Estaban tranquilos con su cristianismo de «cumplimiento». Se apuntaron a un proceso catecumenal. Nos contaban con emoción cómo se encontraron con el Señor, con una nueva vida. Nos contaban cómo le parecía aquel cristianismo de entonces algo enteramente vacío. Era una gozada escucharles y ver el entusiasmo de su fe y la generosidad de su vida entregada al servicio de los demás. A mí me producían verdadera envidia.
«NO TODO EL QUE DICE: ¡SEÑOR, SEÑOR!…»
Jesús nos previene contra el engaño sutil de poner nuestra confianza en la sola praxis religiosa. Él es taxativo y afirma que se puede ser practicante sin pertenecer realmente al pueblo de Dios, sin gozar de las riquezas de la salvación o nutriéndose sólo con las migajas del banquete. Nos previene para que entendamos que la práctica religiosa no es más que un medio, no un fin.
Jesús advierte a los judíos practicantes: «Cuando llaméis a la puerta diciendo: ‘Señor, ábrenos’, y os replique: ‘No sé quiénes sois’, entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñando en nuestras plazas’. Pero replicaré: ‘No os conozco; alejaos'»… Los que encuentran la puerta cerrada, los que llaman tarde y se autoexcluyen son, precisamente ellos, los invitados en primer lugar. Como afirma el mismo Jesús, muchos paganos les han tomado la delantera. En otro pasaje Jesús afirma: «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, es decir, no todo el que reza, tiene sus devociones y cumple religiosamente ha entrado en el Reino de Dios y goza de sus riquezas, sino sólo el que hace la voluntad de mi Padre» (Mt 7,21).
Por obra y gracia del Espíritu Santo se está verificando sin duda una cierta purificación entre los «cristianos», pero todavía existen muchos que confunden la Iglesia con una agencia de viajes al Paraíso y que los clientes pueden adquirir pases seguros con el cumplimiento dominical, con la devoción a un santo o a una virgen, haciendo alguna novena infalible, entrando en determinada institución, haciéndose socio de determinada obra de la Iglesia. Lo importante es «salvar el alma», la de uno, se entiende. Para ello, hay que cumplir con lo estrictamente necesario, no dejar de lado ningún requisito de los llamados esenciales (comulgar alguna vez al año, misa dominical, etc.) y asegurar sobre todo el momento de la muerte para que no falte la asistencia del sacerdote. Se trata de una salvación mecanicista, muy en consonancia con el sentir del que le hizo la pregunta a Jesús.
LA SEÑAL DEL CRISTIANO
La verdadera señal de que somos discípulos de Jesús es la vivencia del amor: «Amaos unos a otros como yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos» (Jn 13,34-35). El Maestro garantiza con su palabra divina que, a los que den de comer al hambriento, de beber al sediento, cobijo al que está a la intemperie, los que estén al lado de su hermano en actitud de servicio, ésos sí podrán escuchar en el día del discernimiento final: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el Reino» (Mt 25,40). Sólo el que vive para los demás, vive el Evangelio y sabe lo que es la nueva vida traída por Jesús.
«Esforzaos en entrar por la puerta estrecha», recomienda encarecidamente Jesús. A todos nos asalta tercamente la tentación de acomodar el Evangelio a nosotros. Pero Jesús viene a decir: «No acomodéis el Evangelio a vosotros, sino acomodaos vosotros al Evangelio», «entrad por la puerta estrecha», que da a una vida esplendorosamente nueva. La puerta del amor es, ciertamente, una puerta estrecha. Por eso, san Juan da como único síntoma verdadero, como única señal verdadera de vida, el amor: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos» (Un 3,14).
«Esforzaos», dice Jesús. ¿En qué me he de esforzar?, ha de preguntarse cada uno: ¿En una vivencia más comunitaria de la fe? ¿En profundizar en el Evangelio? ¿En un compromiso mayor con la sociedad? ¿En hacer de la familia una «Iglesia doméstica», una verdadera comunidad de amistad, de fe y de servicio? ¿En qué he de esforzarme más?
Atilano Aláiz